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Por qué razón un hombre del indudable talento de Paul Goossens eligió súbitamente, a mediana edad, el mal camino, fue siempre un misterio incluso para sus amigos, para sus aún más numerosos clientes y para la Policía belga. Durante sus treinta años como empleado de confianza de la Fabrique Nationale de Lieja habíase ganado una sólida reputación como mecánico de una precisión infalible en una rama de la mecánica en la que la precisión es absolutamente indispensable. Tampoco de su honradez se tenía la menor duda. Durante aquellos treinta años se había convertido en el primer experto en la vastísima gama de armas que la excelente compañía fabrica, desde la minúscula pistola automática para señora hasta el cañón pesado.

Su historial de la época de la guerra había sido notable. Aunque después de la Ocupación había continuado trabajando en la fábrica de armamento dirigida por los alemanes, un examen ulterior de su carrera había demostrado de manera indubitable su participación clandestina en la Resistencia, su colaboración privada en una cadena de refugios para permitir la huida a los pilotos aliados derribados, así como el hecho de que había asumido la jefatura de una organización de sabotaje gracias a la cual buena parte de las armas fabricadas en Lieja, o no llegaban jamás a disparar debidamente, o estallaban a los cincuenta disparos, matando a sus servidores alemanes. El hombre era tan modesto, que todo ello habían tenido que arrancárselo sus abogados para poder exhibirlo triunfalmente en su defensa. Ello había resultado muy útil para mitigar la sentencia, y el jurado se había sentido ciertamente impresionado cuando Goossens admitió que jamás había revelado sus actividades durante la guerra porque los honores y medallas de la posliberación lo hubieran aturdido.

Cuando, a principios de los años cincuenta, se desfalcó en una crecida suma de dinero a un cliente extranjero en el curso de una lucrativa operación de venta de armas y las sospechas recayeron en Goossens, éste era jefe de departamento de la empresa, cuyos directivos manifestaron a la Policía que sus sospechas contra el honrado Goossens eran simplemente ridículas.

Aun en pleno juicio el director gerente le defendió. Pero el juez presidente adoptó el punto de vista de que abusar de tal manera de una posición de confianza era todavía una circunstancia agravante. Así, pues, Goossens fue condenado a diez años de cárcel. La apelación redujo la pena a cinco. Y a los tres años y medio fue puesto en libertad por su buena conducta.

Su mujer se había divorciado de él, llevándose a sus hijos con ella. La antigua existencia del honrado trabajador, que vivía en una casita, rodeada de flores, en uno de los más lindos suburbios de Lieja (que no son muchos), había quedado atrás, perdida en el pasado. Lo mismo cabe decir de su carrera en la FN. Goossens había alquilado un apartamento en Bruselas, y más tarde, a medida que fue prosperando gracias a su floreciente actividad como proveedor de armas ilegales para la mitad del mundo clandestino de la Europa occidental, una casa en las afueras de la ciudad. A principios de los años sesenta se le apodaba L’Armurier, el Armero. Cualquier ciudadano belga podía comprar un arma mortífera, revólver, pistola automática o fusil en cualquier tienda de deportes o armería del país, con sólo exhibir el carnet nacional de identidad que demostrara su nacionalidad belga. Goossens nunca usó el suyo, porque cada venta del arma y de las correspondientes municiones es anotada en el registro del armero, juntamente con el nombre y el número de carnet de identidad del comprador. Goossens usaba siempre los carnets de otras personas, robados o falsificados.

Había establecido estrechas relaciones con uno de los primeros rateros de la ciudad, un hombre que cuando no enmohecía en prisión, como huésped del Estado, era capaz de extraer una billetera de cualquier bolsillo con la mayor facilidad. Goossens le compraba las billeteras robadas. Tenía también a su disposición los servicios de un maestro en falsificaciones que, después de haber sufrido un grave revés en los años cuarenta a causa de haber fabricado gran cantidad de francos franceses saltándose inadvertidamente la «u» de Banque de France (entonces era muy joven), había terminado por dedicarse a la falsificación de pasaportes con mucho mayor éxito. Finalmente, cuando Goossens necesitaba adquirir un arma para un cliente, el comprador que acudía al armero con un carnet de identidad perfectamente falsificado nunca era él mismo, sino, siempre, cualquier bribón sin empleo y recién salido de la cárcel, o un actor sin trabajo.

De todo su «personal», sólo el ratero y el falsificador conocían su verdadera identidad. También le conocían algunos de sus clientes, en especial los «grandes» del hampa belga, quienes no sólo lo dejaban en paz, sino que hasta cierto punto le protegían, negándose a revelar, cuando eran capturados, dónde habían conseguido sus armas; tal negativa obedecía, simplemente, a que Goossens les era muy útil.

Nada de ello impidió a la Policía belga enterarse de una parte de sus actividades, pero no pudo pescarlo con las manos en la masa, en posesión del género ilegal, o conseguir testigos que declararan contra él en juicio. La Policía conocía la existencia, sumamente sospechosa, de la pequeña pero magníficamente equipada forja y taller que Goossens había instalado en lo que fuera el garaje de su casa, pero sus repetidas visitas no habían revelado otra cosa más que el equipo necesario para la manufactura de medallones y reproducciones en metal, a guisa de souvenirs, de las estatuas de Bruselas. En la última visita de la Policía, Goossens había obsequiado solemnemente al inspector jefe con una figurilla del Mannikin Piss, como muestra del aprecio que sentía por las fuerzas de la ley y del orden.

No sentía el menor escrúpulo mientras, en la mañana del 21 de julio de 1963, esperaba la llegada de un inglés que le había sido recomendado por teléfono por uno de sus mejores clientes, un exmercenario al servicio de Katanga entre 1960 y 1962, que actualmente dirigía una organización dedicada a la protección de los lupanares de la capital belga.

El visitante se presentó a mediodía, según lo convenido y Goossens lo invitó a pasar a su pequeño despacho.

—¿Tiene la bondad de quitarse las gafas? —le pidió, cuando su visitante se hubo sentado; y, al advertir que el alto inglés vacilaba, agregó—: Verá usted, creo que mientras duren nuestras relaciones comerciales es mejor que, en la medida de lo posible confiemos el uno en el otro. ¿Algo para beber?

El hombre cuyo pasaporte le habría identificado como Alexander Duggan se quitó las gafas de sol y miró con curiosidad al pequeño armero, mientras éste servía un par de cervezas. Goossens se sentó detrás de su mesa, bebió un trago de cerveza y preguntó con suavidad:

—¿En qué puedo servirle, señor?

—Supongo, que Louis le habrá llamado anunciándole mi llegada, ¿no?

—Desde luego —firmó Goossens—. De lo contrario, no estaría usted aquí.

—¿Le ha dicho de qué se trataba?

—No. Simplemente me ha dicho que le conoció a usted en Katanga, que podía garantizar su discreción, que necesita usted un arma de fuego, y que estaba dispuesto a pagar al contado, en libras esterlinas.

El inglés asintió con firmeza.

—Bien, puesto que yo sé cuál es su profesión, tal vez sea mejor que conozca usted la mía. Además, el arma que necesito tendrá que ser un arma de especialista, con ciertas características fuera de lo corriente. Yo… bueno… soy especialista en la liquidación de hombres que tienen enemigos poderosos y ricos. Desde luego, tales hombres suelen ser también poderosos y ricos. No siempre resulta fácil suprimirlos. Pueden hacerse proteger por especialistas. Tales actividades exigen una cuidadosa preparación y el arma adecuada. Actualmente tengo un encargo de esta clase. Y necesitaré un fusil.

Goossens bebió otro sorbo de cerveza, asintiendo benévolamente a lo que le decía el inglés.

—Excelente, excelente. Es usted un especialista, como yo. Barrunto que se trata de un trabajo interesante. ¿En qué tipo de fusil ha pensado usted?

—Lo importante no es el tipo de fusil. Más bien se trata de las limitaciones impuestas por el encargo que he recibido, y de encontrar un fusil que funcione satisfactoriamente bajo estas limitaciones.

A Goossens le brillaron los ojos.

—Una pieza única —susurró, hechizado—. Un arma hecha a la medida para un solo hombre y para un caso único bajo unas determinadas circunstancias que no han de volver a presentarse. Ha recurrido usted a la persona adecuada. Presiento un trabajo interesante, señor. Celebro que haya venido.

El inglés se permitió una sonrisa ante el entusiasmo profesional del belga.

—También yo, señor.

—Y dígame, ¿cuáles son esas limitaciones?

—La principal es el tamaño, no en longitud, sino en el volumen físico de las piezas activas. La cámara y la recámara no deben abultar más que esto…

Levantó la mano derecha, y con el dedo medio y el pulgar formó una «O» de menos de ocho centímetros de diámetro.

—Ello significa que no puede ser de repetición, puesto que una cámara de gas sería más voluminosa, y que, por la misma razón, no puede tener un mecanismo de expulsión demasiado grande —dijo el inglés—. En mi opinión, tendría que ser un fusil de cerrojo.

Goossens movía acompasadamente la cabeza, mirando al techo, mientras su mente iba captando los detalles de lo que su visitante le decía, formándose una imagen mental de un fusil especialmente estilizado en sus partes activas.

—Siga, siga —murmuró.

—Por otra parte es preciso que el cerrojo no sobresalga por el costado, como el del Mauser 7,92 o el del Lee Enfield 0,303. El cerrojo debe discurrir hacia atrás en línea recta, hacia el hombro, sujetado entre el dedo índice y el pulgar para permitir la introducción de la bala en la recámara. Tampoco deberá tener guardamonte, y el propio gatillo debe ser desmontable, de modo que pueda ser ajustado un momento antes de disparar.

—¿Por qué? —preguntó el belga.

—Porque el mecanismo completo debe caber en un compartimiento tubular, para ser guardado y trasladado de lugar, y es preciso que el compartimiento no llame la atención. Por eso su diámetro no debe ser mayor de lo que le he indicado, por razones que le explicaré ¿Es posible conseguir un gatillo desmontable?

—Desde luego, casi todo es posible. Por ejemplo, cabe diseñar un fusil de un solo tiro que se abra por detrás para cargarlo como una escopeta. Ello nos ahorraría el cerrojo pero haría necesaria una charnela con la cual quedaríamos igual. También sería necesario diseñar y construir el fusil desde el principio al fin, fresando una pieza de metal para constituir la cámara y la recámara. En un taller pequeño como el mío sería una operación difícil, pero no imposible.

—¿Cuánto podría tardar en entregármelo? —preguntó el inglés.

El belga se encogió de hombros y abrió las manos, con los dedos extendidos.

—Varios meses, me temo.

—No dispongo de tanto tiempo.

—Entonces habrá que adquirir un fusil en una tienda y modificarlo. Siga, por favor.

—Bien. El arma debe ser ligera, de poco peso. No es necesario que sea de gran calibre; la bala será igualmente eficaz. Deberá tener un cañón corto, probablemente no más de treinta centímetros.

—¿A qué distancia tendrá que disparar usted?

—No es seguro todavía, pero probablemente no a más de ciento treinta metros.

—¿Apuntará a la cabeza o al pecho?

—Probablemente tendré que hacerlo a la cabeza. Podría apuntar al pecho, pero la cabeza es más segura.

—Para matar, desde luego, si se hace buen blanco —dijo el belga—. Pero el pecho resulta más seguro para hacer una buena diana. Por lo menos cuando se usa un arma ligera de cañón corto a ciento treinta metros y con posibles obstrucciones. —Y agregó—: Del hecho de que no esté usted seguro acerca de este punto de la cabeza o el pecho, deduzco que teme que pueda interponerse alguien.

—Sí, es posible.

—¿Tendrá usted oportunidad de disparar un segundo tiro, teniendo en cuenta que necesitará varios segundos para extraer la cápsula vacía e insertar la nueva, cerrar la cámara y volver a apuntar?

—Es casi seguro que no. Sólo podría arriesgar un segundo disparo usando silenciador, y en el supuesto de que la primera bala se pierda del todo y no sea advertida por ninguno de los presentes. Pero aunque el primer tiro acierte en la sien, necesito el silenciador para poder escapar. Preciso de unos minutos antes de que nadie pueda localizar, ni siquiera aproximadamente, de qué lugar procede la bala.

El belga seguía afirmando con la cabeza, ahora con los ojos fijos en la carpeta de su escritorio.

—En este caso, será mejor que use usted balas explosivas. Prepararé un puñado de ellas junto con el arma. ¿Comprende lo que quiero decir?

El inglés asintió.

—¿Glicerina o mercurio?

—Oh, creo que mercurio. Es mucho más eficaz y más limpio. ¿Algún otro detalle en cuanto al arma?

—Temo que sí. En interés de la reducción de volumen, habrá que eliminar toda la madera y el asidero y sustituirla por un bastidor como el de una Sten, cada una de cuyas secciones, la superior, la inferior y la hombrera, deben poder desmontarse y quedar reducidas a tres varillas. Finalmente, necesito un silenciador completamente eficaz y un alza telescópica. Las dos cosas deben ser también desmontables.

El belga estuvo reflexionando largo rato, mientras sorbía la cerveza hasta apurarla del todo. El inglés se impacientaba.

—Bien, ¿puede hacerlo?

Goossens pareció emerger de sus sueños. Sonrió, excusándose.

—Perdón. Es un pedido muy complicado. Pero sí, puedo hacerlo. Jamás dejé de proporcionar lo que me pidieron. Realmente, lo que usted ha descrito es una expedición de caza en la cual el equipo debe poder ser introducido a través de ciertos controles sin suscitar sospechas. Una expedición de caza supone un fusil de caza, y eso es lo que le construiré. No tan pequeño como un calibre 0,22, que es el adecuado para los conejos y las liebres, ni tan grandes como un Remington 0,300, que sería imposible adaptar a las limitaciones de tamaño exigidas por usted.

»Creo que ya sé lo que necesitamos, y supongo será fácil encontrarlo aquí, en Bruselas, en algunas tiendas de deportes. Un arma cara, una herramienta de alta precisión. Bellamente construida, pero ligera y esbelta. Se utiliza mucho para las gamuzas y otros cervatillos, pero con balas explosivas también se emplea para piezas más grandes. Dígame… eh… el caballero en cuestión, ¿se moverá rápidamente, despacio, o permanecerá inmóvil?

—Inmóvil.

—Entonces no hay problema. La construcción del bastidor desmontable en tres varillas de acero y el gatillo desmontable es cuestión de pura mecánica. Yo mismo puedo acortar el cañón y perforar su extremo para el silenciador. Pero con veinte centímetros menos de cañón se pierde precisión en el tiro. Lástima, lástima. ¿Es usted buen tirador?

El inglés asintió.

—Entonces, con alza telescópica, y tratándose de una persona parada a ciento treinta metros de distancia no habrá problema. En cuanto al silenciador, lo construiré yo mismo. No son complicados, pero sí difíciles de obtener como artículo manufacturado, particularmente los largos para fusiles, que no son corrientes en la caza. Y ahora, señor, antes mencionó usted unos compartimentos tubulares para llevar el fusil desmontado. ¿Cómo los imagina usted?

El inglés se levantó y se acercó al escritorio dominando con su elevada estatura al pequeño belga. Introdujo una mano en el bolsillo interior de su chaqueta, y, por un segundo, un relámpago de miedo brilló en los ojos del hombrecillo. Por primera vez observó que, fuese lo que fuese lo que manifestaba el rostro del pistolero, jamás afectaba a sus ojos, que aparecían nublados por una cortina gris, como de humo, suficiente para velar toda expresión que asomara en ellos. Pero el inglés se limitó a extraer del bolsillo un lapicero de plata.

Dio vuelta al bloc de sobremesa de Goossens y en pocos segundos dibujó un esbozo.

—¿Reconoce esto? —preguntó, volviendo a situar el bloc de cara al armero.

—Desde luego —contestó el belga, después de echar una ojeada al bosquejo, dibujado con gran precisión.

—Perfectamente. Pues bien, todo esto se descompone en una serie de tubos de aluminio que pueden montarse y desmontarse. Éste… —explicó, señalando con la punta del lápiz un punto del diagrama— contiene uno de los tirantes de la culata del fusil. Este otro, el otro tirante. Ambos quedan ocultos dentro de los tubos que forman esta sección. La hombrera del fusil es esto… aquí… completa. Así que ésta es la única parte que sirve a los dos efectos sin sufrir cambio alguno.

»Aquí… —continuó, señalando otro punto del diagrama, mientras los ojos del belga se dilataban por la sorpresa— en el punto más grueso hay el tubo de mayor diámetro, que contiene el cuerpo del fusil con el cerrojo. Como puede ver, tiene una forma ahusada, continua, hacia la parte correspondiente al cañón. Desde luego, habiendo de utilizar alza telescópica no es necesario tomar precauciones especiales, ya que el conjunto se desliza perfectamente hacia fuera al desmontar el aparato. Las últimas dos secciones… ésta y ésta… contienen el alza telescópica y el silenciador. Finalmente, las balas. Habría que insertarlas en esa especie de contera. Una vez montado, el conjunto debe pasar precisamente por lo que parece. Una vez desmontado en sus siete piezas, las balas, el silenciador, el alza telescópica, el fusil y las tres varillas que forman el bastidor triangular de la culata pueden ser extraídos y montados para constituir un fusil que funcione perfectamente. ¿OK?

Durante unos segundos, el pequeño belga siguió examinando el diagrama. Después se levantó lentamente y extendió la mano.

—Señor —dijo, con reverencia—, es la concepción de un genio. Imposible de descubrir. Y, sin embargo, sumamente simple. Se hará.

El inglés no se mostró complacido ni disgustado.

—Bien —dijo—. Ahora, la cuestión del tiempo. Necesitaré el arma dentro de unos catorce días. ¿Podrá tenerla?

—Sí. En tres días puedo comprarla. En una semana puedo hacer las modificaciones necesarias. Comprar el alza telescópica no plantea ningún problema. Puede confiarme su elección; sé lo que se necesitará para la distancia de ciento treinta metros que ha calculado usted. Será mejor que usted lo gradúe luego a su gusto. Construir el silenciador, el estuche y modificar las balas… sí, puedo tenerlo listo todo en el plazo previsto. Trabajando día y noche, por supuesto. Sin embargo, será mejor que venga usted con uno o dos días de anticipación, por si hay que decidir algún retoque a última hora. ¿Puede volver dentro de doce días?

—Sí, cuando usted quiera, entre siete y catorce días a contar desde hoy. Pero catorce días es el plazo máximo. Debo estar de vuelta en Londres el 4 de agosto.

—Tendrá usted el arma completa, con todos los detalles dispuestos a su satisfacción, en la mañana del día 4, si puede venir usted el primero de agosto a darle el repaso final.

—Perfecto. Y ahora, hablemos de sus honorarios y de los gastos —dijo el inglés—. ¿Tiene usted una idea de a cuánto pueden ascender?

El belga lo pensó un rato.

—Por esta clase de trabajo, por las dificultades que entraña, por las facilidades que sólo aquí podría usted hallar y por mis conocimientos de especialista debo pedir unos honorarios de mil libras esterlinas. Reconozco que es un precio muy superior al de un simple fusil. Pero no se trata de un simple fusil. Deberá ser una obra de arte. Creo que soy el único hombre en Europa capaz de hacerle justicia, de crear una obra perfecta. Como usted, señor, soy el mejor en mi especialidad. Y lo mejor se paga. Aparte, habrá el precio de compra del arma, las balas, el alza telescópica y las materias primas… Pongamos el equivalente de otras doscientas libras.

—Trato hecho —dijo el inglés, sin discutir el precio.

Volvió a introducir la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y extrajo del mismo un fajo de billetes de cinco libras, atados en paquetes de veinte. Contó cinco paquetes de veinte billetes cada uno.

—Me permito sugerir —prosiguió— que en prueba de mi buena fe acepte usted un anticipo de quinientas libras. Traeré las setecientas libras restantes cuando vuelva, dentro de once días. ¿Le parece bien?

—Señor —dijo el belga, embolsándose ágilmente los billetes—, es un placer trabajar para un profesional que al mismo tiempo es un caballero.

—Pero hay algo más —prosiguió su visitante, como si no le hubiese oído—. No deberá usted intentar volver a ponerse en contacto con Louis ni preguntarle a él ni a nadie quién soy yo ni cuál es mi verdadera identidad. Tampoco intente usted descubrir por cuenta de quién trabajo ni contra quién. Si lo intentara puede estar seguro de que yo me enteraría. Y en tal caso, moriría usted. Si a mi regreso se ha producido algún intento de establecer contacto con la Policía o de tenderme una trampa, morirá. ¿Comprendido?

Goossens estaba dolido. De pie en el umbral, levantó los ojos hacia el inglés, y una oleada de terror recorrió sus entrañas. Había conocido a muchos rufianes de los bajos fondos belgas cuando acudían a pedirle armas especiales o fuera de lo corriente, o simplemente un Colt vulgar de cañón corto. Eran hombres duros. Pero algo distante e implacable había en aquel visitante del otro lado del Canal, que se proponía asesinar a un personaje importante y bien protegido. No a otro jefe de banda, sino a un gran hombre, tal vez un político. Pensó primero en protestar, pero cambió de idea.

—Señor —dijo con calma—, no quiero saber nada de usted, absolutamente nada. El arma que usted recibirá no llevará número de serie. Compréndalo: es más importante para mí que nada de lo que usted haga pueda trazar una pista que lleve hasta mi persona, que intentar averiguar acerca de usted más de lo que sé. Bonjour, monsieur.

El Chacal salió al radiante sol del exterior, y dos calles más abajo llamó un taxi y se hizo conducir al Hotel Amigo, situado en el centro de la ciudad.

Suponía que para efectuar las compras de armas Goossens tendría a sus órdenes a algún falsificador, pero prefería encontrar uno propio. De nuevo Louis, su amigo de los viejos tiempos de Katanga, lo ayudó. No debía serle difícil. Bruselas tiene una larga tradición como centro de la industria de falsificación de documentos de identidad, y muchos extranjeros aprecian vivamente la falta de formalidades con que se puede lograr ayuda en este campo de acción. En los primeros años sesenta, Bruselas se había convertido también en la base de operaciones de los soldados mercenarios, porque ello ocurría antes de la presencia en el Congo de las unidades francesas y sudafricanas. Perdida Katanga, más de trescientos «consejeros militares» sin empleo, procedentes del antiguo régimen de Tshombe, pululaban por los bares del barrio chino, muchos de ellos en posesión de varios juegos de documentos de identidad.

Louis le preparó una cita, y el Chacal encontró a su hombre en un bar de la Rue Neuve. Se presentó y los dos se retiraron a un reservado. El Chacal mostró su permiso de conducir, extendido a su propio nombre por el County Council de Londres hacia dos años, y con validez para unos pocos meses más.

—Este carnet —dijo el belga— perteneció a un hombre que ha muerto. Como en Inglaterra me han retirado el permiso de conducir, necesito tener éste a mi nombre.

Y abrió ante el falsificador el pasaporte a nombre de Duggan. El hombre echó primero una ojeada al interior del documento, observó que era nuevo, comprobó que había sido extendido tres días atrás, y miró astutamente al inglés.

En effet —murmuró.

Luego abrió el carnet de chófer y lo examinó. Al cabo de unos pocos minutos levantó los ojos.

—No será difícil, señor. Las autoridades inglesas son caballerosas. Al parecer, no creen que los documentos oficiales puedan ser falsificados, y, por consiguiente, toman pocas precauciones. Este papel… —agregó, señalando la hojita pegada a la primera página del carnet, que llevaba el número del permiso y el nombre completo del titular— podría ser impreso con una imprentilla infantil. La filigrana es sencilla. No hay problema. ¿Es esto todo lo que deseaba?

—No, hay otros documentos.

—Ah. Si me permite que se lo diga, me extrañaba que deseara usted ponerse en contacto conmigo para un trabajo tan sencillo. En Londres hay sin duda muchas personas capaces de realizarlo en pocas horas. ¿De qué documentos se trata?

El Chacal se los describió hasta el último detalle. El belga entornó meditativamente los ojos. Sacó un paquete de Bastos, ofreció uno al inglés, que lo rechazó, y encendió uno por su parte.

—Eso ya no es tan fácil. El documento de identidad francés, pase. Circulan buen número de ellos sobre los cuales cabe trabajar. Comprenda usted que para conseguir un buen resultado hay que partir de un original. En cuanto al otro… Creo que en mi vida he visto ninguno. Es un encargo realmente fuera de lo corriente.

Hizo una pausa, mientras el Chacal encargaba a un camarero que pasaba que llenara de nuevo sus vasos. Cuando éste se retiró, el hombre prosiguió:

—Y, además, la fotografía. No será fácil. Dice usted que deberá haber una diferencia de edad, de color del pelo y de corte del mismo. La mayoría de los que desean un documento falso quieren que en el mismo aparezca su propia fotografía y que se falsifique los detalles personales. Pero lograr una fotografía nueva que ni siquiera se parezca a usted tal como es ahora, complica mucho las cosas.

Vació la mitad de su vaso sin dejar de mirar al inglés que tenía enfrente.

—Para conseguirlo, habrá que buscar a un hombre de la edad aproximada del titular de los documentos y que al mismo tiempo se parezca verosímilmente a usted, por lo menos en la forma de la cabeza y en la cara, y hacer que se corte el pelo a la medida que usted necesite. Luego, habrá que pegar la fotografía de este hombre en los documentos. A partir de entonces a usted le tocará buscar un disfraz adecuado para parecerse a ese hombre. ¿Me sigue usted?

—Si —dijo el Chacal.

—Todo esto llevará algún tiempo. ¿Cuánto puede usted pasar en Bruselas?

—No mucho —respondió el Chacal—. Tendré que irme muy pronto, pero puedo volver el primero de agosto. Entonces podré pasar aquí otros tres días. Deberé estar de vuelta en Londres el día 4.

El belga reflexionó unos instantes, sin dejar de contemplar la fotografía que figuraba en el pasaporte. Por fin cerró el documento y lo devolvió al inglés después de anotar el nombre de Alexander James Quentin Duggan en un papel que extrajo de su bolsillo. Luego se guardó en el mismo el papel y el permiso de conducir.

—Bien. Se puede hacer. Pero necesito un buen retrato de usted tal como es ahora, de cara y de perfil. Esto llevará tiempo. Y dinero. Habrá gastos extra… Puede que haya que operar en la misma Francia mediante un especialista en limpiar bolsillos para conseguir el segundo documento de identidad que desea usted. Desde luego, primero buscaré en Bruselas, pero es posible que haya que llegar a esos extremos…

—¿Cuánto? —le interrumpió el inglés.

—Veinte mil francos belgas.

El Chacal calculó rápidamente.

—Unas ciento cincuenta libras esterlinas. De acuerdo. Le entregaré cien libras a cuenta, y el resto a la entrega.

El belga se levantó.

—Entonces será mejor que vayamos por las fotos. Tengo estudio propio.

Tomaron un taxi que les condujo a un pisito en los sótanos de un edificio situado aproximadamente a un kilómetro y medio. Resultó ser un deslucido y desastrado estudio fotográfico, con un rótulo en la puerta que indicaba que el local era un establecimiento comercial especializado en fotografías para pasaporte, que eran reveladas mientras el cliente esperaba. Inevitablemente pegadas a la ventana había lo que quien pasara por la calle habría creído que se trataba de las obras maestras realizadas en mejores tiempos por el dueño del estudio: dos retratos de muchachas que sonreían con expresión embobada, horrendamente retocadas, la fotografía de unos novios lo bastante desangelados para asestar un golpe mortal a la sola idea del matrimonio, y dos chiquillos. El belga abrió la marcha, bajando los peldaños hasta la puerta principal, la abrió e invitó a su huésped a entrar.

La sesión duró dos horas, durante las cuales el belga demostró una habilidad con la cámara que nunca pudo haber poseído el autor de los retratos de la ventana. Un enorme baúl situado en un rincón, que el belga abrió con su propia llave, contenía una colección de postizos faciales: tintes para el pelo, bisoñés, pelucas, gafas de todas clases y un estuche de maquillaje para actores.

A media sesión, se le ocurrió al belga la idea de que quizá no era necesario buscar a un sustituto para que posara para la fotografía. Después de examinar los resultados de media hora dedicada a maquillar el rostro de el Chacal, hurgó en el baúl y extrajo del mismo una peluca.

—¿Qué le parece a usted esto? —preguntó.

Era una peluca de pelo gris acero, cortado en cepillo.

—¿Cree usted que sus cabellos, cortados así y debidamente teñidos, tendrían este mismo aspecto?

El Chacal cogió la peluca y la examinó.

—Puedo probármela y ver qué tal queda en la foto —sugirió.

Dio resultado. Media hora después de haber tomado seis fotos a su cliente, el belga salió del laboratorio con un fajo de pruebas en la mano. Las extendió sobre el mostrador y ambos se inclinaron sobre ellas para estudiarlas. Desde las fotografías les miraba el rostro de un hombre viejo y cansado. La tez tenía un color gris ceniza y bajo los ojos aparecían profundas y sombrías ojeras, huella de sufrimientos o de cansancio. El hombre no llevaba barba ni bigote, pero su pelo gris producía la impresión de que por lo menos tendría cincuenta años, y no muy bien llevados por cierto.

—Creo que la cosa marcha —dijo por fin el belga.

—El problema estriba —contestó el Chacal— en que usted ha tenido que pasar media hora maquillándome para conseguir este resultado. Además está la peluca. Yo solo no podré conseguir el mismo resultado. Y aquí estamos con luz artificial, mientras que cuando tenga que exhibir esos documentos que he pedido me encontraré al aire libre.

—No es esto lo más importante —replicó el falsificador—. Lo que ocurrirá no es que usted no tendrá el aspecto exacto de la fotografía, sino que la fotografía no tendrá un parecido exacto con usted. Así es como funciona la mente de un hombre que examina unos documentos de identidad. Primero mira la cara, la de verdad, y luego pide los documentos. Después mira la fotografía. Ya tiene la imagen mental del hombre que está ante él. Y esto influye en su juicio. Busca los puntos de semejanza, no las discrepancias.

»En segundo lugar, esta fotografía mide veinticinco centímetros por veinte. La foto del carnet de identidad medirá tres por cuatro. En tercer lugar, conviene evitar un parecido demasiado exacto. Si el carnet fue expedido varios años atrás, es imposible que un hombre no haya cambiado un poco. En esta fotografía usted lleva una camisa a rayas, de cuello abierto. Procure evitar esta camisa, por ejemplo, o el cuello desabrochado. Luzca una corbata, o un pañuelo, o un jersey con cuello de cisne.

»Finalmente, nada de lo que he hecho yo no puede ser fácilmente simulado. Lo principal, por supuesto, es el pelo. Debe cortárselo en cepillo antes de presentar esa foto, y teñírselo de gris, a ser posible más gris que en la foto, y nunca menos. Para subrayar la impresión de vejez y decrepitud, déjese la barba dos o tres días y luego aféitese a navaja, pero mal, hiriéndose en dos o tres puntos. A los viejos les suele ocurrir. En cuanto al color de la tez, es vital. Para inspirar compasión debe ser gris y tener un aspecto cerúleo y enfermizo. ¿Puede hacerse con un poco de cordita?

El Chacal había escuchado con admiración al falsificador, aunque su rostro impasible no lo denotara. Por segunda vez en el mismo día había estado en contacto con un profesional que conocía a fondo su oficio. Se prometió darle las gracias por ello a Louis… una vez terminado el trabajo.

—Puedo conseguirla —dijo, cautamente.

—Dos o tres pedacitos de cordita, mascados y engullidos, provocan al cabo de media hora una sensación de náusea, molesta pero no terrible. La tez cobra un tono ceniciento y se produce una abundante secreción de sudor en la cara. En el Ejército utilizábamos ese truco para fingirnos enfermos y ahorrarnos servicios y marchas penosas.

—Gracias por la información. En cuanto a lo demás, ¿cree usted que podrá facilitarme esos documentos a tiempo?

—Desde el punto de vista técnico, sin duda alguna. El único problema que queda por resolver es la obtención de un original del segundo documento francés. Para esto deberé trabajar de prisa. Pero si vuelve usted en los primeros días de agosto, creo que los tendré ya a punto. Creo que… bueno… que me habló usted de un pago a cuenta para cubrir los gastos…

El Chacal extrajo del bolsillo interior de su chaqueta un fajo de veinte billetes de cinco libras, que entregó al belga.

—¿Cómo me pondré en contacto con usted? —preguntó luego.

—Le sugiero el mismo procedimiento que esta noche.

—Demasiado inseguro. Mi agente podría haber desaparecido o hallarse fuera de la ciudad. Entonces no tendría manera de encontrarlo a usted.

El belga reflexionó unos instantes.

—Entonces le esperaré de seis a siete, cada noche, en el bar donde nos hemos reunido hoy, durante los tres primeros días de agosto. Si usted no se presenta, daré por terminado el trato.

El inglés se había quitado la peluca y estaba lavándose la cara con una toalla empapada en alcohol disolvente. En silencio, se puso la corbata y la chaqueta. Luego, se volvió hacia el belga.

—Hay unas cuantas cosas que deseo que queden claras —dijo sin levantar la voz, de la cual, sin embargo, había desaparecido el tono amistoso, mientras sus ojos miraban al belga con una falta absoluta de expresión—. Cuando haya usted terminado su trabajo acudirá al bar según lo convenido. Me devolverá mi nuevo permiso y la página arrancada del que ahora tiene en su poder. También los negativos y todas las copias de las fotografías que acabamos de tomar. Y olvidará los nombres de Duggan, así como los del titular original del permiso de conducir. El nombre que deberá figurar en los dos documentos franceses puede elegirlo usted mismo, con tal de que sea un nombre francés vulgar y corriente. Después de entregármelos, también deberá olvidar este nombre. Y no volver a hablar jamás, a nadie, de este encargo. En el caso de que cometa usted cualquiera de estas infracciones, morirá. ¿Comprendido?

A su vez, el belga lo miró fijamente unos instantes. Durante las tres últimas horas había llegado a creer que el inglés era un cliente corriente, vulgar, que simplemente deseaba poder conducir en Inglaterra y disfrazarse de hombre de cierta edad en Francia, quién sabe con qué fin. Un contrabandista, tal vez, que llevaba drogas o diamantes desde cualquier solitario puerto de pescadores bretón a Inglaterra. En todo caso, un muchacho muy simpático. Ahora cambió de idea.

—Comprendido, monsieur.

Pocos segundos más tarde el inglés había desaparecido en la noche. Anduvo a lo largo de cinco manzanas antes de tomar un taxi para volver al Amigo. Cuando llegó era ya medianoche. Cenó en su habitación —pollo frío y una botella de mosela—, luego tomó un baño para librarse de las últimas huellas del maquillaje, y se acostó.

A la mañana siguiente pagó la cuenta del hotel y tomó el Brabant Express hacia París. Era el 22 de julio.

Aquella misma mañana, el jefe del Servicio de Acción del SDECE se hallaba sentado a su mesa, y examinaba dos papeles que tenía ante sí. Cada uno de ellos era una copia de un informe corriente, rutinario, redactado por agentes de otros departamentos. En la cabecera de cada documento figuraba una lista de los jefes de departamento que debían recibir una copia del informe. Frente a su propio título había una breve señal. Ambos informes habían llegado aquella mañana, y, en circunstancias normales, el coronel Rolland hubiese echado una ojeada a cada uno para hacerse cargo de su contenido, y después de haber almacenado la información en algún rincón de su portentosa memoria, los hubiese archivado debidamente clasificados. Pero había una palabra que campeaba en los dos informes, una palabra que le intrigaba.

El primer informe que había llegado era un memorándum interdepartamental del R.3 (Europa Occidental), que contenía la sinopsis de un despacho, procedente de su oficina permanente en Roma. El despacho consistía en un escueto informe según el cual Rodin, Montclair y Casson seguían encerrados en su suite del piso más alto y protegidos por sus ocho guardianes. No se habían movido del edificio desde que, el 18 de junio, se habían instalado en él. Del R.3 de París se había enviado más personal a Roma para ayudar a mantener el hotel bajo vigilancia durante las veinticuatro horas del día. Las instrucciones de París no habían variado: no intentar nada, y limitarse a mantener la guardia. Los hombres del hotel habían montado un sistema, tres semanas atrás (véase R.3 informe de Roma del 30 de junio) para mantenerse en contacto con el mundo exterior y el sistema persistía. El correo seguía siendo Viktor Kowalski. Fin del mensaje.

El coronel Rolland abrió el archivador de fuelle situado a la derecha de su mesa, al lado del obús de 105 mm que le servía de cenicero y que a aquellas horas ya aparecía lleno hasta la mitad de colillas de Disque Bleu. Sus ojos repasaron rápidamente el informe de Roma R.3 del 30 de junio, hasta que encontró el párrafo deseado.

Cada día, decía el informe, uno de los guardianes salía del hotel y se dirigía a la Central de Correos de Roma, donde había un apartado reservado a nombre de un tal Poitiers. La OAS no había tomado una casilla de Correos con llave, sin duda temiendo que la llave fuese robada. Todo el correo destinado a los jefes de la OAS era dirigido a nombre de Poitiers, y guardado por el empleado de guardia en el mostrador de las casillas de Correos. Un intento de sobornar al empleado original para que entregara la correspondencia a un agente del R.3 había fracasado. El hombre había informado del intento a sus superiores, y había sido sustituido por un empleado más veterano. Era posible que el correo destinado a Poitiers fuese vigilado a aquellas alturas por la Policía de Seguridad italiana, pero R.3 tenía instrucciones de no pedir cooperación a los italianos. El intento de sobornar al empleado había fracasado, pero se había considerado necesario tomar aquella iniciativa. Cada día, la correspondencia llegada a la oficina de Correos era entregada al guardián, quien había sido identificado como un tal Viktor Kowalski, excabo de la Legión Extranjera y perteneciente a la antigua compañía de Rodin en Indochina. Al parecer, Kowalski poseía documentos falsos que lo identificaban ante la oficina de Correos como Poitiers, o bien una carta de autorización que la oficina de Correos estimaba satisfactoria. Si Kowalski debía mandar por correo una o varias cartas, esperaba junto al buzón del interior del vestíbulo principal hasta cinco minutos antes de la hora de la recogida, introducía las cartas por la ranura, y esperaba hasta que el buzón era vaciado y su contenido llevado al interior del edificio para ser clasificado. Cualquier intento de intervenir en el método de recogida o de envío del correo de los jefes de la OAS hubiese entrañado cierto grado de violencia, posibilidad que ya había sido excluida por París. De vez en cuando, Kowalski, desde el mostrador de las comunicaciones al exterior, efectuaba una llamada telefónica a larga distancia, pero también en este caso todos los intentos para captar el número pedido o escuchar la conversación sostenida habían fracasado. Fin del mensaje.

El coronel Rolland dejó caer la tapa del archivador sobre su contenido y tomó el segundo de los dos informes llegados aquella mañana. Era un informe policíaco de la Policía Judicial de Metz. Explicaba que un hombre había sido interrogado durante una incursión rutinaria en un bar, y en la lucha que siguió casi había matado a dos policías. Más tarde, en la comisaría, gracias a sus huellas digitales, había sido identificado como un desertor de la Legión Extranjera llamado Sandor Kovacs, húngaro de nacimiento y refugiado en Budapest en 1956. Kovacs —agregaba una nota de la PJ de París a la información procedente de Metz— era un notorio activista de la OAS reclamado por la Policía desde hacía mucho tiempo por su relación con una serie de asesinatos terroristas perpetrados contra personalidades gaullistas en las zonas de Bona y Constantina de Argelia durante 1961. En aquella época había operado como socio de otro pistolero de la OAS, el excabo de la Legión Extranjera Viktor Kowalski. Fin del mensaje.

Rolland sopesó una vez más la relación que pudiera existir entre los dos hombres, como había estado haciéndolo durante la hora precedente. Al fin pulsó un zumbador que tenía ante sí y contestó al «Oui, mon colonel» con estas palabras:

—Tráigame el dossier personal de Viktor Kowalski. Inmediatamente.

Diez minutos más tarde lo tenía en su poder, y pasó otra hora leyéndolo. Varias veces releyó un párrafo determinado. Mientras otros parisienses ocupados en profesiones menos absorbentes se dirigían apresuradamente por las calles a su almuerzo, el coronel Rolland convocó una pequeña reunión formada por él mismo, su secretario personal, un especialista en grafología del departamento de documentación de tres plantas más abajo y dos gorilas de su guardia pretoriana particular.

—Señores —les dijo—, con la ayuda involuntaria pero inevitable de una persona que no está presente, vamos a redactar, escribir y enviar una carta.