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Durante la segunda mitad del mes de junio y todo el mes de julio de 1963, Francia fue sacudida por un estallido de violentos atracos contra Bancos, joyerías y oficinas de Correos sin precedentes hasta entonces, y que no ha vuelto a repetirse. Los detalles de aquella oleada de asaltos constituyen ahora material de archivo.

De un extremo a otro del país, numerosos Bancos eran asaltados casi cada día, con el empleo de pistolas, fusiles con el cañón aserrado y metralletas. Las incursiones en las joyerías, con destrozos de vidrieras y fuga precipitada de los asaltantes, llegaron a ser tan frecuentes durante aquel período, que las fuerzas de la Policía local apenas habían terminado de tomar declaración a los joyeros aterrados, y a menudo sangrantes, y a sus empleados, cuando eran llamados para otro caso parecido dentro de su propia demarcación.

Dos empleados bancarios murieron a tiros en diferentes ciudades cuando intentaron oponer resistencia a los asaltantes. Antes de finales de julio la crisis había alcanzado tales proporciones, que los hombres del Corps Républicain de Sécurité y las escuadras antidisturbios conocidas por todos los franceses simplemente por las CRS, fueron llamados a filas y armados por primera vez con metralletas. Para los que entraban en un Banco, llegó a ser habitual tener que pasar por delante de uno o dos guardias de la CRS, de uniforme azul, apostados en el vestíbulo y armados con una metralleta a punto de disparar.

En respuesta a la presión ejercida por los banqueros y joyeros, que se quejaban amargamente al Gobierno de aquella oleada de asaltos, aumentó la frecuencia de las visitas policiales a los Bancos durante la noche, pero en vano, puesto que los ladrones no eran revientacajas profesionales capaces de abrir diestramente la caja fuerte de un Banco durante las horas de oscuridad, sino simplemente rufianes enmascarados, armados y dispuestos a disparar a la menor provocación.

Las horas peligrosas eran las del día, cuando cualquier Banco o joyería del país podía verse sorprendido, en plena actividad habitual, por la aparición de dos o tres enmascarados armados y por la orden perentoria de Haut les mains!

A finales de junio, en diferentes asaltos, tres atracadores resultaron heridos y fueron detenidos. Uno de ellos era un bandido de quien se sabía que aprovechaba la existencia de la OAS como excusa para lanzarse a una anarquía general; los dos restantes eran desertores de los antiguos regimientos coloniales, y no tardaron en confesar que pertenecían a la OAS. Sin embargo, a pesar de los rigurosos interrogatorios a que fueron sometidos en la Comisaría Central, ninguno de los tres pudo decir por qué se había desencadenado aquella oleada de atracos en el país. Sólo dijeron que su «patrón» (el jefe de la banda) se había puesto en contacto con ellos y les había asignado una misión, en un Banco o una joyería. La Policía llegó a convencerse de que los detenidos ignoraban la finalidad de los atracos; a todos ellos se les había prometido una parte del botín, y como eran simples subordinados habían hecho lo que se les había ordenado.

No tardaron mucho las autoridades francesas en comprender que detrás de aquella oleada se encontraba la OAS, y que, por alguna razón, la OAS necesitaba urgentemente dinero. Pero hasta la primera quincena de agosto, y de manera completamente distinta, no descubrieron las autoridades el porqué.

Sin embargo, en las dos últimas semanas de junio la oleada de asaltos contra Bancos y otros establecimientos donde, de una manera expeditiva, podía conseguirse dinero y piedras preciosas, llegó a ser lo bastante grave para que el asunto fuese confiado al comisario Maurice Bouvier, el respetado y temido jefe de la Brigada Criminal de la Policía Judicial. En su sorprendentemente reducido y atestado despacho de la Jefatura de la PJ, en el número 36 del Quai des Orfèvres, a orillas del Sena, se estaba preparando un resumen que mostraba el total del dinero robado y, en el caso de las joyerías, el precio aproximado de reventa de las joyas. A mediados de julio, ese total rebasaba ampliamente los dos millones de francos nuevos, o cuatrocientos mil dólares. Aun deduciendo una suma razonable para los gastos de organizar los diversos asaltos, y otra mayor para pagar a los rufianes y desertores que los habían perpetrado, quedaba todavía, a juicio del comisario, una suma considerable de dinero cuyo destino se ignoraba.

En la última semana de junio, un informe llegó a la mesa del general Guibaud; jefe del SDECE, enviado por el jefe de su oficina permanente en Roma. En él se le comunicaba que los tres jefes superiores de la OAS, Marc Rodin, René Montclair y André Casson, se habían instalado en el piso más alto de un hotel situado junto a la Via Condotti. El informe agregaba que a pesar del costo evidentemente elevado de residir en un hotel de un barrio tan distinguido, los tres habían tomado toda la planta para sí, y la planta inmediatamente inferior para sus guardias de corps. Eran protegidos día y noche por no menos de ocho exmiembros de la Legión Extranjera, extremadamente duros, y que jamás se aventuraban a salir del hotel. Al principio, se supuso que se habían reunido para celebrar una conferencia, pero a medida que pasaban los días el SDECE llegó a la conclusión de que los tres jefes de la OAS tomaban precauciones extraordinarias para asegurarse de que no serían víctimas de otro rapto como el de Antoine Argoud. El general Guibaud se permitió una irónica sonrisa al pensar en los tres jefes de la organización terrorista agazapados en un hotel romano, y archivó el informe siguiendo el procedimiento rutinario. A pesar de la agria disputa que existía todavía entre el Ministerio de Asuntos Exteriores del Quai d’Orsay y el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán de Bonn por la violación de la integridad territorial alemana en el Hotel Eden-Wolff el pasado febrero, Guibaud tenía sobrados motivos para estar agradecido a los hombres del Servicio de Acción que habían realizado el golpe. El solo espectáculo del terror de los jefes de la OAS era ya una elevada recompensa. El general desechó cierto atisbo de aprensión que le asaltó al repasar el dossier de Marc Rodin, pero no pudo menos de extrañarse de que un hombre como Rodin se hubiese asustado tan fácilmente. Como hombre de considerable experiencia en su oficio, perfectamente consciente de las realidades de la política y la diplomacia, sabía que era sumamente improbable que jamás le autorizaran a organizar otro rapto internacional. Hasta mucho más tarde no comprendió con claridad el verdadero significado de las precauciones que los tres jefes de la OAS adoptaban para su propia seguridad.

En Londres, el Chacal dedicó la última quincena de junio y las dos primeras semanas de julio a una actividad cuidadosamente controlada y planificada. Desde el mismo día de su llegada se consagró, entre otras cosas, a adquirir y leer casi todo lo escrito sobre Charles de Gaulle, o por el propio general. Mediante el simple procedimiento de ir a la biblioteca local y buscar el artículo sobre el Presidente francés en la Encyclopaedia Britannica, halló al final del artículo una completa bibliografía sobre el tema.

Después, utilizando un nombre falso y una dirección en Praed Street, Paddington, escribió a varios conocidos libreros y adquirió por correo los libros de referencia necesarios. Los estudió a fondo, hasta las primeras horas de cada madrugada, en su piso, formándose así un retrato sumamente detallado del titular del Palacio del Elíseo, desde su niñez hasta el momento presente. La mayor parte de la información que recogió no poseía ningún valor de utilidad práctica, pero de vez en cuando le llamaba la atención algún detalle o algún rasgo temperamental, que anotaba en un pequeño bloc de notas. Especialmente instructivo en cuanto al carácter del Presidente francés le resultó el volumen de las Memorias del general, El filo de la espada («Le fil de l’Epée»), en el cual Charles de Gaulle revelaba con la máxima claridad su personal actitud ante la vida, su patria y su propio destino tal como aparecía ante sus ojos.

El Chacal no era un hombre lento ni estúpido. Leía con voracidad y planeaba con todo detalle, y poseía, además, la facultad de almacenar en su mente, por si más tarde podía serle útil, una enorme cantidad de información sobre los hechos.

Pero aunque sus lecturas de las obras de Charles de Gaulle y de los libros escritos sobre su persona por los hombres que mejor le conocían le proporcionaron un retrato acabado de un Presidente de Francia altivo y desdeñoso, no le resolvieron el problema principal, que no había cesado de obsesionarle desde el día en que, en la habitación de Rodin, en Viena, había aceptado el encargo de asesinar al general. A fines de la primera semana de julio no había hallado todavía respuesta a esta pregunta: ¿cuándo, dónde y cómo debía tener lugar el golpe? Como último recurso, bajó a la sala de lectura del Museo Británico, y, después de firmar, con su falso nombre habitual, una solicitud de permiso para realizar investigaciones empezó a repasar a fondo los ejemplares atrasados del principal diario de Francia, Le Figaro.

No se sabe exactamente cuándo halló la respuesta anhelada, pero hay buenos motivos para suponer que fue dentro de los tres días siguientes al 7 de julio. Dentro de aquellos tres días, partiendo del germen de una idea formulada por un periodista que escribía en 1962, previa la comprobación de los datos que cubrían todos y cada uno de los años de la presidencia de De Gaulle desde 1945, el pistolero logró responder a su propia pregunta. Decidió, dentro de aquel breve período de tres días, exactamente en qué día, contra viento y marea, y prescindiendo de toda consideración de peligro personal, Charles de Gaulle se mostraría en público. A partir de aquel momento, los preparativos de el Chacal pasaron de la fase de investigación a la de la planificación práctica.

En su piso, tendido de espaldas sobre la cama, mirando fijamente el techo pintado de color crema y fumando uno tras otro sus habituales cigarrillos extralargos, pasó largas horas reflexionando antes de que todos los detalles encajaran a la perfección.

Por lo menos una docena de ideas fueron estudiadas y rechazadas antes de que el Chacal diera por fin con el plan que decidió adoptar, el «cómo» que había que agregar al «cuándo» y al «dónde» que ya había decidido.

El Chacal era perfectamente consciente de que, en 1963, el general De Gaulle no era solamente el presidente de Francia, sino también el político mejor protegido del mundo occidental. Asesinarle, como se pudo comprobar más tarde, era considerablemente más difícil que asesinar al presidente John F. Kennedy de los Estados Unidos. Aunque el pistolero inglés no lo sabía, los expertos franceses en seguridad que, por cortesía de los americanos, habían tenido la oportunidad de estudiar las precauciones adoptadas para proteger la vida del presidente Kennedy, habían regresado sintiendo cierto desdén por las medidas tomadas por el Servicio Secreto americano. El desdén de los expertos franceses por los métodos americanos resultó justificado más tarde, cuando, en noviembre de 1963, John F. Kennedy fue asesinado en Dallas por un aficionado medio loco, mientras Charles de Gaulle seguía con vida, para retirarse en paz y, eventualmente, morir en su propia cama.

Lo que sí sabía el Chacal era que los agentes de seguridad contra quienes debía luchar figuraban por lo menos entre los mejores del mundo, que toda la organización de seguridad montada en torno de De Gaulle se hallaba en estado de alarma permanente ante la posibilidad de un atentado contra su persona, y que la organización por cuenta de la cual trabajaba estaba minada por el espionaje y las filtraciones. A su favor podía anotar, en cambio, razonablemente, su propio anonimato, y la negativa de su víctima a colaborar con sus propias fuerzas de seguridad. En el día elegido, el orgullo, la testarudez y el absoluto desprecio por el peligro personal del Presidente francés le obligarían a salir por unos segundos al descubierto, sin tener en cuenta los posibles riesgos.

El avión de la SAS procedente de Kastrup, Copenhague, dibujó una última evolución para situarse frente al edificio terminal de Londres, carreteó todavía unos pocos metros y se detuvo. Los motores siguieron funcionando todavía durante unos segundos, pero al fin enmudecieron. A los pocos minutos se colocó la escalera de descenso y los pasajeros empezaron en ordenada fila a bajar del aparato, dirigiendo un último adiós a la sonriente azafata situada en lo alto de la escalera. En la terraza de observación, un hombre rubio levantose las gafas de sol y observó con unos prismáticos la hilera de pasajeros que descendían por la escalera. Era la sexta que aquella mañana se veía sometido a aquel examen detallado; pero como la terraza, bajo el cálido sol, estaba llena de gente que esperaba a parientes y amigos y que intentaba localizarlos en cuanto salían del aparato, la actitud del hombre rubio no llamó en absoluto la atención.

Cuando el octavo pasajero apareció a la luz y se enderezó, el hombre de los prismáticos se puso ligeramente tenso y observó al recién llegado mientras descendía por la escalera. El pasajero procedente de Dinamarca era un sacerdote o pastor, en traje de clergyman, con alzacuello. Con el pelo gris ni largo ni corto, y peinado hacia atrás desde la frente, aparentaba frisar en los cincuenta años, pero su rostro era más juvenil. Era un hombre alto, de anchos hombros, y parecía estar físicamente en forma. Tenía aproximadamente la misma corpulencia que el hombre que lo examinaba desde la terraza superior.

Mientras los pasajeros formaban cola en el vestíbulo de llegada para despachar los trámites de pasaporte y Aduanas el Chacal introdujo los prismáticos en el estuche de cuero que pendía de su cuello, lo cerró y, sin apresurarse, cruzó las puertas de cristal y pasó al vestíbulo principal. Quince minutos más tarde, el pastor danés salió de las Aduanas con un maletín y una maleta en sus manos. Por lo visto, nadie había ido a recibirle, y lo primero que hizo el hombre fue acercarse al mostrador del Barclays Bank para cambiar.

Por lo que contó luego a la Policía danesa cuando, seis semanas más tarde, le interrogaron, no se fijó en el joven inglés rubio que se situó a su lado en el mostrador, aparentemente esperando su turno en la cola, pero en realidad examinando detenidamente los rasgos faciales del danés, protegido con gafas oscuras. Por lo menos no recordaba haber visto jamás a aquel hombre.

Pero cuando salió del vestíbulo principal para subir al autobús de la BEA hacia la terminal de Cromwell Road, el inglés, con su cartera de mano, le seguía a pocos pasos de distancia, y sin duda los dos fueron a Londres en el mismo vehículo público.

En la terminal, el danés tuvo que esperar unos pocos minutos mientras descargaban su maleta del portaequipajes; luego, se dirigió hacia la puerta de salida señalada con una flecha y la palabra internacional «Taxis». Entretanto, el Chacal cruzó por detrás del autobús y pasó al estacionamiento reservado a los empleados de la empresa, donde había dejado su coche. Depositó su cartera de mano en el asiento para el pasajero de su modelo deportivo descapotable, sentose detrás del volante, puso en marcha el vehículo y lo estacionó junto a la pared izquierda de la terminal, desde donde podía ver la larga hilera de taxis que esperaban bajo las arcadas. El danés subió al tercer taxi, que emprendió la marcha por la Cromwell Road en dirección a Knightsbridge. El coche deportivo lo siguió.

El taxi dejó al distraído clérigo ante un pequeño pero confortable hotel de Half Moon Street, mientras el coche deportivo pasaba por delante de la entrada, y a los pocos minutos había encontrado un aparcamiento libre, con contador, en el extremo más alejado de Curzon Street. El Chacal encerró con llave su cartera de mano en la cabina, compró la edición de mediodía del Evening Standard en el quiosco de Shepherd Market, y a los cinco minutos se encontraba en el vestíbulo del hotel. Tuvo que esperar otros veinticinco minutos antes de que el danés bajara por la escalera y entregara a la recepcionista la llave de su habitación. Cuando ésta la hubo colgado, la llave suspendida de su clavo, se balanceó todavía unos segundos; mientras, el hombre sentado en uno de los sillones del vestíbulo y que parecía esperar a un amigo, bajó su periódico en el momento en que el danés entraba en el restaurante del hotel, y tomó nota mental de que el número de la llave era el 47. Pocos minutos después, mientras la recepcionista entraba un momento en la oficina trasera para comprobar una reserva de localidades de teatro para un cliente, el hombre de las gafas de sol subió por la escalera, silenciosamente y sin que nadie lo advirtiera.

Una tira de mica flexible, de cinco centímetros de anchura, no bastaba para abrir la puerta de la habitación 47, un tanto dura, pero la tira de mica reforzada con una flexible espátula de pintor lo logró y el pestillo de muelle retrocedió produciendo un ligero ruido mecánico. Como sólo había bajado a almorzar, el pastor había dejado su pasaporte sobre la mesa de noche. A los treinta segundos, el Chacal volvía a estar en el pasillo, dejando intacto el talonario de cheques de viaje, con la esperanza de que, faltando toda prueba de robo las autoridades intentarían persuadir al danés de que, simplemente, había perdido el pasaporte en cualquier otra parte. Como así sucedió, en efecto. Mucho antes de que el danés hubiera terminado su café, el inglés se había marchado sin haber sido visto por nadie, y hasta muy avanzada la tarde, después de un registro a fondo de su habitación, el pastor no comunicó al director del hotel la desaparición de su pasaporte. También el director registró la habitación, y después de hacer observar que todo lo demás, incluido el talonario de cheques de viaje, estaba intacto, hizo lo imposible para persuadir a su desconcertado huésped de que no había necesidad de llamar a la Policía a su hotel, puesto que era evidente que había perdido su pasaporte en algún otro lugar. El danés, hombre de paz y no demasiado seguro del terreno que pisaba en un país extranjero, convino, en contra de su propia convicción, en que así debía de haber ocurrido. Por consiguiente, informó del extravío al Consulado General de Dinamarca. A la mañana siguiente, recibió la documentación necesaria para poder regresar a Copenhague, transcurridos ya los quince días de su estancia en Londres, y no pensó más en su pasaporte. El funcionario del Consulado General que extendió los documentos de viaje archivó la pérdida de un pasaporte a nombre del pastor Per Jensen, de Sankt Kjedelkirke de Copenhague, y tampoco pensó más en ello. El hecho ocurrió el día 14 de julio.

Dos días más tarde, un estudiante americano de Syracuse, Estado de Nueva York, sufrió una pérdida semejante. Había llegado al sector internacional del aeropuerto de Londres procedente de Nueva York, y exhibió su pasaporte para hacer efectivo el primero de sus cheques de viaje en el mostrador de la American Express. Después de cambiar el cheque, introdujo el dinero en el bolsillo interior de su chaqueta, y el pasaporte dentro de una funda con cremallera que guardó a su vez en un pequeño maletín de mano. Pocos minutos más tarde, cuando intentaba llamar la atención de un faquín, dejó por un momento el maletín en el suelo; tres segundos más tarde, había desaparecido. Al principio dirigió sus reproches al mozo, quien lo acompañó al mostrador de información de la Pan American, donde le aconsejaron que acudiera al oficial de Policía de la terminal más próxima. Este último lo condujo a una comisaría, donde explicó lo ocurrido. Cuando, terminada la investigación se hubo descartado la posibilidad de que alguien hubiese podido llevarse descuidadamente el maletín confundiéndolo con el suyo propio, se archivó el informe clasificando el asunto como un hurto deliberado.

El alto y atlético joven americano recibió toda clase de excusas acerca de las actividades de los rateros y ladrones de equipajes en los lugares públicos, y fue informado de las numerosas precauciones que suelen tomar las autoridades del aeropuerto con la intención de desanimar a los amigos de lo ajeno de todo intento de despojar de sus bienes a los extranjeros recién llegados. El joven tuvo la amabilidad de reconocer que un amigo suyo había sido víctima de un hurto parecido en la Gran Central Station de Nueva York.

El informe fue retransmitido, siguiendo el proceso rutinario, a todas las divisiones de la Policía Metropolitana de Londres, juntamente con la descripción del maletín extraviado, de su contenido y los documentos y el pasaporte guardados en la funda. El informe siguió su debido curso, pero como pasaron semanas y no se halló rastro del maletín ni de su contenido, no se pensó más en el incidente.

Entretanto, Marty Schulberg fue a su Consulado de Grosvenor Square, informó del robo de su pasaporte y le fue entregada la documentación pertinente para que pudiera regresar en avión a los Estados Unidos después de un mes de vacaciones en las Highlands escocesas en compañía de su amiga estudiante, con la que había establecido un convenio de intercambio. En el Consulado, la pérdida fue registrada y comunicada al Departamento de Estado de Washington, y debidamente olvidada por ambas corporaciones.

Nunca se sabrá cuántos pasajeros, a su llegada a los dos edificios del aeropuerto de Londres destinados a los viajeros llegados de ultramar, fueron observados con unos prismáticos desde las terrazas de observación mientras salían de sus aparatos y bajaban por la escalera del avión. A pesar de la diferencia entre sus edades respectivas, los dos que habían perdido sus pasaportes tenían varias cosas en común. Ambos medían aproximadamente metro ochenta de estatura, tenían los hombros anchos y la figura esbelta, los ojos azules y un parecido facial bastante acusado con el discreto inglés que les había seguido y robado. Por otra parte, el pastor Jensen tenía cuarenta y ocho años, el pelo gris y usaba gafas con montura de oro para leer; Marty Schulberg tenía veinticinco años y el pelo castaño; y llevaba gafas de gruesa montura.

Éstos fueron los rostros que el Chacal estudió detenidamente sobre la mesa escritorio de su piso de South Audley Street. Le costó un día entero y una serie de visitas a casas de vestuario para el teatro, ópticas y una tienda de modas para hombres situada en el West End y especializada en prendas de tipo americano y generalmente confeccionadas en Nueva York, adquirir un juego de lentes de contacto sin graduar y de color azul; dos pares de gafas, unas con montura de oro y otras con montura negra y muy gruesa (ambas con cristales sin graduar); un equipo completo consistente en un par de pantalones negros de cuero, una camiseta y unos calzoncillos, un par de mocasines blancos y un anorak de nailon azul celeste, con cremallera y cuello y puños de lana blanca y roja, todo ello confeccionado en Nueva York; y una camisa blanca de clérigo, con alzacuello almidonado y con pechera negra. De las tres últimas prendas fue cuidadosamente arrancada la etiqueta del fabricante.

La última visita del día la hizo a una tienda de pelucas y bisoñés para hombres, situada en Chelsea y propiedad de dos homosexuales. En ella adquirió un preparado para teñirse el pelo en un tono agrisado, y otro para teñirlo de color castaño, juntamente con las correspondientes instrucciones para aplicar los tintes y conseguir los mejores y máximos efectos de naturalidad en el mínimo de tiempo. Compró también varios cepillos para el pelo, de pequeño tamaño, para aplicar los líquidos. Por otra parte, salvo en el caso del equipo completo de prendas americanas, no hizo nunca más de una sola compra en ninguna de las tiendas que visitó. Al día siguiente, l8 de julio, podía leerse un breve párrafo al pie de una página interior de Le Figaro. Era la noticia de que, en París, el comisario jefe de la Brigada Criminal de la Policía Judicial, Hyppolite Dupuy, había sufrido un grave ataque en su despacho del Quai des Orfèvres, del que falleció antes de llegar al hospital. Se había nombrado ya a su sucesor. Era el comisario Claude Lebel, jefe de la División de Homicidios, quien, en vista de la acumulación de trabajo en todos los departamentos de la Brigada durante los meses de verano ocuparía su nuevo cargo inmediatamente. El Chacal que cada día hojeaba todos los periódicos franceses que podían encontrarse en Londres, leyó la noticia cuando sus ojos fueron atraídos por la palabra Criminelle que figuraba en el título, pero no le prestó demasiada atención.

Antes de iniciar su observación diaria en el aeropuerto de Londres había decidido actuar, a lo largo de todo el proceso a seguir para el futuro asesinato, bajo una identidad falsa. Una de las cosas más fáciles del mundo es adquirir un pasaporte británico falso. El Chacal siguió el método empleado por la mayoría de mercenarios, contrabandistas y otros que desean adoptar un alias para cruzar las fronteras nacionales. Primero, hizo un viaje en coche por los Home Counties del valle del Támesis en busca de pueblos pequeños. En el tercer cementerio que visitó, el Chacal descubrió una lápida a propósito para sus fines, la de Alexander Duggan, que murió en 1931, a la edad de dos años y medio. De haber vivido, el pequeño Duggan hubiese sido, en julio de 1963, unos pocos meses mayor que el Chacal. El anciano párroco se mostró cortés y servicial cuando el visitante se presentó en la parroquia y le dijo que, aficionado a la genealogía, intentaba reconstruir el árbol familiar de los Duggan. Le habían informado de que unos Duggan se habían establecido en el pueblo en años pasados. Y se preguntaba, no sin cierta desconfianza, si los registros parroquiales podrían serle de utilidad en su investigación.

El vicario era la amabilidad personificada y, cuando ambos cruzaron la iglesia, un elogio a la belleza del pequeño edificio normando y un donativo depositado en el cepillo, destinado a los fondos para la restauración del templo caldearon aún más el ambiente. Los registros parroquiales revelaron que el matrimonio Duggan había fallecido hacía más de siete años y que, por desdicha, su único hijo Alexander había sido enterrado en aquel mismo cementerio parroquial hacía más de treinta años. El Chacal hojeó con aparente indiferencia las páginas del registro parroquial correspondientes a los nacimientos, matrimonios y defunciones de 1929, y, al llegar al mes de abril, el nombre de Duggan, escrito con caligrafía de amanuense, atrajo su mirada.

Alexander James Quentin Duggan, nacido el 3 de abril de 1929 en la parroquia de St. Mark, Sambourne Fishley. El Chacal tomó nota de los datos, dio las gracias al vicario y se despidió. De regreso a Londres, se presentó en el Registro Central de Nacimientos, Matrimonios y Defunciones, donde un joven y amable funcionario aceptó sin la menor desconfianza su tarjeta de visita, en la que aparecía como miembro de un bufete de abogados de Market Drayton, Shropshire, y su explicación de que estaba intentando averiguar el paradero de los nietos de uno de los clientes del bufete, recientemente fallecido, el cual dejaba sus bienes a sus nietos. Uno de estos nietos era Alexander James Quentin Duggan, nacido en Sambourne Fishley, en la parroquia de St Mark, el 3 de abril de 1929. La mayoría de los funcionarios británicos hacen todo lo posible por atender a las peticiones que les son formuladas cortésmente, y en este caso el joven del Registro Civil no fue una excepción. Una investigación en los libros del Registro mostró que el niño en cuestión había sido registrado precisamente de acuerdo con los datos facilitados, pero había fallecido el 8 de noviembre de 1931 a consecuencia de un accidente automovilístico. Por unos pocos chelines el Chacal recibió una copia de los certificados de nacimiento y de defunción. Antes de volver a su casa, se detuvo en una delegación del Ministerio de Trabajo, donde le fue facilitado un impreso para solicitar pasaporte; en una tienda de juguetes, donde por quince chelines compró una imprentilla infantil, y en una oficina de Correos donde adquirió un giro postal correspondiente a una libra.

De vuelta a su piso, llenó el impreso a nombre de Duggan, consignando exactamente la edad auténtica, la fecha de nacimiento, etc., pero su propia descripción personal. Anotó su estatura, el color de su pelo y de sus ojos, y como profesión puso simplemente «negociante». También consignó los nombres completos de los padres de Duggan, que figuraban en el certificado de nacimiento del niño. Como avalador, escribió el nombre del reverendo James Elderly, vicario de St. Mark, Sambourne Fishley, con quien había hablado aquella misma mañana, y cuyo nombre completo y título de L. D.[3] aparecían oportunamente impresos en un letrero en la misma puerta de la iglesia. La firma del vicario fue falsificada con mano delicada, tinta muy pálida y pluma muy fina, y con la imprentilla el Chacal compuso uno de goma que decía: «Iglesia Parroquial de St Mark, Sambourne Fishley», sello que fue firmemente estampado al pie de la firma del vicario. La copia del certificado de nacimiento, la solicitud de pasaporte y el giro postal fueron enviados a la Oficina de Pasaportes de Petty France. En cuanto al certificado de defunción, lo destruyó. El nuevo pasaporte llegó por Correo a la dirección postal cuatro días más tarde, mientras el Chacal estaba leyendo la edición matutina de Le Figaro. Fue a recogerlo después del almuerzo. Avanzada la tarde, cerró el piso con llave, y fue en su coche al aeropuerto de Londres, donde sacó pasaje para el avión que iba a Copenhague, pagando en dinero efectivo para no tener que usar un cheque de viaje. En el doble fondo de su maleta, en un compartimiento apenas más grueso que una revista corriente y casi imposible de descubrir, salvo mediante un registro a fondo, había dos mil libras que aquel mismo día había retirado de su caja fuerte particular, situada en los sótanos blindados de un estudio de abogados de Holborn.

La visita a Copenhague fue rápida, como un viaje de negocios. Antes de abandonar el aeropuerto de Kastrup sacó pasaje en la Sabena para trasladarse en avión a Bruselas la tarde del día siguiente. En la capital danesa, era ya demasiado tarde para ir de compras, por lo que firmó en el registro del Hotel de Inglaterra en Kongs Ny Yorj, cenó como un rey en Las Siete Naciones, tuvo un ligero flirteo con un par de danesas rubias mientras paseaba por los jardines del Tívoli, y a la una de la madrugada estaba en la cama. Al día siguiente compró un traje de clergyman, de color gris, en una de las mejores tiendas para hombres del centro de Copenhague, un par de sobrios zapatos negros, un par de calcetines, un juego interior y dos camisas blancas con cuello postizo. En cada caso, compró solamente lo que ostentaba el nombre del fabricante danés en una etiqueta de tela pegada en el interior. En cuanto a las dos camisas blancas, que no necesitaba, las adquirió simplemente para poder traspasar las etiquetas al clergyman, al alzacuello y la pechera que había comprado en Londres fingiéndose un estudiante de teología en vísperas de su ordenación. Su última compra fue un libro en danés sobre las iglesias y catedrales más notables de Francia. Hizo un copioso almuerzo frío en un restaurante de los jardines del Tívoli, a la orilla del lago, y tomó el avión de las 3.15 rumbo a Bruselas.