Marc Rodin apagó su aparato de radio a transistores y se levantó de la mesa, dejando casi intacta la bandeja de su desayuno. Se acercó a la ventana, encendió otro cigarrillo y miró hacia el paisaje nevado que la rezagada primavera no había empezado a desnudar.
—Cerdos.
Murmuró la palabra en voz baja, con odio contenido. Siguió un largo rosario sotto voce de nombres y epítetos que expresaban lo que sentía por el Presidente francés, su Gobierno y el Servicio de Acción.
Rodin era, en muchos aspectos, muy diferente de su predecesor. Alto y enjuto, con un rostro cadavérico, devorado por el odio interior, generalmente disimulaba sus emociones bajo la máscara de una frialdad que nada tenía de latina. Para él no había existido una Escuela Politécnica que le abriera las puertas de los ascensos. Hijo de un zapatero remendón, había huido a Inglaterra en un bote de pesca en los días felices de sus veintitantos años —cerca de treinta—, cuando los alemanes invadían Francia, y se había alistado como soldado raso bajo la bandera de la Cruz de Lorena.
El ascenso desde sargento a oficial le había llegado por el camino más duro; lo había ganado palmo a palmo en las sangrientas batallas libradas en el Norte de África, bajo Koenig primero, y más tarde en Normandía, con Leclerc. Una acción de guerra durante la lucha por París le había valido los galones de oficial, que por su educación y su procedencia social jamás hubiese alcanzado, y en la Francia de la posguerra tuvo que elegir entre seguir en el Ejército o volver a la vida civil.
Pero, ¿volver a qué? No tenía otro oficio que el de remendón que su padre le había enseñado, y encontró a la clase obrera de su país natal dominada por los comunistas, quienes también controlaban la Resistencia y los Franceses Libres del interior. Así, pues, se quedó en el Ejército, donde le tocó sufrir las amarguras del oficial salido de entre las filas de soldados rasos que ve cómo una nueva generación de muchachos instruidos se gradúan en las escuelas de oficiales, y consiguen, mediante unas lecciones aprendidas en las aulas, los mismos galones por los cuales él había tenido que sudar sangre. Y viendo cómo lo rebasaban en grado y en privilegios, empezó a invadirle un hondo sentimiento de amargura.
Sólo una solución le quedaba: incorporarse a un regimiento colonial, con los rudos soldados que luchan de verdad mientras el ejército de reclutas hace ejercicios militares en los campamentos de instrucción. Y logró ser transferido a las tropas coloniales aerotransportadas.
Un año más tarde tenía a su mando una compañía en Indochina, donde vivía entre otros hombres que hablaban y pensaban como él. Para un joven salido del banco de un remendón, cabía aún el ascenso, a través de combates y más combates. Al terminar la campaña de Indochina ostentaba ya el grado de comandante, y después de un año de desdicha y frustración pasado en Francia fue enviado a Argelia.
La retirada francesa de Indochina y el año pasado en Francia habían convertido su amargura en un odio mortal contra los políticos y los comunistas, a quienes consideraba como una misma cosa. Hasta que Francia no estuviese gobernada por un soldado, no lograría zafarse de las garras de los traidores y parásitos instalados en su vida pública. Sólo el Ejército estaba libre de tales especies.
Como la mayoría de oficiales activos que han visto morir a sus hombres y han tenido que enterrar a veces los cadáveres mutilados de quienes tuvieron la desdicha de ser apresados vivos, Rodin adoraba a los soldados como la verdadera sal de la tierra, aquellos hombres que derramaban su propia sangre sacrificándose para que la burguesía pudiera quedarse en casa viviendo cómodamente. Al cabo de ocho años de luchar en las selvas de Indochina, enterarse, por los civiles de su propia patria de que a la mayoría de ellos les importaba un comino los soldados, leer las acusaciones que los intelectuales de izquierda formulaban contra los militares por puras bagatelas, como las torturas infligidas a los prisioneros para obtener informaciones vitales… Todo ello desencadenó en Marc Rodin una reacción que, combinada con su amargura innata, originada por su falta de oportunidades, hizo de él un fanático.
Seguía convencido de que, de haber recibido el apoyo necesario por parte de las autoridades civiles locales y del Gobierno y el pueblo en la metrópoli, el Ejército hubiera derrotado al Viet-minh. La cesión de Indochina había sido una traición masiva contra los millares de valerosos jóvenes que habían muerto allí…, al parecer, por nada. Para Rodin no habría, no podía haber, nuevas traiciones. Argelia lo demostraría. En la primavera de 1956, zarpó del puerto de Marsella sintiéndose casi dichoso —dentro de lo que podía sentirse dichoso un hombre como él—, convencido de que las distantes colinas de Argelia serían testigo de la consumación de lo que consideraba como la obra de su vida: la apoteosis del Ejército francés ante los ojos del mundo.
Al cabo de dos años de luchas crueles y feroces, poco había ocurrido que pudiera hacer vacilar sus convicciones. Ciertamente, los rebeldes no eran tan fáciles de aniquilar como había creído al principio. Por más fellaghas que él y sus hombres liquidaran, por más aldeas que arrasaran, por más terroristas del FLN que murieran bajo las torturas, la rebelión se extendía hasta envolver al país entero y consumir sus ciudades.
Por supuesto, lo que se precisaba era una mayor ayuda por parte de la metrópoli. En aquel caso, por lo menos, no podía hablarse de una guerra empeñada en un remoto rincón del Imperio. Argelia era Francia, una parte de Francia, habitada por tres millones de franceses. Había que luchar por Argelia como por Normandía, Bretaña o los Alpes Marítimos. Cuando alcanzó el grado de teniente coronel, Marc Rodin abandonó el bled para pasar a las ciudades, primero Bona y más tarde Constantina.
En el bled, Rodin había luchado contra los soldados del ALN, soldados irregulares, pero que por lo menos eran hombres que luchaban. El odio que sentía por ellos no era nada en comparación con el que empezó a consumirle en cuanto conoció la guerra civil, viperina, de las ciudades, una guerra a base de explosivos de plástico colocados por los barrenderos en los cafés propiedad de franceses, en los supermercados y los parques de atracciones. Las medidas que Rodin adoptó para limpiar Constantina de los hombres que colocaban aquellas bombas contra los civiles franceses le valieron en la Casbah el apodo de el Carnicero.
Lo único que hacía falta para liquidar definitivamente al FLN y a su ejército, el ALN, era más ayuda de París. Como la mayoría de los fanáticos, Rodin era capaz de permanecer ciego a los hechos. El costo creciente de la guerra, la economía de Francia, que vacilaba bajo el peso de una guerra que aparecía cada vez más imposible de ganar, la desmoralización de los reclutas, nada de eso tenía importancia para él.
En junio de 1958, el general De Gaulle volvió al poder como Primer Ministro de Francia. Liquidando con eficiencia la corrompida y achacosa IV República, fundó la V. Cuando pronunció las palabras que, en labios de los generales le habían hecho volver al Matignon primero y luego en enero de 1959, al Elíseo, Algérie Française, Rodin se encerró en su habitación para llorar a sus anchas. Cuando De Gaulle visitó Argelia, su presencia fue para Rodin como la del mismo Zeus descendiendo del Olimpo. La nueva política, tenía de ello la seguridad, estaba en marcha. Los comunistas serían barridos de sus cargos. Jean-Paul Sartre sin duda sería fusilado por alta traición, los sindicatos serían reducidos a obediencia y no tardaría el momento en que Francia apoyaría con todo su corazón a su pariente y amiga Argelia y al Ejército que protegía las fronteras de la civilización francesa.
Rodin estaba tan seguro de ello como de que el sol sale por el Este. Cuando De Gaulle inició sus medidas para rehacer, a su modo, a Francia, Rodin pensó que debía de haber algún error. Había que dar tiempo al viejo. Cuando circularon los primeros rumores de las conversaciones preliminares con Ben Bella y el FLN, Rodin se negó a darlos por ciertos. Aunque simpatizó con la revuelta de los colonos dirigida por Jo Ortiz en 1960, siguió pensando que el hecho de que no se aplastara de una vez por todas a los fellaghas era simplemente un movimiento táctico de De Gaulle. El «Viejo», Rodin estaba seguro de ello, debía saber lo que se hacía. ¿Acaso no había pronunciado las palabras de oro Algérie Française?
Cuando, finalmente, llegó la prueba, más allá de toda duda, de que el concepto que tenía Charles de Gaulle de una Francia resucitada no incluía a la Argelia francesa, el mundo de Rodin se hizo añicos como un jarrón de porcelana embestido por un tren. Fe, esperanza, credulidad y confianza, todo desapareció de golpe. Sólo quedó odio. Odio contra el sistema, contra los políticos, los intelectuales, los argelinos, los sindicatos, los periodistas, los extranjeros; pero sobre todo odio contra Aquel Hombre. Aparte unos pocos mentecatos que se negaron a asentir, Rodin condujo a todo su batallón al putsch militar del mes de abril de 1961.
Fracasó. Con un solo movimiento, simple, aplastante. De Gaulle desfibró el putsch aún antes de que estallara. Ninguno de los oficiales había prestado la menor atención al hecho de que en las semanas precedentes a la publicación de la noticia de que se habían iniciado conversaciones con el FLN, millares de simples radios de transistores fueron distribuidos entre los soldados. Las radios fueron consideradas como un consuelo inofensivo para las tropas, y muchos oficiales y suboficiales veteranos aprobaron la idea. La música pop que llegaba de Francia por los aires distraía agradablemente a los muchachos del calor, las moscas y el aburrimiento.
Pero la voz de De Gaulle no era tan inofensiva. Cuando la lealtad del Ejército fue por fin puesta a prueba, decenas de millares de soldados esparcidos en sus barracones por toda Argelia sintonizaron sus radios en busca de noticias. Después de las noticias, oyeron la misma voz que el propio Rodin había escuchado en junio de 1940. Y casi el mismo mensaje: «Os encontráis frente a una elección de lealtades. Yo soy Francia, el instrumento de su destino. Seguidme. Obedecedme».
Más de un comandante de batallón se despertó con sólo un puñado de oficiales y sin la mayoría de sus sargentos.
El motín fue destruido como las ilusiones: por la radio. Rodin fue más afortunado que otros. Ciento veinte de sus oficiales, suboficiales y enganchados se quedaron con él. Ello se debió a que tenía a su mando una unidad con una proporción de veteranos de Indochina y del bled argelino superior a la mayoría. Juntamente con otros putschistas formaron la Organización del Ejército Secreto, la OAS, decidida a arrojar al Judas del Palacio del Elíseo.
Entre el FLN triunfante y el Ejército leal de Francia poco quedó, salvo el tiempo necesario para entregarse a una orgía de destrucción. En las últimas siete semanas, mientras los colonos franceses vendían prácticamente por nada el fruto de toda una vida de trabajo y huían de la costa azotada por la guerra, el Ejército Secreto se desahogó en una odiosa venganza contra lo que debían dejar atrás. Una vez terminada, sólo el destierro quedaba para los jefes, cuyos nombres eran conocidos de las autoridades gaullistas.
En el invierno de 1961, Rodin pasó a ser el delegado de Argoud como jefe de operaciones de la OAS en el exilio. De Argoud eran el instinto, el talento, la inspiración que había detrás de la ofensiva que la OAS lanzó contra la Francia metropolitana a partir de aquel momento; de Rodin eran la organización, la astucia, el aguzado sentido común. De haber sido simplemente un burdo fanático, hubiese sido peligroso, pero no excepcional. Hubo otros muchos de ese calibre que disparaban sus armas por la OAS en los primeros años de la década de los sesenta. Pero Rodin era algo más. El viejo remendón había engendrado un muchacho provisto de una inteligencia estupenda, que jamás había sido desarrollada mediante una instrucción formal en el servicio del Ejército. Rodin la había desarrollado por su propia cuenta, y a su manera.
Enfrentado con su propio concepto de Francia y del honor del Ejército, Rodin era tan fanático como el que más, pero cuando se planteaba un problema puramente práctico, era capaz de una concentración pragmática y lógica más eficaz que todo el entusiasmo pasajero y la violencia descabellada del mundo.
Esto fue lo que aquella mañana del 11 de marzo aportó Rodin al problema de matar a Charles de Gaulle. No era tan estúpido como para creer fácil la empresa; al contrario, los fracasos de Petit-Clamart y de la Escuela Militar lo habían hecho mucho más difícil. No era ardua tarea encontrar pistoleros; el problema consistía en hallar a un hombre o un plan que poseyera en su estructura un solo factor, único, lo bastante insólito para atravesar el muro de seguridad levantado entonces en anillos concéntricos en torno de la persona del Presidente.
Metódicamente, Rodin estableció en su mente una lista de los problemas. Durante dos horas, fumando un cigarrillo tras otro frente a la ventana, hasta que la habitación quedó llena de humo azulado, se dedicó a plantearse los problemas primero, y, después, a trazar un plan para vencer o sortear todos los obstáculos. Cada uno de los planes, sometidos a un severo examen crítico, que se le ocurrían parecía realizable; pero ante la prueba final todos se desmoronaban. Del curso de sus pensamientos, un problema concreto emergía como virtualmente insuperable: la cuestión de la seguridad.
Las cosas habían cambiado desde lo de Petit-Clamart. La infiltración del Servicio de Acción en las filas y mandos de la OAS había aumentado hasta un grado alarmante. El reciente rapto de su propio superior, Argoud, demostraba hasta dónde estaba dispuesto a llegar el Servicio de Acción para capturar e interrogar a los jefes de la OAS. Ni siquiera les había detenido la perspectiva de una dura protesta por parte del Gobierno alemán.
Argoud llevaba ya catorce días sometido a interrogatorios, y todos los jefes de la OAS habían tenido que salir corriendo. Bidault había perdido súbitamente su afición a la publicidad y la exhibición; otros miembros del CNR[1], presa de pánico, habían huido a España, América o Bélgica. Se había producido una auténtica carrera en busca de documentaciones falsas, de billetes para los países más remotos.
Ante aquel espectáculo, los elementos de base habían sufrido un rudo golpe en su moral. Hombres situados en el interior de Francia que hasta entonces habían estado dispuestos a ayudar, a ocultar a fugitivos de la Policía, a llevar paquetes de armas, a transmitir mensajes, y hasta a proporcionar información, colgaban el teléfono murmurando cualquier excusa.
A consecuencia del fracaso de Petit-Clamart y del interrogatorio de los prisioneros, habíase hecho necesario disolver tres redes enteras organizadas en territorio de la Francia metropolitana. En posesión de una copiosa información interior, la Policía francesa había hecho incursiones en numerosas casas, descubierto escondrijo tras escondrijo de armas y municiones; otras dos conjuras para asesinar a De Gaulle habían sido desarticuladas por la Policía cuando los conspiradores se reunían tan sólo por segunda vez.
Mientras el CNR soltaba discursos y hablaba por los codos de la restauración de la democracia en Francia, Rodin se enfrentaba lúgubremente con los hechos tal como aparecían expuestos en la abultada cartera de mano situada junto a su cama. Casi sin fondos, perdiendo apoyo nacional e internacional, miembros y prestigio, la OAS se estaba desmoronando ante las arremetidas de los Servicios Secretos franceses y de la Policía.
La ejecución de Bastien-Thiry sólo contribuiría a empeorar la moral. En aquella fase, encontrar hombres dispuestos a colaborar sería ciertamente difícil; los que estaban dispuestos a la tarea tenían sus rostros grabados en la memoria de todos y cada uno de los policías de Francia y, además, de varios millones de ciudadanos. En aquellos momentos, cualquier nuevo plan que implicara demasiada planificación y la coordinación de numerosos grupos sería descubierto antes de que el pistolero pudiera llegar a cien kilómetros de De Gaulle.
Una vez al término de su propia argumentación, Rodin murmuró: «Un hombre que no sea conocido…». Repasó la lista de los hombres de quienes sabía que no vacilarían en matar a un Presidente. Cada uno de ellos tenía en la jefatura de Policía francesa un expediente del grosor de una Biblia. ¿Por qué razón él mismo, Marc Rodin, se ocultaba en un hotel de una oscura aldea de las montañas austríacas?
La respuesta le acudió un momento antes de mediodía. Por un momento, la rechazó, pero se sintió de nuevo atraído hacia ella con insistente curiosidad. Si fuera posible encontrar a un hombre como aquél… suponiendo que existiera tal hombre. Lenta y laboriosamente, Rodin elaboró un nuevo plan alrededor de un hombre como aquél, y después lo sometió a todos los obstáculos y objeciones. El plan los venció todos, incluso la cuestión de seguridad.
Un momento antes de que llamaran para el almuerzo, Marc Rodin se embutió en su grueso sobretodo y bajó la escalera. En la puerta principal le asaltó el primer soplo de viento que corría por la gélida calle. Le obligó a parpadear, pero al mismo tiempo despejó su cerebro de la pesadez provocada por los cigarrillos fumados en la excesivamente caldeada habitación. Volviendo hacia la izquierda, se dirigió, pisando la nieve, hacia la oficina de Correos de la Adlerstrasse, y envió una serie de breves telegramas, informando a sus colegas esparcidos bajo diferentes alias por todo el Sur de Alemania, Austria, Italia y España de que durante unas semanas no podrían comunicarse con él, puesto que salía en misión.
Mientras volvía trabajosamente a la humilde pensión donde se alojaba, se le ocurrió que más de uno pensaría que también él se acobardaba, que se esfumaba ante el temor de ser raptado o asesinado por el Servicio de Acción. Se encogió de hombros. Podían pensar lo que quisieran. No era el momento para dar explicaciones a nadie.
Prefirió almorzar fuera del albergue Stammkarte, puesto que el menú del día consistía en patitas de cerdo con gelatina y tallarines. Aunque los años pasados en la selva y en los desiertos de Argelia lo habían acostumbrado a casi todo, no podía con aquello. A media tarde, después de hacer el equipaje y pagar la cuenta, emprendió la marcha, en misión solitaria, en busca de un hombre, o, más exactamente, de un tipo de hombre de quien ni siquiera sabía si existía.
Mientras Rodin se acomodaba en el tren, un Comet 4B de la BOAC aterrizaba en el aeropuerto de Londres y emprendía la carrera final hacia la pista O-4. Procedía de Beirut. Entre los pasajeros del mismo, que formaban cola en el vestíbulo de llegada, había un inglés alto y rubio. Su rostro aparecía saludablemente atezado por el sol de Oriente Medio. Se sentía descansado y en forma después de gozar durante dos meses de los innegables placeres del Líbano, y del, para él, mayor placer aún de supervisar la transferencia de una pingüe suma de dinero de un Banco de Beirut a otro de Suiza.
Muy atrás, en el arenoso suelo de Egipto, enterrados hacía ya mucho tiempo por la burlada y enfurecida policía egipcia, cada uno de ellos con un limpio orificio de bala a través del espinazo, yacían los cadáveres de dos ingenieros de cohetes, de nacionalidad alemana. Su muerte había retrasado varios años el desarrollo del cohete Al Zafira, de Nasser, y un millonario sionista de Nueva York consideraba que su dinero había sido bien empleado. Después de pasar sin dificultad el control de Aduanas, el inglés alquiló un automóvil sin chófer y se dirigió a su piso de Mayfair.
Transcurrieron noventa días antes de que la investigación de Rodin tocara a su término, y lo único que hubiera podido mostrar al cabo de tanto tiempo eran tres magros expedientes, cada uno de ellos guardado en un sobre de papel manila que el hombre llevaba de manera permanente en su cartera de mano. A mediados de junio, Rodin llegó de regreso a Austria y se instaló en una pequeña pensión, la Pensión Kleist, de la Brurcknerallee, en Viena.
Desde la oficina central de Correos de la ciudad envió dos telegramas tajantes, uno a Bolzano, al Norte de Italia, y el otro a Roma. Por ellos convocaba a sus dos principales lugartenientes a una reunión urgente en su habitación de Viena. A las veinticuatro horas, los dos hombres habían llegado. René Montclair lo hizo en un coche alquilado desde Bolzano, André Casson en avión desde Roma. Ambos viajaban con nombre y documentación falsos, porque tanto en Italia como en Austria los funcionarios residentes del SDECE tenían a ambos hombres fichados en sus archivos, y a aquellas alturas estaban gastando un montón de dinero comprando a agentes e informaciones en los puestos fronterizos y los aeropuertos.
André Casson fue el primero en llegar a la Pensión Kleist, siete minutos antes de la hora convenida, las once. Ordenó al taxista que lo dejara en la esquina de la Brurcknerallee y pasó varios minutos arreglándose la corbata ante el escaparate de una florería antes de entrar con paso rápido en el vestíbulo del hotel. Rodin, como de costumbre, se había inscrito bajo un nombre falso, uno de los veinte que sólo conocían sus colegas más íntimos. Los dos a quienes había convocado habían recibido la víspera un cable firmado con el nombre de «Schulz», el nombre cifrado de Rodin para aquel período de veinte días.
—Herr Schulz, bitte? —preguntó Casson al joven recepcionista.
El empleado consultó el libro de registro.
—Habitación 64. ¿Le esperan a usted, señor?
—Desde luego —contestó Casson, y se dirigió sin vacilar hacia la escalera.
En el primer rellano, enfiló el pasillo en busca de la habitación número 64 que se hallaba a la derecha, hacia la mitad del pasillo. Al levantar la mano para llamar a la puerta, alguien lo agarró por detrás. Se volvió y tuvo que levantar los ojos para mirar un rostro abotagado, de mejillas azuladas. Los ojos, bajo la gruesa franja de pelo negro que hacía las veces de cejas lo miraban, desde arriba, con curiosidad. El hombre lo había seguido al verle pasar por delante de un entrante de la pared situado unos tres metros más atrás, y a pesar de que la estera que cubría el suelo no era precisamente mullida, Casson no había oído sus pasos.
—Vous désirez? —preguntó el gigante con falsa indiferencia.
Pero la presa en la muñeca derecha de Casson no se aflojaba.
Por un momento, Casson sintió que el estómago se le revolvía al pensar en el rapto de Argoud en el Hotel Eden-Wolff, cuatro meses atrás. Luego, reconoció al hombre que lo tenía sujeto: un polaco de la Legión Extranjera que había luchado en la antigua compañía de Rodin en Indochina y Vietnam. Recordó que Rodin algunas veces había utilizado a Viktor Kowalski para misiones especiales.
—Tengo una cita con el coronel Rodin, Viktor —contestó Casson con suavidad.
Las cejas de Kowalski se enarcaron más aún al oír mencionar su propio nombre y el de su jefe.
—Soy André Casson —agregó el recién llegado.
Kowalski no pareció muy impresionado. Aferrando más fuertemente a Casson, llamó con la mano izquierda a la puerta de la habitación 64.
Desde dentro, una voz contestó:
—Oui?
Kowalski acercó la boca a la puerta.
—Tiene usted una visita —gruñó.
La puerta se entornó ligeramente; Rodin echó una ojeada, y entonces la abrió de par en par.
—Mi querido André, ¡cuánto lo siento! —Hizo una seña afirmativa a Kowalski—. Perfectamente, cabo. Esperaba a este hombre.
Por fin, Casson sintió que el gigante le soltaba la muñeca y pudo entrar en la habitación. Rodin cambió todavía unas palabras con Kowalski ante la puerta, y después volvió a cerrarla. El polaco tornó a su lugar de acecho, en la sombra de la entrada del pasillo.
Rodin y Casson se estrecharon la mano, y el primero condujo a su amigo hasta los dos sillones situados frente a la estufa de gas. A pesar de que era mediados de junio, caía una llovizna helada, y los dos hombres estaban acostumbrados al cálido sol del norte de África. La estufa estaba encendida a la máxima potencia. Casson se despojó del impermeable y se instaló ante la estufa.
—No suele usted tomar precauciones de esta clase, Marc —observó después.
—No lo hago por mí —contestó Rodin—. Si algo ocurriera, sé cuidar de mí mismo. Pero podría necesitar unos minutos para deshacerme de los papeles.
Hizo un ademán en dirección al escritorio situado junto a la ventana, donde al lado de su cartera de mano se veía un abultado sobre de papel manila.
—En realidad por eso me traje a Viktor. Si algo ocurriera, Viktor me daría un minuto de tiempo para destruir los papeles.
—Deben de ser muy importantes.
—Tal vez, tal vez. —Sin embargo, en la voz de Rodin sonó una nota de clara satisfacción—. Pero será mejor que esperemos a René. Le dije que viniera a las 11.15 para que no llegaran los dos a pocos segundos uno de otro y ello trastornara a Viktor. Se pone muy nervioso cuando empieza a ver demasiada gente a la que no conoce.
Rodin se permitió una de sus raras sonrisas al imaginar lo que podía ocurrir si Viktor, con su pesado Colt bajo el sobaco izquierdo, se ponía nervioso. Alguien llamó a la puerta. Rodin cruzó la habitación y acercó la boca a la madera.
—Oui?
Esta vez fue la voz de René Montclair, nerviosa, tensa.
—Marc, por el amor de Dios…
Rodin abrió de golpe la puerta, y Montclair apareció ante el umbral, convertido en un enano en comparación con el gigantesco polaco situado detrás de él. El brazo izquierdo de Viktor lo sujetaba firmemente por la cintura, manteniendo sus brazos pegados al cuerpo, inmovilizados.
—Ça va, Viktor —murmuró Rodin al gorila.
Y Montclair fue liberado. Entró, agradecido, en la habitación y dirigió una mueca a Casson, quien le sonreía desde su sillón junto a la estufa. De nuevo se cerró la puerta, y Rodin presentó sus excusas a Montclair.
Montclair avanzó y ambos se estrecharon la mano. Al quitarse el abrigo, quedó a la vista su arrugado traje gris, de pésimo corte, que le sentaba francamente mal. Como la mayoría de exmilitares acostumbrados al uniforme, ni él ni Rodin jamás habían sabido vestir.
En su calidad de anfitrión, Rodin invitó a los otros dos a ocupar los dos sillones del dormitorio, y él, por su parte, ocupó la silla de respaldo recto situada detrás de la sencilla mesa que utilizaba como escritorio. De la mesita de noche extrajo una botella de coñac francés y la mostró en actitud interrogativa. Sus dos invitados asintieron con la cabeza. Rodin escanció una generosa ración en cada una de las tres copas que tenía a mano y pasó dos de ellas a Montclair y Casson. Primero bebieron, y los dos viajeros dejaron gustosos que el cálido alcohol les librara del frío interior que sentían.
René Montclair, apoyado de espaldas contra la cabecera de la cama, era bajo y rechoncho, y como Rodin, un oficial del Ejército. Pero, a diferencia de Rodin, jamás había asumido el mando en combate. Durante la mayor parte de su vida había servido en las ramas administrativas, y durante los últimos diez años en la pagaduría de la Legión Extranjera. En la primavera de 1963 era el tesorero de la OAS.
André Casson era el único civil. Bajito y atildado, vestía aún como el director de Banco que había sido en Argelia. Era el coordinador de la OAS-CNR en la Francia metropolitana.
Ambos hombres eran, como Rodin, unos fanáticos, aun entre los miembros de la OAS, aunque por distintas razones. Montclair había tenido un hijo, un muchacho de diecinueve años que había sido destinado a Argelia tres años atrás para cumplir su servicio militar, mientras su padre dirigía la contaduría de la base de la Legión Extranjera en Marsella. Montclair padre no llegó a ver el cadáver de su hijo, que había sido enterrado en el bled donde el joven soldado había sido retenido como prisionero por los guerrilleros. Pero había oído contar los detalles de lo que le habían hecho al muchacho. Nada puede mantenerse secreto por mucho tiempo en la Legión. La gente habla.
André Casson se hallaba más comprometido. Nacido en Argelia, había consagrado toda su vida a su trabajo, su pisito y su familia. El Banco para el cual había trabajado tenía la central en París, de modo que la caída de Argelia no le hubiese dejado sin trabajo. Pero cuando, en 1960, los colonos se rebelaron, Casson los había apoyado y había sido uno de los jefes de la revuelta en su Constantina natal. Aun después de ello había conservado su empleo, pero a medida que se iban cerrando cuenta tras cuenta y que los hombres de negocios vendían sus pertenencias para trasladarse a Francia, comprendió que los buenos tiempos de la presencia francesa en Argelia habían terminado. Poco después del motín del Ejército, irritado por la nueva política gaullista y por la desdicha de los humildes granjeros y comerciantes de la región que se veían obligados a huir, arruinados, a un país que muchos de ellos apenas habían visto al otro lado del mar, había ayudado a una sección de la OAS a robar de su propio Banco treinta millones de francos viejos. Su acción había sido descubierta y denunciada por un joven cajero, por lo que su carrera en el Banco terminó. Envió a su esposa y sus dos hijos a vivir con su familia política a Perpiñán, y se unió a la OAS, para la cual su colaboración tenía un gran valor, porque conocía personalmente a varios millares de simpatizantes de la OAS que ahora vivían en Francia.
Marc Rodin tomó asiento detrás del escritorio y miró a los otros dos, quienes le devolvieron la mirada con curiosidad, pero sin formular pregunta alguna.
Cuidadosamente, metódicamente, Rodin inició su exposición, concentrándose en la creciente lista de fracasos y derrotas que la OAS había sufrido durante los últimos meses por obra de los Servicios Secretos franceses. Sus invitados tenían fijos los ojos, sombríamente, en sus copas.
—Es preciso que miremos cara a cara los hechos. En los últimos cuatro meses hemos sufrido tres rudos golpes. El fracaso del intento de la Escuela Militar para liberar a Francia de su dictador no es más que el último de una larga lista de intentos parecidos que han sido frustrados aun antes de haber sido llevados a cabo. Los dos únicos intentos en que nuestros hombres llegaron a acercarse a De Gaulle a la distancia suficiente para poder escupirle, fallaron a causa de errores elementales cometidos en la planificación o la ejecución de los mismos. No tengo por qué entrar en detalles, puesto que ustedes los conocen tan bien como yo.
»El rapto de Antoine Argoud nos ha privado de uno de nuestros jefes más astutos, y a pesar de su lealtad a la causa no cabe duda de que con los modernos métodos de interrogación, probablemente incluso con el uso de drogas, la organización entera se halla amenazada desde el punto de vista de la seguridad. Antoine sabía todo lo que cabía saber, y ahora nos vemos obligados a empezar de nuevo partiendo casi de cero. Por eso nos encontramos sentados aquí, en un modesto hotel, en lugar de estar en nuestra sede de Munich.
»Pero aun debiendo partir de cero la situación no hubiese sido tan grave un año atrás. Entonces podíamos apelar a millares de voluntarios llenos de entusiasmo y de patriotismo. En la actualidad no sería tan fácil. El asesinato de Jean-Marie Bastien-Thiry no ha facilitado las cosas. No hago demasiados reproches a nuestros simpatizantes. Les prometimos resultados y no hemos podido ofrecerles ninguno. Tienen derecho a esperar resultados, no palabras.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero, ¿adónde quiere usted llegar? —dijo Montclair.
Los dos hombres que le escuchaban sabían que Rodin tenía razón. Montclair sabía mejor que nadie que los fondos adquiridos mediante los atracos a los Bancos de Argelia se empleaban en sostener la organización, y que los donativos de los industriales de derecha empezaban a escasear. Recientemente, sus peticiones de ayuda habían sido recibidas con mal disimulado desdén. Casson sabía que sus líneas de comunicación con el mundo clandestino en Francia iban haciéndose más tenues a cada semana que pasaba, que sus centros de refugio eran registrados por la Policía y que desde la captura de Argoud muchos habían retirado su apoyo. La ejecución de Bastien-Thiry sólo podía acelerar aquel proceso. El resumen formulado por Rodin era la pura verdad, pero no por ello resultaba menos desagradable oírlo.
Rodin, como si no hubiese habido interrupción alguna, prosiguió:
—Hemos llegado a una situación en que la primera meta de nuestra causa para la liberación de Francia, la eliminación del Gran Zohra, sin la cual todos nuestros planes posteriores inevitablemente fracasarán, ha pasado a ser virtualmente imposible por los medios tradicionales. No me atrevo a decidirme, señores, a comprometer a más jóvenes patriotas en unos planes que tienen muy pocas posibilidades de pasar inadvertidos a la Gestapo francesa, ni siquiera durante unos pocos días. En suma: hay demasiados delatores, demasiados traidores, demasiados renegados.
»Aprovechándose de esta situación, la Policía Secreta se ha infiltrado hasta tal punto en el movimiento que hasta las deliberaciones de nuestros Consejos supremos llegan a su conocimiento. Al parecer, conocen, a los pocos días de haber sido tomada la decisión, lo que nos proponemos hacer, cuáles son nuestros planes y quiénes son nuestros hombres. Ciertamente, es desagradable tener que enfrentarse con esta situación, pero estoy convencido de que si no lo hacemos así, continuaremos viviendo en el limbo.
»Considero que sólo nos queda un medio para llevar a cabo nuestro primer objetivo, la eliminación de Zohra, de un modo que pueda atravesar la tupida red de espías y agentes, desposeer a la Policía Secreta de sus ventajas y enfrentarla con una situación que no sólo sea desconocida para ellos, sino que, aunque la conocieran, difícilmente pudieran frustrarla.
Montclair y Casson levantaron rápidamente la mirada. En la estancia reinaba un silencio de muerte, sólo interrumpido de vez en cuando por el tamborileo de la lluvia en los cristales de la ventana.
—Si reconocemos que mi visión de la situación es, por desdicha, exacta —prosiguió Rodin—, deberemos reconocer también que todos los hombres de quienes sabemos que son capaces de llevar a cabo la misión de eliminar al Gran Zohra son igualmente conocidos de la Policía Secreta. Ninguno de ellos puede moverse por el interior de Francia, salvo como un animal acosado, no sólo perseguido por las fuerzas regulares de la Policía, sino traicionado por la espalda por los barbouzes y los soplones. Creo, señores, que la única alternativa que nos queda consiste en contratar los servicios de un pistolero.
Montclair y Casson lo miraron primero con asombro; después, poco a poco, con progresiva comprensión.
—¿Qué clase de pistolero? —preguntó Casson por fin.
—Este hombre, fuese quien fuese, debería ser extranjero —dijo Rodin—, no sería miembro de la OAS ni del CNR. Ni un solo policía francés debería conocerle, ni debería existir su ficha en ningún archivo. El punto débil de las dictaduras es que son vastas burocracias. Lo que no está en los archivos no existe. El pistolero profesional sería un factor desconocido, y, por tanto, inexistente. Viajaría bajo pasaporte extranjero, realizaría su trabajo, y desaparecería, regresando de nuevo a su país, mientras el pueblo francés se levantaría para barrer al resto de la miserable chusma gaullista. Para ese hombre la salida no tendría demasiada importancia, puesto que nosotros, una vez en el poder, se la facilitaríamos. Lo importante es que pueda entrar sin ser localizado y sin levantar sospechas. Y esto es algo que en los momentos actuales ninguno de nosotros puede hacer.
Los dos oyentes, sumidos en sus reflexiones, guardaron silencio, mientras el plan de Rodin se perfilaba en sus mentes.
Montclair emitió un leve silbido.
—Un pistolero profesional, un mercenario.
—Exactamente —contestó Rodin—. Sería del todo irrazonable suponer que un extraño efectuaría este trabajo por amor al arte, o a nosotros, por patriotismo. Para lograr el grado de habilidad y de valor necesario para esta clase de operación debemos contratar a un auténtico profesional. Y un hombre así sólo estará dispuesto a trabajar por dinero, por mucho dinero —agregó, lanzando una rápida mirada a Montclair.
—¿Y cómo podemos encontrar a ese hombre? —preguntó Casson.
—No nos precipitemos, señores. Desde luego, hay que resolver un montón de detalles. Pero lo primero que deseo saber es si, en principio, aceptan ustedes la idea.
Montclair y Casson se miraron. Ambos se volvieron hacia Rodin y asintieron lentamente con la cabeza.
—Bien[2].
Rodin se echó hacia atrás en su asiento, hasta donde se lo permitió la silla de respaldo recto donde se sentaba. Y prosiguió:
—Entonces, éste es el primer punto decidido: acuerdo en principio. El segundo se refiere a la seguridad, y es ciertamente fundamental. En mi opinión, cada día somos menos los que podemos ser considerados absolutamente libres de toda sospecha como posibles fuentes de una fuga de información. No digo que considere a ninguno de nuestros colegas de la OAS o del CNR como un traidor a la causa. Pero existe un antiguo axioma según el cual cuantas más personas conocen un secreto, menos seguro está ese secreto. Toda la esencia de esta idea estriba en su secreto. Por consiguiente, cuantos menos seamos los que estemos al corriente de ella, tanto mejor.
»Incluso en el seno de la OAS se han infiltrado espías que han logrado ocupar cargos de responsabilidad, y que informan de nuestros planes a la Policía Secreta. A todos les llegará el día de la venganza, pero por el momento estos hombres son peligrosos. En cuanto a los políticos del CNR, los hay demasiado remilgados o cobardes para comprender todo el alcance del proyecto. No quisiera poner en peligro la vida de un hombre informando gratuita e innecesariamente de su existencia a tales personas.
»Les he convocado a ustedes, René y André, porque estoy absolutamente convencido de su lealtad a la causa y de su capacidad para guardar un secreto. Además, para el plan que he forjado necesito la colaboración activa de usted, René, como tesorero y pagador, para reunir la suma que cualquier pistolero profesional exigirá sin duda. En cuanto a usted, André, su cooperación será necesaria para facilitar a ese hombre la ayuda, en el interior de Francia, de un puñado de hombres leales al abrigo de toda duda, para el caso de que tuviera que recurrir a ellos.
»Pero no veo razón alguna por la cual los detalles del plan deban rebasar el limitado círculo que formamos los tres aquí presentes. Por consiguiente, les propongo que formemos un comité por nuestra propia cuenta, y que aceptemos la entera responsabilidad por esta idea, su planificación, su ejecución y su financiación.
Se produjo un nuevo silencio. Al fin, Montclair dijo:
—¿Quiere usted sugerir que prescindamos del Consejo de la OAS y de todo el CNR? No les va a gustar.
—En primer lugar, no lo sabrán —contestó Rodin serenamente—. Para exponerles la idea a todos, deberíamos celebrar una reunión plenaria. Esto solo bastaría para llamar la atención, y los barbouzes se lanzarían a la tarea de averiguar para qué fue convocada la reunión plenaria. Además, puede existir un traidor en cualquiera de los dos Consejos. Si visitamos particularmente a cada uno de sus miembros, tardaremos semanas sólo en conseguir un acuerdo preliminar y en principio. Luego, querrán conocer todos los detalles a medida que se vayan desarrollando las fases del plan. Ya saben ustedes cómo son esos condenados políticos y miembros de los comités. Quieren saberlo todo sólo por saberlo. No hacen nada, pero cada uno de ellos puede poner en peligro toda la operación con sólo una palabra pronunciada en un momento de embriaguez o de descuido.
»En segundo lugar, si fuese posible obtener la aprobación de la idea por todo el Consejo de la OAS y del CNR, no por eso habríamos avanzado un solo paso, y en cambio, cerca de treinta personas estarían al corriente del plan. Si, como yo propongo, nos lanzamos a la acción, asumimos la responsabilidad, y el plan fracasa, no habremos perdido nada que tengamos ahora. Habrá recriminaciones, desde luego, pero nada más. Si el plan triunfa, estaremos en el poder, y entonces nadie pensará en discutir la cuestión. La manera concreta de lograr la eliminación del dictador se habrá convertido en una mera cuestión académica. Así, pues, resumiendo, ¿están ustedes dispuestos a unirse a mí como únicos planificadores, organizadores y realizadores de la idea que les he expuesto?
De nuevo Montclair y Casson se miraron, se volvieron hacia Rodin y asintieron con la cabeza. Era la primera vez que le veían desde el rapto de Argoud. Mientras éste ocupó la presidencia del movimiento, Rodin se había mantenido discretamente en un segundo plano. Ahora se manifestaba como el líder por derecho propio. El jefe de la clandestinidad y el de las finanzas se sentían impresionados.
Rodin miró a los dos, exhaló el humo de su cigarrillo y sonrió.
—Bien —dijo—, pasemos ahora a los detalles. La idea de recurrir a un mercenario profesional se me ocurrió por primera vez el día en que oí por la radio que el pobre Bastien-Thiry había sido asesinado. Desde aquel día he buscado al hombre que necesitamos. Como es lógico, no es nada fácil encontrar a esa clase de hombres: no suelen anunciarse en los periódicos. No he cesado de hacer averiguaciones desde mediados de marzo. Y el resultado de las mismas puede resumirse en esto.
Tomó en sus manos los tres sobres de papel manila que hasta aquel momento habían estado encima de la mesa. Montclair y Casson volvieron a mirarse enarcando las cejas, y guardaron silencio. Rodin prosiguió:
—Creo que lo mejor será que estudien primero esos dossiers; luego, podemos discutir la cuestión. Personalmente, les he asignado un orden de preferencia para el caso de que el primero no pueda o no quiera aceptar el encargo. No hay más que un ejemplar de cada dossier, de modo que tendrán ustedes que intercambiarlos.
Pasó uno de los sobres de papel manila a Montclair y otro a Casson, y conservó el tercero en sus manos pero no se tomó la molestia de leerlo. Conocía a fondo el contenido de los tres expedientes.
Poco había que leer. Cuando Rodin había calificado de «breves» a aquellos dossiers no había exagerado, ciertamente. Casson fue el primero en terminar de leer el que le había correspondido. Levantó los ojos hacia Rodin e hizo una mueca.
—¿Es eso todo?
—Esa clase de hombres no facilitan demasiados detalles acerca de sí mismos —contestó Rodin—. Vea este otro.
Y pasó a Casson el sobre que había reservado en su mano.
Un momento después, Montclair terminó también su lectura, y lo pasó a Rodin, quien le entregó el que Casson acababa de leer. Ambos hombres se sumieron de nuevo en la lectura. Esta vez, fue Montclair el primero en terminar. Miró a Rodin y se encogió de hombros.
—Bueno…, no hay mucho que leer, pero estoy seguro de que tenemos a cincuenta hombres como éste. Los pistoleros no son caros…
Casson le interrumpió.
—Un momento, espere a leer esto.
Pasó rápidamente a la última página y leyó los tres párrafos finales. Cuando hubo terminado, cerró el dossier y miró a Rodin. El jefe de la OAS no soltó prenda en cuanto a sus preferencias personales. Tomó el dossier que Casson había terminado de leer y lo pasó a Montclair, después de lo cual entregó a Casson el tercer dossier. Los dos terminaron su lectura a la vez, cuatro minutos más tarde.
Rodin reunió los tres expedientes y volvió a colocarlos encima de su escritorio. Tomó la silla de respaldo recto, la acercó a la estufa y se sentó en ella a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo. Luego, miró intensamente a los otros dos.
—Bueno, ya les dije que el mercado era muy reducido. Es posible que existan por ahí más hombres que se dediquen a esos trabajos, pero sin tener acceso a los archivos de un buen Servicio Secreto resultan condenadamente difíciles de encontrar. Y probablemente los mejores no están fichados en ningún archivo. Ya han leído ustedes los tres historiales. Por el momento les llamaremos el alemán, el sudafricano y el inglés. ¿André?
Casson se encogió de hombros.
—Para mí no hay duda alguna. Por su historial, suponiendo que sea cierto, el inglés va en cabeza, y por varios cuerpos.
—¿René?
—Estoy de acuerdo. El alemán resulta un poco viejo para esta clase de trabajo. Aparte unos cuantos encargos ejecutados por orden de los nazis supervivientes contra los agentes israelíes que les persiguen, por lo visto no ha trabajado mucho en el campo político. Además, sus motivaciones contra los judíos probablemente son personales, y, por consiguiente, no son del todo profesionales. El sudafricano puede resultar muy útil para hacer picadillo de políticos negros como Lumumba, pero eso no es lo mismo que llenar de plomo al presidente de Francia. Además, el inglés habla perfectamente el francés.
Rodin asintió lentamente.
—Ya supuse que estaríamos de acuerdo. Aun antes de haber terminado de compilar esos informes, la elección parecía cosa hecha.
—¿Está usted seguro respecto a ese anglosajón? —preguntó Casson—. ¿Ha llevado a cabo realmente esos trabajos?
—También a mí me sorprendió —dijo Rodin—. Así que estudié especialmente a fondo su historia. De hecho, no existe ni una sola prueba absoluta. De haberla, sería mala señal. Significaría que estaría fichado en todo el mundo como un inmigrante indeseable. En realidad no existe nada contra él, salvo rumores. Formalmente, su historial es impoluto como la nieve. Aun suponiendo que los ingleses lo tengan fichado, no pueden poner en su ficha más que un interrogante. No es mucho para que merezca la pena dar comunicación de ello a la Interpol. Las probabilidades de que los ingleses den el soplo sobre este hombre al SDECE aun cuando se llevara a cabo una investigación oficial, son mínimas. Ya saben ustedes que se odian mutuamente. Todavía no han informado de que Georges Bidault estuvo en Londres el pasado enero. No, para esta clase de trabajo el inglés ofrece todas las ventajas, menos una…
—¿Cuál? —preguntó inmediatamente Montclair.
—Muy sencillo. Que no será barato. Un hombre de esta clase puede exigir mucho dinero. ¿Cómo andan nuestras finanzas, René?
Montclair se encogió de hombros.
—No muy bien. Los gastos han descendido un tanto. Desde lo de Argoud, todos los héroes del CNR han ido a hospedarse en pensiones. Diríase que han perdido su afición a los hoteles de cinco estrellas y a las entrevistas por Televisión. Por otra parte, los ingresos se han reducido al mínimo. Como dijo usted, tiene que haber un poco de acción; de lo contrario, nos extinguiremos por falta de fondos. Esta clase de asuntos no viven de amor y de besos.
Rodin asintió gravemente.
—Me lo figuraba. Tenemos que conseguir dinero, de donde sea. Por otra parte, sería inútil lanzarse a ese tipo de acción sin saber cuánto necesitaremos…
—Lo cual significa —le interrumpió Casson, suavemente—, que el primer paso a realizar es ponerse en contacto con el inglés y preguntarle si estaría dispuesto a aceptar el trabajo y cuánto pediría por ello.
—Exacto. Bien, ¿estamos de acuerdo?
Rodin miró a los dos hombres, uno después de otro. Ambos asintieron con la cabeza. Rodin echó una ojeada a su reloj de pulsera.
—Es poco más de la una. Tengo un agente en Londres a quien debo telefonear y pedirle que se ponga en contacto con este hombre y le invite a venir. Si está dispuesto a ir esta noche a Viena en el avión de la tarde, podremos reunirnos con él después de la cena. En todo caso, lo sabremos cuando mi agente me telefonee. Me he tomado la libertad de reservarles habitación en este mismo pasillo. Son las dos contiguas a la mía. Pensé que estaríamos más seguros juntos y protegidos por Viktor, que separados pero sin defensa. Por si acaso, ¿comprenden?
—Así que estaba usted muy seguro de que aprobaríamos su plan, ¿no es verdad? —preguntó Casson, un tanto molesto por el hecho.
Rodin se encogió de hombros.
—Conseguir esta información ha llevado mucho tiempo. Cuanto menos tiempo perdamos de ahora en adelante, tanto mejor. Si debemos echar a andar, hagámoslo de prisa.
Se levantó, y los otros dos le imitaron. Rodin llamó a Viktor y le ordenó que bajara a recepción y recogiera las llaves de las habitaciones 65 y 66. Mientras esperaban a Viktor, Rodin explicó a sus colegas:
—Debo telefonear desde la central de Correos. Me llevaré a Viktor conmigo. Mientras yo esté fuera, será mejor que se queden los dos en el mismo cuarto, con la puerta cerrada con llave. Mi señal será tres llamadas, una pausa, y luego dos más.
La señal era el conocido tres-más-dos que imitaba el ritmo de las palabras Algérie Française, y que los automovilistas de París habían hecho sonar con sus bocinas, años atrás, para expresar su oposición a la política gaullista.
—A propósito —prosiguió Rodin—. ¿Alguno de ustedes lleva pistola?
Los dos denegaron con la cabeza. Rodin se acercó a su escritorio y extrajo del cajón una rechoncha MAB 9 mm que guardaba para su uso personal. Comprobó el cargador, volvió a cerrarlo de golpe, y dispuso el seguro. Luego la mostró a Montclair:
—¿Conoce usted esta flingue?
Montclair asintió.
—Desde luego —dijo.
Y la cogió.
Volvió Viktor y acompañó a los dos individuos a la habitación de Montclair. Cuando entró en el cuarto de Rodin éste se estaba abrochando el sobretodo.
—Vamos, cabo, que tenemos quehacer.
El Vanguard de la BEA vuelo Londres-Viena, llegó al aeropuerto de Schwechat cuando el crepúsculo había ya dado paso a la noche. Cerca de la cola del aparato, el rubio inglés se hallaba cómodamente instalado en su asiento y contemplaba las luces de balizaje que se deslizaban velozmente por los lados del aparato que se disponía a aterrizar. Siempre le producía una sensación agradable ver acercarse las luces cada vez más hasta que parecía seguro que el avión debía rozar la hierba el suelo. En el último minuto, el verde de la hierba y los rótulos numerados, así como las señales luminosas, se desvanecían para ser sustituidos por la pista de cemento. Por fin las ruedas establecieron contacto con el suelo. La precisión de los aterrizajes le encantaba.
A su lado, el joven francés de la Oficina Turística francesa de Piccadilly le dirigía breves y nerviosas miradas. Desde que había recibido aquella llamada telefónica a la hora del almuerzo era presa de los nervios. Cerca de un año atrás, hallándose de vacaciones en París, se había puesto a la disposición de la OAS, pero hasta aquel día sólo le habían ordenado que permaneciera en su despacho de Londres. Una carta o una llamada telefónica dirigida a él con su verdadero nombre, pero que empezara diciendo: «Querido Pierre…» debería ser obedecida inmediata y estrictamente. Desde entonces, nada, hasta aquel día, 15 de junio.
El telefonista le había dicho que había una llamada directa para él desde Viena, y había agregado en Autriche, para distinguir la capital austríaca de la ciudad francesa de Vienne. Asombrado se había puesto al teléfono para oír una voz que lo llamaba «Querido Pierre». Había tardado unos segundos en recordar que era su nombre de guerra.
Con el pretexto de sufrir un ataque de jaqueca, después del almuerzo había ido al piso de South Audley Street y transmitido el mensaje al inglés que le había abierto la puerta. Éste no se mostró sorprendido en absoluto por el hecho de que le invitaran a volar a Viena al cabo de tres horas. Había preparado con calma su maleta, y los dos habían tomado un taxi hasta el aeropuerto de Heathrow. El inglés había sacado de su bolsillo, sin inmutarse, un fajo de billetes, lo suficiente para comprar dos billetes de vuelta, cuando el francés dijo que no había pensado en traer dinero en metálico; sólo el pasaporte y un talonario de cheques.
A partir de aquel momento apenas habían cambiado una sola palabra. El inglés no había preguntado a qué dirección de Viena debían ir, con quién deberían reunirse, ni por qué razón; afortunadamente, porque el francés lo ignoraba. Sólo habían recibido instrucciones de telefonear desde el aeropuerto de Londres y confirmar su llegada en el vuelo de la BEA, a lo cual le habían replicado que a su llegada a Schwechat debía presentarse en Informaciones Generales. Todo ello le había puesto muy nervioso, y la calma del inglés que se sentaba a su lado, lejos de tranquilizarle aún empeoraba las cosas.
En el mostrador de Informaciones del vestíbulo principal dio su nombre a la linda muchacha austríaca, la cual buscó en un casillero situado a su espalda y le entregó un breve mensaje que decía simplemente: «Llame al 61.44.03 y pregunte por Schulz». El joven francés se dirigió inmediatamente hacia las cabinas telefónicas instaladas al fondo del vestíbulo principal. El inglés le dio un golpecito en el hombro y le señaló la cabina con el rótulo Vechsel.
—Necesitará algunas monedas —dijo, en perfecto francés—. Ni siquiera los austríacos son tan generosos.
El francés se sonrojó y se dirigió al mostrador de cambio, mientras el inglés se instalaba cómodamente en el rincón de uno de los divanes acolchados arrimados a la pared, y encendía otro cigarrillo inglés extralargo, con filtro. Un minuto más tarde, su guía estaba de vuelta con varios billetes de Banco austríacos y un puñado de monedas. El francés se acercó a los teléfonos, encontró una cabina desocupada y marcó el número. Al otro extremo del hilo, Herr Schulz le dio unas instrucciones tan concisas como precisas. A los pocos segundos, la conversación telefónica terminó.
El joven francés volvió al diván, y el rubio levantó los ojos hacia él.
—On y va? —preguntó.
—On y va.
Al tiempo que se volvía para salir, el francés arrugó el mensaje que llevaba el número de teléfono y lo arrojó al suelo. El inglés lo recogió, lo desplegó y lo acercó a la llama de su encendedor. El papel ardió en un instante y sus negras cenizas fueron aplastadas por la elegante bota de cuero. Salieron en silencio del edificio y llamaron un taxi.
El centro de la ciudad estaba intensamente iluminado y atestado de automóviles, de modo que tardaron cuarenta minutos en llegar a la Pensión Kleist.
—Aquí debemos separarnos. Me han dicho que le acompañara aquí y que me llevara el taxi a cualquier otra parte. Debe usted subir directamente a la habitación 64. Le esperan.
El inglés asintió con la cabeza y se apeó del coche. El taxista se volvió interrogativamente hacia el francés.
—Siga —dijo éste.
Y el taxi desapareció calle abajo. El inglés lanzó una ojeada a las letras góticas de la placa que ostentaba el nombre de la calle, y luego a las mayúsculas romanas, de formas cuadradas, que coronaban la puerta de la Pensión Kleist. Finalmente, tiró su cigarrillo a medio consumir y entró.
El empleado de servicio estaba de espaldas a la puerta, que rechinó. Sin hacer el menor gesto de acercarse al mostrador de recepción, el inglés se dirigió hacia la escalera. El empleado estaba a punto de preguntar qué deseaba, cuando el visitante, lanzando una mirada en su dirección, lo saludó levemente, como a un criado cualquiera, y dijo con firmeza:
—Guten Abend.
—Guten Abend, mein herr —contestó maquinalmente el empleado.
Apenas había terminado de decirlo cuando el hombre rubio ya había desaparecido escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos, aunque sin precipitación. Al llegar al rellano se detuvo y lanzó una ojeada a lo largo del único pasillo que se abría ante él. En el extremo del mismo se hallaba la habitación 68. El hombre contó las puertas hacia atrás hasta la que debía de ser la 64, aunque las cifras no eran visibles desde el lugar donde se encontraba.
Entre él y la puerta del 64 había seis metros de pasillo. A su derecha, quedaban otras dos puertas antes de la del 64, y a la izquierda se distinguía un entrante de la pared parcialmente cubierto por una cortina de terciopelo rojo suspendida de una barra de latón.
El inglés estudió con atención aquel escondrijo. Por debajo de la cortina, que no llegaba hasta el suelo, sobresalía ligeramente la punta de un zapato negro. El inglés dio media vuelta y bajó de nuevo al vestíbulo de entrada. Esta vez, el empleado estaba preparado. Por lo menos logró abrir la boca.
—Comuníqueme con la habitación 64, por favor —dijo el inglés.
El recepcionista le miró un instante a la cara y luego obedeció. Al cabo de unos segundos, después de manipular en la centralita, levantó el auricular del mostrador y se lo pasó.
—Si ese gorila no ha salido de su escondrijo dentro de quince segundos, me vuelvo a casa —dijo el hombre rubio.
Y colgó. Luego, volvió a subir la escalera.
Al llegar al rellano vio que se abría la puerta del 64 y aparecía el coronel Rodin. Éste miró unos instantes al inglés, situado al otro extremo del pasillo, y después, en voz baja, llamó:
—Viktor.
El gigantesco polaco salió de su escondrijo y se quedó mirando a uno y a otro. Rodin dijo:
—Todo marcha. Le esperaba.
Kowalski frunció el ceño.
El inglés echó a andar.
Rodin le hizo pasar al dormitorio. Este había sido dispuesto como una oficina de reclutamiento. El escritorio que hacía las veces de mesa presidencial apareció cubierto de papeles. Detrás del mismo, en el centro se hallaba la única silla de respaldo recto de la estancia. Pero de las habitaciones vecinas habían traído otras dos sillas, disponiéndolas una a cada lado de la del centro. En ellas se hallaban sentados Montclair y Casson, quienes miraron con curiosidad al visitante. No había ningún asiento delante de la mesa. El inglés paseó una mirada en torno, eligió uno de los dos sillones y haciéndolo girar sobre su eje lo colocó frente al escritorio. Cuando Rodin hubo terminado de dar nuevas instrucciones a Viktor y cerrado la puerta, el inglés ya se hallaba cómodamente sentado y estaba mirando fijamente a Casson y a Montclair. Rodin tomó asiento al otro lado del escritorio.
Durante unos segundos miró con intensidad al hombre llegado de Londres. Lo que vio no le disgustó; y era un experto en hombres. El visitante tendría como un metro ochenta de estatura, y poco más de treinta años. Era un tipo atlético y ágil. Parecía estar en forma. Su rostro, atezado, era de facciones regulares pero no llamativas. Sus manos permanecían inmóviles a lo largo de los brazos del sillón. A los ojos de Rodin aparecía como un hombre poseedor de un notable dominio de sí mismo. Pero su mirada inquietó a Rodin. Éste había visto los ojos húmedos y suaves de los hombres débiles, los sombríos y opacos de los psicópatas y los alertados de los soldados. Los ojos del inglés eran transparentes y miraban con franco candor; excepto en los iris, que eran de un gris manchado, ahumado, como la niebla de una mañana de invierno. Rodin tardó unos segundos en advertir que aquellos ojos no tenían expresión alguna. Fuesen cuales fuesen los pensamientos que se albergaran en el interior de aquella cabeza, detrás de aquella cortina de humo, nada trasluciría de ellos. Rodin sintió dentro de sí el gusano de la inquietud. Como todos los hombres formados por los sistemas y los procedimientos, no le gustaba lo imprevisible, y, por tanto, lo incontrolable.
—Sabemos quién es usted —empezó bruscamente—. Será mejor que me presente. Soy el coronel Marc Rodin …
—Lo sé —dijo el inglés—. Es usted el jefe de operaciones de la OAS. Usted es el comandante René Montclair, tesorero, y usted Monsieur André Casson jefe de la organización clandestina en la metrópoli.
Al tiempo que hablaba, miró por turno a cada uno de los tres hombres. Luego se llevó un cigarrillo a los labios.
—Por lo visto, está usted muy informado —comentó Casson, mientras los tres observaban cómo el visitante encendía su cigarrillo.
El inglés se recostó en su asiento y exhaló la primera bocanada de humo.
—Señores, no andemos con rodeos. Yo sé quiénes son ustedes, y ustedes saben quién soy yo. Los cuatro tenemos ocupaciones fuera de lo corriente. Ustedes son perseguidos y yo puedo moverme por donde quiera sin ser vigilado. Yo actúo por dinero, ustedes por idealismo. Pero en cuanto a los detalles prácticos se refiere, todos somos profesionales. Así que no hay por qué fingir. Ustedes han hecho averiguaciones sobre mi persona. Es imposible llevar a cabo tales averiguaciones sin que se entere inmediatamente la persona que es objeto de ellas. Naturalmente, quise saber quién se interesaba tanto por mí. Podía tratarse de alguien que deseara vengarse, o de alguien que deseara emplearme. Para mí era importante saberlo. En cuanto me enteré de la identidad de la organización que se interesaba por mí, dos días entre los archivos de Prensa francesa del Museo Británico me bastaron para informarme acerca de ustedes y de su organización. Así, pues, la visita de su mensajero, esta tarde, apenas ha constituido una sorpresa para mí. Bon. Sé quiénes son ustedes y a quién representan. Ahora quisiera saber qué quieren.
Se produjo un silencio que se prolongó durante unos minutos. Casson y Montclair consultaron a Rodin con la mirada. El coronel de tropas aerotransportadas y el pistolero se miraban a los ojos. Rodin sabía lo bastante acerca de los hombres violentos para comprender que el hombre que tenía ante sí era lo que necesitaba. A partir de aquel momento, Montclair y Casson pasaron a formar parte del mobiliario.
—Puesto que ha leído usted la documentación a su alcance, no le aburriré con la exposición de los motivos que impulsan a nuestra organización, y que usted ha calificado acertadamente de idealismo. Nosotros creemos que Francia está gobernada actualmente por un dictador que ha mancillado nuestra patria y ha prostituido su honor. Creemos que su régimen sólo puede caer, y Francia ser devuelta a los franceses, si el dictador muere. De seis tentativas llevadas a cabo por los nuestros para eliminarle, tres fueron descubiertas en sus primeras fases, una fue denunciada la víspera del intento, y dos llegaron a realizarse, pero sin fortuna.
»Actualmente estamos considerando, pero hasta ahora sólo considerando, la posibilidad de contratar los servicios de un profesional para realizar esta tarea. Sin embargo, no deseamos malversar nuestro dinero. Lo primero que queremos saber es si es posible.
Rodin había jugado con astucia. La última frase, cuya respuesta ya conocía, alumbró un relámpago de expresión en los ojos grises de su interlocutor.
—No hay en el mundo un solo hombre a salvo de la bala de un asesino —dijo el inglés—. El grado de exposición de De Gaulle es muy alto. Desde luego, es posible matarlo. Lo malo es que las probabilidades de escapar con vida del atentado no son muy elevadas. Un fanático dispuesto a morir también él en el intento es siempre el mejor método para eliminar a un dictador que se exhibe en público. Advierto —agregó, con un leve matiz malicioso— que a pesar de su idealismo no han sido ustedes capaces de encontrar a este hombre. Tanto Pont-de-Seine como Petit-Clamart fallaron porque nadie estaba dispuesto a arriesgar su propia vida para asegurar el resultado.
—Aún hoy hay patriotas franceses dispuestos… —empezó Casson, con ardor, pero Rodin lo hizo enmudecer con un ademán.
El inglés ni siquiera le dirigió una mirada.
—¿Y en cuanto a un profesional? —preguntó Rodin.
—Un profesional no actúa por idealismo, y, por consiguiente, obra con más serenidad y es menos probable que cometa errores elementales. No siendo un idealista, no es probable que en el último instante vacile al pensar que la explosión o el método que sea, puede herir a otras personas; y siendo un profesional ha calculado todos los riesgos. Así, pues, sus posibilidades de éxito son, sobre el papel, más ciertas que las de ninguna otra persona; pero, en cambio, no se decidirá siquiera ni a dar los primeros pasos hasta que haya imaginado un plan que le permita no sólo realizar su misión, sino escapar indemne.
—¿Considera usted que ha de ser posible trazar un plan de esta clase que permita a un profesional matar al Gran Zohra y escapar con vida?
El inglés fumó en silencio durante unos minutos, mirando por la ventana.
—En principio, sí —contestó al fin—. En principio, siempre es posible, si se cuenta con una buena planificación y con el tiempo necesario. Pero en este caso sería extremadamente difícil. Más que en la mayoría de los demás casos.
—¿Por qué más difícil? —preguntó Montclair.
—Porque De Gaulle está sobre aviso, no acerca del atentado en concreto, pero sí en cuanto a la intención. Todos los grandes hombres tienen guardias de corps y agentes de seguridad, pero al cabo de un período de varios años sin que se haya producido ningún atentado grave contra la vida del gran hombre, las comprobaciones pasan a ser formularias, las rutinas, mecánicas, y el grado de vigilancia desciende. La bala que liquida a la víctima resulta totalmente inesperada, y por esta razón provoca el pánico. Al amparo de este pánico, el asesino escapa. En este caso no habrá descenso en el grado de vigilancia, ni rutinas mecánicas, y si la bala llegara al blanco serían muchos los que, en lugar de ser presa de pánico, correrían en pos del asesino. Podría hacerse, pero sería una de las tareas más difíciles del mundo en estos momentos. Ya ven ustedes, señores, que sus intentos no sólo fracasaron, sino que han dificultado enormemente la realización de cualquier otro.
—En el caso de que nos decidiéramos por utilizar los servicios de un pistolero profesional para ejecutar este trabajo… —aventuró Rodin.
—No tienen ustedes más remedio que confiarlo a un profesional —le interrumpió el inglés, con calma.
—¿Por qué? Hay todavía muchos hombres que estarían dispuestos a realizar este trabajo por motivos puramente patrióticos.
—Sí, quedan todavía Watin y Curutchet —contestó el rubio—. Y sin duda hay por ahí otros Degueldre y Bastien-Thiry. Pero ustedes tres no me han llamado aquí para sostener conmigo una charla en términos generales sobre la teoría del asesinato político, ni porque de pronto hayan agotado sus existencias de pistoleros. Ustedes me han llamado aquí porque han llegado a la conclusión, no sin cierto retraso, de que su organización ha sufrido tales infiltraciones por parte de los agentes del Servicio Secreto francés que muy poco de lo que puedan decidir permanecerá secreto durante mucho tiempo, y también porque la cara de cada uno de ustedes está grabada en la mente de todos y cada uno de los policías franceses. Por esto necesitan a un tercero, a un extraño. Y están ustedes en lo cierto. Si hay que ejecutar este trabajo, deberá hacerlo un outsider. Lo único que falta decidir es quién, y por cuánto. Bueno, señores, supongo que habrán tenido ustedes tiempo suficiente para examinar la mercancía, ¿no es así?
Rodin miró de reojo a Montclair y levantó una ceja. Montclair bajó la cabeza, asintiendo. Casson lo imitó. El inglés tenía los ojos fijos en la ventana.
—¿Está usted dispuesto a asesinar a De Gaulle? —preguntó Rodin, al fin.
Apenas levantó la voz al pronunciar estas palabras, pero la pregunta pareció llenar la estancia. El inglés trasladó su mirada de la ventana al hombre que acababa de hablar. Sus ojos habían perdido de nuevo toda expresión.
—Sí, pero costará mucho dinero.
—¿Cuánto? —preguntó Montclair.
—Comprenderán ustedes que un trabajo como éste sólo se realiza una vez en la vida. El hombre que lo lleve a cabo no volverá a trabajar jamás. Las posibilidades, no sólo de que no lo apresen, sino de que no lo identifiquen, son mínimas. Este trabajo debe darle lo suficiente para que pueda vivir holgadamente el resto de su vida y comprar la protección necesaria contra la venganza de los gaullistas…
—Cuando Francia sea nuestra —dijo Casson— no nos faltarán medios…
—Dinero contante y sonante —dijo el inglés—. La mitad por adelantado, y la otra mitad una vez realizado el trabajo.
—¿Cuánto? —preguntó Rodin.
—Medio millón.
Rodin lanzó una mirada a Montclair, quien hizo una mueca.
—Es mucho dinero medio millón de francos…
—De dólares —dijo el inglés.
—¿Medio millón de dólares? —exclamó Montclair saltando de su asiento—. ¿Está usted loco?
—No —dijo el inglés, con calma—, pero soy el mejor, y por tanto, el más caro.
—Sin duda encontraríamos ofertas más baratas —dijo Casson, en tono burlón.
—Sí —dijo el rubio, impávido—, encontrarían ustedes hombres más baratos, y se encontrarían con que cobraban su depósito del cincuenta por ciento y desaparecían de la circulación, o presentaban excusas más tarde por no haber podido cumplir la misión. Cuando se emplea lo mejor, hay que pagarlo. Medio millón de dólares es el precio. Considerando que esperan ustedes adueñarse de Francia, valoran en muy poco a su patria.
Rodin, que había permanecido en silencio durante aquel diálogo, recogió la alusión.
—Touché. El caso es, señor, que no tenemos medio millón de dólares en dinero contante y sonante.
—Lo sé —contestó el inglés—. Si quieren que se haga ese trabajo tendrán que buscar esta suma donde sea. Yo no necesito el encargo, compréndanlo. Después de mi última misión, puedo vivir bien unos cuantos años. Pero la idea de lograr lo bastante para poder retirarme me atrae. Por eso estoy dispuesto a correr algunos riesgos excepcionales por este precio. Sus amigos aquí presentes aspiran a un premio mayor todavía: la propia Francia. Y, sin embargo, la idea de los riesgos los aterra. Lo siento. Si no pueden ustedes hacerse con la suma en cuestión, deberán volver a organizar sus conjuras y a contemplar cómo las autoridades las destruyen una tras otra.
Se incorporó a medias de su asiento, al tiempo que aplastaba su cigarrillo en el cenicero.
Rodin se puso en pie.
—Siéntese, señor. Conseguiremos el dinero.
Los dos volvieron a tomar asiento.
—Bien —dijo el inglés—. Pero hay, además, ciertas condiciones.
—¿Cuáles?
—La razón por la cual necesitan ustedes a un outsider estriba, en primer lugar, en los soplos que constantemente se filtran hasta llegar a las autoridades francesas. ¿Cuántas personas de su organización están al corriente de este plan de contratar a un outsider, y no digo ya de contratarme concretamente a mí?
—Sólo los tres que estamos en este cuarto. La idea se me ocurrió a mí al día siguiente de la ejecución de Bastien-Thiry. Desde aquel momento llevé a cabo personalmente todas las investigaciones. Nadie más está al corriente.
—Y nadie más debe enterarse —dijo el inglés—. Cualquier documento que deje constancia de todas las reuniones, los archivos y los dossiers deben ser destruidos. Nada debe subsistir fuera de sus tres cabezas. En vista de lo que le ocurrió en febrero a Argoud, me consideraré liberado de mi compromiso si cualquiera de ustedes tres fuese capturado. Por consiguiente, deberán ustedes permanecer en algún lugar seguro y bajo fuerte vigilancia hasta que el trabajo haya sido realizado. ¿De acuerdo?
—D’accord. ¿Algo más?
—Yo me ocuparé de trazar los planes, así como de llevarlos a la práctica. No comunicaré sus detalles a nadie, ni siquiera a ustedes. En suma, desapareceré. No volverán a tener noticias mías. Usted conoce mi teléfono de Londres y mi dirección, pero pienso mudarme en cuanto pueda.
»En caso de emergencia, ustedes sólo deberán ponerse en contacto conmigo en aquel lugar. Por lo demás, no habrá otros contactos. Les dejaré el nombre de mi Banco en Suiza. Cuando el Banco me comunique que los primeros doscientos cincuenta mil dólares han sido depositados, y cuando me sienta totalmente dispuesto, empezaré a actuar. No permitiré que se me den prisas más allá de lo que yo considere razonable, ni aceptaré interferencia alguna. ¿De acuerdo?
—D’accord. Pero nuestros agentes clandestinos en Francia pueden ofrecer a usted una ayuda considerable por lo que se refiere a información. Algunos de ellos ocupan lugares prominentes.
El inglés consideró unos instantes esta proposición.
—Bien, cuando estén ustedes dispuestos, envíenme por correo un solo número de teléfono, preferiblemente en París, de modo que pueda llamar directamente a ese número desde cualquier lugar de Francia. No comunicaré a nadie mi paradero; simplemente, llamaré a ese número para obtener las informaciones más recientes acerca de las medidas de seguridad adoptadas en torno del Presidente. Pero el hombre que se ponga a ese teléfono no debe saber qué estoy haciendo en Francia. Díganle simplemente que estoy en misión por encargo de ustedes y necesito su ayuda. Cuanto menos sepa, mejor. Para mí, ese hombre debe ser nada más que una agencia informativa. Y sus fuentes deben ser exclusivamente las que puedan proporcionar valiosa información interior, y no cualquier bazofia que yo mismo pueda leer en los periódicos. ¿De acuerdo?
—Perfectamente. Usted quiere actuar completamente solo sin amigos ni refugios. Es su propia cabeza la que está en juego. ¿Y la documentación falsa? Tenemos dos excelentes falsificadores a su disposición.
—Yo me la agenciaré. Gracias.
Casson intervino.
—Poseo una organización completa en Francia similar a la de la Resistencia durante la ocupación alemana. Puedo poner toda esa organización a su disposición, si la necesita.
—No, gracias. Prefiero confiar en mi total anonimato. Es mi mejor arma.
—Pero suponiendo que algo falle, puede tener usted necesidad de huir…
—Nada fallará, como no sea por parte de ustedes. Quiero actuar sin el menor contacto con su organización, monsieur Casson, precisamente por la misma razón por la que estoy aquí: porque su organización está repleta de agentes y espías.
Casson parecía a punto de estallar. Montclair miraba sombríamente por la ventana, pensando en la manera de reunir con urgencia medio millón de dólares. Rodin observaba reflexivamente al inglés.
—Calma, André. El señor quiere trabajar solo. Que así se haga. Es su estilo. No pagamos medio millón de dólares por un hombre que necesite la misma cantidad de colaboradores que requieren nuestros tiradores.
—Lo que me gustaría saber —murmuró Montclair— es cómo vamos a conseguir tanto dinero en poco tiempo.
—Empleen su organización para asaltar Bancos —dijo el inglés, tranquilamente.
—En todo caso, éste es problema nuestro —dijo Rodin—. Antes de que nuestro visitante regrese a Londres, ¿hay algo más que tratar?
—¿Qué puede impedirle a usted quedarse con el primer cuarto de millón y desaparecer? —preguntó Casson.
—Ya se lo he dicho, señores. Quiero retirarme. Y no deseo tener a medio ejército de exparacaidistas tras de mí. Tendría que emplear en mi propia protección más dinero del que habría ganado. No tardaría en quedar sin blanca.
—¿Y qué nos podría impedir a nosotros —insistió Casson— esperar a que el trabajo esté hecho, y negarnos luego a pagar el resto del medio millón?
—La misma razón —dijo el inglés, con suavidad—. En tal caso, yo seguiría trabajando por mi cuenta. Y entonces mi objetivo serían ustedes tres, caballeros. Sin embargo, no creo que tal cosa ocurra, ¿verdad?
Rodin le interrumpió.
—Bien, si eso es todo, no creo que debamos entretener por más tiempo a nuestro huésped. Bueno… hay un detalle. Su nombre. Si desea usted conservar el anonimato, debería tener un apodo, un nombre cifrado. ¿Se le ocurre alguno?
El inglés reflexionó unos momentos.
—Puesto que estamos hablando de una cacería, ¿qué le parecería el nombre de el Chacal? ¿Le va?
Rodin asintió.
—Sí, perfecto. Creo que me gusta.
Acompañó al inglés hasta la puerta y la abrió. Viktor salió de su escondrijo y se acercó. Por primera vez, Rodin sonrió y tendió la mano al pistolero.
—Nos pondremos en contacto en la forma convenida tan pronto como podamos. Entretanto, ¿podría usted empezar a trazar planes, en líneas generales, para no perder demasiado tiempo? Bien. Entonces, bonsoir, señor Chacal.
El polaco quedose mirando cómo se alejaba el visitante, en silencio, tal como había aparecido. El inglés pasó la noche en el hotel del aeropuerto y tomó el primer avión de la mañana rumbo a Londres.
En la Pensión Kleist, Rodin tuvo que enfrentarse con un chaparrón de lamentaciones tardías y de protestas por parte de Casson y Montclair, quienes aparecían profundamente trastornados por las tres horas transcurridas entre las nueve y las doce.
—Medio millón de dólares —repetía Montclair, una y otra vez—. ¿Cómo diablos vamos a conseguir medio millón de dólares?
—Podríamos seguir la sugerencia de el Chacal y asaltar unos cuantos Bancos —contestó Rodin.
—No me gusta ese hombre —intervino Casson—. Trabaja solo, sin colaboradores. Esta clase de hombres son peligrosos. No hay forma de controlarlos.
Rodin puso punto final a la discusión.
—Óiganme ustedes: hemos trazado un plan, hemos aceptado una propuesta, y hemos buscado a un hombre dispuesto a matar y capaz, por dinero, de eliminar al Presidente de Francia. Conozco bien a los hombres de este tipo. Si alguien puede hacerlo, es él. Hemos jugado nuestras cartas. Sigamos ahora con lo nuestro, y que él siga con lo suyo.