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Durante las 2 primeras semanas en que me desempeñé como Comandante Militar del Distrito de Scipio, que comprendía el terreno localizado entre el nacimiento del lago y el Bosque Nacional, creo que mi mejor decisión fue la de convertir a algunos soldados en bomberos. Como estos individuos habían ayudado a combatir incendios antes de seguir la carrera de las armas, hice que se familiarizaran con los extintores del pueblo, los cuales no habían sido dañados durante el sitio. Un verdadero golpe de suerte: todos los camiones de bomberos tenían lleno el tanque de la gasolina. En una sociedad cuya inmensa mayoría de miembros, desde los más ricos hasta los más pobres, suelen robar todo aquello que no esté asegurado con clavos, resulta inconcebible admitir que nadie se haya apoderado de ese valioso combustible.

Muy a menudo, en medio del caos, 1 se topa con un ejemplo asombroso e inexplicable de respeto cívico. Quizá, la última pizca de fe en poder de la gente se deposite en los bomberos.


Asimismo, supervisé la exhumación de los restos enterrados junto al establo. Habían sido sepultados unos cuantos días atrás; empero, el Gobierno, personificado por un Pesquisidor y un Médico Forense de la Policía del Estado, un verdadero erudito en materia de crucifixiones, nos ordenó que los desenterráramos. El Gobierno quería obtener huellas digitales, fotografías, datos sobre posibles curaciones odontológicas e información acerca de heridas visibles de los cadáveres. No tuvimos que exhumar a los Shultz, porque ya habían sido desenterrados en una ocasión, para aumentar la superficie destinada al Pabellón.

Y aún no habíamos encontrado el cráneo de la mujer joven. La excavación no había avanzado todavía lo suficiente para dejar al descubierto lo que alguna vez fue la cabeza de la Reina de las Lilas.


El Gobierno, compuesto solamente de esos 2 forasteros, dijo que debíamos sepultar a mayor profundidad los restos mortales en cuestión, una vez concluido su análisis. Así lo estipulaba la ley.

—No pretendo violar la ley —le aclaré.

El Pesquisidor era negro. No me habría dado cuenta de que era Negro, si él no me lo hubiese dicho.

Le pregunté cuan factible era que el Condado o el estado se hicieran cargo de los cadáveres hasta que los parientes más cercanos, en el caso de que los hubiera, decidiesen qué hacer con ellos. Tenía la esperanza de que los llevaran a Rochester, donde podían ser embalsamados, congelados, incinerados o, al menos, enterrados dentro de recipientes adecuados. Aquí habían sido sepultados sin más acompañamiento que sus prendas de vestir.

Respondió que llevaría a cabo la indagación correspondiente, pero que no me hiciera muchas ilusiones, explicó que el Condado estaba en bancarrota, que el Estado estaba en bancarrota, que el País estaba en bancarrota y que él estaba en bancarrota. Había perdido lo poco que tenía en la Microsecond Arbitrage.


Después de la partida de los representantes del Gobierno, me entregué a la búsqueda del mejor procedimiento para abrir zanjas más profundas. No estaba dispuesto a ordenar a los efectivos de la Guardia Nacional que llevaran a cabo el trabajo echando mano de palas. Se habían ofendido cuando les pedí que desenterraran los cadáveres y, en todo caso, su descontento iba en aumento conforme se volvía cada vez más claro, incluso en una etapa tan temprana del juego, que tal vez nunca se les permitiera reintegrarse a la vida civil. El encanto de sus Medallas de la Infantería por Méritos en el Combate se estaba esfumando.

No podía utilizar la fuerza de trabajo de los reclusos residentes en el otro lado del lago. Eso lo estipulaba, también, la ley. Fue entonces cuando recordé que el colegio contaba con una retroexcavadora que funcionaba a base de diesel, un producto que podría comprarse a buen precio en el mercado negro. Ahora bien, si alguien podía encontrar la retroexcavadora, cabía la esperanza de que tuviese almacenado un poco de combustible.

Un soldado dio con ella y ¡el tanque estaba lleno!

¡Milagro!

Vuelvo a formular la misma pregunta: «¿Durante cuánto tiempo seguiré siendo Ateo?»


El tanque estaba lleno, porque en Scipio sólo había un automóvil que funcionaba a base de diesel cuando comenzó la diáspora. Se trataba de un Cadillac de la General Motors que salió al mercado hacia la época que fuimos echados a patadas de Vietnam. Ese coche aún está aquí. Era un verdadero cacharro. Habría sido más fácil llevar a cabo un paseo dominical en una pirámide egipcia.

Pertenecía a un padre de familia del Tarkington. Este individuo venía a la graduación de su hija, cuando el automóvil se descompuso frente al Café del Gato Negro. Ya se había detenido espontáneamente en numerosas ocasiones en el trayecto comprendido entre este lugar y la Ciudad de Nueva York. Así pues, su dueño se dirigió a la ferretería más cercana, compró pintura amarilla y una brocha y lo pintó; después, se lo vendió a Lyle Hooper en un dólar.

¡Este sujeto pertenecía a la Junta Directiva de la General Motors!


Durante el breve lapso en que los cadáveres permanecieron desenterrados, se apareció una persona acompañada de una carroza mortuoria Toyota y de un agente de una funeraria de Rochester, para reclamar 1 de ellos. Se trataba del Dr. Charlton Hooper, quien había sido invitado a jugar baloncesto con los Knickerbockers de Nueva York pero había preferido estudiar Física. Como ya lo he mencionado, él medía 2 metros de alto.

¡Vaya estatura!

Le pregunté al de la funeraria dónde había conseguido el combustible para realizar el viaje.

Al principio, no quiso revelarme el dato, pero le insistí.

—Búsquelo en el crematorio que se halla a espaldas del Complejo de Cines Meadowdale. Pregunte por Guido.


Le pregunté a Charlton si se había trasladado desde Waxahachie, Texas. Le comenté que me había enterado de que habitaba en esa ciudad, donde efectuaba experimentos con el enorme desintegrador de átomos, el Supercolisionador. Me respondió que el presupuesto para llevar a cabo dichos experimentos se había acabado, y que por tal motivo se vio precisado a mudarse a Ginebra, Nueva York. Ahí impartía cátedra de Física a los alumnos de primer año del Colegio Hobart.

Le pregunté si era factible convertir el Supercolisionador en una cárcel.

Me contestó que se podía introducir a un puñado de chicos malos dentro del desintegrador y conectar la corriente eléctrica. Como resultado de ello, se les pondrían los pelos de punta y aumentaría su temperatura corporal un par de grados centígrados.


Casi una semana después de que Charlton se hubiese llevado los restos mortales de su padre y de que nosotros hubiésemos reinhumado todos los demás cadáveres, echando mano de la retroexcavadora, a la profundidad dispuesta por la ley, me despertó cierta tarde un gran alboroto en lo que alguna vez había sido un pueblo apacible. En ese entonces, residía en el Ayuntamiento, donde solía dormir la siesta.

El ruido provenía de acá arriba. Se oía el gruñido de las sierras de cadena, así como un continuo martilleo. Parecía tratarse del estruendo de un ejército. Según la información de que disponía, sólo había en ese lugar 4 centinelas.

El soldado que estaba apostado en el vestíbulo, cuya misión consistía en despertarme si sucedía algo importante, había desaparecido. Seguramente, salió a investigar qué demonios estaba pasando, porque no habíamos sido notificados de la realización de alguna actividad especial.

En consecuencia, tuve que trepar yo solo a la colina. Llevaba puestos zapatos de civil y un traje camuflado que el General Florio me había regalado, junto con una de sus insignias en cada hombro. A eso se reducía mi uniforme.

Cuando llegué a la cima de la Calle Clinton, descubrí al General Florio vociferando órdenes a los soldados trasladados a este lado del lago. Algunos estaban convirtiendo el Patio en una ciudad de tiendas de campaña. Otros levantaban una cerca de alambre de púas alrededor del campamento.

No tuve que preguntar el significado de todo aquello, resultaba obvio que el Colegio Tarkington, que se había mantenido de tamaño reducido mientras crecía y crecía la prisión localizada al otro lado del lago, acababa de convertirse en una penitenciaría.

—Hola, Alcaide Hartke —me dijo el General Florio, obsequiándome su mejor sonrisa.


Una vez que las tiendas de campaña, con capacidad para albergar cada una a 10 hombres y trasladadas desde el Arsenal ubicado frente al Complejo de Cines Meadowdale, quedaron montadas en el Patio a manera de un tablero de ajedrez, todo parecía muy lógico. Los edificios circundantes, el Salón Samoza, esta biblioteca, la librería, el Pabellón, etcétera, equipados con ametralladoras en varias de sus ventanas y portales, y con el alambre de púas colocado entre ellos y las tiendas, hacían las veces de muros de la prisión.

—Están por llegar los huéspedes —señaló el General Florio.


Recuerdo una conferencia dictada por Damon Stern sobre la visita que efectuó, en compañía de varios alumnos del Tarkington, a Auschwitz, el infame campo de exterminio nazi establecido en Polonia durante el Tormento Final. Stern acostumbraba obtener ingresos adicionales llevando a Europa a los estudiantes cuyos padres o tutores no deseaban verlos en Navidad o a lo largo de las vacaciones veraniegas. Tuvo consecuencias nefastas el haber visitado Auschwitz junto con algunos de ellos. Tomó la decisión de realizar una excursión de manera impulsiva y sin haber solicitado el permiso de nadie. Ese lugar histórico no estaba incluido dentro del itinerario y algunos de los jóvenes se trastornaron al conocerlo.

En la conferencia sostuvo que si las cercas, los cadalsos y las cámaras de gases fueron retirados del metódico tablero de ajedrez compuesto por las calles y las garitas de estuco de 2 plantas, se obtendría un agradable plantel para los estudiantes de bajo rendimiento o de pocos recursos del área. Señaló que las garitas habían sido edificadas antes de la Primera Guerra Mundial, a modo de puestos de avanzada confortables para los soldados del Imperio Austro Húngaro. Afirmó que 1 de los muchos títulos de nobleza reunidos por ese emperador era el de Duque de Auschwitz.


Lo que buscaba el General Florio en nuestro lado del lago eran las instalaciones sanitarias. Los reos iban a utilizar cubetas como retretes; pero, más tarde, el contenido de esas cubetas podría ser vaciado en los excusados de los edificios circundantes, desde donde viajaría hasta la moderna planta de tratamiento de aguas residuales de Scipio. Del otro lado del lago, era menester enterrar todo.

Y no había regaderas.

En cambio, nosotros teníamos gran cantidad de regaderas.

Sin duda, uno de los aspectos más conmovedores del sitio fue el poco daño que los reclusos prófugos propinaron al campus. Pareciera que en realidad hubiesen estado convencidos de que iba a ser suyo a lo largo de varias generaciones.

Lo anterior me trae a la memoria otra de las conferencias dictadas por Damon Stern, la cual versó sobre la forma en que se comportó la gente hambrienta y embrutecida de Petrogrado, en Rusia, cuando se introdujo al palacio de los zares, lo cual tuvo lugar en 1917. Por vez primera, vieron todos los tesoros conservados dentro del palacio; se sintieron tan ultrajados que desearon despedazarlos.

Sin embargo, en ese momento, un hombre acaparó su atención al disparar una bala en dirección al techo. Ese individuo gritó: «¡Camaradas! ¡Camaradas! ¡Todo esto es ahora nuestro! ¡No estropeen nada!»


Dieron a Petrogrado el nombre de «Leningrado». Hoy día, se llama de nuevo Petrogrado.


En cierto sentido, los reos prófugos se parecían a la bomba de neutrones. No mostraban compasión alguna para con los seres vivientes, pero apenas dañaron las propiedades.

En cambio, Damon Stern, el monociclista, dio la vida por unos seres vivos. Éstos ni siquiera eran humanos. Eran caballos, que ni siquiera eran suyos.

Su esposa e hijos se marcharon y, según supe, residen en Lackawanna, donde cuentan con parientes. Es agradable que la gente tenga familiares con los cuales se pueda refugiar.

Damon Stern está enterrado profunda y cercanamente al sitio en que cayó, junto al establo, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.


Su esposa, Wanda June, regresó después del sitio en un camión que, según dijo, pertenecía a su medio hermano. Le costó una fortuna la gasolina necesaria para realizar el trayecto desde Lackawanna. Le pregunté cómo estaba consiguiendo dinero, y me contestó que ella y Damon habían escondido un montón de yenes en el congelador, dentro de una caja cuya etiqueta decía «coles de Bruselas». Damon la despertó a medianoche, y le dijo que se introdujera al Volkswagen junto con los niños y que condujera hasta Rochester con las luces apagadas. Había escuchado la explosión ocurrida al otro lado del lago y visto al silencioso ejército que cruzaba el hielo con dirección a Scipio. Lo último que hizo con Wanda June fue entregarle la caja cuya etiqueta decía «coles de Bruselas».


El propio Damon, pese a las objeciones de su esposa, permaneció en el campus para dar la alarma. Le explicó que la alcanzaría más tarde. Que se haría llevar en el coche de alguien o que caminaría hasta Rochester, siguiendo vías vecinales por él conocidas, en caso necesario. No queda del todo claro qué sucedió después de eso. Quizá llamó a la policía local, aunque ninguno de sus miembros sobrevivió para confirmar dicha hipótesis. Lo que sí hizo fue despertar a muchos de sus vecinos.

La conjetura más viable es la de que Damon escuchó balazos dentro del establo y que acudió, imprudentemente, a investigar. Un Luchador de la Libertad armado con una AK-47 estaba disparándoles a los caballos por pura diversión, porque no apuntaba hacia la cabeza de los animales.

Damon debió pedirle que se detuviera, y el Luchador de la Libertad le disparó también a él.


Su esposa no reclamó el cadáver. Dijo que su esposo había pasado los años más felices de su vida en Scipio, motivo por el cual debía permanecer enterrado aquí.

Encontró los 4 monociclos de la familia. No fue una búsqueda difícil. Los soldados hacían cola para intentar montarlos. Antes que ellos, varios de los reos también habían tratado de hacerlo sin lograr, que yo sepa, éxito en la empresa.


Recorrí la Calle Clinton de regreso al Ayuntamiento, con objeto de considerar mi reciente cambio de ocupación: ahora me desenvolvería como Alcaide.

Había un Rolls-Royce Corniche, un cupé convertible, estacionado enfrente. Quienquiera que fuera dueño de un coche como ése, tendría suficientes yenes, marcos u otras unidades monetarias estables para comprar en el mercado negro el combustible indispensable en cualquier tipo de recorrido, sin importar su extensión.

Supuse que pertenecía a algún estudiante o padre de familia del Tarkington, quien deseaba recuperar alguna pertenencia olvidada en los dormitorios al principio del periodo vacacional, el cual se había prolongado, dadas las circunstancias, indefinidamente.

El soldado que debía desempeñar las funciones de recepcionista se encontraba de nuevo en su puesto. Decidió regresar cuando el General Florio le dijo que dejara de vagar por los alrededores con el pulgar metido en el ano y que ayudara a levantar la cerca de alambre o las tiendas de campaña. Me estaba esperando en la puerta principal, para informarme que alguien deseaba verme.

—¿Quién es el visitante?

—Su hijo, señor.

—¿Está aquí Eugene? —pregunté estupefacto. Eugene Jr. me había dicho que no quería volver a verme nunca más en su vida. ¿Qué les parece esa cadena perpetua? ¿Y manejaba ahora un Rolls-Royce? ¿Eugene?

—No, señor. No se trata de Eugene.

—Eugene es el único hijo que tengo. ¿Cómo dijo que se llama?

—Me dijo, señor, que su nombre es Rob Roy.


Ésa era toda la prueba que necesitaba para estar seguro de que 1 de mis hijos me esperaba en la oficina. Al escuchar las palabras «Rob Roy», me remonté de inmediato a las Filipinas, durante la etapa en que nos acababan de echar a patadas de Vietnam. Me veía en la cama, acompañado de una voluptuosa corresponsal de guerra de The Des Moines Register, cuyos labios parecían cojines de sofá. Le explicaba que si yo hubiera sido un avión de combate, me habría cubierto totalmente de retratos de personas.

Calculé su edad. Debía tener unos 23 años, lo cual lo convertía en el más joven de mis hijos. Era el bebé de la familia.


Se hallaba en la sala de espera localizada fuera de mi oficina. Se levantó cuando entré. Era exactamente de mi estatura. Su cabello tenía el mismo color y textura que el mío. Observé que debía afeitarse; pero que su barba incipiente era tan negra y gruesa como la mía. Sus ojos tenían el mismo color que los míos, caracterizándose los 4 por una tonalidad de ámbar verdoso. Ambos habíamos heredado la nariz prominente de mi padre. Era un sujeto nervioso y cortés. Lucía costosas prendas de vestir informales. Si hubiera sido un joven de lento aprendizaje o un mero estúpido, que no lo era, habría podido pasar 4 felices años en el Tarkington, en especial con ese coche suyo.

Me sentía aturdido. Me había despojado del abrigo, con objeto de que viera mis insignias de General. Algo es algo. ¿Cuántos jóvenes pueden jactarse de que su padre sea un General?

—¿En qué puedo ayudarte? —le pregunté.

—No sé cómo empezar —me contestó.

—Pues ya lo hiciste, diciéndole al guardia que eres hijo mío. ¿Se trata acaso de una broma?

—¿Crees que se trata de una broma?

—No pretendo afirmar que haya sido un Santo durante mis años mozos. Pero nunca hice el amor utilizando un alias. Cualquiera que me hubiera buscado, me habría encontrado. Así pues, me sorprende enterarme de que engendré un hijo fuera del matrimonio en algún momento de mi vida. Considero que la madre, en cuanto hubiese descubierto que estaba embarazada, se habría puesto en contacto conmigo.

—Conozco una madre que no lo hizo —dijo y, antes de que pudiera replicarle, soltó abruptamente una serie de palabras que debió haber ensayado en el camino—: Ésta va a ser una visita muy breve. Sólo distraeré tu atención unos cuantos minutos. Estoy por partir a Italia. No regresaré a este país, y mucho menos a Dubuque.


Resultó que había estado sometido a una prueba severa, la cual había durado mucho más que el sitio de Scipio y que quizá le había afectado mucho más que lo que me afectó a mí la experiencia de Vietnam. Se le había acusado de abusar sexualmente de varios niños en Dubuque, Iowa, donde había establecido y administrado una guardería gratuita, cuyos gastos corrían por su cuenta.

No estaba casado, un punto menos a su favor desde la perspectiva de la mayoría del jurado, una falta similar a la de haber luchado en la Guerra de Vietnam.


—Crecí en Dubuque. Y la fortuna que heredé provenía de una empacadora de carne que floreció en Dubuque. Deseaba darle algo en retribución a Dubuque. Habiendo tantas madres solteras que debían mantener a sus hijos con base en un salario mínimo, y tantas familias donde el padre y la madre tenían que trabajar para poder sustentar y vestir a sus vastagos, consideré que lo que más necesitaba Dubuque era una guardería agradable y gratuita.

Dos semanas después de que la guardería abrió sus puertas, fue arrestado. Varios de los niños que asistían a ese centro infantil, regresaron a su casa con los genitales inflamados.


Más tarde se demostró en la corte, una vez concluido el análisis de las lesiones de los niños, que el culpable de la inflamación era un hongo. Dicho hongo estaba estrechamente emparentado con aquél que provoca el pie de atleta. De hecho, quizá se haya tratado de un nuevo tipo de hongo causante del pie de atleta, el cual pudo haber aprendido a sobrevivir no obstante todos los remedios que suelen emplearse para combatirlo.

Sin embargo, hacia la fecha en que se diagnosticó el origen del padecimiento infantil, él ya había permanecido 3 meses en la cárcel, y había tenido que ser protegido por la Guardia Nacional contra la muchedumbre que quería lincharlo. Afortunadamente para él, Dubuque, como muchas otras comunidades, había reforzado a su policía con Vehículos Blindados y Tropas de Infantería.

Después de que fue absuelto, hubo de ser transportado a un sitio muy distante de Dubuque y a bordo de un tanque equipado con silenciador; en caso contrario, lo habrían asesinado.


Por cierto, el juez que lo absolvió fue asesinado. Sus antepasados eran italianos. Alguien le envió una bomba escondida dentro de un enorme embutido de carne de vaca y de cerdo.


Sin embargo, ese hijo mío no me contó de inmediato todo lo anterior.

—Espero que me comprendas. Lo último que me gustaría hacer es apelar a tus sentimientos —me aclaró, antes de comenzar a narrar la historia de sus sufrimientos.

—Adelante, te escucho —repuse.


Hoy día, al recordar nuestro encuentro, me invade una sensación de dulzura. Le agradé, me consideró un individuo cordial. Se comportó como si en realidad se hubiera encontrado frente a un buen padre, aunque sólo haya sido por un breve lapso.


Al principio, cuando apenas estábamos sondeando cautelosamente el terreno y yo aún no había admitido que él era mi hijo, le pregunté si «Rob Roy» era el nombre que aparecía en su acta de nacimiento o si se trataba de un apodo que su madre le había puesto.

Me dijo que ése era el nombre que aparecía en su acta de nacimiento.

—¿Y quién figura como tu padre en ese documento?

—Un soldado que murió en Vietnam.

—¿Recuerdas cómo se llamaba?

En esto sí me sorprendió. Se trataba del nombre de mi cuñado, Jack Patton, a quien la madre de este joven nunca conoció. Sin duda, durante nuestro encuentro en Manila debí haberle hablado sobre Jack, refiriéndole el hecho de que había sido soltero y de que había dado la vida por su país.

Pensé para mis adentros: «Querido Jack, dondequiera que estés, ha llegado la hora de que te vuelvas a reír como loco.»


—¿Y qué te hace pensar que yo soy tu padre y no él? ¿Acaso tu madre te lo dijo?

—Me escribió una carta.

—¿No te lo dijo frente a frente?

—No pudo. Murió de cáncer en el páncreas cuando yo tenía 4 años.

Esa noticia me causó una violenta conmoción. Ella no sobrevivió mucho tiempo después de aquella noche en que le hice el amor. Siempre me gustó pensar que las mujeres a las que he amado serían longevas. Había imaginado que su madre, animosa e inteligente, alegre y ocurrente, cuyos labios parecían cojines de sofá, viviría muchos años.

—Me escribió una carta cuando se hallaba en su lecho de muerte. Dicha carta fue depositada en un despacho de abogados de Dubuque, con la instrucción de que no debía ser abierta sino después del fallecimiento del buen hombre que se había casado con ella y me había adoptado. Él murió hace solamente un año.


—¿Aclara en esa carta el motivo por el cual te llamó Rob Roy?

—No. Supongo que me puso dicho nombre porque le gustaba la novela homónima de Walter Scott.

—Es probable —le comenté. ¿En qué le habría beneficiado saber que se le había asignado ese nombre en virtud de 2 partes de whisky escocés, 1 de vermut dulce, hielo picado y una cascarita de limón?


—¿Cómo me encontraste? —le pregunté.

—Al principio, no estaba seguro de querer dar contigo —respondió—. Sin embargo, hace un par de semanas pensé que teníamos el derecho de conocernos. Así que llamé a West Point.

—Desde hace muchos años no he tenido ningún contacto con ellos.

—Eso fue lo que me dijeron. Empero, justo antes de que yo me hubiese comunicado con ellos, habían recibido una llamada del Gobernador de Nueva York, quien señaló que te acababa de nombrar General de Brigada. Quería asegurarse de que no había cometido una torpeza. Necesitaba cerciorarse de que tú eras lo que afirmabas ser.


—¡Bueno! —exclamé, mientras aún permanecíamos de pie en la sala de espera—. No creo que sea menester someternos a análisis sanguíneos para averiguar si de verdad eres hijo mío, porque me doy cuenta de que eres mi vivo retrato. Ahora bien, debes saber que en realidad amé a tu madre.

—Lo sé. En su carta habla sobre cuánto se amaban.

—Si yo hubiera sabido que ella estaba embarazada, me habría comportado honorablemente. No estoy muy seguro de qué habríamos hecho. Pero lo habríamos resuelto de buen modo. Pasa —le dije, adelantándome al interior de la oficina—. Aquí adentro hay un par de sillones. Además, podemos cerrar la puerta.

—No, no, no. Ya me voy. Sólo creí que debíamos conocernos. Ya lo hemos hecho. Eso es todo.

—Me gusta la sencillez; no obstante, si te marchas sin agregar nada más, las cosas resultarían demasiado sencillas para mí, y también para ti, espero.

En consecuencia, entró en mi oficina, cerré la puerta y nos sentamos uno frente al otro en los sillones. No nos habíamos tocado. Nunca llegaríamos a hacerlo.

—Te ofrecería una taza de café, pero en este valle nadie vende café.

—Tengo un poco en mi coche.

—Gracias. De todos modos, es mejor que no vayas por él. ¡Olvídalo! ¡Olvídalo! —repuse, aprovechando el momento para aclararme la garganta—. Perdona que me entrometa, pero pareces ser el tipo de individuo al que suele clasificarse como «fabulosamente próspero».

Me contestó que sí, que era muy afortunado financieramente. El empacador de carne de Dubuque que se había casado con su madre vendió su negocio, poco antes de morir, al Sha de Bratpuhr. Con motivo de dicha transacción, recibió lingotes de oro, los cuales se hallaban depositados en un banco de Suiza.


El nombre del empacador de carne era Lowell Fenstermaker, de modo que el nombre completo de mi hijo era Rob Roy Fenstermaker. Rob Roy me dijo que no tenía intención de adoptar el apellido Hartke, porque se sentía más un Fenstermaker que un Hartke.

Su padrastro había sido muy bueno con él. Rob Roy me contó que lo único que no le gustaba de ese individuo era la manera en que criaba al ganado para convertirlo en chuletas. Las crías, apenas salidas del vientre de la madre, eran colocadas en jaulas muy angostas, a fin de que casi no pudieran moverse y su tejido muscular se conservase suave. Una vez que crecían lo suficiente, se les cortaba la garganta. Nunca tenían la oportunidad de correr, de saltar, de hacer amigos o de llevar a cabo cualquier cosa que hiciera de la vida una experiencia valiosa.


¿Qué delito cometieron?


Rob Roy me explicó que, al principio, la riqueza que había heredado constituía para él una molestia. Sólo recientemente había considerado la opción de comprar un coche como el que estaba estacionado afuera, o de usar un saco de casimir y zapatos de piel de cocodrilo hechos en Italia. Ese atuendo era el que lucía en mi oficina.

—Debido a que ningún habitante de Dubuque se podía dar el lujo dé conseguir café y gasolina en el mercado negro, yo me abstenía de comprar tales productos. Solía caminar a todos lados.

—¿Qué pasó recientemente?

—Fui arrestado por abusar sexualmente de niños pequeños.

En ese momento, comencé a sentir comezón por todo el cuerpo, en un repentino ataque de urticaria psicosomática.

Me narró la historia completa.

—Te agradezco que hayas compartido eso conmigo —le comenté.


La urticaria desapareció súbitamente.

Me sentí de maravilla, muy feliz de que me examinara y pensara lo que quisiera. En raras ocasiones, me alegró que mis hijos legítimos me examinaran y pensaran lo que quisieran.

¿Cuál era la diferencia? Odio formularme esa pregunta, porque la respuesta es completamente vil: siempre quise ser General y ahí estaba alardeando mis insignias de General.


Qué vergonzoso resulta el ser humano.


Además, mi esposa y mi suegra ya no me obstaculizaban. ¿Por qué las mantuve en casa tanto tiempo, a pesar de que era evidente que hacían insoportable la vida a mis hijos?

Supongo que actué de ese modo, porque en lo más profundo de mi ser había la convicción de la posible existencia de un gran libro en el cual quedaban registrados todos los actos, y yo quería contar con una prueba concluyente de mi conducta misericordiosa.


Le pregunté a Rob Roy en qué universidad había estudiado.

—En la de Yale.

Le conté lo que Helen Dole me había dicho sobre Yale, a saber; que debería llamarse «Tecnológico para los Dueños de Plantaciones». Y Rob Roy me manifestó su desconcierto.

—Tuve que pedirle que me lo explicara —le aclaré—. Me dijo que Yale era el lugar donde los dueños de las plantaciones aprendían la forma de conseguir que los nativos se mataran unos a otros, en lugar de matarlos ellos.

—Se trata de un juicio un poco duro —me dijo y, luego, me preguntó si mi primera esposa todavía vivía.

—Solamente tuve una, que aún vive.

—Hay muchas referencias a ella en la carta de mi madre.

—¿En serio? ¿Como cuáles?

—Por ejemplo, que fue atropellada por un coche el día antes de que la llevaras a su baile de graduación. Que quedó paralítica de la cintura hacia abajo y que de todos modos te casaste con ella, no obstante que estaba condenada a pasar el resto de sus días en una silla de ruedas.

Si eso decía la carta, no hay duda de que yo le hube narrado esa historia descabellada a su madre.


—¿Y tu padre no ha fallecido?

—Él murió hace muchos años. Le cayó encima el techo de una tienda de regalos en las Cataratas del Niágara.

—¿Nunca recuperó la vista?

—¿Nunca recuperó qué? —pregunté, y entonces me di cuenta de que su duda se basaba en otra mentira que le conté a su madre.

—La vista.

—No. Jamás lo hizo.

—Me parece tan hermoso el hecho de que cuando regresó ciego de la guerra, tú acostumbraras leerle obras de Shakespeare.

—Él amaba a Shakespeare.

—Así que soy descendiente no de 1 sino de 2 héroes de guerra.

—¿Héroes de guerra?

—Sé que tú no te considerarías jamás 1 de ellos. Pero mi madre afirma que sí lo eres. Y sin duda, así puede denominarse también a tu padre. ¿Cuántos estadunidenses derribaron 28 aviones alemanes durante la 2.a Guerra Mundial?

—Podemos subir a la biblioteca para averiguarlo. Aquí disponemos de una biblioteca muy completa. Se puede encontrar cualquier información.


—¿En dónde está enterrado mi tío Bob? —me preguntó.

—¿Tu qué? —respondí con otra pregunta.

—Tu hermano Bob, mi tío Bob.

Yo nunca tuve hermanas. Me aventuré a responder al azar.

—Arrojamos sus cenizas desde un aeroplano.

—De veras que has tenido mala suerte. Tu padre regresa de la guerra ciego. Tu novia es atropellada por un coche el día anterior a su baile de graduación. Tu hermano muere de meningitis espinal justo después de haber sido invitado a jugar con los Yankees de Nueva York.

—Es cierto; pero todo lo que puedes hacer es jugar con las cartas que te tocan.


—¿Conservas todavía su guante? —indagó.

—No —le contesté. ¿De qué clase de guante le pude haber hablado a su madre aquella noche en que nos emborrachamos en Manila, hace ya 24 años?

—¿Cargaste con él a lo largo de toda la guerra y ahora lo has perdido?

Sin duda, se refería al inexistente guante de béisbol de mi inexistente hermano.

—Alguien me lo robó después de que hube regresado a casa. Es probable que el ladrón haya pensado que se trataba de un guante de béisbol cualquiera. Quienquiera que lo haya hurtado, no tenía idea de lo mucho que ese guante significaba para mí.

—De verdad, ya debo marcharme —dijo, poniéndose de pie. Yo también me levanté.

—No te va a resultar tan fácil renunciar al país donde naciste —afirmé, sacudiendo la cabeza con tristeza.

—Eso es algo que me importa tanto como mi signo astrológico.

—¿A qué te refieres con eso?

—A mi país natal.

—Te podrías sorprender.

—Bueno, papá, no sería la primera ocasión que me sucediera.


—¿Sabes si en este valle puedo conseguir gasolina? preguntó—. Pagaría cualquier suma para obtenerla.

—¿Tienes suficiente gasolina para regresar a Rochester?

—Sí.

—Bueno. Sigue el camino por el que llegaste. Es el único por el cual puedes regresar, así que es imposible que te pierdas. Justo en los límites de la ciudad de Rochester, te toparás con el Complejo de Cines Meadowdale. A espaldas de éste, se halla un crematorio. No esperes ver humo desprendiéndose de la chimenea, porque no produce humo.

—¿Un crematorio?

—En efecto, un crematorio. Toca el timbre y pregunta por Guido. Que yo sepa, si tienes dinero, él tendrá gasolina.

—¿También vende barras de chocolate?

—No lo sé. Pero nada pierdes con preguntar.