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Sí, y ahora los japoneses se están marchando. El Ejército de Ocupación compuesto de ejecutivos ha iniciado el regreso a su tierra natal. En mi opinión, la fuga del penal de Athena fue la gota que colmó el vaso, porque ya habían comenzado a deshacerse de algunas propiedades, las cuales simplemente abandonaban, antes de que ocurriera la costosa catástrofe.

La causa de que hayan querido adueñarse de un país que se hallaba en un estado avanzado de ruina física, espiritual e intelectual constituye un misterio. Quizá, consideraron que así podrían vengarse del lanzamiento no de una sino de 2 bombas atómicas en el territorio nipón.

Lo anterior nos proporciona un total de 2 grupos que han renunciado por libre albedrío a adueñarse de este país. Creo que el motivo de ello reside en que muchas personas pobres, infelices y cada vez más revoltosas, pertenecientes a todas las razas, están incluidas dentro del inventario de las propiedades.


En apariencia, se quedarán con Oahu, a modo de recordatorio del alto nivel del agua alcanzado por su imperio, tal como actuaron los británicos al conservar las Bermudas.


En relación con la gente pobre y desdichada de todas las razas, me he preguntado a menudo cómo habría sido tratada la Junta Directiva del Tarkington, si Alhena hubiera sido una prisión para Blancos en lugar de una para Negros. Supongo que los reos Hispanos le habrían otorgado un trato similar al de los Negros, es decir, habrían visto a sus miembros como cerdos hormigueros, como criaturas exóticas que no tenían nada que ver con la clase de vida experimentada por los reclusos.

Sin embargo, estoy seguro de que los presos Blancos habrían deseado matarlos o al menos golpearlos, por no haberles conferido una mayor importancia a ellos que a los Negros y los Hispanos.


La Dra. Dole regresó a Berlín. Por lo menos, eso dijo que haría.

Le pregunté dónde se había escondido durante el sitio. Me respondió que se había arrastrado hasta el interior de la caja de fuego de una vieja caldera localizada en el sótano de esta biblioteca. Desde antes de que yo enseñara aquí, ya no se utilizaba esa caldera. Empero, nunca fue retirada, debido al alto costo implicado en su traslado. Al Colegio no le gustaba gastar el dinero en mejoras no susceptibles de ostentación.


Así, durante el sitio, ella permaneció a unos cuantos metros de mí, porque yo estuve aquí sentado entreteniéndome con la maravillosa ciencia de la Futurología.


Sin duda la Dra. Dole no tenía en buen concepto a su propio país. Despotricaba sobre los elevados índices de homicidio y suicidio, drogadicción y mortalidad infantil; el bajo nivel de alfabetización; el alto porcentaje de presidiarios, mayor que el de cualquier otro país con excepción de Haití y Sudáfrica; la deficiente manufactura; la mínima asignación de recursos a la investigación y la escuela de primera enseñanza, en comparación con Japón, Corea o cualquier nación del Este o el Oeste de Europa; etcétera.

—Al menos, aún tenemos libertad de expresión —le comenté.

—Eso no es algo que alguien pueda darte, sino algo que uno mismo debe darse —repuso.


Antes de que se me olvide, debo mencionar que, durante su entrevista laboral, ella le preguntó a Jason Wilder en qué universidad había estudiado.

—En la de Yale.

—¿Sabes cómo deberían llamar a ese centro educativo?

—No.

—Tecnológico para los Dueños de Plantaciones.


Me contó que cuando vivía en Berlín, le horrorizaba la gran ignorancia de muchos turistas y soldados estadunidenses en materia de geografía e historia, así como de lenguas y costumbres de otros países.

—¿Qué hace que muchos estadunidenses estén orgullosos de su ignorancia? Actúan como si ésta los convirtiera en seres encantadores.

Alton Darwin me había formulado la misma pregunta cuando trabajaba en Athena. Estaban transmitiendo una película sobre la Segunda Guerra Mundial en todos los televisores del penal. En ella, Frank Sinatra era capturado por los alemanes. Lo interrogaba un Comandante Nazi que hablaba un Inglés tan bueno como el de Sinatra, y que tocaba el chelo y pintaba acuarelas en su tiempo libre. El militar expresaba a Sinatra su enorme deseo por regresar, una vez concluida la guerra, a su primer amor: la lepidopterología.

Sinatra no sabía qué es la lepidopterología. Se trata del estudio de las polillas y las mariposas. Eso tuvieron que explicárselo.

—En todas esas cintas cinematográficas, los alemanes y los japoneses aparecen siempre como individuos inteligentes, mientras que los estadunidenses son presentados como tontos. Entonces, ¿de qué modo ganaron la guerra? —me preguntó Alton Darwin.


Darwin no se sentía personalmente aludido. Los soldados estadunidenses que aparecían en la película eran todos Blancos. No sólo se trataba de propaganda Blanca, sino también de un dato históricamente exacto. Durante el Tormento Final, las unidades militares estadunidenses fueron separadas por razas. En ese entonces, se creía que a los Blancos les causaba malestar el tener que compartir cuarteles y comedores con los Negros. Eso era aplicable también a la vida civil. Los Negros asistían a sus propias escuelas, y eran excluidos de la mayor parte de los hoteles, restaurantes y lugares de recreo, con excepción de los escenarios y las casetas electorales.

De vez en cuando, eran ahorcados, quemados vivos o castigados ejemplarmente, para recordarles que ocupaban el estrato más bajo de la Sociedad. Cuando se les entregaba el uniforme militar, se partía del supuesto de que carecían de la determinación y la iniciativa necesarias en las batallas. Por consiguiente, la mayoría de ellos desempeñaban labores ordinarias o conducían camiones, siempre a la sombra de los Duke Wayne y los Frank Sinatra, quienes llevaban a cabo el trabajo temerario.

Sólo hubo un escuadrón de combate cuyos integrantes fueron exclusivamente Negros. Para sorpresa de muchos, lo hicieron bastante bien.

¿Ven al Negro que pilotea un aeroplano?


Ahora bien, regresemos a la pregunta de Alton Darwin, referida a la causa por la cual Frank Sinatra merecía ganar, aunque haya sido un ignorante.

—Creo que era digno de la victoria por su parecido con Davy Crockett, el de El Álamo —le contesté. La cinta de Walt Disney sobre Davy Crockett había sido transmitida una y otra vez en el penal; por tal motivo, todos los presos sabían quién era Davy Crockett. Y algo que sería útil sacar a colación en mi juicio es que nunca les dije a los reos que el General mexicano que sitió El Álamo intentó llevar a cabo lo mismo que Abraham Lincoln haría más adelante, a saber, unificar a su país y prohibir la esclavitud.

—¿En qué sentido se parece Sinatra a Davy Crockett? —indagó.

—En que tiene un buen corazón —repuse.


Sí, y todavía queda algo por narrar de mi historia. Empero, el abogado acaba de darme una noticia que me ha dejado pasmado. Creí que, después de lo de Vietnam, ya no habría nada que pudiera sacudirme tan violentamente. Consideré que me había acostumbrado a los cadáveres, sin importar de quién se tratara.

Me volví a equivocar.

¡Ay de mí!

Si revelo ahora quién falleció y cómo falleció, apenas ayer, surgiría la impresión de que mi historia ha concluido. Desde el punto de vista del lector, ya no habría nada más que agregar, salvo lo siguiente:

FIN


No obstante, aún restan algunos asuntos por aclarar. En consecuencia continuaré mi narración como si no me hubiese enterado de esa noticia.

Resulta que el Teniente Coronel que dirigió el ataque contra Scipio y que más tarde impidió que los habitantes locales abordaran los helicópteros era también egresado de la Academia, aunque unos 7 años más joven que yo. Cuando le dije mi nombre y vio mi anillo de graduación, se dio cuenta de quién era y de cuál había sido mi papel. Exclamó: «¡Dios mío, es El Predicador!»

Si no hubiese sido por él, ignoro qué habría sido de mí. Creo que hubiera hecho lo mismo que la mayoría de la gente del valle, a saber, largarse a Rochester, Búfalo o a otro lugar más lejano en busca de cualquier tipo de trabajo, remunerado sin duda con un salario mínimo. Toda el área localizada al sur del Complejo de Cines Meadowdale se encontraba y todavía se halla bajo Ley Marcial.

Su nombre era Harley Wheelock III. Me dijo que él y su esposa eran estériles, motivo por el cual adoptaron a 2 gemelas huérfanas de Perú, América del Sur, y no de Perú, Indiana. Se trataba de un par de encantadoras niñitas incas. Pero él casi nunca las veía, porque su División tenía muchos quehaceres. Ya estaba listo para partir a casa, una vez que le otorgaran el permiso de abandonar temporalmente el Sur del Bronx, cuando se le ordenó venir aquí con objeto de poner fin a la fuga de la cárcel y rescatar a los rehenes.


Su padre, Harley Wheelock II, también egresado de la Academia y miembro de 3 generaciones anteriores a la mía, había muerto, cosa que yo ya sabía, en algún tipo de accidente en Alemania y, por tanto, no participó en Vietnam. Le pedí a Harley III que me describiera con precisión la forma en que había fallecido Harley II. Me contó que su padre se ahogó cuando intentaba rescatar a una mujer sueca que había decidido suicidarse conduciendo su Volvo, con las ventanas abiertas, hacia el fondo de las aguas del río Ruhr, en Essen, ciudad natal de aquel pionero en la fabricación de crematorios, A. J. Topf und Sohn. Cuan pequeño es el mundo.


—¿Sabes algo de este poblacho inmundo? —me preguntó. Por supuesto, no dijo «inmundo». Antes de que se le ordenara trasladarse a este sitio, nunca había oído hablar del Valle de Mohiga. Como la mayoría de la gente, tenía ciertas referencias de Athena y el Tarkington, pero carecía de una idea clara del lugar donde se encontraban.

Le contesté que este poblacho inmundo era mi hogar, aunque había nacido en Delaware y crecido en Ohio, y que esperaba que algún día me enterraran aquí.

—¿Dónde está el Director del penal? —indagó.

—Muerto, al igual que todos los policías, incluyendo a los del campus —respondí—. Y también al Jefe de Bomberos.

—¿Entonces no existe aquí ningún representante del Gobierno?

—Yo diría que tú lo eres.

—¡Válgame Dios! A dondequiera que voy, me convierto de repente en personificación del Gobierno. Ya encarno al Gobierno en el Sur del Bronx y debo regresar a ese lugar lo más pronto posible. Así que te declaro en el acto Alcalde de este poblacho inmundo —exclamó, utilizando en esta ocasión la expresión de «poblacho inmundo»—. Ve hasta el Ayuntamiento, dondequiera que se halle, y comienza a gobernar.

Hablaba con tanta determinación. ¡Su voz era tan estentórea!

Como si la conversación no hubiese sido lo suficientemente rara, lucía uno de esos cascos muy parecidos a los cubos para carbón que el Ejército había comenzado a repartir al cabo de la derrota en la Guerra de Vietnam, con el objetivo quizá de cambiar nuestra suerte.

Si se logra que los Negros, los judíos y todos los demás parezcan nazis, tal vez los resultados serían mejores.


—No puedo gobernar —protesté—. Nadie me haría caso. Se burlarían de mí.

—¡Buena observación! —gritó.

Se comunicó por radio a la Oficina del Gobernador, localizada en Albany. El Gobernador, a bordo de un helicóptero, se dirigía a Rochester, a fin de aparecer en la TV con los rehenes liberados. La Oficina del Gobernador tomó las medidas necesarias para transmitir la llamada de Harley III al Gobernador, quien se hallaba en las alturas. Aquél le dijo a éste quién era yo y qué situación reinaba en Scipio.

No se demoró.

Al final, Harley III se volvió hacia mí.

—¡Felicidades! ¡Ahora ya eres General de Brigada de la Guardia Nacional! —me informó.


—Mi esposa y mi suegra permanecen al otro lado del lago —le aclaré—. Necesito ir a ver cómo están.

Él era capaz de decirme cómo estaban. El día anterior, había visto con sus propios ojos la forma en que Margaret y Mildred eran introducidas a una caja de acero, depositada en la parte trasera de un camión de la prisión, y enviadas hacia la Academia de la Risa de Batavia.

—¡Están bien! —señaló—. En este momento, tu país te necesita más que ellas. En consecuencia, General Hartke, ¡cumple con tu deber!


¡Estaba tan lleno de energía! En apariencia, su casco en forma de cubo para carbón contenía una tronada.

¡Ningún instante desperdiciado! Apenas hubo convencido al Gobernador de que me convirtiera en General de Brigada cuando ya se había dirigido hacia el establo, donde los Luchadores de la Libertad estaban siendo obligados a cavar tumbas para todos los cadáveres. Los fatigados excavadores tenían razón al considerar que estaban abriendo zanjas para albergar sus propios restos. Habían visto montones de películas sobre el Tormento Final, en las que los soldados ataviados con cascos en forma de cubo para carbón vigilaban a los andrajosos que cavaban sus últimas moradas.

Escuché cómo Harley III vociferaba órdenes a los cavadores, con objeto de que hicieran los hoyos más profundos, más rectos sus lados, etcétera. Yo había presenciado un liderazgo semejante en Vietnam, y yo mismo lo había ejercitado de vez en cuando, por tal motivo estoy completamente seguro de que Harley III había ingerido alguna especie de anfetamina.


Al principio, no había gran cosa por gobernar. Este lugar, que había sido el único negocio perdurable del valle, estaba desierto y era muy probable que así permaneciera. La mayoría de los habitantes de Scipio se las habían arreglado para huir al cabo de la fuga del penal. Empero, cuando regresaron, no había forma de ganarse la vida. Aquéllos que poseían casas o pequeños comercios no encontraron a nadie que quisiera comprárselos. Estaban aniquilados.

Así que la mayoría de los civiles a los que pude haber gobernado habían depositado velozmente sus mejores pertenencias en coches y remolques, y pagado pequeñas fortunas a tratantes del mercado negro de la gasolina, a fin de poder largarse.


Carecía de tropas propias. Aquéllas localizadas en esta parte del lago habían sido prestadas por el comandante de una División de la Guardia Nacional, la 42.a división, la «División Arco Iris», Lucas Florio. El estableció su cuartel general en la oficina que Hiroshi Matsumoto había instalado en la prisión. No era egresado de West Point, no había participado en Vietnam y su ciudad natal era Schenectady, debido a lo anterior, nunca antes nos habíamos visto. Sus tropas estaban compuestas exclusivamente de Blancos, con Orientales clasificados como Blancos Honorarios. Lo mismo era válido para el 82.° Destacamento Aerotransportado. Había también, en otros puntos, unidades integradas por Negros e Hispanos. En teoría, aplicable por igual al caso de las penitenciarías, los individuos se sienten más cómodos en compañía de miembros de su misma raza.

Esta resegregación, aunque nunca escuché que ninguna figura pública se manifestara al respecto, provoca también que las Fuerzas Armadas se parezcan cada vez más a palos de golf. Se utiliza este o aquel batallón, dependiendo del color de la gente contra la cual se vaya a combatir.

Por supuesto, la Unión Soviética, dada su ciudadanía, que incluye a todas las clases de seres humanos, salvo a los Negros y los Hispanos, tuvo problemas para comprender que los soldados no se esmeran en la lucha si deben pelear contra individuos que se parezcan, piensen y hablen como ellos.


La propia División Arco Iris fue establecida durante la Primera Guerra Mundial como un experimento de integración de estadunidenses desemejantes no pertenecientes al Ejército Permanente. Las Divisiones de Reservistas activadas en aquella época se identificaban con partes específicas del país. Entonces, a alguien se le ocurrió la idea de integrar una División compuesta por reclutas y voluntarios provenientes de distintos puntos de la nación para demostrar que podía tener éxito.

La armonía entre los Blancos, aunque no simpatizaran del todo entre sí, quedó plasmada en el arco iris. De hecho, la División Arco Iris combatió tan bien como cualquier otra durante la Guerra para Acabar con las Guerras, el preludio al Tormento Final.


Después, una vez concluido el experimento, la 42.a División se convirtió en una unidad más de la Guardia Nacional, cedida arbitrariamente, con todo y sus galones, al Estado de Nueva York.

Sin embargo, el símbolo del arco iris sobrevive en el parche que destaca en el hombro del uniforme.

Antes de ser arrestado por insurrección, yo mismo era portador de ese arco iris, ¡junto con la insignia de Brigadier!