Me agradaba mi empleo. Logré elevar en aproximadamente 20% el nivel de alfabetización de los reclusos. Cada preso que aprendía a leer y escribir se convertía en profesor de los aún iletrados. Ahora bien, no siempre me complacían las lecturas elegidas por los recién alfabetizados.
Un individuo me dijo que la lectura hacía mucho más divertida la masturbación.
No me entregué a la holganza. Me gusta enseñar.
Pedí a algunos de los internos más inteligentes que me demostraran la redondez del Mundo, que me dijeran cuál es la diferencia entre el ruido y la música, que me explicaran cómo se heredan los caracteres anatómicos, que me expusieran la forma en que se determina la altura de una torre de vigilancia sin trepar a ella, que me aclararan qué hay de ridículo en la leyenda griega según la cual el joven que conduce a un becerro alrededor del granero todos los días muy pronto se convierte en el hombre que conduce a un toro alrededor del granero todos los días, etcétera.
Les mostré el cuadro que un predicador fundamentalista de Scipio había distribuido entre los estudiantes del Tarkington que se hallaban cierta tarde en el Pabellón. Les sugerí que lo examinaran con objeto de buscar ejemplos que pudieran ajustarse a la tesis en cuestión.
En la parte superior del esquema aparecían los nombres de los líderes de las naciones beligerantes durante el Tormento Final, la Segunda Guerra Mundial. Luego, bajo cada nombre se incluía la fecha de nacimiento del líder, cuántos años vivió, cuándo llegó al poder y cuántos años se mantuvo en él. Por último, se consignaba la suma total de todas esas cifras, que en cada caso resultó ser 3 888.
A continuación, reproduzco el cuadro tal como lo recuerdo:
Churchill | Hitler | Roosevelt | Il Duce | Stalin | Tojo | |
Nacimiento | 1874 | 1889 | 1882 | 1883 | 1879 | 1884 |
Años vividos | 70 | 55 | 62 | 61 | 65 | 60 |
Año en que llegó al poder | 1940 | 1943 | 1933 | 1922 | 1924 | 1941 |
Años en el poder | 4 | 11 | 11 | 22 | 20 | 3 |
Quiero repetir que si sumamos las cantidades contenidas en cada columna, obtenemos el mismo resultado, a saber, 3 888.
Quienquiera que haya sido el inventor del esquema destacó que la mitad de dicho número es 1944, el año en que terminó la guerra. Asimismo, enfatizó que la unión de la primera letra del apellido de esos líderes forma el nombre del Soberano Supremo del Universo: CHRIST o CRISTO.
Los estúpidos, como aquéllos del Tarkington, me utilizaban como una especie de Libro Guinness de Récords ambulante, puesto que me preguntaban quién era la persona más vieja el mundo, la más rica, la que había tenido el mayor número de hijos, etcétera. Hacia la época en que tuvo lugar la fuga de la prisión, 98% de los internos de Athena sabían que la edad más avanzada alcanzada por un ser humano, cuya fecha de nacimiento estaba bien documentada, era de casi 121 años y que ese sobreviviente sin rival, al igual que el Director y los guardias, había sido japonés. En realidad, el longevo en cuestión falleció 128 días antes de cumplir los 121 años. Este récord constituía una fuente natural de toda suerte de bromas en Athena, en virtud de que muchos de los reclusos estaban condenados a cadena perpetua o, incluso, a 2 o 3 cadenas perpetuas, ya sea sobrepuestas o consecutivas.
Asimismo, estaban enterados de que el hombre más rico del mundo era también japonés y de que, aproximadamente un siglo antes de que el colegio y el penal hubieran sido construidos uno enfrente del otro a ambos lados del lago, una mujer rusa dio a luz al último de sus 69 hijos.
La mujer más prolífica de todos los tiempos, de nacionalidad rusa, parió 16 pares de gemelos, 7 tríos de trillizos y 4 cuartetos de cuatrillizos. Todos sobrevivieron, a diferencia de los integrantes de la Caravana Donner.
Hiroshi Matsumoto era el único miembro del personal de la penitenciaría que tenía una educación universitaria. No hacía ninguna vida social. Comía solo, paseaba solo, pescaba solo y navegaba solo. No pertenecía a ninguno de los clubes japoneses de Rochester y Búfalo, ni utilizaba las lujosas instalaciones de descanso y recuperación localizadas en Manhattan y sostenidas por el Ejército Japonés de Ocupación compuesto de ejecutivos. Había logrado que su empresa ganara tanto dinero en Louisville y en Athena, y era un conocedor tan brillante de la psicología mercantil estadounidense, que habría obtenido sin ningún problema un puesto de ejecutivo en la sede central de la corporación, situada en su país de origen. Cabe destacar que, gracias a Athena, disponía de mayor información que cualquier individuo residente en Japón sobre la población negra estadounidense, y que los negocios adquiridos por su empresa en territorio estadounidense dependían cada vez más de la fuerza de trabajo negra, o, al menos, de la buena voluntad de los barrios negros. Además, de nueva cuenta gracias a Athena, quizá sabía más que cualquier otro japonés acerca de la principal industria de este país: la obtención y distribución de sustancias químicas que, al ser introducidas de 1 u otro modo al torrente sanguíneo, otorgan al usuario la sensación de determinación y logro.
Por supuesto, sólo una de tales sustancias químicas era legal, la cual constituyó la base de la fortuna de la familia que donó al Tarkington los uniformes para su banda musical, el depósito de agua localizado en la cima de la Montaña Mosquete, una cátedra sobre leyes comerciales e ignoro qué otras cosas.
Ese deformador mental es el alcohol.
Durante los 8 años que habité en la casa contigua a la suya, dentro del pueblo fantasma, a la orilla del lago, nunca mostró señales de que añorara regresar a su tierra natal. Lo más cerca que estuvo de hacerlo fue cuando me dijo, cierta noche, que las ruinas de las esclusas situadas en el nacimiento del lago integradas por enormes rocas y troncos depositados azarosamente, podrían haber constituido la obra de un gran jardinero japonés.
Dentro del Ejército Japonés de Ocupación, él era un oficial de rango superior, tal vez el equivalente a un General de Brigada o a un General de División. Pero me recordaba más bien a varios Sargentos Mayores que había conocido en Vietnam. Éstos expresaban los peores comentarios sobre el Ejército, la guerra y los vietnamitas.
No obstante, cuando regresé, al cabo de un par de años de ausencia, aún se encontraban ahí, censurando todo lo que veían. No abandonaron el escenario en cuestión hasta que los vietnamitas los mataron o los echaron a patadas.
Cómo odiaban su casa. Le tenían mucho más miedo a ésta que al enemigo.
Hiroshi Matsumoto afirmaba que este valle era un «sitio repugnante» y «el ano del Universo». Pero no se marchó hasta que lo echaron a patadas.
Me pregunto si el Valle de Mohiga no se convirtió en el único hogar que haya conocido desde el bombardeo a Hiroshima. En la actualidad, vive retirado en su reconstruida ciudad natal, después de haber perdido ambos pies por congelación como resultado de la fuga de la prisión. Es posible que ahora esté reflexionando sobre aquello en lo que yo he pensado muy a menudo: «¿Qué es este lugar, quiénes son estas personas y qué hago aquí?»
La última vez que lo vi fue aquella noche en que tuvo lugar la fuga del penal. Nos había despertado el alboroto de los jamaiquinos que asaltaban la prisión. Ambos salimos corriendo a la calle, descalzos y en pijama, a pesar de que la temperatura debió haber sido de unos 10 grados centígrados bajo 0.
El nombre de la avenida principal del pueblo fantasma era Calle Clinton, el mismo nombre de la avenida principal de Scipio. ¿Es posible imaginar que dos comunidades tan cercanas geográficamente, aunque muy alejadas en los viejos tiempos en términos sociales y económicos, hayan elegido entre todos los nombres existentes aquél de Calle Clinton para denominar a su avenida principal?
El Director intentó comunicarse con la penitenciaría mediante un teléfono inalámbrico, pero no obtuvo respuesta. Sus 3 empleados domésticos nos miraban desde las ventanas de la planta alta de la casa. Eran reos de aproximadamente 70 años de edad, quienes estaban condenados a cadena perpetua sin esperanza de obtener la libertad condicional, habían sido olvidados desde mucho tiempo atrás por el mundo exterior y consumían habitualmente Toracina.
Mi suegra salió a la terraza y desde ahí me gritó: «¡Cuéntale sobre el enorme pez que atrapé! ¡Cuéntale sobre ese enorme pez que atrapé!»
El Director me comentó que quizá había explotado la caldera de la cárcel o el horno crematorio. En mi opinión, se trataba de armamento militar, cuyo sonido él nunca había escuchado. Ni siquiera había oído la detonación de la bomba atómica. Sólo sintió el vapor caliente posterior al estallido.
Y, entonces, se apagaron todas las luces del lado del lago en que nos encontrábamos. Y los acordes de «La Bandera de las Barras y las Estrellas» flotaron hacia nosotros desde la oscurecida penitenciaría.
No había manera de que el Director y yo, ni con base en la ingestión de una dosis masiva de LSD, hubiésemos podido imaginar qué sucedía allá arriba. Más tarde nos culparían por no haber alertado a Scipio. Sin embargo, tal como se estaban desarrollando los acontecimientos, dimos por sentado que los habitantes de Scipio, al escuchar la detonación, la tonada de «La Bandera de las Barras y las Estrellas» y los demás ruidos generados al otro lado del lago congelado, tomarían medidas defensivas. Pero no lo hicieron.
Los sobrevivientes de Scipio con los que charlé después de los acontecimientos me dijeron que se habían limitado a cubrirse la cabeza con los cobertores y vuelto a dormir. ¿Qué otra acción podría haber sido más humana?
Lo que estaba sucediendo allá arriba, tal como ya lo mencioné, era un ataque asombrosamente exitoso contra la prisión, conducido por unos jamaiquinos que lucían uniforme de la Guardia Nacional y ondeaban banderas estadunidenses. Tenían montado un sistema megafónico en el techo de un autobús blindado que reproducía las notas del Himno Nacional. ¡Es probable que la mayoría de los asaltantes ni siquiera hayan sido ciudadanos estadunidenses!
¿Qué joven de la campiña japonesa, durante su trabajo semestral en un continente sombrío, habría sido lo suficientemente loco para disparar a individuos que parecían nativos, estaban ataviados con uniformes de combate, ondeaban banderas y hacían sonar a todo volumen esa música infernal?
No hubo ningún joven que lo haya sido. No esa noche.
Si los japoneses hubieran empezado a disparar, habrían perdido la vida como los paladines de El Álamo. ¿Y para defender qué?
¿A la Sony?
¡Hiroshi Matsumoto se cubrió con alguna prenda! ¡Condujo cuesta arriba su jeep Isuzu!
¡Los jamaiquinos le dispararon!
¡Se arrastró fuera de su Isuzu! ¡Corrió hacia el Bosque Nacional!
Se perdió en la negrura de la noche. Sólo llevaba sandalias, sin calcetines.
Tardó 2 días en salir del bosque, el cual era casi tan oscuro de día como de noche.
Sí. Y la gangrena se dio un festín con sus pies congelados.
Yo permanecí abajo, junto al lago.
Envié a Mildred y a Margaret de regreso a la cama.
Escuché lo que debieron ser los disparos de los ja ú-quinos contra el Isuzu. Se trataba de disparos de despedida. Después, reinó el silencio.
En mi mente se formó el escenario siguiente: se había frustrado la fuga con la posible pérdida de algunas vidas. La detonación inicial correspondía al estallido de una bomba hecha por los presos con recortes de uñas, con naipes o con quién sabe qué cosas.
Los reclusos podían elaborar bombas y alcohol a base de cualquier cosa y, en general, dentro de un baño.
Malinterpreté el silencio. Lo consideré un buen augurio.
Temí la reanudación de los disparos, lo cual habría significado, según yo, que los jóvenes de la campiña japonesa habían desarrollado el gusto por asesinar con pistola, acción que puede volverse repentinamente, para el no iniciado, fácil y divertida.
Tuve la visión de que los presos, dentro o fuera de sus celdas, se convertían en los patos de una galería de tiro.
Imaginé, cuando reinaba el silencio, que el orden se había restablecido, y que un japonés angloparlante estaba notificando al Departamento de Policía de Scipio, a la Policía Estatal y al Alguacil de Policía del Condado sobre el conato de fuga, y solicitando quizá el envío de médicos y ambulancias.
En realidad, los japoneses habían sido embaucados y sometidos tan rápidamente que sus líneas telefónicas fueron cortadas y sus radios inutilizados antes de que pudieran comunicarse con nadie.
A pesar de que había Luna llena esa noche, sus rayos no llegaban al suelo del Bosque Nacional.
Los japoneses no resultaron heridos. Los jamaiquinos se limitaron a desarmarlos y enviarlos al camino, iluminado por la Luna, que va hacia el nacimiento del lago. Les ordenaron que no dejaran de correr hasta que hubieran recorrido todo el trayecto de regreso a Tokio.
La mayoría de ellos no conocían Tokio.
Y no llegaron al nacimiento del lago pidiendo auxilio e intentando detener a los coches que pasaban. En su lugar, se escondieron. Si el gobierno de Estados Unidos estaba en contra de ellos, ¿quién estaría en su favor?
Yo no tenía armas.
Pensé que si algunos reclusos habían logrado escapar, aún estaban libres y bajaban al pueblo fantasma, me reconocerían y no desconfiarían de mí. Les daría todo lo que me pidieran: comida, dinero, vendas, ropa, el Mercedes.
Consideré que, sin importar lo que yo les ofreciera, el color de su piel impediría que abandonaran el valle, este callejón sin salida tan blanco como la nieve.
No había sino Blancos en todo el camino comprendido hasta las señales delimitadoras de la ciudad de Rochester.
Caminé en dirección a mi bote de remos, el cual permanecía de cabeza mientras transcurría el invierno. Me senté a horcajadas sobre su proa suave y lisa, orientada hacia el viejo embarcadero de Scipio.
Aún había luz en Scipio, lo que incrementaba mi sensación de tranquilidad.
No se apreciaba allá ningún movimiento, a pesar del ruido producido en la prisión. Las luces de varias casas se apagaron. Nadie salió. Sólo circulaba un automóvil. Se deslizaba lentamente por la Calle Clinton. Se detuvo y apagó sus luces en el estacionamiento trasero del Café del Gato Negro.
La pequeña luz roja localizada sobre el depósito de agua en la cima de la Montaña Mosquete se encendía y apagaba, se encendía y apagaba. Se convirtió en una especie de versículo místico que me condujo a hundirme en una divagación aún más profunda, como una escafandra que se sumerge en un caldo tibio.
Esa lucecita intermitente: se encendía y apagaba, se encendía y apagaba, se encendía y apagaba.
¿Cuánto tiempo me mantuvo embelesado? ¿Tres minutos? ¿Diez minutos? Es difícil saberlo.
Una extraña transformación de la superficie congelada del lago me devolvió a la realidad. Parecía que el hielo había cobrado vida, aunque silenciosamente.
Y entonces me di cuenta de que estaba observando a l OOtos de hombres comprometidos en una especie de proyecto que yo muchas veces había planeado y dirigido en Vietnam, a saber, un ataque sorpresa.
Fui yo quien rompió el silencio. Un nombre brotó de mis labios antes de que pudiera evitarlo.
¿El nombre? «¡Muriel!»