¡Qué día!
Apenas habían transcurrido 3 horas entre el momento en que disfrutaba de gran tranquilidad en el campanario, y aquél en que me hallaba dentro de una prisión de máxima seguridad, charlando con un nativo del Japón, enmascarado y enguantado, que insistía en que ¡Estados Unidos era su Vietnam!
Además, él había estado en medio de las protestas estudiantiles pacifistas, realizadas aquí en el país, contra la guerra en Vietnam. Su empresa lo había enviado a la Escuela de Comercio de Harvard, con objeto de que estudiara la forma de pensar de los instigadores y agitadores que estaban exprimiendo nuestra economía en su propio e inmediato beneficio, desviando los recursos destinados a la investigación, el desarrollo, etcétera, hacia planes monumentales de retiro, bonos de fin de año y demás prestaciones.
Durante nuestra entrevista, echó mano de toda la retórica pacifista que había escuchado en Harvard durante la década de los 60, para denunciar el desastre que estaba experimentando su propio país en el extranjero. Estábamos en un atolladero. No había ninguna luz al final del túnel, y cosas así por el estilo.
Hasta ese momento, no me había detenido a pensar en la idiosincrasia de los miembros del siempre creciente ejército de ciudadanos japoneses residentes en este país, quienes debían otorgar una viabilidad financiera a todas las propiedades que sus corporaciones nos habían comprado. Y, en realidad, para muchos de ellos, esa obligación se asemejaba a aquélla de pelear en ultramar por razones que sólo Dios sabe; en especial, debido a que como fue mi caso en Vietnam, eran de un color que contrastaba con el de la mayoría de la población aborigen.
A propósito de la cuestión del color de la piel: era de esperarse que muchos Negros recibieran impactos de bala al cabo de la fuga de la prisión, aunque no hayan sido reos prófugos. Sin duda, la idea generalizada de los Blancos de este valle era que cualquier hombre Negro debía ser 1 de los fugitivos.
Dispare ahora y averigüe después. Desde luego, yo solía actuar de ese modo.
Sin embargo, el único individuo que no había huido y al que le dispararon por el solo hecho de ser Negro fue un sobrino del Alcalde de Troy. Y nada más resultó herido. Perdió temporalmente el movimiento de la mano derecha, puesto que logró recuperarlo gracias al milagro de la microcirugía.
De todos modos, era zurdo.
Fue herido cuando se encontraba en un sitio donde se suponía que no debería haber estado, en un lugar donde se suponía que nadie, sin distinción de raza, debería haber estado. Había acampado en el Bosque Nacional, lo cual estaba prohibido. Ni siquiera supo que había ocurrido una fuga penitenciaria. Y entonces: «¡Pum!»
Y aquí me tienen escribiendo en ocasiones con mayúsculas los términos «Negro» y «Blanco» y, en otras, con minúsculas, pero no considero que se vean bien en ninguna de las 2 formas. Esto puede ser resultado de que, a veces, la raza parece ser un asunto muy importante y, en otras, parece no serlo tanto. Siempre estoy queriendo decir: «el así llamado Negro» o «el llamado Negro». En mi opinión, más de la mitad de internos de Athena, y de los presos de esta nueva cárcel, tienen antepasados blancos o Blancos. Muchos aparentan ser casi blancos, pero no son reconocidos como tales.
Imagínese cómo se deben sentir por ello.
Yo mismo sostuve que tenía un antepasado negro, ya que ésta es una prisión exclusiva para Negros y no quiero que me transfieran a otro lado. Necesito esta biblioteca. Ya sospecho qué clase de bibliotecas debe haber en los portaaviones y buques antes equipados con misiles convertidos en cárceles.
Éste es mi hogar.
Mi abogado dice que es una decisión inteligente el no querer ser transferido, pero por razones diferentes de aquélla que he manifestado. El traslado podría divulgarse en los noticieros y despertar el clamor popular exigiendo que sea castigado.
Tal como están las cosas en la actualidad, he sido olvidado por la opinión pública, y lo mismo ha sucedido con la fuga de la prisión. Esta última constituyó una gran noticia en la TV sólo por 10 días.
Después, fue desplazada por el caso de una muchacha Blanca. Se trataba de la hija de un sujeto aficionado a las armas que habitaba en un pueblo del norte de California. La joven aniquiló al Comité de Graduación de su escuela de segunda enseñanza con una granada de mano de fabricación china y que databa de la Segunda Guerra Mundial.
Su padre poseía una de las colecciones más completas del Mundo en materia de granadas de mano.
Hoy día, su colección ya no es tan completa como solía serlo, a menos de que, por supuesto, haya tenido más de una granada de mano de fabricación china del Tormento Final.
El Director Matsumoto se volvió cada vez más parlanchín durante la entrevista de trabajo. Me dijo que antes de ser enviado a Athena, administraba con fines lucrativos un hospital que su empresa había comprado en Louisville. Le encantaba el Derby de Kentucky. Pero odiaba su trabajo.
Le conté que acostumbraba asistir, cuando tenía la oportunidad de hacerlo, a las carreras de caballos verificadas en Saigón.
—Me hubiera gustado que el Presidente de la Junta de mi corporación, quien habitaba en Tokyo, me hubiese acompañado tan sólo una hora en la sala de emergencias, donde estaba obligado a prohibir la entrada de los moribundos carentes de recursos para pagar nuestros servicios —señaló.
—En Vietnam, ¿llegaron a contar los cadáveres? —me preguntó.
—Sin duda alguna. Se nos ordenó hacerlo, con objeto de que nuestras altas autoridades, una vez trasladadas a Washington, D. C. pudieran estimar con la mayor precisión posible cuan cerca estuvimos de la victoria. Y no había ninguna otra manera de efectuar esa estimación.
—Pues ahora nosotros contamos dólares del mismo modo en que ustedes contaban cadáveres —agregó—. ¿A qué nos acerca esa cifra? ¿Qué significa? Podríamos hacer con esos dólares lo mismo que ustedes hicieron con los cadáveres: ¡enterrarlos y olvidarlos! ¡Ustedes tuvieron más suerte con sus cadáveres que nosotros con nuestros dólares!
—¿Por qué? —indagué.
—Lo único que se puede hacer con los cadáveres es incinerarlos o sepultarlos. No generan ninguna pesadilla, porque no es necesario invertirlos ni incrementarlos —repuso.
—¡Qué trampa tan ingeniosa nos tendió su Clase Gobernante! Primero la bomba atómica; después, esto —explicó.
—¿Trampa? —repetí sorprendido.
—Ella saqueó sus tesoros públicos y corporativos, cedió el control de sus industrias a unos ineptos —respondió—. Más adelante, hizo que su Gobierno nos pidiera prestado tanto dinero que no nos quedó otra opción que enviarles un Ejército de Ocupación compuesto de ejecutivos. ¡Nunca antes la Clase Gobernante de un país pudo descubrir la forma de trasladar a otras naciones todas las responsabilidades resultantes de su riqueza y, simultáneamente, de continuar siendo acaudalada más allá de todos los límites de la avaricia! ¡No importa el que hayan considerado al comatoso Ronald Reagan un gran Presidente!
Me pareció que su posición estaba bien fundamentada.
Cuando Jason Wilder y los demás Directivos permanecían en calidad de rehenes en el establo, fui a visitarlos. Me dio la impresión de que veían a los estadunidenses como extranjeros. Es difícil adivinar qué nacionalidad creían tener.
Todos eran Blancos y Hombres, puesto que la única mujer integrante de la Junta, la madre de Lowell Chung, había muerto de tétanos. Falleció antes de que los médicos pudieran diagnosticar el mal que la aquejaba. Ninguno de ellos había atendido a un solo enfermo de tétanos porque, en este país, se solía inmunizar en el pasado a prácticamente todos los ciudadanos.
Sin embargo, ahora que los programas de salud pública se han caído en pedazos, y ante la inexistencia de extranjeros interesados en administrarlos, lo cual resulta sin duda comprensible, han surgido numerosos casos de tétanos, especialmente entre los niños.
En consecuencia, la mayoría de los médicos están aprendiendo apenas a identificar los síntomas de la enfermedad. La Sra. Chung tuvo la desgracia de ser una pionera en ese sentido.
Los rehenes me contaron lo anterior, puesto que una de mis primeras preguntas fue: «¿Dónde está Madame Chung?»
Pensé que debería tranquilizar a los Directivos con respecto a la ejecución de Lyle Hooper. Les habían mostrado su cadáver como una advertencia, supongo, contra todo aquél que estuviera elaborando planes para llevar a cabo alguna proeza. Desde luego, ese cadáver constituía la capa azucarada que cubría un pastel relleno de terror, por así decirlo. De todos modos, el Director del Colegio permanecía clavado en los maderos de la parte más alta del pajar.
Después de ser liberado, 1 de los rehenes dijo en una entrevista de TV que nunca olvidaría el sonido producido por la cabeza de Tex Johnson cuando era arrastrado cuesta arriba, en dirección al desván del pajar. Trató de imitar el sonido: «Blup, blup, blup.» En efecto, se trataba del mismo sonido emitido por un neumático desinflado. ¡Qué planeta!
Los rehenes se compadecieron de Tex, pero ninguno de ellos mostró el más mínimo pesar por Lyle Hooper, ni por todos los demás miembros del cuerpo docente y los lugareños que también habían sido asesinados. Los habitantes del pueblo eran tan insignificantes para la gente de su nivel social que no valía la pena pensar en ellos. Y no los culpo: actuaban como seres humanos.
La Guerra de Vietnam no se habría prolongado tanto, si no fuera característico de la naturaleza humana el clasificar a las personas desconocidas y que no nos interesa conocer, aunque estén agonizando, como insignificantes. Pocos seres humanos han luchado contra esta tendencia del todo natural y se han apiadado de los extranjeros infelices. Pero, tal como la Historia lo muestra, tal como la propia Historia lo proclama: «¡Nunca han sido sino unos cuantos!»
Otro defecto de la naturaleza humana es que todo el mundo quiere construir y nadie desea realizar las labores de mantenimiento.
Y su peor defecto es la completa estupidez. ¡Hay que admitirlo! ¿O acaso lo de Auschwitz fue muy inteligente?
Cuando intenté explicar a los rehenes quiénes eran sus captores, cuál había sido su infancia, qué enfermedad mental padecían, la poca importancia que conferían al hecho de estar vivos o muertos, las condiciones de vida en la cárcel, etcétera, Jason Wilder cerró los ojos y se cubrió las orejas. Su gesto fue más teatral que práctico, pues no se tapó tan bien los oídos como para no escucharme.
Los demás sacudían la cabeza o indicaban de otra manera que tal información no sólo era agobiante, sino también ofensiva. Parecía que nos encontrábamos bajo una tronada, en medio de la cual yo dictaba una conferencia sobre la circulación de las cargas eléctricas en las nubes, la formación de las gotas de lluvia, la trayectoria seguida por los relámpagos, la naturaleza de los truenos, etcétera. Todo lo que deseaban saber era cuándo iba a terminar la tormenta, con objeto de poder atender sus negocios.
Lo que el Director Matsumoto había opinado sobre los individuos de su calaña era preciso. Se las habían arreglado para convertir su riqueza, en cuyo origen tenía la forma de fábricas, tiendas u otras empresas productoras de mercancías de gran demanda, en algo tan líquido y abstracto, en meros documentos negociables, que quedaban eximidos de cualquier responsabilidad con respecto a todos aquellos que no estuvieran incluidos en su propio círculo de amigos y parientes.
No estaban enojados con los reos. Más bien, su cólera la dirigían contra el Gobierno, porque éste no había tomado las medidas necesarias para imposibilitar las fugas de los penales. Cuanto más hablaban sobre este tema, más se evidenciaba que se referían a su gobierno, no al mío, al de los reclusos o al de los lugareños. La principal obligación de ese Gobierno era protegerlos contra las clases inferiores, no sólo en este país sino también en cualquier punto del orbe.
¿Acaso alguna vez los Ricos han pensado de otro modo?
Es menester recordar la crucifixión de Jesús y de los 2 ladrones, así como aquélla de los 6 000 esclavos que siguieron al gladiador Espartaco.
Cof.
Tal como veo las cosas, mi cuerpo intenta confinar a los gérmenes de TC dentro de pequeñas cápsulas que construye alrededor de ellos. Las cápulas son de calcio, el elemento más común en las paredes de muchas cárceles, incluyendo la de Athena. Este lugar está circundado con alambre de púas. Igual que Auschwitz.
Si muero de TC, será consecuencia de que mi cuerpo no pudo construir cárceles con suficiente rapidez y solidez.
¿Se puede extraer una lección de lo anterior? Quizá. Una muy poco agradable.
Si los directivos eran malos, los reos eran peores. Sería la última persona en afirmar lo contrario. Devastaban sus propias comunidades mediante peleas a mano armada, asaltos, violaciones, ventas de sustancias químicas que hacen estallar el cerebro, etcétera.
No obstante, ellos al menos presenciaban lo que hacían mientras que los sujetos como los Directivos tenían mucho en común con los bombarderos B-52 situados en la estratosfera. En raras ocasiones atestiguaban la devastación por ellos provocada al trasladar de un lugar a otro la enorme porción de la riqueza nacional bajo su control.
A diferencia de mi abuelo Socialista Ben Wills, quien era un don nadie, yo no tengo reformas por proponer. En mi opinión, cualquier Sistema, no sólo el Capitalista, se reduce a las decisiones tomadas por los individuos, ebrios o sobrios, cuerdos o locos, que tienen en su poder nuestro dinero.
El Director Matsumoto era un tipo extraño. Sin duda, muchas de sus rarezas eran resultado de su experiencia infantil con la bomba atómica. Los edificios, árboles, puentes y todas las demás cosas que parecían del todo firmes, se esfumaron cual fantasías.
Como ya lo mencioné, Hiroshima se convirtió de repente en una meseta poblada por unos cuantos remolinos de polvo.
Después del destello, el pequeño Hiroshi Matsumoto se volvió la única cosa real sobre la planicie. Comenzó una prolongada caminata en busca de cualquier otra cosa que también fuera real. Cuando llegó a las afueras de la ciudad, se topó con estructuras y criaturas que eran al mismo tiempo reales y fantásticas, seres vivos cuya piel colgaba y dejaba al descubierto músculos y huesos.
A propósito, todo este escenario posterior a la explosión fue descrito por él, cuando yo ya tenía 2 largos años de impartir clases en la prisión y de habitar en la casa contigua a la suya.
A pesar de todos los trastornos sufridos por la bomba atómica, ésta no pudo destruir su conciencia. Odiaba el haber tenido que rechazar a la gente pobre de la sala de emergencias del hospital que administraba con fines lucrativos en Louisville. Después de que asumió la dirección del penal de Athena, con fines igualmente lucrativos, decidió que era necesario establecer una especie de programa educativo, a pesar de que el contrato suscrito por su empresa y el Estado de Nueva York sólo exigía el impedimento de fugas de los internos.
Él trabajaba para la Sony. Nunca trabajó para ninguna otra firma que no fuera la Sony.
—El Estado de Nueva York no considera que la educación pueda rehabilitar al tipo de criminal que llega a Athena, Attica o Sing Sing —me explicó.
Attica y Sing Sing eran cárceles para Hispanos y Blancos, respectivamente. Esos reos, al igual que los internos de Athena, habían cometido al menos un asesinato y otros 2 crímenes violentos. En general, los otros 2 delitos perpetrados solían ser también homicidios.
—Yo tampoco lo creo. Sin embargo, estoy seguro de que 10% de los confinados a estos muros aún tienen cerebro y que no hay nada en qué entretenerlos. En consecuencia, este lugar es 2 veces más deplorable para ellos que para los demás. Un buen maestro debe ser capaz de ofrecerles juguetes nuevos, Matemáticas, Astronomía, Historia o qué sé yo, con base en los cuales el paso del tiempo se vuelva un poco más soportable. ¿Qué opina?
—Usted es el jefe —le respondí.
Y, en realidad, él era el jefe. Había convertido a Athena en una empresa tan exitosa en términos financieros, que el alto mando de su corporación le permitió desenvolverse con total autonomía.
El acuerdo establecido con el Estado consistía en hacerse cargo de los presos cobrando por cada uno de ellos sólo 2 terceras partes de los recursos que el Gobierno solía gastar cuando manejaba la institución. Esa cifra equivalía más o menos a la misma cantidad necesaria para enviar al recluso a una escuela de medicina o al Tarkington. Ahora bien, con base en importación de mano de obra barata, joven, temporal y no sindicalizada, así como en la contratación del mejor postor en materia de proveedores no pertenecientes a la Mafia, Hiroshi Matsumoto había reducido el costo per cápita a menos de la mitad del gasto habitual.
No se le escapaba nada. Cuando llegué a trabajar al penal, acababa de comprar el horno crematorio más moderno disponible en el mercado. En el pasado, el crematorio de la Mafia, localizado en las afueras de Rochester, a espaldas del Complejo de Cines Meadowdale, frente al Arsenal de la Guardia Nacional, monopolizaba la incineración de los cadáveres no reclamados de Athena.
Empero, después de que los japoneses compraron la penitenciaría, la Pandilla duplicó sus precios, utilizando la epidemia del SIDA como pretexto. Alegaba que debía tomar precauciones adicionales.
Insistía en cobrar tarifas muy elevadas, aunque la prisión le proporcionara un certificado médico garantizando que el cadáver estaba libre del sida, y que la causa del deceso había sido, como cualquiera podía constatarlo, las heridas producidas con un cuchillo, un garrote o un instrumento punzocortante.
Como no existían fabricantes japoneses de hornos crematorios, el Director Matsumoto compró uno a A. J. Topf und Sohn, de Essen, Alemania. Se trataba de la misma corporación que, en su mejor época, había construido los hornos utilizados en Auschwitz.
Los modelos de Topf fabricados durante la posguerra disponían de chimeneas equipadas con depuradores de humo, de modo que los habitantes de Scipio, a diferencia de los que residían cerca de Auschwitz, nunca supieron del congestionado funcionamiento de un incinerador de cadáveres en su localidad.
Pudimos haber aniquilado con gas e incinerado presos durante las 24 horas del día, y ¿quién se habría dado cuenta?
¿A quién le habría importado?
Hace poco mencioné que la madre de Lowell Chung murió de tétanos. Antes de que se me olvide, debo señalar que el bacilo causante de esa enfermedad podría tener gran futuro en la astronáutica, puesto que se convierte en una espora extremadamente resistente cuando la vida se vuelve intolerable.
No he propuesto a los virus del SIDA como prometedores jinetes intergalácticos, debido a que, en su estado actual de desarrollo, no pueden sobrevivir mucho tiempo fuera del cuerpo humano vivo.
Sin embargo, los esfuerzos concertados para eliminarlos echando mano de nuevos venenos, aunque sólo tengan un éxito parcial, podrían cambiar todo el panorama.
El crematorio de la Mafia, localizado a espaldas del Complejo de Cines Meadowdale, ha recuperado el negocio de la incineración de los reos del valle. Al cabo de la gran fuga, algunos de los condenados que se quedaron en Athena o en sus inmediaciones, en lugar de deslizarse en el hielo para Scipio, consideraron que por lo menos podían hacer estallar el horno crematorio de la A. J. Topf und Sohn.
El propio Complejo de Cines Meadowdale enfrenta tiempos difíciles, pues pocas personas pueden darse el lujo de adquirir un automóvil.
Lo mismo sucede con los centros comerciales.
Un dato que me parece interesante, pero cuya utilidad desconozco, es que la Mafia nunca le vende nada a los extranjeros. Mientras que los individuos que han heredado o construido un negocio rentable suelen venderlo cuanto antes para poder retirarse tempranamente, la Mafia se aferra a todo. Así pues, el negocio del pavimentado, por ejemplo, sigue siendo una empresa estrictamente estadounidense.
Y lo mismo es aplicable a la venta al mayoreo de carne, servilletas y manteles a los restaurantes.
Sin rodeos, le señalé al Director que me habían despedido del Tarkington. Le expliqué que los cargos formulados en mi contra, relacionados con supuestas irregularidades sexuales, constituían una táctica dirigida a desviar la atención y provocar una imagen falsa. En realidad, los miembros de la Junta estaban furiosos porque yo había cuestionado la fe que los estudiantes tenían en la inteligencia y decencia de los líderes de su país, diciéndoles la verdad sobre la Guerra de Vietnam.
—Nadie que habite en este lado del lago considera que exista algo semejante en este miserable país —afirmó.
—¿A qué se refiere, señor? —le pregunté.
—Al liderazgo —repuso.
Con respecto a mis irregularidades sexuales, comentó que parecían ser consistentemente heterosexuales y que no había ninguna mujer en esta parte del lago. Que él mismo era soltero y que estaba prohibido que los miembros de su personal trajeran a sus esposas.
—Así pues —agregó—, aquí encarnaría usted a Don Juan en el Infierno. ¿Cree que podrá soportarlo?
Le respondí que sí. Entonces, me ofreció un empleo a prueba. Debería comenzar a trabajar lo más pronto posible, impartiendo clases de educación en general al nivel de la escuela de primera enseñanza, algo no muy distinto de mi labor desempeñada en el Tarkington. El problema inmediato por resolver era el de mi alojamiento. Los empleados del penal habitaban en las barracas localizadas bajo la sombra de los muros de la prisión y él residía en una casa restaurada y ubicada cerca de las aguas del lago. El Director era el único morador del pueblo fantasma o, más bien, del villorrio fantasma, cuyo nombre había sido tomado para intitular la cárcel: Athena.
Me aclaró que en el caso de que, por alguna razón, no cumpliera con las expectativas del puesto, necesitaba de todas formas contar con un profesor dentro de sus dominios, quien sin duda alguna no estaría dispuesto a vivir en las barracas. Por tal motivo, había ordenado que rehabilitaran otra de las casas abandonadas del pueblo fantasma, aquella situada justo al lado de la suya. Pero, las obras de reacondicionamiento no concluirían antes de agosto.
—¿Cree que le permitirán permanecer en la casa de Scipio hasta entonces? Mientras tanto, ¿no le será problemático el traslado desde allá? ¿Tiene automóvil? —preguntó.
—Un Mercedes —repuse.
—¡Excelente! —comentó—. Eso le hará tener algo en común con los internos.
—¿Por qué?
—Porque casi todos ellos son expropietarios de Mercedes —aclaró, exagerando apenas la situación—. Tenemos un recluso que compró su primer Mercedes cuando tenía 15 años —dijo, refiriéndose a Alton Darwin, cuyas últimas palabras, expresadas en la pista de patinaje al cabo de la fuga penitenciaria, fueron: «Vean al Negro que pilotea un aeroplano.»
Pues bien, el colegio nos permitió quedarnos en la casa de Scipio durante el Verano. No había cursos de verano en el Tarkington. ¿Quién habría asistido a alguno de ellos? Y yo me trasladaba a la cárcel todos los días.
En los viejos tiempos, antes de que los japoneses se hicieran cargo de Athena, todo el personal se trasladaba desde Scipio y Rochester. Estaba sindicalizado. Sus constantes demandas de mejoras salariales y de mayores prestaciones, incluyendo una compensación por el traslado hacia y desde la fuente de trabajo, provocaron que el Estado tomara la decisión de vender la institución a los japoneses.
Me pagaban el mismo salario que devengaba en el Tarkington. Podía conservar nuestro Seguro Médico, porque la empresa que era dueña de la prisión también lo era del Sistema de Seguro Médico. ¡No había problema!
Cof.
Esa es otra de las consecuencias de la fuga de la penitenciería: La pérdida del Seguro Médico.