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John Donner pudo haber sido un mentiroso compulsivo. Quizá haya inventado aquello de que apareció en Donahue. Había en él algo de gato encerrado. En consecuencia, pudo haberse tratado de un individuo amparado por el Programa Federal de Protección a Testigos, que utilizaba un nombre falso y una biografía elaborada para él por GRIOTMR. En términos estadísticos, es probable que GRIOT MR haya incluido con bastante frecuencia el episodio de que el sujeto ficticio había participado en Donahue.

Afirmaba que el adolescente que vivía con él era su hijo. Pero quizá haya secuestrado al muchacho cuya bicicleta robé. Habían llegado al pueblo hacía sólo 18 meses, y vivían completamente apartados.


Estoy seguro de que su apellido no era Donner. He conocido a varios Donner. Uno de ellos cursaba el año escolar previo al mío en la Academia. Otros 2 eran tarkingtonianos, pero no estaban emparentados entre sí. Otro más era un Sargento en Vietnam, a quien un niño le había volado el brazo con una granada de mano de fabricación casera. Todos esos Donner conocían la historia de la tristemente célebre Caravana Donner, que quedó atrapada por una ventisca en 1846, cuando sus miembros intentaban atravesar la Sierra Nevada para llegar a California. Es muy probable que sus carromatos hayan sido fabricados aquí en Scipio.

Acabo de enterarme de todos los detalles a ese respecto en la Enciclopaedia Britannica, publicada en Chicago y cuyos derechos pertenecen a un misterioso egipcio traficante de armas que reside en Suiza. ¡El predominio innegable de Gran Bretaña!

Aquéllos que sobrevivieron a la ventisca, lo lograron convirtiéndose en caníbales. El cómputo final, descontando a las mujeres y niños que sirvieron de alimento, fue de 47 sobrevivientes, frente a las 87 personas que habían comenzado el viaje.

He aquí un tema para Donahue: humanos que han comido humanos. Los antropófagos son los individuos más afortunados del mundo.

Cuando le pregunté al sujeto que afirmaba apellidarse Donner si tenía alguna relación con el líder de la Caravana Donner, no supo de qué le estaba hablando.


Quienquiera que haya sido, ocupamos la misma banca incómoda en la sala de espera de la oficina del Director de Athena, Hiroshi Matsumoto.

Por cierto, mientras estábamos ahí sentados, alguno de los proveedores de la penitenciería robó la bicicleta que se hallaba en la parte trasera de la camioneta de Donner.

¡Qué detalle!


Por lo menos, Donner no me mintió en un asunto, a saber, que el Director iba a entrevistar a los aspirantes a ocupar un puesto magisterial. Pero nosotros éramos los únicos 2 aspirantes. Donner comentó que se había enterado de la solicitud de empleados en la estación Radio Pública Nacional de Rochester. Ésa no es emisora que suele oír la gente que busca empleo. Es demasiado sofisticada.

Dicho sea de paso, ésa fue la única radiodifusora del área que calificó como trágica, y no como divertida, la exhibición individual de Pamela Hall Ford en Búfalo.


Había un televisor japonés frente a nosotros. En realidad, había televisores japoneses por toda la prisión. Eran como las portillas de un trasatlántico. Los pasajeros permanecen en un estado aparente de animación hasta que el enorme barco arriba a su destino. Sin embargo, en todo momento, pueden mirar a través de la portilla y ver el mundo real.

Por supuesto, la vida constituye también una especie de trasatlántico para un montón de personas que no se encuentran en prisión. Sus televisores son las portillas a través de las cuales pueden ver, cuando no están haciendo nada, todo lo que sucede en el Mundo sin la ayuda de ellos.

¡Mírenlo pasar de largo!


Empero, en Athena, los televisores no transmitían sino programas viejos, los cuales eran seleccionados entre gran variedad de cartuchos almacenados 2 puertas más allá de la oficina del Director Matsumoto.

Los videocasetes no se reproducían con ningún orden preestablecido. Un guardia que ni siquiera entendía inglés abastecía la videograbadora (VCR) central con lo que tuviera a mano, como si hubiese estado en Hokkaido, introduciendo briquetas (cartuchos) al Hibachi o brasero nipón (la VCR).

Pero todo este esquema penitenciario era un invento estadounidense adoptado por los japoneses, al menos en lo que toca a la VCR y los televisores. En el pasado, cuando aún se mezclaban las distintas razas en las cárceles, el hijo adoptivo de 1 de los miembros de la Junta Directiva del Museo de la Radio y la Televisión fue enviado a Alhena por haber estrangulado a una amiguita a espaldas del Museo Metropolitano de Arte. Entonces, el padre duplicó cientos de cartuchos con programas de TV los cuales formaban parte del acervo del Museo de la Radio y la Televisión, y los donó a la prisión. En apariencia, su sueño era el establecimiento, basado en los videocasetes obsequiados, de un curso de Radio y Televisión en Athena, industrias en las que podrían participar algunos de los internos que salieran de la cárcel, si alguna vez lograban salir de ella.

Pero el curso de Radio y Televisión nunca se materializó. Y los cartuchos se reprodujeron una y otra vez, para mantener entretenidos a los reos mientras purgaban sus condenas.


El caso del hijo adoptivo del donante de los videocasettes se convirtió en noticia poco antes de que las poblaciones de las cárceles fueran separadas por razas. Se hablaba de que a él y a muchos otros se les concedería la libertad condicional, en lugar de transferirlos a otras prisiones.

Sin embargo, los padres de la muchacha que él había asesinado atrás del museo, quienes disponían de buenos contactos sociales, exigieron que pagara la condena completa que, según recuerdo, era de 99 años. Como ya lo mencioné, se trataba de un hijo adoptivo; pues bien, resultó que su padre biológico había sido igualmente un homicida. De modo que ahora debe estar a bordo de alguno de los portaaviones o de los buques antes equipados con misiles que se hallan en la Bahía de Nueva York y que fueron convertidos en barcos-prisión.


Mientras Donner y yo esperábamos ser recibidos por el Director, vimos el asesinato del Presidente John F. Kennedy. ¡Lotería! La parte posterior de la cabeza del mandatario se desprendió. Su esposa, que llevaba un sombrerito redondo y sin alas, se arrastró sobre la cajuela de la limosina convertible.

Luego, apareció la imagen de la estación de policía de Dallas en el momento en que Lee Harvey Oswald, el ex-Infante de Marina que supuestamente le disparó al Presidente con un fusil italiano pedido por correo, recibía en el vientre los disparos lanzados por el dueño de un antro local de strip-tease. Oswald dijo: «¡ay!» He ahí, de nuevo, ese «¡ay!» que se escuchó en todo el mundo.

¿Quién dice que la historia es aburrida?


Mientras tanto, afuera, en el estacionamiento de la prisión, alguien que había llevado alimentos u otras mercancías a la cárcel hurtaba la bicicleta depositada en la parte posterior de la camioneta de Donner, colocándola en la suya propia y marchándose enseguida. Al igual que el asesinato de la Reina de las Lilas, ocurrido allá en 1922, fue un crimen perfecto.

Cof.


Hoy día, se especula sobre la posibilidad de convertir los submarinos nucleares en cárceles para las personas que, como yo, esperan la verificación del juicio procesal. Desde luego, no habría necesidad de sumergirlos, y los tubos lanzacohetes y lanzatorpedos, así como todo el equipo electrónico, podrían venderse en calidad de chatarra, a fin de obtener más espacio para las celdas.

Según escuché, si la flota completa de submarinos fuera convertida en cárceles, las celdas se llenarían de inmediato. Cuando esta institución dejó de ser un colegio para volverse una prisión, se colmó hasta el tope en un 2 por 3.


Fui el primero en ser llamado a la Oficina del Director. Al salir de ella, no sólo con un empleo sino también con una casa donde vivir, el televisor estaba transmitiendo un programa que yo había visto durante la adolescencia Howdy Doody. Buffalo Bob, el protagonista, estaba a punto de ser rociado con agua mineral por Clarabell el Payaso. Era un programa en blanco y negro, lo cual confirma su antigüedad.

Le dije a Donner que el Director deseaba verlo, pero no parecía reconocerme. Me sentí como si hubiera intentado despertar a un miserable borracho. Tuve que hacer eso muchas veces en Vietnam. En un par de ocasiones, los dipsómanos perdidos eran Generales. El peor fue un Congresista que se hallaba de visita.

Pensé que tendría que discutir con Donner, con objeto de que tomara conciencia de que Howdy Doody no era el principal suceso que se estaba llevando a cabo.


El Director Hiroshi Matsumoto era un sobreviviente del bombardeo atómico de Hiroshima, que se verificó cuando yo tenía 5 y él 8 años de edad. En el momento en que la bomba fue arrojada, Matsumoto jugaba fútbol, pues era la hora del recreo escolar. Había ido a recuperar el balón, atrapado en una zanja de 1 de los extremos de la cancha. Se agachó para recogerlo. Hubo un resplandor y viento. Al enderezarse, su ciudad había desaparecido. Se encontró solo en un desierto, rodeado de pequeñas y danzantes espirales de polvo. Sin embargo, tuvo que transcurrir un periodo de 2 años, para que se animara a contarme lo anterior.

Sus profesores y compañeros de escuela fueron ejecutados sin que mediara ningún juicio por el crimen de Rendir Culto al Emperador. Como Juana de Arco, fueron quemados vivos.


La crucifixión, en tanto procedimiento de ejecución de los peores criminales, fue prohibida por el primer Emperador Romano Cristiano, Constantino el Grande.

El de quemar y hervir sigue siendo un método aceptable.


Si hubiera tenido un poco más de tiempo para reflexionar, quizá no me habría presentado a solicitar empleo en Athena. Ante todo, yo había participado en la Guerra de Vietnam, donde me dediqué a aniquilar orientales. Y existía una gran probabilidad de que el entrevistador fuera oriental.

En efecto, tan pronto como el Director Matsumoto escuchó que yo había estudiado en West Point, formuló una insinuación.

—Entonces, sin ninguna duda, usted pasó un tiempo en Vietnam —comentó.

Pensé: «¡Oh!, ¡oh! Empieza el juego de pelota.»

Sin embargo, lo había malinterpretado completamente, pues en ese entonces no sabía que los japoneses se consideraban a sí mismos tan diferentes genéticamente de los demás orientales, como de mí, Donner, de Nancy Reagan o de los pálidos y velludos ainos, por citar sólo algunos ejemplos.

—Un soldado cumple órdenes —repuse—. Nunca me sentí bien por las cosas que me ordenaron hacer.

Eso no era del todo cierto. De vez en cuando, creía volar tan alto como una cometa, por las satisfacciones experimentadas en la lucha. De hecho, en una ocasión maté a un hombre con mis propias manos. Él había intentado asesinarme. Aullé como un perro y solté carcajadas; luego, vomité.


Me quedé estupefacto al advertir que mi aceptación de haber peleado en Vietnam, ¡provocó que el Director Matsumoto me considerara casi un hermano! Abandonó su escritorio para estrechar mi mano y mirarme a los ojos. Fue una experiencia extraña para mí, desde el punto de vista físico, porque él usaba tapabocas y guantes de látex.

—¡Ambos sabemos qué se siente el ser enviado a una tierra extraña en una misión peligrosa de demencia jactanciosa! —exclamó.