He aquí cómo conseguí empleo el mismo día en que fui despedido del Colegio Tarkington, en la prisión ubicada al otro lado del lago:
Abandoné la cochera cuando acabé de leer que los gérmenes y no los humanos eran los consentidos del Universo. Abordé mi Mercedes, con la intención de dirigirme al Café del Gato Negro, donde podría preguntar si alguien conocía a alguna persona que estuviera contratando gente para desempeñar cualquier tipo de trabajo en cualquier parte de este valle. Pero, los 4 neumáticos hicieron blop, blop, blop.
Los 4 habían sido descorchados por los lugareños la noche anterior. Bajé del Mercedes y me di cuenta de que tenía que orinar. Pero no quería hacerlo en mi propia casa. No deseaba charlar con las lunáticas que estaban dentro. ¿Qué les parece tanta agitación? ¿Qué germen ha experimentado una vida tan llena de retos y oportunidades?
Por lo menos, nadie me estaba disparando y no me perseguía la policía.
En consecuencia, me interné en la maleza de un lote baldío situado enfrente de mi casa, la cual estaba construida sobre una ladera. Saqué mi talán-talán y apunté en dirección a una hermosa bicicleta italiana de carreras abandonada en el suelo. Allí, escondida, la bicicleta estaba imbuida de magia e inocencia. Parecía un unicornio.
Después de haber orinado, con la puntería afinada en otra dirección, levanté a ese perfecto animal artificial.
Era nuevecito. Su sillín semejaba un plátano. ¿Por qué lo arrojaron en ese sitio? Nunca lo supe. A pesar de nuestros enormes cerebros y de nuestras atestadas bibliotecas nosotros —los posaderos de gérmenes— no podemos aspirar a comprender absolutamente nada de nada. Mi suposición era que algún joven perteneciente a una de las familias pobres del pueblo se lo había encontrado mientras vagaba por el campus. Pensó, como yo, que el dueño de la bicicleta era 1 de los estudiantes multimillonarios del Tarkington, quien probablemente poseía un coche de lujo y muchas más prendas de vestir que aquéllas que tendría la oportunidad de lucir. Así que se la llevó, tal como yo lo haría después. Pero, transcurrido un rato, se amilanó, cosa que a mí no me ocurrió, y la escondió entre la maleza, para no sufrir un arresto por robo de gran cuantía. Tal como lo averiguaría rápida y penosamente, la bicicleta pertenecía en realidad a una persona pobre, a un adolescente que trabajaba en el establo al cabo de la jornada escolar, y que había ahorrado hasta el último centavo para poder comprar la mejor bicicleta que se haya visto en el campus del Tarkington.
Para jugar un poco con mi idea errónea de que la bicicleta pertenecía a un muchacho acaudalado: me parecía factible que algún niño rico fuese dueño de tantos juguetes caros que no se tomara la molestia de cuidar éste. Quizá, la bici no había cabido en la cajuela de su Ferrari Gran Turismo.
Es increíble la gran cantidad de tesoros, tales como aretes de diamantes, relojes Rolex, etcétera, que permanecían almacenados y sin ser reclamados en el Departamento de Objetos Perdidos del colegio.
¿Estoy resentido con las personas opulentas? No. Lo mejor o peor que puedo hacer es fijarme en ellas. Estoy de acuerdo con el gran escritor Socialista George Orwell, quien afirmaba que los ricos son pobres con dinero. Descubriría que ésta era también la opinión mayoritaria en la prisión ubicada al otro lado del lago, a pesar de que sus huéspedes nunca habían escuchado hablar de George Orwell. No eran pocos los reos que habían sido pobres con dinero antes de su captura; habían poseído los más lujosos automóviles, joyas, relojes muy caros y ropa elegante. Muchos de ellos, narcotraficantes adolescentes, habían sido dueños de bicicletas tan apetecibles como la que encontré escondida en la maleza en Scipio.
Cuando los reclusos se enteraron de que mi coche no era sino un Mercedes de 4 puertas y 6 cilindros, me miraron con desprecio y compasión. Me sucedió lo mismo con muchos estudiantes del Tarkington. ¡Como si hubiese sido el propietario de un abollado camión de reparto!
Así que saqué la bicicleta del lote baldío y la coloqué sobre el asfalto de la empinada pendiente de la Calle Clinton. No tendría que pedalear o doblar esquinas para llegar a la puerta principal del Café del Gato Negro. Sin embargo, como sí me vería precisado a utilizar los frenos, los probé. En el caso de que no funcionaran, seguiría derecho hasta el antiguo embarcadero de barcazas y, sin escalas, al fondo del Lago Mohiga.
Me monté sobre el sillín en forma de plátano, que resultó ser sorprendentemente considerado con mi hiper-sensible entrepierna. Deslizarse cuesta abajo a bordo de esa bicicleta y bajo los rayos solares constituye una experiencia completamente diferente de aquélla de la crucifixión.
Dejé la bici completamente a la vista de todo el mundo, esto es, la aparqué enfrente del Café del Gato Negro. Noté que había varios corchos de botellas de champaña en la acera y la cuneta. En Vietnam, podrían haber sido cartuchos de balas. En este lugar, Arthur K. Clarke había organizado a su pandilla de motociclistas para tomar por asalto, sin encontrar ninguna oposición, el Tarkington. Antes que nada, los pandilleros y sus acompañantes femeninas bebieron champaña. Había también restos de bocadillos, uno de los cuales pisé y creo que estaba relleno de pepinos o de berros. Lo removí de mi zapato raspándolo contra el borde de la acera y abandonándolo a merced de los gérmenes. Sin embargo, les aclaro lo siguiente: ningún germen podrá salir del Sistema Solar con base en una alimentación tan poco viril.
¡Plutonio! Ése es el comestible que provoca el brote de pelo en el pecho de los microbios.
Entré en el Café del Gato Negro como si lo hubiera hecho por primera vez en mi vida. Ahora, éste era mi club, porque había sido degradado a la condición de lugareño. Después de ingerir algunos tragos, regresaría quizá a la colina, para sacar el aire de los neumáticos de algunas motocicletas y limosinas de Clarke.
Recargué mi vientre en la barra y dije: «Sírvame una bachicha.» Así llamaba la gente del pueblo a la cerveza Budweiser, desde que los italianos habían comprado la empresa Anheuser-Busch, la cual fabricaba la cerveza Budweiser. Los italianos adquirieron también, como parte del trato, a los Cardenales de Saint Louis.
«Sale una bachicha», gritó la cantinera. Era justo la clase de mujer que buscaría en la actualidad, si no tuviese TC. Había llegado al final de sus años 30s, y tenido tan mala suerte que ya no sabía hacia dónde voltear. Yo conocía su historia. Al igual que todos los habitantes del pueblo. Ella y su marido habían restaurado una fuente de sodas de antaño, ubicada 2 puertas más arriba del Café del Gato Negro, sobre la calle Clinton. Pero su esposo murió a causa de la prolongada inhalación del removedor de pintura. Los gérmenes que se hallaban dentro de él tampoco debieron pasarla bien.
Sin embargo, ¿quién sabe? Los Sabios de Tralfamadore pudieron haber provocado que su marido restaurara la antigua fuente de sodas, con el único objetivo de obtener una nueva especie de gérmenes, capaces de sobrevivir al viaje a través de una nube de removedor de pintura en el espacio exterior.
Se llamaba Muriel Peck. Su esposo, Jerry Peck, era un descendiente directo del primer Director del Colegio Tarkington. Su padre creció en este valle, pero Jerry se crió en San Diego, California, de donde salió para ir a trabajar a una compañía productora de helados. Esa empresa fue comprada más tarde por el Presidente Mobutu de Zaire, y Jerry fue despedido. Entonces, vino a Scipio con Muriel y sus 2 hijos a buscar sus raíces.
Puesto que conocía el negocio de los helados, se le hizo perfectamente sensato comprar la antigua fuente de sodas. Habría sido mejor para todos los involucrados que hubiese sabido un poco menos de helados y un poco más de removedores de pintura.
Más adelante, Muriel y yo nos convertiríamos en amantes, pero eso sucedió cuando yo había completado 2 semanas de prestación de servicios en la Prisión de Athena. Por fin, me atreví a preguntarle, puesto que ella y Jerry se habían especializado en Literatura en el Colegio Swarthmore, si alguno de los 2 se había tomado la molestia de leer la etiqueta adherida a las latas de removedor de pintura.
—No, hasta que ya fue demasiado tarde —me contestó.
En la prisión, me topé con una cantidad sorprendente de reclusos que habían resultado perjudicados, no por los removedores de pintura sino por la propia pintura Durante su infancia, se habían llevado a la boca objetos cuya pintura estaba hecha a base de plomo. La intoxicación con plomo los había vuelto muy estúpidos. Se encontraban en la cárcel por haber cometido los delitos más tontos imaginables, y nunca logré que ninguno de ellos aprendiera a leer y escribir.
Gracias a ellos, ¿contamos con gérmenes que se alimentan de plomo?
Sé que tenemos gérmenes que ingieren petróleo; pero, desconozco su historia.
Quizá se trate de los gonococos hondurenos.