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Así que los habitantes de la Tierra creyeron que tenían instrucciones directas del Creador del Universo. Aunque se pusieron a trabajar para satisfacer a los Sabios, lo hicieron tan lentamente que éstos introdujeron en la cabeza de los terrícolas la idea de que los humanos constituían la forma de vida que supuestamente debía expandirse por el Universo. Desde luego, éste era un planteamiento absurdo. Dicho sea con los propios términos empleados por el autor anónimo: «¿Cómo podría toda esa carne, dependiente de tanta comida, agua y oxígeno, y con evacuaciones de vientre tan abundantes, sobrevivir a un viaje a través del vacío ilimitado del espacio exterior? Era un milagro que esos gigantes voraces y pesados pudieran desplazarse a la tienda más cercana para comprar un paquete de 6 cervezas.»

Por cierto, los Sabios habían desistido de influir en los humanoides de Tralfamadore, quienes habitaban justo debajo del punto donde aquéllos celebraban su reunión. Los tralfamadorianos estaban siempre de buen humor y se reconocían a sí mismos como unos zoquetes, por no decir unos zoquetes lunáticos. Eran inmunes a los kilovoltios de orgullo con que los Ancianos les habían rellenado la cabeza. Se rieron cuando apareció inesperadamente en su mente la idea de que ellos eran la gloria del Universo y que se suponía que estaban destinados a colonizar otros planetas con su incomparable magnificencia. Sabían con exactitud cuan torpes y tontos eran, a pesar de que podían hablar y de que, incluso, algunos de ellos sabían leer y escribir un poco de matemáticas. Un autor elaboró una serie de sátiras para desternillarse de risa sobre la llegada de los tralfamadorianos a otros planetas con la intención de diseminar las luces.

En cambio, como los habitantes de la Tierra carecían del sentido del humor, les pareció que esa idea era bastante aceptable.


Los Sabios juzgaron que los seres humanos creerían cualquier cosa sobre sí mismos, sin importar cuan absurda resultara, siempre y cuando fuese halagadora. Para asegurarse de ello, llevaron a cabo un experimento. Introdujeron en la cabeza de los terrícolas la noción de que el Universo entero había sido creado por un enorme ser masculino muy parecido a ellos. Se hallaba sentado en un trono espléndido y rodeado por muchos otros tronos menos elegantes. Cuando el humano moría, ocupaba para siempre uno de tales tronos, porque era un pariente muy cercano del Creador.

¡Y los terrícolas se tragaron ese cuento!


Otra característica de los humanos que agradaba a los Sabios era que temían y odiaban a los demás terrícolas que no tuvieran exactamente la misma apariencia o el mismo modo de hablar. Habían convertido la vida en un infierno no sólo para el prójimo, sino también para aquellos que consideraban «animales inferiores». En realidad, clasificaban a los extranjeros como animales inferiores. Por consiguiente, todo lo que los Sabios tenían que hacer para asegurarse de que los gérmenes pasaran un mal rato, era enseñarnos cómo fabricar armas más efectivas mediante el estudio de la Física y la Química. Los Sabios no perdieron el tiempo para consagrarse a dicha labor de enseñanza.


Provocaron que una manzana cayera sobre la cabeza de Isaac Newton.

Hicieron que el joven James Watt aguzara los oídos cuando silbaba la tetera de su madre.


Los Sabios nos hicieron pensar que el Creador entronizado odiaba a los extranjeros tanto como nosotros, y que le haríamos un gran favor si intentábamos exterminarlos por todos los medios posibles.

Ese ensayo se llevó a la práctica a gran escala aquí en la Tierra.


En consecuencia, no transcurrió mucho tiempo para que elaboráramos los venenos más mortíferos del Universo, y emponzoñáramos el aire, el agua y la tierra. En palabras del autor, cuyo nombre hubiese querido conocer: «Los gérmenes murieron por billones o no fueron capaces de reproducirse porque ya no pudieron seguir satisfaciendo las expectativas.»

No obstante, algunos sobrevivieron e incluso florecieron, a pesar de que casi todas las demás formas de vida sobre la Tierra perecieron. Y cuando todas las demás formas de vida desaparecieron y este planeta se volvió tan estéril como la Luna, invernaron como esporas prácticamente indestructibles, capaces de esperar de modo indefinido la siguiente colisión afortunada de un meteorito. Así, por fin, los viajes espaciales se hicieron en verdad factibles.


Si nos detenemos a reflexionar al respecto, descubriremos que los Sabios echaron mano de una especie de teoría del escurrimiento. En general, la teoría del escurrimiento se relaciona con la economía. Supuestamente, cuanto más acaudalados sean los individuos que se hallan en la cima de la sociedad, mayor será la riqueza que se escurra hacia los sujetos en la base o parte inferior de ella. Desde luego, nunca ha sucedido eso en los hechos, porque hay 2 cosas que los de arriba no soportan, a saber, las fugas y los derrames.

No obstante, el esquema de los Sabios consistente en escurrir la miseria de los animales superiores hacia los microorganismos funcionó perfectamente.


El cuento contenía muchos más aspectos que aquéllos que he referido. Por ejemplo, el autor me enseñó un nuevo término: «Tormento Final.» En apariencia, esta expresión proviene del vocabulario de la pirotecnia, el arte de fabricar los fuegos artificiales, brillantes y estruendosos, pero inofensivos, que presenciamos en el momento culminante de los festejos patrióticos. El Tormento Final es una pieza de madera pulida que mide unos 3 metros de largo, 20 centímetros de ancho y 5 de grueso, a la que se clava toda clase de morteros y lanzacohetes, unidos en serie por una sola mecha.

Cuando el espectáculo de los fuegos artificiales parece haber terminado, el Maestro Pirotécnico enciende la mecha del Tormento Final.

De ese modo caracterizó el autor a la Segunda Guerra Mundial y al breve periodo subsecuente, a lo cual denominó «el Tormento Final del así llamado Progreso Humano».


Si el autor hubiese estado en lo correcto al plantear que todo el meollo de la vida en la Tierra se reducía a producir gérmenes que estuviesen preparados para viajar en el momento en que surgiese la posibilidad de hacerlo, entonces incluso los seres humanos más importantes de la historia, como Shakespeare, Mozart, Lincoln, Voltaire, etcétera, no habrían sido sino la cápsula de Petri, el caldo de cultivo de microorganismos con fines de investigación, en el Gran Esquema de las Cosas.

Según el cuento, los Sabios de Tralfamadore eran indiferentes con respecto al sufrimiento. En el año 71 a. C, cuando 6 000 esclavos rebeldes fueron crucificados a ambos lados de la Vía Apia, a los Ancianos les hubiera encantado que uno de los crucificados hubiese lanzado un escupitajo al rostro de un Centurión, contagiándolo de neumonía o TC.


Si tuviera que adivinar cuándo se escribió el cuento denominado «Los Protocolos de los Sabios de Tralfamadore», señalaría lo siguiente: «Hace mucho, mucho tiempo, después de la Segunda Guerra Mundial pero antes de la Guerra de Corea, la cual estalló en 1950, cuando yo tenía 10 años.» No se menciona a Corea como parte del Tormento Final. En cambio, se habla mucho de la posibilidad de convertir al planeta en un paraíso, mediante el aniquilamiento de todos los insectos y gérmenes; la generación de electricidad a base de energía atómica, que reduciría tan drásticamente las tarifas eléctricas que se volvería innecesaria la medición de su consumo; la factibilidad de que cualquier persona adquiriera un coche, acto que la volvería un ser más vigoroso que 200 caballos y 3 veces más veloz que un guepardo; y la incineración de la otra mitad del planeta, en el caso de que los terrícolas ahí residentes llegaran a considerar que su tipo de inteligencia era la adecuada para exportar al resto del Universo.

Como es muy probable que el cuento haya sido plagiado de alguna otra publicación, se omitió intencionalmente el nombre del autor. Después de todo, ¿qué clase de escritor presentaría un trabajo de ficción para su posible publicación en Liguero Negro?


En ese entonces, no tuve conciencia de cuan profundamente me había afectado ese cuento. Lo leí con el único objetivo de retrasar un poco mi búsqueda de otro empleo y de otro lugar donde vivir, búsqueda que debía llevar a cabo a la edad de 51 años y con 2 lunáticas a cuestas. Empero, de modo inadvertido para mí, el cuento había comenzado a funcionar como un analgésico. Representó un alivio el saber que alguien más coincidía con lo que yo había sospechado hacia el final de la Guerra de Vietnam y, en particular, después de haber visto la cabeza de un ser humano que descansaba sobre las vísceras de un carabao destripado en los alrededores de una aldea camboyana. He aquí la sospecha confirmada: que la afirmación de que la humanidad tiene un destino agradable constituye un mito para niños menores de 6 años, similar al del Ratoncito Pérez, los Reyes Magos y Santa Claus.


Cof.


Hago de su conocimiento que ya existe, en algún punto de la Tierra, un germen listo para viajar de inmediato hacia el cinturón de Orion, el carro de la Osa Mayor o hacia cualquier otro sitio, y que se trata del gonococo que pesqué en Tegucigalpa, Honduras, allá en 1967. Durante un tiempo, estuve seguro de que continuaría enfermo de gonorrea el resto de mi vida. A estas alturas, es probable que ese microorganismo pueda devorar vidrios rotos y navajas de rasurar.

Los gérmenes de la TC que tanto me hacen toser hoy día son, en comparación, unos mininos. Existen varios medicamentos en el mercado con los cuales nunca han aprendido a negociar los gatitos. Ordené el más potente de éstos hace unas semanas, y en cualquier momento me lo harán llegar desde Rochester. Si alguno de mis gérmenes está pensando en volverse un cadete del espacio, ya puede desechar esa opción. No va a llegar a ningún lado salvo al excusado.

¡Bon Voyage!


Ahora escuchen esto: ¿Se acuerdan de las 2 listas que estoy elaborando, la 1.a con los nombres de las mujeres con las que hice el amor, y la 2.a con los datos de los hombres, mujeres y niños que maté? ¡Cada vez se hace más evidente que la longitud de ambos catálogos será casi idéntica! ¡Qué coincidencia! Cuando comencé a preparar la lista de mis amantes, creí que el número de ellas podría convertirse en mi epitafio, formado de una sola cifra enigmática. ¡Pero apuesto a que el mismo número podría representar a la gente que aniquilé!

Se trata de otro milagro, como aquel relacionado con el hecho de que los estudiantes hayan estado de vacaciones durante la epidemia de difteria y, de nuevo, durante la fuga de la prisión. ¿Cuánto tiempo más seguiré siendo Ateo?

«Hay más cosas en el Cielo y en la Tierra…»