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Pamela estaba malhumorada cerca del establo. Éste no se hallaba aún bajo la sombra de la Montaña Mosquete: faltaban unas 7 horas para que el Sol se pusiera.

Esto ocurrió varios años antes de la fuga de la prisión, pero ya se habían sepultado 2 cadáveres y una cabeza humana en esa zona. Todo el mundo estaba al tanto del entierro de los 2 cuerpos, que habían sido inhumados con honores y cubiertos con una lápida. En cambio, la cabeza fue descubierta durante las labores llevadas a cabo con retroexcavadora, dirigidas a dar sepultura a los reos muertos como resultado de la huida carcelaria.

¿De quién era esa cabeza?


Los 2 cuerpos inhumados, de los que todo el mundo estaba al corriente, pertenecían al primer profesor de Botánica, Alemán y ejecución de flauta del Tarkington, el maestro cervecero Hermann Shultz, y a su esposa Sophia. Murieron con un día de diferencia, durante la epidemia de difteria verificada en 1893. Se encontraban descansando en tumbas prácticamente nuevas el día en que fui despedido, aunque su entierro había tenido lugar 98 años atrás. Sus restos y la lápida fueron cambiados de lugar, a fin de ganar espacio para la construcción del Pabellón Pahlavi.

El enterrador del pueblo que se encargó de trasladar los cadáveres en 1987, informó que estaban notablemente bien conservados. Me invitó a verlos, pero le respondí que estaba dispuesto a creer en su palabra.


¿Pueden imaginárselo? Después de todos los cadáveres que vi en Vietnam, muchos de los cuales eran obra mía, me aterrorizó la idea de tener que mirar otros 2, faltos de vinculación alguna conmigo. Carezco de una explicación al respecto. Quizá me había convertido de nuevo en un inocente muchachito.

He hojeado la Biblia Atea, las Familiar Quotations de Bartlett, en busca de alguna noción sobre el miedo súbito. Y no encontré algo mejor que el comentario de Lady Macbeth en relación con su pusilánime esposo:

«¡Vergüenza para ti, señor mío!… ¡Guerrero y cobarde!»


A propósito del Ateísmo, recuerdo la ocasión en que Jack Patton y yo escuchamos un sermón en Vietnam, pronunciado por el Capellán de más alto rango en el Ejército. Se trataba de un General.

El sermón se fundamentó en lo que él afirmaba que era un hecho bien conocido: la inexistencia de Ateos en las trincheras.

Más tarde, le pregunté a Jack su opinión sobre el sermón en cuestión.

—Es un Capellán que nunca ha visitado el frente —me respondió.


El enterrador, quien fuera sepultado en una zanja cercana al establo, era Norman Updike, un descendiente de los primeros colonos holandeses establecidos en el valle. En 1987, me contó con singular alegría que, en general, la gente está equivocada en materia de la rapidez con que las cosas se descomponen, convirtiéndose en tierra fértil, abono, polvo o lo que sea. Sostuvo que los científicos han descubierto carne y vegetales bien conservados en las partes más profundas de los muladares de las ciudades, a pesar de haber sido desechados muchos años atrás. Al igual que Hermann y Sophia Shultz, esas obras de la Naturaleza, supuestamente biodegradables, no se habían descompuesto por acción de la humedad, que constituye el caldo de cultivo ideal de gusanos, hongos y bacterias.

—Aun sin utilizar las modernas técnicas de embalsamamiento, el proceso consistente en que «polvo eres y en polvo te convertirás» implica mucho más tiempo de lo que las personas se imaginan —explicó.

—Me has animado —repuse.


No vi que Pamela Ford Hall se hallaba cerca del establo, sino después de que ya era muy tarde para cambiar de dirección. Mi decisión de no toparme con ella ni con Zuzu fue contrariada por la aparición de un padre de familia, quien había huido del estruendo de las gaitas. Este señor me dijo que me veía muy deprimido.

Aún no le contaba a nadie que había sido despedido y, desde luego, no deseaba compartir la noticia con un extraño. De modo que le argumenté que no podía sentirme feliz, debido a los mantos de hielo, la desertificación, la crisis económica, los disturbios raciales, etcétera.

Me dijo que me alegrara, que 1 000 000 000 de chinos estaban a punto de deshacerse del yugo comunista y que, cuando lo lograran, todos desearían adquirir automóviles, neumáticos, gasolina y cosas por el estilo.

Le señalé que casi todas las industrias estadunidenses relacionadas con los coches habían sido compradas o quebradas por los japoneses.

—¿Y qué le impide hacer lo que yo he hecho? —preguntó—. Vivimos en un país libre.

Afirmó que su cartera estaba llena de acciones de empresas japonesas.

¿Puede imaginar lo que 1 000 000 000 de automovilistas chinos se harían entre sí, y lo que quedaría de la atmósfera?


Estaba tan interesado en alejarme de este típico estúpido de la Clase Gobernante que no vi a Pamela sino cuando ya había llegado justo a su lado. Estaba sentada en el suelo bebiendo licor de zarzamora, con la espalda apoyada en la lápida de los Shultz. Miraba en dirección a la Montaña Mosquete. Tenía un grave problema de alcoholismo. No me culpo por ello. El peor problema en la vida de un alcohólico es el alcohol.

El epitafio me quedaba enfrente.

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La epidemia de difteria que mató a tantos habitantes de este valle tuvo lugar cuando casi todos los estudiantes del Tarkington estaban de vacaciones.

Desde luego, los estudiantes tuvieron muy buena suerte. Si hubieran asistido a clases durante la epidemia, muchos de ellos habrían sido enterrados junto con los Shultz, primero en el sitio donde ahora se levanta el Pabellón y, luego, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.

Dos años más tarde, el alumbrado tuvo otra vez muy buena suerte. Gozaba de un breve receso intersemestral, cuando los criminales empedernidos asaltaron este insignificante pueblecito campirano.


Milagros.


Busqué información sobre los Librepensadores. Pertenecían a una secta efímera, compuesta en su mayoría por descendientes de alemanes que creían, al igual que el Abuelo Wills, que ninguna otra cosa, excepto el sueño, les espera tanto a los individuos buenos como a los malos en el Más Allá; que la ciencia había probado que todas las religiones organizadas son puro cuento; que Dios es incognoscible, y que la mayor aportación del ser humano consiste en mejorar la calidad de vida de todos los miembros de su comunidad.


Hermann y Sophia Shultz no fueron las únicas víctimas de la epidemia de difteria. ¡Ni mucho menos! Pero fueron los únicos que pidieron ser enterrados en el campus, que constituía para ellos, según dijeron en su lecho de muerte, tierra sagrada.

Pamela no se sorprendió de verme. El alcohol la prevenía contra cualquier sorpresa. La primera cosa que me dijo fue: «No.» Yo todavía no le había hablado. Pensó que había ido a hacer el amor con ella. Pude entender por qué discurrió eso.

Yo mismo había empezado a considerar semejante opción.

—Sin duda, éste ha sido el mejor año de mi vida, y quiero agradecerte el hecho de que hayas formado parte de él —me dijo irónicamente. Estaba actuando con gran hipocresía.

—¿Cuándo te vas? —le pregunté.

—Nunca —contestó—. Mi caja de velocidades está descompuesta.

Se refería a su Buick de 4 puertas y 12 años de antigüedad, que había obtenido de acuerdo con el convenio de divorcio. Su exmarido acostumbraba burlarse de sus esfuerzos dirigidos a convertirse en una artista seria, incluso la había abofeteado y pateado en ciertas ocasiones. Así que seguramente él fue quien más se rió del resultado de su exhibición individual en Búfalo.

Me contó que una caja nueva de cambios le iba a costar 850 dólares en el pueblo; que el mecánico quería que le pagara en yenes, y que ese sujeto le había insinuado que la reparación le costaría mucho menos si accedía a ir a la cama con él.

—Supongo que nunca hallaste el sitio donde tu suegra escondió el dinero —aseveró.

—No —repuse.

—Tal vez debería ir a buscarlo.

—Estoy seguro de que alguien lo encontró y que nunca revelará el hallazgo.

—Jamás te pedí que me compraras nada. Pero, ahora, ¿qué tal si me regalas una caja de velocidades? Así, cuando alguien me pregunte: «¿Dónde conseguiste esa maravillosa caja de cambios?», yo le podré contestar: «Un antiguo amante me la obsequió. Es un héroe de guerra muy famoso, pero me es imposible dar a conocer su nombre.»

—¿Quién es el mecánico?

—El Príncipe de Gales. Si voy a la cama con él, no sólo arreglará mi caja de velocidades, sino que también me convertirá en la Reina de Inglaterra. Tú nunca me hiciste Reina de Inglaterra.

—¿No es Whitey VanArsdale?

Se trataba de un mecánico del pueblo que solía decir a todos los clientes que se había averiado la caja de cambios. Me lo hizo con el coche que tuve antes del Mercedes, a saber, una camioneta Chevy 1979. Busqué una segunda opinión, que me fue brindada por un estudiante. La caja de velocidades estaba bien. Todo lo que necesitaba era un trabajo de engrasado. En la actualidad, Whitey VanArsdale se halla sepultado, también, junto al establo. Tendió una emboscada a algunos prófugos, pero fue él quien terminó emboscado. En todo caso, su victoria duró 10 minutos. Se escuchó un «pum» y luego, unos cuantos minutos más tarde, un «pum» «pum» a modo de respuesta.


Pamela, sentada en el suelo con la espalda apoyada en la lápida no me hizo lo que Zuzu Johnson me haría poco tiempo después, a saber, identificarme como la causa principal de su desgracia. Lo más que se aproximó Pamela en esa dirección fue cuando me acusó de que yo nunca la había convertido en Reina de Inglaterra. La queja de Zuzu consistía en que yo jamás intenté seriamente casarme con ella, a pesar de todo lo que habíamos platicado en la cama acerca de escaparnos a Venecia, donde ninguno de los 2 habíamos estado. Le había prometido que ahí abriría una florería, puesto que ella estaba muy bien dotada para la jardinería. Le había dicho que yo enseñaría inglés, como segunda lengua, que ayudaría a los sopladores de vidrio locales a colocar sus mercancías en tiendas estadunidenses, etcétera.

Como Zuzu era también una excelente fotógrafa, le había asegurado que pronto rondaría por los embarcaderos de las góndolas, donde podría retratar a los turistas a bordo de tales barcos chatos y venderles las fotografías.

En esas ocasiones en que soñábamos e inventábamos un futuro para ambos, sepultábamos a GRIOTMR.


Consideraba aquellos sueños venecianos como parte del acto amoroso, mi réplica erótica al perfume de Zuzu. Pero ella los tomó muy en serio. Estaba lista para partir. Yo no podía convertirlos en realidad, debido a mis responsabilidades familiares.


Pamela estaba al corriente de mi relación con Zuzu, así como de todas las palabras mágicas u hocus pocus sobre Venecia. Zuzu le había contado.

—¿Sabes qué deberías decirle a cualquier mujer lo suficientemente tonta para enamorarse de ti? —me preguntó Pamela, mirando en dirección a la Montaña Mosquete y no a mí.

—No —contesté.

—¡Bienvenida a Vietnam! —enfatizó.


Ella estaba sentada sobre los ataúdes de los Shultz. Yo me hallaba de pie sobre una cabeza cercenada que sería desenterrada por una retroexcavadora 8 años más tarde. La cabeza había permanecido sepultada tanto tiempo que sólo quedaba de ella el cráneo.

Un especialista en Medicina Forense de la Policía del Estado se encontraba en el lugar de los hechos, cuando el cráneo apareció en la pala mecánica de la excavadora. El sujeto examinó el objeto desenterrado y nos dio su opinión. No creía que hubiese pertenecido a un indio, que fue lo primero que a mí se me ocurrió. Dijo que había pertenecido a una mujer blanca, de unos 20 años de edad. Como no había sido golpeada ni le habían disparado en la cabeza, tenía que ver el resto del esqueleto, a fin de plantear una hipótesis sobre la causa del deceso.

Sin embargo, la retroexcavadora nunca desenterró otro hueso.

Desde luego, la decapitación en sí misma pudo haber bastado.

No obstante, el especialista mostró poco interés al respecto. Llegó a la conclusión, con base en el estudio de la pátina del cráneo, que su dueña había muerto mucho antes de que nosotros naciéramos. Su labor consistía en examinar los cuerpos de las personas que habían sido asesinadas después de la fuga de la prisión, y en formular teorías sobre el modo en que habían sido aniquiladas, por la acción de armas de fuego o lo que haya sido.

En especial, centró su atención en el cadáver de Tex Johnson. Me contó que había visto de todo en su ocupación, pero nunca un hombre que hubiera sido crucificado, con clavos atravesados en manos y pies, y todo lo demás.


Yo deseaba que hablara más del cráneo, pero sólo charló sobre el tema de la crucifixión. Sin duda, tenía muchos conocimientos en la materia.

Me narró un episodio que jamás había considerado: que los judíos, y no exclusivamente los romanos, también crucificaban de vez en cuando a los que encajaban en su idea de criminales. ¡Vivir para ver!

¿Cómo es que nunca antes había escuchado nada al respecto?


Me contó que Darío, Rey de Persia, crucificó a 3 000 individuos considerados enemigos de Babilonia. Asimismo, me refirió que, cuando los romanos sofocaron la revuelta de los esclavos encabezada por Espartaco, ¡crucificaron a 6 000 rebeldes a ambos lados de la Vía Apia!

Afirmó que la crucifixión de Tex Johnson no había sido convencional por varias razones, además del hecho de que el sujeto en cuestión ya estaba muerto o agonizante cuando lo clavaron en las vigas dentro del establo. No lo azotaron. No le proporcionaron una cruz, con objeto de que la cargara hasta el lugar de su ejecución. No colocaron un letrero que indicara cuál había sido su crimen. Y no fijaron en el madero vertical un clavo cuya cabeza escoriara la entrepierna y el trasero del crucificado, cuando éste hubiese intentado moverse en búsqueda de una posición más cómoda.

Tal como lo mencioné al principio del libro, si yo hubiera sido un soldado profesional en épocas remotas, habría crucificado sin ningún problema a mucha gente, siempre que se me hubiese ordenado hacerlo.

O bien, les habría ordenado a mis subordinados que lo hicieran, y les habría explicado cómo hacerlo, en el caso de que hubiera sido un oficial de alto rango.


Les habría enseñado a los reclutas que no hubiesen sabido nada en materia de crucifixiones y que nunca hubieran presenciado alguna, un nuevo término del vocabulario de la ciencia militar de aquel tiempo. He aquí el vocablo: crurifragium. Yo lo aprendí del Médico Forense, y lo encontré tan interesante que corrí por papel y lápiz para anotarlo.

Es una voz latina que alude al acto de «romper las piernas del crucificado con una barra de hierro, a fin de abreviar su sufrimiento». Empero, ese gesto piadoso no convertía a la crucifixión en un club campestre.


¿Qué clase de animal habría sido capaz de ejecutar algo semejante? Mi antiguo yo, creo.


El ahora difunto profesor y monociclista Damon Stern me preguntó, en cierta ocasión, si yo consideraba viable el establecimiento de un mercado donde se comerciara con figuras de Cristo montado en monociclo, en lugar de clavado en la cruz. Se trataba de una broma. No pretendía que le contestara y no le respondí. Algún otro tema de conversación surgió en ese momento.

Pero, en la actualidad, le aclararía, si no lo hubieran asesinado porque intentó salvar a los caballos, que el mensaje más importante implícito en un crucifijo, al menos en mi opinión, consiste en la abominable crueldad con que pueden actuar los seres humanos supuestamente sensatos cuando se hallan bajo las órdenes de una autoridad superior.


Ahora, escuchen esto: cuando me encontraba hojeando ociosamente algunos diarios locales conservados en esta biblioteca, creo que descubrí a quién perteneció el cráneo que, según el especialista, correspondía a una mujer joven de raza caucásica. Quise salir corriendo al patio de la prisión, antiguamente el Patio del colegio, a gritar: ¡Eureka! ¡Eureka!

Mi hipótesis es que ese cráneo perteneció a Letitia Smiley, una estudiante que cursaba el último año de estudios en el Tarkington, supuestamente hermosa y disléxica, que desapareció del campus en 1922, después de haber ganado la tradicional Carrera de Mujeres Descalzas, cuyo recorrido era el siguiente: del campanario a la Casa del Director y de vuelta al punto de partida. Como premio, Letitia Smiley fue coronada Reina de las Lilas. Una vez coronada, se deshizo en lágrimas por razones que nadie pudo entender. Desde luego, algo le inquietaba. Supe por uno de los periódicos de la época, que la gente estaba de acuerdo en que el llanto de Letitia Smiley no era de felicidad.

Una de las sospechas existentes, aunque nadie autorizó su publicación, era que la Srita. Smiley estaba embarazada, como resultado de su relación con algún miembro del estudiantado o con alguno del cuerpo docente. Ahora le hago al detective, disponiendo tan sólo de un cráneo y algunos diarios amarillentos. Pero, al menos, he encontrado lo que la policía fue incapaz de descubrir en ese entonces: lo que pudo constituir una prueba convincente, en manos de un forense experto en cráneos, de que Letitia Smiley ya no se hallaba en el mundo de los vivos. La mañana posterior al día en que fue coronada Reina de las Lilas, apareció en su cama un muñeco hecho con toallas de baño enrolladas y cuya cabeza era un balón de fútbol. Se lo había regalado un admirador del Union College, sito en Schenectady. El muñeco tenía pintada la leyenda siguiente: «Union 31-Hobart 3.» Aparte de eso, sólo una espesa capa de humo.


Un dentista no habría sido útil en la identificación del cráneo, ya que quienquiera que haya sido su dueño nunca tuvo sino una simple cavidad para ser llenada. Quienquiera que haya sido disponía de una dentadura perfecta. ¿Quién podría decirnos en la actualidad, en el año 2001, si Letitia Smiley, que ahora tendría 100 años, contaba con una dentadura perfecta?

Ésa era la manera con base en la cual se identificaban muchos de los cadáveres más mutilados en Vietnam, a saber, por su dentadura imperfecta.


No existe una ley de prescripción en relación con el homicidio, el crimen más terrible de todos, según dicen. ¿Pero qué edad tendría ahora su asesino? Si fue quien sospecho, habría cumplido 135 años. Me parece que no fue nadie más que Kensington Barber, el Administrador del Colegio Tarkington en esa época. Este sujeto pasó sus últimos días en el Hospital Estatal para Enfermos Mentales de Batavia. Estoy seguro de que fue él, habiendo estado autorizado para verificar las camas en los dormitorios de hombres y mujeres, quien confeccionó el muñeco cuya cabeza era un balón de fútbol.

Creo que Letitia Smiley ya había fallecido para entonces.

Y consta en los registros públicos que fue el Administrador quien encontró el muñeco.


El médico forense de la Policía Estatal mencionó que era extraño que no se hubiesen hallado cabellos unidos al cráneo. Opinaba que se había arrancado o hervido el cuero cabelludo antes del entierro, para dificultar la identificación de los restos. ¿Y qué descubrí? Que Letitia fue famosa en su corta vida por su larga cabellera dorada. La descripción periodística de la carrera en que participó y ganó alude repetidamente a su pelo rubio.

Sí, y el mismo artículo noticioso nos presenta a Kensington Barber como la única fuente de la afirmación siguiente: que Letitia estaba profundamente angustiada por su romance tormentoso con un hombre de Scipio mucho mayor que ella. El Administrador habría deseado que él o alguien de Scipio supiera el nombre del sujeto, a fin de que la policía lo interrogara.

En otra nota, Barber le dijo al reportero que había planeado llevar a su familia a Europa ese verano, pero que permanecería en Scipio con objeto de hacer todo lo posible por clarificar el misterio en que se había convertido Letitia Smiley. ¡Cuánta aplicación al deber!

Envió a su esposa y a sus 2 hijos a Europa. Como el campus se encontraba casi desierto durante el verano, salvo por la presencia del personal de mantenimiento, que por cierto trabajaba bajo sus órdenes, pudo haberse asegurado fácilmente su aislamiento mandando a los empleados a laborar en otra parte del campus mientras él enterraba pequeñas porciones de Letitia, utilizando quizá un azadón.


Asimismo, debo preguntarme, a la luz de mis propias experiencias en materia de relaciones públicas hocus pocus y de la historia reciente de mi Gobierno, si había en 1922 mucha gente que pudiera atar cabos tan fácilmente como yo lo acabo de hacer. Si se considera cuál había llegado a ser el principal negocio de Scipio, el colegio, se puede concluir que hubo un encubrimiento masivo.

Kensington Barber sufrió un ataque nervioso al final del verano y fue enviado, como ya dije, a Batavia. El Director del Tarkington en ese entonces, Herbert VanArsdale, quien no tenía ninguna relación con Whitey VanArsdale, el mecánico deshonesto, atribuyó el colapso mental del Administrador al agotamiento resultante de sus incansables esfuerzos dirigidos a resolver el misterio de la desaparición de la Reina de las Lilas de rubios cabellos.