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No fueron los Ángeles del Infierno.

No fueron individuos pertenecientes a la clase baja.

Se trataba de una caravana de automotores en poder de estadounidenses muy exitosos integrados en su mayoría por motocicletas, aunque también había limosinas. El desfile era encabezado por Arthur Clarke, el multimillonario amante de la diversión. Él mismo montaba una motocicleta, en cuyo sillín trasero viajaba, sujetándose para salvar la vida y con la falda encaramada hasta la entrepierna, Gloria White, ¡la vitalicia estrella del cine de 60 años de edad!

Cerraba la caravana un camión equipado con altoparlantes y un remolque, donde transportaba un globo aerostático desinflado. Cuando el globo fue hinchado con aire caliente en el centro del Patio, ¡resultó que tenía la forma del castillo irlandés poseído por Clarke!


Cof, cof. Silencio. Dos más: cof, cof. Sí, ya estoy bien. Cof. Eso es. De veras, ya estoy bien. Paz.


No se trataba de Arthur C. Clarke, el autor de ciencia ficción que escribió obras relacionadas con el destino de la humanidad en otras partes del Universo. Éste era Arthur K. Clarke, el multimillonario especulador y editor de publicaciones en materia de finanzas.


Cof. Perdón. Un poco de sangre brotó en esta ocasión. Para decirlo con las palabras inmortales del Bardo de Stratford-Upon-Avon:

«¡Lejos de mí esta horrible mancha!… Ya es la una… Las dos… Ya es hora… Qué triste está el infierno… ¡Vergüenza para ti, señor mío!… ¡Guerrero y cobarde!… ¿Y qué importa que se sepa, si nadie puede juzgarnos?… Pero, ¿cómo tenía aquel viejo tanta sangre?»

Amén. Y un agradecimiento especial a Familiar Quotations de Bartlett.


Cuando estuve en el Ejército, leí muchos libros de ciencia ficción, incluyendo El fin de la infancia de Arthur C. Clarke, que considero su obra maestra. Este autor era mejor conocido por la versión cinematográfica de su obra 2001: una odisea del espacio. Por cierto, 2001 es el año en que me encuentro ahora escribiendo y tosiendo.

En Vietnam, tuve en 2 ocasiones la oportunidad de ver 2001. Recuerdo a 2 soldados heridos, sentados en silla de ruedas, en la primera fila del auditorio donde proyectaron ese filme. De hecho, toda la primera fila estaba formada con sillas de ruedas. A los 2 soldados en cuestión les habían destrozado los pies, pero parecían estar bien de las rodillas para arriba y no sentir ningún dolor. Supongo que estaban esperando ser transportados de regreso a Estados Unidos, donde podrían someterlos a alguna prótesis. No creo que ninguno de los 2 fuera mayor de 18 años. Uno era negro y el otro blanco.

Cuando las luces se encendieron, intercambiaron impresiones.

—A ver, explícame: ¿qué fue todo eso? —preguntó el negro.

—No lo sé, no lo sé. Sería feliz con tan sólo poder regresar al Cairo, Illinois —respondió el blanco, pronunciando «queiro» en lugar de «cairo».

Mi suegra acostumbraba decir que había nacido en «Pirú», Indiana, en lugar de «Perú», Indiana.

En cuanto al nombre de otro pueblo de Indiana, Brasil, la vieja Mildred lo pronunciaba así: «bresil».


Arthur K. Clarke se dirigía al Tarkington, con objeto de recibir el título honorario de Gran Contribuyente al Bachillerato de Artes y Ciencias.

Por ley, el colegio no podía conferir ningún tipo de rango académico que se prestara a la interpretación de que el recibidor había trabajado arduamente para obtenerlo. Recuerdo que Paul Slazinger, el ex-Escritor Residente, se oponía a que las verdaderas instituciones de educación superior otorgaran grados honorarios donde se hallara incluido el término «Doctor». Quería que en su lugar se utilizaran las palabras «Funcionario Engreído».

A pesar del matiz planteado por Slazinger, cuando se estaba desarrollando la Guerra de Vietnam, un muchacho pudo evitar el alistamiento matriculándose en el Tarkington. Para la Junta de Reclutamiento, el Tarkington era un verdadero plantel de educación superior, como el mit. Esto muy bien pudo ser resultado de una maniobra política.

Tuvo que haber sido una maniobra política.


Todo el mundo estaba enterado de que Arthur Clarke iba a recibir un certificado carente de valor. Pero solamente Tex Johnson, los policías del campus y el Administrador sabían cuan espectacular sería su llegada al colegio. Se trataba de un operativo militar ordinario. Las motocicletas, alrededor de unas 30, y el globo habían sido apostados, desde el amanecer, en el establecimiento localizado a espaldas del Café del Gato Negro.

Clarke, Gloria White y todos los demás, incluyendo a Henry Kissinger, habían sido trasladados desde el aeropuerto de Rochester hasta ese sitio en limosinas, seguidas por el camión equipado con altoparlantes. Kissinger no conduciría una motocicleta. Ni tampoco lo harían algunos otros, quienes preferían efectuar el recorrido completo a bordo de limosinas.

Al igual que los motociclistas, los pasajeros de las limosinas lucían cascos protectores áureos, decorados con signos de dólares.


Afortunadamente, Tex Johnson sabía que Clarke arribaría en motocicleta; en caso contrario, hubiese sido capaz de dispararle con el rifle israelí que había comprado en Oregón.


La gran llegada de Clarke bien pudo constituir un ensayo general del Día del Juicio Final. Sólo San Juan Evangelista podría haber imaginado un espectáculo tan absolutamente apabullante, compuesto de ruido, humo, oro, leones, águilas, tronos, celebridades, maravillas ascendiendo al cielo, etcétera. Arthur K. Clarke creó un apocalipsis de verdad, echando mano de la tecnología moderna y de toneladas de billetes.

Los motociclistas de los cascos áureos se alinearon formando un cuadrado en el Patio; sus poderosos corceles daban hacia fuera del cuadrado y no se cansaban de rugir.

Los operarios ataviados con monos de trabajo blancos comenzaron a inflar el globo.

El camión equipado con altoparlantes desgarró el aire al reproducir el estruendo de una banda de gaitas.

Arthur Clarke, montando a horcajadas su moto, miraba en mi dirección. Eso se debía a que sus entrañables amigos de la Junta Directiva le saludaban desde el edificio ubicado justo detrás de mí. Me sentía profundamente ultrajado ante la demostración de que muchos billetes podían comprar mucha felicidad.

Me esmeré en bostezar. Le di la espalda a él y a su espectáculo. Me alejé del lugar como si hubiese tenido cosas mucho más interesantes por hacer que mirar boquiabierto a un imbécil.

En consecuencia, no me di cuenta de la rotura del cable del globo ni de que éste, libre como yo, flotaba sobre la prisión ubicada al otro lado del lago.


Todo lo que los prisioneros podían mirar del mundo exterior era el cielo. Algunos de ellos se hallaban en el patio de ejercicios y vieron, por unos instantes, un castillo que se deslizaba en las alturas. ¿Qué diantres podían explicar aquello?


«Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueña tu filosofía»: Familiar Quotations, de Bartlett.


Ese castillo vacío y carente de amarras, un juguete a merced del viento, se parecía mucho a mí. De hecho, éramos tan parecidos que yo mismo realizaría una visita sorpresiva a la prisión antes de ponerse el Sol.

Si el globo hubiera estado tan cerca como yo del suelo, habría volado de un lugar a otro antes de alcanzar la altura suficiente para que el viento lo condujera a través del lago. Sin embargo, lo que provocó que yo cambiara el curso, no fueron las ráfagas azarosas, sino la posibilidad de toparme con ciertas personas que tenían el poder de hacerme sentir aún más incómodo. En particular, no deseaba encontrarme con Zuzu Johnson, ni con la Artista Residente, Pamela Ford Hall, que estaba a punto de partir.

Empero, siendo como es la vida, me topé desde luego con las 2.


En todo caso, hubiera preferido encontrarme con Zuzu y no con Pamela, porque ésta estaba desmoralizada por completo y aquélla no. Pero, como ya lo dije, me topé con ambas.

No fui yo quien empujó a Pamela al borde del precipicio, sino su exhibición individual en Búfalo, verificada un par de meses atrás. Lo que salió mal en la citada exposición le pareció divertido a todo el mundo salvo a ella, y apareció en los periódicos y en la TV. Durante un par de días, ella constituyó el lado amable de las noticias, un aligeramiento cómico con respecto a los informes que versaban sobre el rápido crecimiento de los glaciares en los polos y la desertificación del área donde alguna vez había estado el bosque tropical de la Amazonia. Y estoy seguro de que había tenido lugar otro derrame de petróleo. Siempre había algún derrame de petróleo.

Si Denver, Santa Fe y El Havre, Francia, aún no habían sido evacuadas debido a la contaminación de sus suministros de agua con desechos atómicos, pronto tendrían que hacerlo.


Lo que sucedió en la exhibición individual de Pamela le dio a muchas personas la oportunidad de burlarse del arte moderno, el cual sólo gustaba, supuestamente, a la gente rica.

Ya mencioné que Pamela trabajaba con poliuretano, un material moldeable y ligero, y que huele a orines cuando está caliente. Sus esculturas eran de formato pequeño: mujeres ataviadas con faldas largas, sentadas y con el tronco encorvado de tal manera que no se les veía la cara. Una caja de zapatos podría haber contenido a 1 de ellas.

Las figuras fueron exhibidas en pedestales, pero cabe destacar que no estaban adheridas a ellos. No se consideró que el viento resultara problemático, puesto que mediaban 3 pares de puertas entre las esculturas y la entrada principal al museo, ubicada frente al Lago Erie.


El museo, el Centro Hanson para las Artes, era completamente nuevo, un regalo ofrecido a la ciudad por una heredera de Rockefeller, quien habitaba en Búfalo y había obtenido gran cantidad de dinero con la venta del Rockefeller Center de Manhattan a los japoneses. Se trataba de una anciana que se desplazaba en silla de ruedas. No había pisado una mina en Vietnam. En mi opinión, la edad avanzada le había inutilizado sus piernas, así como la prolongada espera a que se vendieran las propiedades de Rockefeller, lo cual finalmente le proporcionó un poco de plata para variar.

La prensa se encontraba presente, porque se trataba de la gran inauguración del Centro. La primera exhibición individual de Pamela Ford Hall, denominada «Mujeres Pepenadoras», era un acto secundario, excepto por el hecho de que se había montado en la galería, donde tocaba un cuarteto de cuerdas, y se servían canapés y champaña. Era una reunión de etiqueta.

La donante, la Srita. Hanson, fue la última en llegar. Ella y su silla de ruedas fueron depositadas a la entrada del vestíbulo. En ese momento, los 3 pares de puertas que se interponían entre las mujeres pepenadoras de Pam y el Polo Norte se abrieron de par en par. Todas las mujeres desamparadas se cayeron de su pedestal. Volaron por el piso, y se amontonaron en los frisos, los cuales ocultaban los ardientes tubos de la calefacción.

Las cámaras de TV captaron todo, salvo el olor del poliuretano caliente. ¡Qué alivio contra las preocupaciones mundanas! ¿Quién dice que las noticias siempre son desagradables?