Leí sobre la Segunda Guerra Mundial. Civiles y soldados por igual, e incluso los niños, estaban orgullosos de haber participado en ella. En apariencia, todo mundo sentía que había formado parte de esa guerra. Sí, y las dolencias y la muerte de soldados, marineros e Infantes de Marina fueron sentidas al menos un poco por la población en su conjunto.
Pero la Guerra de Vietnam pertenece exclusivamente a aquellos de nosotros que peleamos en ella. Supuestamente, nadie más tiene nada que ver con ella. Todos los otros son tan puros como la nieve. Sólo nosotros somos estúpidos y sucios, por haber luchado en dicha guerra. Cuando perdimos, lo tuvimos bien merecido por haberla iniciado. La tarde en que enloquecí temporalmente en un restaurante chino de la Plaza Harvard, todo el mundo era exitoso excepto yo.
Antes de que me encolerizara, el viejo amigo de Mildred, oriundo de Perú, Indiana, me habló como si yo hubiese sido un pedicuro o un contratista de láminas metálicas, y no como un individuo que había arriesgado su vida, y sacrificado el sentido común y la decencia en nombre de los demás.
Según decía, él participaba en el juego de la eliminación de los desechos médicos en Indianápolis. Ése es un agradable negocio sobre el cual charlar en un restaurante chino, en donde todo el mundo manipula palillos de los que cuelga vaya a saber qué.
Me contó que sus problemas cotidianos en materia laboral tenían mucho que ver tanto con la estética como con la toxicidad. Tales fueron sus palabras «estética» y «toxicidad».
—A nadie le gustaría encontrar un pie, un dedo o algo por el estilo en el recipiente donde se deposita la basura o en un muladar, a pesar de que dichos trozos de cadáveres no sean más peligrosos para la salud pública que los restos de una costilla asada —explicó.
Me preguntó si había algún platillo en su mesa que yo quisiera probar, puesto que había ordenado demasiado.
—No, gracias, señor —le contesté.
—En realidad, mi propuesta equivale a llevar hierro a Vizcaya —afirmó.
—¿Perdón? —indagué.
Intentaba no escucharle y dirigí la mirada al sitio menos indicado para distraerme, esto es, el rostro de mi suegra. En apariencia, esa lunática potencial no tenía ningún lugar adonde ir y se había convertido en miembro permanente de nuestro hogar. Se trataba de un hecho consumado.
—Bueno, usted ha participado en la guerra —me dijo, utilizando un tono tal que daba a entender que la guerra había sido exclusivamente mía—. Quiero decir que ustedes tuvieron que llevar a cabo cierta cantidad de limpieza a fondo.
Entonces fue cuando el muchacho acarició con palmaditas mis cabellos. Mi cerebro explotó como una cantimplora llena de nitroglicerina.
Mi abogado, mucho más animado por las 2 listas que estoy preparando, y por el hecho de que nunca me he masturbado y de que me gusta el quehacer doméstico, me preguntó ayer por qué nunca utilizo palabrotas. Me encontró lavando las ventanas de esta biblioteca, aunque nadie me había ordenado que lo hiciera.
De manera que le expliqué la idea de mi abuelo materno a ese respecto: que las obscenidades autorizan a la mayoría de los individuos a no escuchar respetuosamente cualquier cosa que se les diga.
Le narré una vieja historia que el Abuelo Wills me había contado y que versa sobre un pueblo donde todos los días se disparaba un cañonazo al mediodía. En cierta ocasión, el artillero se enfermó súbitamente y no pudo accionar el cañón.
En consecuencia, ese mediodía fue silencioso.
Cuando el sol llegó al cenit, todos los moradores del pueblo estaban intrigados. Entonces, se preguntaron entre sí con gran asombro: «¡Santo Cielo! ¿Qué fue eso?»
Mi abogado deseaba saber qué relación había entre esa historia y el hecho de que yo no dijera groserías.
Le contesté que en una era tan malhablada como la presente, la expresión «¡Santo Cielo!» tenía la misma capacidad de estremecer que un cañonazo.
Allí en la Plaza Harvard, cuando transcurría 1975, Sam Wakefield se convirtió de nueva cuenta en el timonel de mi destino. Me pidió que permaneciera en la acera, donde me sentiría a salvo. Temblaba como una hoja. Quería ladrar como un perro.
Entró en el restaurante, calmó a empleados y comensales, y ofreció pagar todos los daños en ese preciso instante. Tenía una esposa muy rica, Andrea, quien se convertiría en Decano de las Mujeres del Tarkington al cabo del suicidio de su marido. Andrea murió 2 años antes que se verificara la fuga de la prisión, motivo por el cual no fue sepultada al lado de muchos otros, junto al establo, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.
Ella está enterrada junto a su esposo en Bryn Mawr, Pennsylvania. De cualquier forma, el glaciar podría arrastrarlos también hasta Virginia Occidental o hasta Maryland. ¡Bon Voyage!
Andrea Wakefield fue la 2.a persona con la que hablé después de haber sido despedido del Tarkington; Damon Stern fue la 1a. Estoy retomando los sucesos de 1991. Prácticamente todos los demás se encontraban comiendo langosta. Andrea llegó hasta mí después de haberse topado con Stern en otro punto del Paseo Principal.
—Pensé que te hallabas en el Pabellón comiendo langosta —me dijo.
—No tengo hambre —repuse.
—No tolero que tengan que hervirlas vivas. ¿Sabes qué me acaba de contar Damon Stern?
—Estoy seguro de que algo interesante.
—Que durante el reinado de Enrique 8.° de Inglaterra, los falsificadores eran hervidos vivos.
—La farándula. ¿Los hervían vivos en un sitio público?
—No me lo dijo. Y tú, ¿qué estás haciendo aquí?
—Tomando el sol.
Me creyó. Se sentó junto a mí. Ya traía puesta la toga para la procesión académica previa a la graduación. Su birrete la identificaba como una egresada de la Sorbona de París, Francia. Además de sus obligaciones de Decano, relacionadas con la solución de problemas tales como embarazos no deseados, drogadicción, etcétera, daba clases de francés, italiano y pintura al óleo. Provenía de una antigua familia auténticamente distinguida de Filadelfia, que había brindado a la civilización gran número de maestros, abogados, médicos y artistas. En realidad, ella pudo haber sido lo que Jason Wilder y varios Directivos del Tarkington se jactaban de ser: las criaturas más evolucionadas del planeta.
Ella era mucho más inteligente que su esposo.
Siempre quise preguntarle cómo fue que una cuáquera llegó a casarse con un soldado profesional, pero nunca lo hice.
Ahora es demasiado tarde.
A pesar de la edad que tenía en ese entonces, que era alrededor de 60, 10 años mayor que yo, Andrea era la mejor patinadora artística del cuerpo docente. Creo que el patinaje artístico, cuando Andrea Wakefield podía encontrar al compañero adecuado, era puro erotismo para ella. El General Wakefield no sabía ni siquiera patinar. La mejor pareja que ella encontró en la pista de hielo del Tarkington fue, quizá, Bruce Bergeron: el niño que se quedó atrapado en un elevador de Bloomingdale’s; el joven que no pudo ingresar a ningún colegio salvo el Tarkington; el egresado que participó en un espectáculo sobre hielo; el hombre que fue asesinado por alguien que parecía odiar a los homosexuales, o que había amado demasiado a uno de ellos.
Andrea y yo nunca fuimos amantes. Estaba muy satisfecha y era demasiado vieja para mí.
—Quiero que sepas que creo que eres un Santo —me dijo Andrea.
—¿Cómo es eso? —le pregunté.
—Eres muy amable con tu esposa y tu suegra.
—Bueno, ser amable con ellas es más sencillo que lo que hice por los Presidentes, Generales y Henry Kissinger.
—Pero esto es voluntario.
—También aquello lo fue. Fui un soldado entusiasta y fervoroso.
—Cuando reflexiono sobre cuántos hombres deshacen hoy día su matrimonio a causa de la más mínima inconveniencia o incomodidad, todo lo que se me ocurre pensar es que tú eres un Santo.
—Ellas no querían venir acá, ¿sabes? Eran muy felices en Baltimore, donde Margaret se hubiera convertido en una fisioterapeuta.
—¿No es este valle lo que las enfermó, verdad? ¿No es este valle el que enfermó a mi marido?
—Es un reloj lo que las enfermó. Y ese reloj las habría alcanzado a ambas, no importa en donde hubieran estado.
—Lo mismo pienso de Sam. No puedo sentirme culpable.
—No deberías.
—Cuando renunció al Ejército y se unió al movimiento pacifista, creí que estaba intentando detener el reloj. No funcionó.
—Lo extraño.
—No dejes que la guerra también te mate a ti.
—No te preocupes.
—¿Aún no has encontrado el dinero? —me preguntó.
Se refería al dinero que Mildred había obtenido por la venta de la casa de Baltimore. Cuando Mildred todavía estaba perfectamente cuerda, lo depositó en la sucursal de Scipio del First National Bank de Rochester. Pero después lo retiró, cuando el banco fue adquirido por el Sultán de Brunei, sin decirnos nada ni a Margaret ni a mí. Escondió los billetes en algún lugar, pero no podía recordar dónde.
—Ya ni siquiera pienso en él —repuse—. Lo más probable es que alguien lo haya encontrado. Pudo haber sido una pandilla de muchachos. Pudo haber sido alguien que trabajaba en la casa. Quienquiera que haya sido, no abrirá la boca.
Hablábamos de más de 45 000 dólares.
—Sé que me debería importar, pero sucede que no me importa en absoluto —comenté.
—La guerra te hizo eso —exclamó.
—¿Quién sabe? —concluí.
Mientras charlábamos bajo los rayos solares, el rugido de una poderosa motocicleta retumbó por todo el valle. Al parecer, el estruendo provenía de la zona donde se localizaba el Café del Gato Negro. Después, se escuchó otro rugido y, luego, otro más.
—¿Los Ángeles del Infierno? —preguntó—. ¿Quieres decir que en realidad va a suceder?
Andrea se refería a una anécdota relacionada con Tex Johnson, el Director del Colegio, quien había visto tantas películas de motocicletas, que había llegado a la conclusión de que el campus podría ser asaltado algún día por los Ángeles del Infierno. Como esa fantasía se volvió tan real para él, compró un rifle israelí de francotirador, equipado con mira telescópica y municiones, en una botica de Portland, Oregón. El y Zuzu habían ido a esa ciudad para visitar a la media hermana de Zuzu. El arma en cuestión fue el objeto que provocó la posterior crucifixión de Tex.
Sin embargo, en ese momento, el temor de Tex no parecía tan cómico. Un coro vigoroso y apocalíptico, integrado por bajos profundos o rugidos de vehículos de 2 ruedas, se hacía cada vez más sonoro y cercano. ¡No había duda de ello! ¡Quienquiera que fuese, su destino no podía ser otro que el Tarkington!