Sin duda, esa noche, me emborraché con Pamela e hicimos el amor. Más tarde, relaté todo lo que sabía sobre la Guerra de Vietnam a un puñado de estudiantes que se hallaban en el Pabellón Pahlavi. Y Kimberley Wilder grabó mis comentarios.
Nunca antes había probado el licor de zarzamora. Y no quiero volver a ingerirlo. Me hizo cosas malas. Provocó que llorara como un bebé por el asunto de la guerra. Algo que había jurado que jamás haría.
Si en este momento pudiera ordenar alguna bebida, pediría un delicioso Rob Roy en las Rocas, a saber, un cóctel de vermut con whisky escocés. Ésa es otra bebida que una mujer me hizo tomar por vez primera; ocasionó mi risa en lugar de mi llanto, así como que me enamorara de la dama en cuestión.
Eso sucedió en Manila, después de que el excremento llegó al aire acondicionado en Saigón. Ella era Harriet Gummer, la corresponsal de guerra oriunda de Iowa. Tuvo un hijo mío y nunca me lo dijo.
¿El nombre del vástago? Rob Roy.
Después de haber hecho el amor, Pamela me formuló la misma pregunta que Harriet me había planteado en Manila 15 años atrás. Se trataba de algo que ambas debían saber. Las 2 me preguntaron si había matado a alguien en la guerra.
Le respondí a Pamela lo mismo que le había contestado a Harriet: «Si yo fuera un avión de combate, y no un ser humano, habría pocos retratos de personas pintados sobre mí.»
Debí haberme ido directo a casa después de haber dicho aquello. Pero, en cambio, me dirigí al Pabellón. Necesitaba que una audiencia mayor escuchara esa gran frase mía.
Así que entré violentamente en el salón principal, donde un grupo de estudiantes estaban reunidos frente a la gran chimenea. Durante la fuga de la prisión, la chimenea sería utilizada para asar carne de caballo y perro. Me coloqué entre los estudiantes y el hogar, de manera que no hubiese forma de que ellos pudieran ignorarme, y les dije: «Si yo fuera un avión de combate, y no un ser humano, habría pocos retratos de personas pintados sobre mí.»
Y continué con base en esa afirmación.
¡Estaba tan lleno de autocompasión! Eso fue lo que encontré insoportable cuando Jason Wilder reprodujo mis palabras. ¡Estaba tan borracho que actué como una víctima!
Las escenas de crueldad, estupidez y desperdicio inenarrables que describí esa noche no eran más atroces que los programas ultrarrealistas de TV sobre Vietnam, los cuales se habían convertido en clásicos del entretenimiento. Cuando referí a los estudiantes el episodio de la cabeza humana que descansaba en medio de las vísceras de un carabao, estoy seguro de que ellos pensaron que la cabeza era de cera y que las vísceras pertenecían a algún animal grande pero no necesariamente a un carabao de verdad.
¿Qué diferencia podría haber habido entre una cabeza real y una de cera, entre unas vísceras pertenecientes a un carabao y unas vísceras pertenecientes a otro animal grande?
Ninguna.
Una vez concluida la cinta, Jason Wilder se dirigió a mí en tono amable y razonable.
—¿Por qué demonios quería usted contar tales historias a los jóvenes, quienes deben amar a su país?
Deseaba tanto conservar mi empleo, y la casa incluida en el contrato laboral, que ofrecí una respuesta estúpida.
—Les estaba hablando de hechos históricos, y creo que había ingerido un poco de alcohol. En general, no bebo tanto.
—Estoy seguro —repuso—. Me han dicho que usted es un hombre con muchos problemas, pero que el licor no ha sido 1 de los más consistentes. Digamos que su aparición en el Pabellón constituyó una lección de historia bien intencionada de la cual perdió de modo accidental el control.
—Eso fue precisamente lo que sucedió, señor.
Sus manos de bailarina de ballet revoloteaban de acuerdo con la lógica de sus razonamientos, antes de volver a tomar la palabra. Era un colega pianista.
—En primer lugar, usted no fue contratado para impartir la cátedra de Historia. En segundo, los estudiantes del Tarkington no necesitan instrucciones adicionales en materia de sensaciones de derrota. No estarían aquí, si ellos mismos no hubieran experimentado una y otra vez el fracaso. En mi opinión, el milagro que ha venido ocurriendo en el Lago Mohiga desde hace más de un siglo ha sido lograr que los jóvenes que han fallado en repetidas ocasiones empiecen a pensar en la victoria, dejando de abandonarse a la desesperanza.
—Sólo sucedió una vez, y lo siento.
Cof. Sólo un cof.
Wilder sostuvo que él no consideraba profesor a un individuo que se mostraba tan negativo acerca de todo.
—A un sujeto semejante lo llamaría «antiprofesor» porque, en lugar de meter ideas en la cabeza de los alumnos, las extrae.
—Yo no sabía que me mostraba negativo acerca de todo —puntualicé.
—¿Qué es lo primero que los estudiantes ven cuando entran en la biblioteca?
—¿Libros?
—Todas esas máquinas de movimiento perpetuo —aclaró—. Ya vi la exhibición y el letrero instalado en la pared. No tenía idea de que usted fuera el responsable de ese letrero —señaló, refiriéndose a aquel que reza «LA COMPLICADA FUTILIDAD DE LA IGNORANCIA»—. Todo lo que puedo decirle es que no me gusta que mi hija ni que los hijos de otras personas vean un mensaje tan negativo cada vez que entran en la biblioteca.
—¿Qué tiene de negativo?
—¿Qué palabra es más negativa que aquélla de futilidad?
—Ignorancia.
—¡Ahí tiene!
De alguna manera, le había proporcionado el argumento necesario para derrotarme.
—No le entiendo —comenté.
—¡Exacto! Es obvio que usted no comprende con qué facilidad se desanima el estudiante típico del Tarkington, cuan sensible es a las sugerencias de que ya no intente ser inteligente. La palabra futilidad significa: «Renuncia, renuncia, renuncia.»
—¿Y qué significa ignorancia?
—Si se coloca ese término en la pared y si se le da la importancia que usted le ha otorgado, se convierte en un horrible eco de lo que muchos tarkingtonianos escucharon antes de llegar aquí: «eres tonto, eres tonto, eres tonto.» Y es claro que no lo son.
—Nunca dije que lo fueran.
—Usted debilita la ya de por sí menguada autoestima de los estudiantes, sin darse cuenta de ello. También los desconcierta al emplear un sentido del humor propio de los cuarteles, pero sin duda inadecuado para una institución de enseñanza superior.
—¿Se refiere a lo que dije sobre los Yenes y la felación? Nunca lo hubiera dicho si hubiese sabido que algún estudiante podía escucharme.
—Me refiero al vestíbulo de la biblioteca.
—No creo que exista otra cosa en ese letrero que lo haya ofendido.
—No fui yo quien se ofendió, sino mi hija.
—Me rindo —confesé; no actué como un sujeto insolente, sino como 1 despreciable.
—El mismo día en que Kimberley le escuchó hablar sobre los Yenes y la felación, antes de que se iniciaran las clases, 1 de los estudiantes avanzados la condujo a ella y a otros novatos a la biblioteca, para informarles que los badajos ahí colgados son penes petrificados. Sin duda, se trataba de una broma propia de soldados que el estudiante había escuchado en los labios de usted.
En esa ocasión, no tuve que defenderme. Varios de los directivos aseguraron a Wilder que el acto de contar a los principiantes que los badajos eran penes constituía una tradición previa a mi llegada al campus.
Esa fue la única vez que me defendieron, a pesar de que 1 de ellos había sido mi alumna, Madelaine Peabody de Astor, y de que 5 de ellos eran padres de discípulos míos. Madelaine me envió después una carta, dictada por ella, donde me explicaba que Jason Wilder había amenazado con denunciar al colegio en su columna periodística y en su programa de TV, si los directivos no me despedían. En consecuencia, no se atrevieron a salir en mi auxilio.
Me aclaró también que, al igual que Wilder, era católica romana, motivo por el cual se había escandalizado de mi afirmación, registrada en la cinta, de que Hitler era católico romano, y que los nazis pintaban cruces en sus tanques y aviones porque se autoconsideraban un ejército cristiano. Wilder reprodujo esa cinta justo después de haberse aclarado mi nula responsabilidad en la costumbre de contar a los novatos que los badajos eran penes.
De nuevo enfrentaba enormes dificultades por el mero hecho de repetir lo que otra persona había dicho. Esta vez, no se trataba de una idea de mi abuelo, ni de ningún otro individuo que estuviese fuera del alcance de los Directivos, como Paul Slazinger. Se trataba de algo que mi mejor amigo, Damon Stern, había sostenido en la clase de Historia un par de meses atrás.
Jason Wilder creía que yo era un antiprofesor, porque nunca había escuchado a Damon Stern. No obstante, Stern jamás se refirió a la espantosa verdad contenida en acciones humanas supuestamente nobles de tiempos recientes. Todo aquello que solía bajar de su pedestal había ocurrido, más o menos, antes de 1950.
Sucede que acudí a la clase donde planteó que Hitler era un devoto católico romano. Señaló algo de lo que no me había percatado antes, algo que en ese momento descubrí, algo que la mayoría de los cristianos se niegan a admitir: que la svástica nazi pretendía ser una versión de la cruz cristiana, a saber, una cruz construida con hachas. Stern explicó que los cristianos habían experimentado muchos problemas intentando negar que la cruz gamada era tan sólo otra cruz; según ellos, era un símbolo primitivo perteneciente al pantano primordial del pasado pagano.
Y la condecoración militar nazi más importante era la Cruz de Hierro.
Y los nazis cubrían de cruces ordinarias todos sus tanques y aviones.
Supongo que salí del salón de clases un poco aturdido. ¿Y con quién creen que topé? En efecto, con Kimberley Wilder.
—¿Qué se dijo el día de hoy? —me preguntó.
—Que Hitler era cristiano —le contesté—. Que la svástica es una cruz cristiana.
Y ella registró eso en la cinta.
No delaté a Damon Stern con los Directivos. El Tarkington no era la Point. En esta última, la delación constituía un honor.
Asimismo, Madelaine estuvo de acuerdo con Wilder en otra cuestión, a saber, en que no debía haber asegurado a mis estudiantes de Física que los rusos, y no los estadounidenses, fueron los primeros en fabricar una bomba de hidrógeno lo suficientemente portátil para ser utilizada como arma: «Aunque eso sea cierto, cosa que no creo, qué te ganabas con afirmarlo.»
Además, me expuso en su carta que el movimiento perpetuo era posible, sólo se necesitaba que los científicos trabajaran con más empeño en lograrlo.
Sin duda, ella sufrió un retroceso intelectual después de haber aprobado los exámenes orales para la obtención del grado de Bachiller en Artes y Ciencias.
Acostumbraba a dictar mis clases de modo tal que cualquiera que creyera en la posibilidad del movimiento perpetuo, merecía ser hervido vivo como una langosta.
También era estricto en materia del Sistema Métrico. Había adquirido fama por volver la espalda a los estudiantes que mencionaban pies, libras o millas.
Odiaban que les hiciera eso.
Desde luego, no me atreví a continuar con esas costumbres pedagógicas en la prisión ubicada al otro lado del lago.
De todos modos, en virtud de que la mayoría de los presos habían estado en el negocio de las drogas, y eran oriundos del Tercer Mundo o trataban con gente del Tercer Mundo, el Sistema Métrico les resultaba completamente familiar.
En lugar de delatar a Damon Stern como el autor de la afirmación de que los nazis eran cristianos, expliqué a los directivos que había escuchado esa idea en la Radio Pública Nacional. Dije que me apenaba el haberla transmitido a una estudiante.
—Debí haberme mordido la lengua —agregué.
—¿Qué tiene que ver Hitler con la Física o la apreciación musical? —preguntó Wilder.
Pude haberle contestado que quizá Hitler no sabía más de física que cualquiera de los miembros de la Junta Directiva, pero que sin duda amaba la música. Según me enteré, cada vez que una sala de conciertos era bombardeada, él ordenaba que la reconstruyeran inmediatamente, como un objetivo de máxima prioridad. Creo que, en realidad, escuché eso en la Radio Pública Nacional. Empero, preferí responder de otro modo.
—Si hubiera sabido que iba a perturbar a Kimberley tanto como usted dice que lo hice, me habría disculpado. Pero, no tenía ni idea de ello, señor. Ella nunca demostró su malestar.
Lo que me hizo flaquear fue el haberme dado cuenta de que me había equivocado al creer que estaba en familia ahí en el Salón de la Junta, que todos los tarkingtonianos, sus padres y los guardias me consideraban un tío. ¡Dios mío!
¡De cuántos secretos de familia me había enterado al paso de los años, sin nunca haberlos difundido! Mis labios estaban sellados. ¡Qué criado tan fiel había sido! Eso era todo lo que yo era para los Directivos y, probablemente, para los estudiantes.
No era un tío, sino un miembro de la Clase Servicial.
Me estaban liberando de mis obligaciones.
Los soldados son dados de baja; los trabajadores, despedidos; los sirvientes, liberados de sus obligaciones.
—¿Me van a despedir? —pregunté con incredulidad al Presidente de la Junta.
—Lo siento, Gene —respondió—. Tenemos que liberarte de tus obligaciones.
El Director del colegio, Tex Johnson, no había dicho ni pío. Se veía enfermo. Supuse equivocadamente que había sido regañado por haberme dejado permanecer en el cuerpo docente el tiempo necesario para obtener la plaza. En realidad, lucía demacrado por razones más personales, que tenían mucho que ver con el entonces profesor Eugene Debs Hartke.
Se le había invitado a desempeñar el cargo de Director del Tarkington, después de que Sam Wakefield llevara a cabo el gran truco de suicidarse, cuando trabajaba en el Colegio Rollins de Winter Park, Florida, en donde había fungido como administrador. Henry «Tex» tenía el grado de Licenciado en Administración de Empresas, que le había otorgado el Tecnológico de Texas, sito en Lubbock, y afirmaba ser descendiente de un hombre que había muerto en El Álamo.
Dicho sea de paso, Damon Stern, a quien le gustaba sacar a la luz hechos históricos poco conocidos, me contó que la Batalla de El Álamo tuvo como causa la cuestión de la esclavitud. Los valientes que ahí murieron anhelaban separarse de México, porque en este último país la esclavitud era ilegal. Los secesionistas peleaban por el derecho de poseer esclavos.
Como la esposa de Tex y yo habíamos sido amantes, sabía que sus antepasados no eran texanos, sino lituanos. Su padre, cuyo apellido no era en absoluto Johnson, era el segundo de a bordo de un carguero ruso. Cuando el buque llegó a Corpus Christi, para ser reparado de emergencia, el lituano abandonó la embarcación, Zuzu me comentó que el padre de Tex no sólo era un inmigrante ilegal, sino además el sobrino del exjefe comunista de Lituania.
Mucho por El Álamo.
—¡Tex, por piedad, di algo! —imploré—. ¡Sabes bastante bien que soy el mejor maestro que tienen! No lo afirmo yo. ¡Los estudiantes lo dicen! ¿Van a traer a todo el cuerpo docente a comparecer ante esta Junta o yo soy el único? ¿Tex?
Miró directamente hacia adelante. Parecía que se había vuelto de cemento. ¡Vaya líder!
Formulé la misma pregunta al Presidente de la Junta, que aún ignoraba que la Microsecond Arbitrage había causado su pauperización.
—Bob… —comencé a hablar; pero él hizo una mueca de disgusto.
Entonces supliqué de nuevo, habiendo captado el mensaje de que era un sirviente y no un pariente.
—Señor Moellenkamp, usted sabe muy bien, al igual que todos los presentes, que se puede seguir con una grabadora al estadounidense más patriota y profundamente religioso, y demostrar después, al cabo de un año de haber registrado todos sus comentarios, que es un traidor peor que Benedict Arnold, y que es un adorador del Demonio. ¿Quién no dice cosas, distraídamente o dominado por la pasión del momento, que luego no se quieren ni recordar? Así que vuelvo a preguntar si yo soy el único al que están enjuiciando y de ser esto cierto ¿por qué?
Moellenkamp se quedó inmóvil.
—¿Madelaine? —me dirigí a Madelaine Astor, quien más tarde me enviaría una estúpida carta.
Me respondió que no le había gustado que les dijera a los estudiantes que había comenzado una nueva Edad de Hielo, aunque hubiera leído eso en The New York Times. Ése era otro de mis comentarios reproducidos por Wilder. Al menos, se relacionaba con la ciencia y, al menos, no se trataba de un planteamiento original de Slazinger, de mi abuelo Wills o de Damon Stern. Al menos, era algo realmente mío.
—Los estudiantes de esta escuela ya tienen suficientes preocupaciones —aclaró—. Sé que las tienen porque yo fui 1 de ellos.
Continuó diciendo que siempre había habido personas que intentaban volverse famosas pregonando el fin del Mundo, pero que éste no se había acabado.
Hubo movimientos de asentimiento a lo largo de toda la mesa. No creo que hubiese estado presente ninguna alma que supiera lo más mínimo sobre cuestiones científicas.
—Cuando yo fui tu alumna, predecías el fin del Mundo, sólo que por otra causa: los desechos atómicos y la lluvia acida. Sin embargo, aquí estamos. Me siento bien. ¿No es verdad que todos nos sentimos bien? Así que, ¡fu! —concluyó la idea, encogiéndose de hombros—. Ahora bien, sobre lo demás, qué puedo decir, me apena el haberlo escuchado. Me provocó náuseas. Si tuviera que oírlo de nuevo, abandonaría la sala.
¡Válgame Dios! ¿Qué habrá querido decir con «lo demás»? ¿Qué asunto queda por tratar? ¿Acaso no he escuchado ya lo peor?