Así pues, en el lapso de una hora, fui acusado en 2 ocasiones de un cinismo que pertenecía a Paul Slazinger, no a mí. Y él se encontraba en Key West, completamente fuera del alcance de cualquier castigo, disfrutando de un seguro contra el desempleo que se prolongaría por 5 años, la Beca para Genios de la Fundación MacArthur. Cuando me referí a los yenes y la felación, sólo trataba de parecer cortés con un desconocido. Estaba prestando atención a sus dudas, para hacerlo sentir como si estuviese en casa.
En aquellos tiempos, el profesor Damon Stern, jefe del Departamento de Historia y mi amigo más cercano en el Tarkington, hablaba tan mal de su propio país como lo hacíamos Slazinger y yo, y lo hacía justo en la cara de los estudiantes, en el salón de clases, día tras día. Yo acostumbraba asistir a su curso, donde me reía y aplaudía. La verdad puede ser tremendamente divertida, sobre todo si se relaciona con la codicia y la hipocresía. Kimberley debió haber grabado también lo que él decía, y debió haber reproducido esa cinta a su padre. Entonces, ¿por qué no despedían a Damon junto conmigo?
Supongo que eso no ocurrió en virtud de que él era un comediante y yo no. Él quería que los estudiantes salieran del salón de clases sintiéndose bien, no mal; por tal motivo, las atrocidades y estupideces que expresaba correspondían al pasado lejano. No quedaba otra cosa que el alumno pudiese hacer, salvo reírse, reírse, reírse.
En cambio, Slazinger y yo hablábamos sobre la última mitad del Siglo 20, en la cual ambos habíamos sido seriamente dañados, física y psicológicamente, y de la cual sólo podían reírse los sociópatas.
Yo también pude haber pasado como un hombre chistoso, si Kimberley se hubiera limitado a grabar lo que dije sobre los Yenes y la felación. Se trataba del típico comentario humorístico de actualidad en el Valle de Mohiga, a raíz de que los japoneses se habían hecho cargo de la prisión situada al otro lado del lago y de la creciente curiosidad de los nativos con respecto al valor relativo de las diferentes monedas nacionales. Los japoneses estaban dispuestos a pagar sus deudas locales en dólares o Yenes. Tales adeudos correspondían a la adquisición de artículos de primera necesidad, de ferretería, de tocador, etcétera, todos ellos de bajo costo y requeridos de último minuto en la cárcel; en general, eran solicitados por teléfono. Ahora bien, las mercancías caras eran compradas al mayoreo con los propios proveedores de los japoneses, localizados en Rochester o aún más lejos.
De modo que la moneda japonesa había comenzado a circular en Scipio. Sin embargo, los administradores y guardias de la penitenciaría raramente eran vistos en el pueblo. Habitaban en barracas ubicadas al este de la cárcel, y sus vidas transcurrían de forma tan invisible para los moradores de esta parte del lago como aquéllas de los prisioneros.
A pesar de que los habitantes de esta parte del lago no mostraban ningún interés en la prisión antes de que ocurriera la fuga masiva, la gente solía estar contenta de que los japoneses se hubiesen hecho cargo de ella. Los nuevos propietarios habían arrancado casi de cuajo el derroche y la corrupción. Lo que ellos cobraban al gobierno estatal por aplicar las condenas de los prisioneros correspondía solamente a 75% de lo que el Estado solía pagarse a sí mismo por la prestación de idénticos servicios.
El diario local, El Centinela del Valle, envió a un reportero a la penitenciería para que averiguara qué era lo que ellos estaban haciendo de manera diferente. Todavía utilizaban las cajas de acero montadas en la parte trasera de los camiones y transmitían viejos programas de televisión, incluyendo noticieros, durante las 24 horas del día. El cambio más importante residía en que, por primera vez en la historia de Athena, había desaparecido el consumo de drogas y en que los presos ricos ya no podían comprar privilegios. Tampoco era posible engañar o corromper a los guardias, porque entendían muy poco inglés, y no deseaban otra cosa que terminar su estancia de 6 meses en ultramar y regresar de nuevo a casa.
Un viaje de trabajo normal en Vietnam era 2 veces más largo y 1 000 veces más peligroso. ¿Quién podría culpar a las clases cultas que tenían conexiones políticas por haber permanecido en casa?
Una idea nueva introducida por los japoneses y que el reportero no mencionó consistía en que los guardias utilizaban tapabocas y guantes de látex cuando estaban de servicio, aunque se encontraran en los torreones o en la cumbre de las murallas. Desde luego, no lo hacían para evitar la diseminación de las infecciones, sino para asegurarse de que no llevarían ninguna de las repugnantes enfermedades de su repugnante trabajo de regreso a casa.
Cuando fui a trabajar allá, rehusé usar los guantes y el tapabocas. ¿Quién podría enseñarle nada a nadie luciendo semejante disfraz?
En consecuencia, ahora soy tuberculoso.
Cof, cof, cof.
Antes de que pudiera protestar ante los Directivos aclarándoles que nunca habría dicho lo que dije sobre los Yenes y la felación si hubiese sabido que existía la probabilidad más remota de que un estudiante me oyera, los ruidos de fondo de la cinta se modificaron. Me di cuenta de que estaba a punto de escuchar otro comentario mío en una locación distinta. Se distinguía con claridad el pop-pop-pop de las pelotas de Ping-Pong, y la voz de un jugador de naipes que preguntaba: «¿A quién le toca distribuir las cartas?» Alguien más pedía a otra persona que le llevara un helado de vainilla cubierto de chocolate derretido, pero sin nueces. Señaló que estaba a dieta. Se percibían retumbos semejantes a los producidos por una artillería distante, pero en realidad eran los ruidos resultantes de colisión de las bolas de boliche y que provenían del sótano del Pabellón Pahlavi.
¡Oh, no! ¿Por qué me embriagué esa noche en el Pabellón? Estaba fuera de control. Y fue una desgracia el que los estudiantes me hayan visto en tal condición. Me arrepentiré de ello toda mi vida. Cof.
El incidente tuvo lugar en una fría noche de fines de noviembre de 1990, 6 meses antes de que los directivos me despidieran. Estaba seguro de que no había ocurrido en diciembre, porque Slazinger se encontraba todavía en el campus, hablando abiertamente de cometer suicidio. Aún no había recibido la Beca para Genios.
Esa tarde, cuando regresé a casa al cabo de la jornada de trabajo, con el proyecto de hacer un poco de limpieza y preparar la cena, me encontré con un espantoso desorden. Margaret y Mildred, ambas ya locas en ese entonces, habían cortado en tiras las sábanas. En la mañana, las había lavado e iba a colocarlas en las camas esa noche.
Según ellas, habían construido una telaraña. Al menos, no era una bomba de hidrógeno.
Blancas tiras de algodón, cuyos extremos estaban unidos, se entrecruzaban de todas las maneras posibles en el vestíbulo y la sala. El poste de la escalera se hallaba conectado con la perilla interior de la puerta principal, esta última con el candelabro colgante de la sala y así ad infinitum.
De todos modos, el día no había comenzado con buenos auspicios. Había encontrado desinflados los 4 neumáticos de mi Mercedes. Una pandilla de jóvenes malcriados del pueblo, intoxicados con alcohol o con quién sabe qué, habían aparecido durante la noche como Vietcongs y efectuado de nueva cuenta lo que llamaban «descorche». No sólo sacaron el aire de los neumáticos de cada uno de los coches caros que hallaron al aire libre dentro del campus, Porsches, Jaguares, Saabs, BMWs, etcétera, sino que también robaron las válvulas. Según supe, almacenaban tinajas repletas de válvulas de neumáticos, para demostrar la frecuencia con que practicaban el descorche. Y lo practicaban con mi Mercedes. Siempre lo practicaron con mi Mercedes.
Así que cuando quedé atrapado en la telaraña de Margaret y Mildred, mi sistema nervioso llegó casi al punto de sufrir una crisis. Yo era quien debía arreglar ese desorden. Quien debía rehacer las camas con otras sábanas, y quien debía comprar sábanas nuevas al día siguiente. Siempre me había gustado el quehacer doméstico, o al menos no me importaba tanto hacerlo como sí parecía importarle a la mayoría de las personas. ¡Pero éste era un trabajo que estaba más allá de los límites establecidos!
¡Había dejado tan limpia mi casa esa mañana! Y Margaret y Mildred no se estaban divirtiendo con mis reacciones hacia su telaraña. Se habían escondido en algún lugar donde no pudieran verme ni oírme. Esperaban que jugara con ellas a las escondidas, yo en el papel de «gallina ciega».
Algo estalló dentro de mí. Esta vez no iba a jugar a las escondidillas. No iba a limpiar la telaraña. No iba a preparar la cena. Esperaría el tiempo que fuese necesario a que salieran furtivamente de su escondite. Las dejaría que se preguntaran, tal como yo lo hice cuando me enredé en la telaraña, qué demonios había pasado con su seguro y benévolo Universo.
Salí a la noche fría, sin ningún rumbo predeterminado, salvo aquel que me permitiera entregarme al olvido. Me encontré de pronto frente a la casa de mi mejor amigo, Damon Stern, el cómico profesor de Historia. Durante su niñez transcurrida en Wisconsin, había aprendido a andar en monociclo. Después enseñaría a hacerlo a su mujer e hijos.
A pesar de que las luces estaban encendidas, no había nadie. Los 4 monociclos de la familia se hallaban a la vista, pero la cochera estaba vacía. A ellos nunca los descorcharon. Eran inteligentes, pues tenían una de las últimas Pulgas Volkswagen que quedaban.
Sabía dónde guardaban el licor. Me serví un par de copas de bourbon, en compensación por la ausencia de la familia. Ya llevaba cerca de un mes sin haber ingerido una gota de alcohol.
Sentí que un torrente caliente corría en mi vientre. Salí de nuevo a la noche. Me di a la búsqueda de una mujer mayor que me hiciera sentir bien, al convertir su cuerpo y el mío en una sola bestia de 2 lomos.
Una alumna no funcionaría, y no porque ella no tuviese nada que hacer con alguien tan viejo y relativamente pobre como yo. Ni siquiera podía ofrecerle una mejor nota de la que en realidad merecía, porque las notas eran inexistentes en el Tarkington.
Pero, en todo caso, no habría deseado a una alumna. En situaciones desagradables, la única clase de mujer que me excita es la de edad madura, llena de dudas no sólo con respecto a sí misma sino también con respecto al valor de la vida. Aunque nunca la conocí personalmente, viene a mi memoria la fallecida Marilyn Monroe, tal como estaba unos 3 años antes de haberse suicidado.
Cof, cof, cof.
Si existe una Divina Providencia, debe haber también una de naturaleza malvada, siempre y cuando estés de acuerdo en que hacer el amor a una mujer desequilibrada que no sea tu esposa es un acto perverso. En mi opinión, si el adulterio es malévolo, entonces también lo es la comida, porque ambas cosas hacen sentir mucho mejor después de haberlas saboreado.
Así como una persona hambrienta sabe que en algún lugar no muy lejano alguien está cocinando un manjar delicioso, del mismo modo yo supe esa noche que en los alrededores se hallaba una mujer desesperada. ¡Tenía que haberla!
No podía tratarse de Zuzu Johnson. Su esposo estaba en casa, y ella había invitado a cenar a una pareja de agradecidos padres de familia que iban a donar un laboratorio de idiomas al colegio. Cuando se concluyera dicha instalación, los estudiantes podrían sentarse en cabinas a prueba de ruidos, y escuchar conversaciones en más de 100 idiomas y dialectos, grabados por locutores oriundos del país donde se habla la lengua que se desea aprender.
Las luces estaban encendidas en el estudio de escultura del Salón Norman Rockwell, el edificio de arte, la única estructura del campus que llevaba el nombre de una figura histórica y no el de la familia donante. Se trataba de otro regalo de los Moellenkamp, quienes tal vez consideraron que ya había muchas cosas con su nombre.
Se escuchaban zumbidos y retumbos provenientes del interior del estudio de escultura. Alguien había puesto en funcionamiento la grúa, haciéndola correr de atrás para adelante sobre su carrilera. Quienquiera que haya sido debía estar jugando, pues nunca nadie había creado una pieza de escultura tan grande que tuviese que ser transportada mediante la poderosa grúa.
Después de la fuga de la prisión, se dio una discusión entre los presos acerca de la posibilidad de colgar a alguien del aguilón y pasearlo de un lado a otro mientras moría estrangulado. No habían elegido a ningún candidato en particular. Pero, en ese momento, la Compañía de Luz y Fuerza del Niágara, que pertenecía a la Asociación Evangélica de la Iglesia de Unificación de Corea, cortó el suministro eléctrico.
Esa noche, fuera del Salón Rockwell experimenté una sensación similar a aquella cuando patrullaba en Vietnam. Así de aguzados tenía los sentidos. Así de rápido mi mente construía un panorama completo a partir de las claves más insignificantes.
Yo sabía que el estudio de escultura se cerraba con llave a las 18:30 hrs., pues había tratado de abrir la puerta muchas veces, con objeto de llevar a alguna amante a ese lugar. Al principio del semestre traté de conseguir una llave, pero los miembros del Departamento de Terrenos y Construcciones me hicieron saber que únicamente ellos y el Artista Residente del año en turno, la escultora Pamela Ford Hall, tenían acceso a la llave. Esto se debía a los actos de vandalismo que los estudiantes y los lugareños habían cometido el año anterior.
Habían desprendido la nariz y los dedos de varias réplicas de estatuas griegas y habían defecado en un recipiente de arcilla húmeda. Y demás cosas por el estilo.
De modo que debía ser Pamela Ford Hall quien movía la grúa de atrás para adelante. Y ese desplazamiento sin tregua tenía que relacionarse con sentimientos de infelicidad, y no con el transporte de una obra maestra. Ella no requería de una grúa, ni siquiera de una carretilla, pues trabajaba exclusivamente con poliuretano, un material que casi no pesa. Además, se acababa de divorciar y no tenía hijos. También estaba seguro de que, como conocía mi reputación, me evitaba.
Me trepé a la plataforma de carga del estudio. Hice sonar mi puño contra la enorme puerta corrediza. La puerta era accionada por motor. Ella sólo tenía que presionar un botón para dejarme entrar.
La grúa detuvo su continuo ir y venir. ¡Era una señal esperanzadora!
Me preguntó a través de la puerta qué quería.
—Quiero asegurarme de que te encuentres bien ahí adentro —le contesté.
—¿A quién le importa si estoy bien o mal aquí adentro?
—A Gene Hartke.
Abrió la puerta sólo un poco y me miró, pero no habló. Luego, la corrió un poco más y pude ver que sostenía una botella descorchada de lo que resultó ser licor de zarzamora.
—Hola, soldado —saludó.
—Hola —repuse con mucho cuidado.
—¿Por qué tardaste tanto en llegar?