El Presidente de la Junta directiva que me despidió hace 10 años fue Robert W. Moellenkamp, oriundo de West Palm Beach, egresado del Tarkington y padre de 2 tarkingtonianos, 1 de los cuales había sido alumno. Da la casualidad de que él se hallaba al borde de perder su fortuna, que no era más que papel, en la Microsecond Arbitrage Incorporated. Los estafadores afirmaban que estaban comprando con avidez todas las gangas en materia de alimentos, vivienda, prendas de vestir, combustible, medicinas, materias primas, maquinaria, etcétera, antes de que la gente que en realidad necesitaba esos bienes se diera cuenta de su existencia. Luego, las computadoras de la compañía conseguirían, supuestamente, que las personas que en verdad necesitaban tales productos compitieran entre sí por la obtención de los mismos, lo que redundaría en enormes beneficios para los inversionistas. Todo ello podría llevarse a cabo, presuntamente, con el dinero de los clientes de la Microsecond, porque sus computadoras estarían conectadas vía satélite con los mercados ubicados en cada rincón del mundo.
Resultó que las computadoras no estaban conectadas sino entre sí y con los clientes ingenuos, como el Presidente de la Junta del Tarkington. Este último se elevaba tan alto como una cometa cuando aparecían en su impresora las descripciones de los brillantes negocios efectuados en lugares tales como la Tierra del Fuego, Uganda y sólo Dios sabe cuáles otros. En ese contexto optimista, acordó con la Vaca Sagrada del Conservadurismo estadounidense, Jason Wilder, que había llegado el momento de despedirme. La Microsecond Arbitrage era su polvo de ángel, su LSD, su heroína, su tarro de vino Thunderbird, su cocaína.
Yo mismo he sido adicto a las mujeres mayores y las amas de casa. El abogado que me asignó la Corte afirma que dicha adicción constituye el germen de algo que podríamos desarrollar y convertir en un pretexto creíble para alegar locura. Lo que más le asombró fue enterarse de que yo nunca me he masturbado.
—¿Por qué no? —me preguntó.
—El padre de mi madre me hizo prometer que nunca lo haría, porque eso me volvería un ser demente y perezoso —respondí.
—¿Y le creíste? —indagó. El abogado sólo tiene 23 años; se trata de un sujeto recién desempacado de Syracuse.
—Asesor, en estos tiempos vertiginosos, en que el progreso muestra una excitación extrema, los abuelos están condenados a equivocarse en casi todo —repuse.
Robert W. Moellenkamp aún no sabía que él, su esposa y sus hijos estaban tan arruinados como cualquier condenado de Athena. De modo que cuando entré en el Salón de la Junta, allá en el año de 1991, se dirigió a mí con el tono propio del estadista que suele emplear el prudente protector de un noble legado. Saludó con la cabeza a Jason Wilder, que en ese entonces era simplemente un padre de familia del Tarkington, no un miembro de la Junta. Wilder estaba sentado en el extremo opuesto de la larga mesa ovalada, y armado con un fólder de papel de Manila, una grabadora, varias cintas y una cámara fotográfica. Desde luego, yo ya sabía quién era él y de qué modo funcionaba su mente, pues había leído su columna periodística y visto en alguna ocasión su programa de TV. Pero nunca nos habíamos encontrado frente a frente. Los miembros de la Junta, ubicados a ambos lados de la mesa, se habían amontonado con objeto de dejarle espacio suficiente para que llevase a cabo algún tipo de demostración.
Era la única celebridad. Quizá la única verdadera celebridad que haya pisado el Salón de la Junta.
Asimismo, se hallaba presente otro individuo no perteneciente a la Junta. Se trataba del Director del Colegio, Henry «Tex» Johnson, a cuya esposa Zuzu, como ya lo comenté, solía hacerle el amor cuando él se ausentaba del hogar por cualquier cantidad de tiempo. Zuzu y yo habíamos terminado con nuestra relación aproximadamente un mes antes, pero aún nos hablábamos.
—Por favor, toma asiento, Gene —dijo Moellenkamp—. El señor Wilder, quien supongo que sabes que es el padre de Kimberley, tiene una historia perturbadora que quisiera contarte.
—Ya veo —respondí, actuando como un buen soldado obediente. Deseaba mantener el empleo. Éste era mi hogar. Cuando llegara el momento, quería retirarme y, después, que me sepultaran aquí. Tuve tales anhelos antes de que se volviese evidente que los glaciares se desplazaban hacia el sur, motivo por el cual cualquiera que estuviese enterrado aquí, incluyendo a la gavilla de criminales inhumados cerca del establo y bajo la sombra de la Montaña Mosquete, iría a dar a la larga a Pennsylvania o a Virginia Occidental. O a Maryland.
¿En dónde más podría convertirme en Profesor de Tiempo Completo, o en maestro universitario de cualquier rango, sin contar con otra que la Licenciatura en Ciencias de West Point? Ni siquiera se me permitiría ejercer el magisterio en escuelas de primera y segunda enseñanza, porque nunca había asistido a los cursos pedagógicos indispensables para hacerlo. A mi edad, que en ese entonces era de 51 años, ¿quién desearía contratarme, especialmente si se consideraba que llevaba a cuestas una esposa y una suegra dementes?
—Creo que ya sé la mayor parte de la historia, damas y caballeros. Acabo de hablar con Kimberley y ella me describió el panorama que ha dado lugar a la realización de esta reunión —afirmé, dirigiéndome a los Directivos y a Jason Wilder—. Al escuchar los cargos que ella tiene contra mí, sólo me queda esperar que no se haya perdido de vista lo que ustedes mismos han aprendido de mi persona durante los 15 años de fiel servicio que he prestado al Tarkington. Dentro de la misma Junta, hay varios individuos que podrían dar testimonio de mi solvencia moral. Además, existe la posibilidad de hacer comparecer a padres de familia y estudiantes. Escójanlos al azar. Ustedes saben, al igual que yo, que hablarán bien de mi persona. Por otra parte, quiero decir que es para mí un honor conocerlo en persona, señor Wilder. Leo sus columnas y veo su programa de TV con regularidad. He comprobado que todos sus comentarios son dignos de consideración, y lo mismo opinan mi esposa y su madre, ambas inválidas.
Deseaba traer a cuento la enfermedad de las personas que dependían de mí, por si acaso Wilder y uno que otro directivo no estaban al corriente de ello.
En realidad, no hice sino expresar mentiras bien gordas. A pesar de que Margaret y su madre eran aficionadas a la lectura (una le leía a la otra, por turnos, echando mano de una linterna y bajo una tienda de campaña que levantaron dentro de la casa, edificada con colchas, sillas y lo que fuera), nunca se interesaron en los diarios. Tampoco les gustaba la televisión, excepto Plaza Sésamo, programa dirigido supuestamente a los niños. Que yo sepa, la única vez que vieron a Jason Wilder en la pantalla chica, mi suegra comenzó a bailar, porque creyó que se trataba de un músico moderno.
Cuando hablaba alguno de los invitados al programa, Mildred se quedaba inmóvil. Sólo cuando Wilder expresaba sus ideas, ella comenzaba a bailar.
Desde luego, no pensaba narrar este incidente.
—Antes que nada quiero mencionar que siento gran admiración, profesor Hartke, por su magnífico desempeño en la Guerra de Vietnam —dijo Wilder—. Si el pueblo estadounidense no hubiera perdido su valor y si no hubiese dejado de apoyar esa causa, viviríamos en un mundo muy diferente y mucho mejor, sobre todo en lo que respecta a Asia. Tengo conocimiento también de la amabilidad y comprensión que ha mostrado ante su esposa y su suegra, actitud a la que me gustaría aplicar el mismo elogio ganado por su conducta en Vietnam: «cumplimiento más allá del deber.» Así que me apena el tener que advertirle que la historia que estoy a punto de contarle quizá no sea tan fácil de refutar como lo ha llevado a creer mi hija.
—Cualquier cosa que sea, señor, escuchémosla —repuse.
Y así lo hizo. Dijo que varios de sus amigos habían estudiado o enviado a sus hijos al Tarkington, razón por la cual estaba favorablemente impresionado con el éxito alcanzado por la institución en la enseñanza de los jóvenes de lento aprendizaje, mucho antes de que nos confiara a su hija. Un ujier y una dama de honor de su boda, agregó, obtuvieron en Scipio el grado de Bachiller en Artes y Ciencias. El ujier había llegado a ocupar el cargo de Embajador en Islandia. La dama de honor se hallaba en la Junta de Directores de la Orquesta Sinfónica de Chicago.
Consideraba que las técnicas no convencionales del Tarkington resultarían de gran utilidad en las escuelas sobrepobladas del país, y planeaba difundir dicha idea después de haber conocido un poco mejor las técnicas en cuestión. A propósito, la proporción de maestros a estudiantes en el Tarkington era de 1 a 6, y en las escuelas sobrepobladas, de 1 a 65.
Recuerdo que en ese entonces había una gran campaña en favor de que los japoneses compraran las escuelas públicas, tal como estaban adquiriendo cárceles y hospitales. Pero ellos eran muy inteligentes. No deseaban acercarse, ni con una vara de 3 metros de largo, a planteles llenos de niños inoportunos, hijos de padres igualmente inoportunos.
Señaló que tenía el proyecto de escribir un libro sobre el Tarkington, el cual se llamaría «Un Pequeño Milagro en el Lago Mohiga» o «Enseñando lo No Enseñable». En consecuencia, envió un telegrama a su hija pidiéndole que siguiera a los mejores maestros, a fin de grabar qué decían y cómo lo decían.
—Deseaba enterarme de aquello que los hacía tan eficientes en su oficio, profesor Hartke, sin que se dieran cuenta de que estaban siendo estudiados. Quería que continuaran comportándose tal como eran, con pelos y señales, con total naturalidad.
En ese momento, tuve conciencia de la finalidad de las cintas. Esas noticias escalofriantes explicaban la causa por la cual Kimberley se encontraba siempre al acecho, al acecho, al acecho. Wilder me concedió la oportunidad de preguntarle cuál de todas las cintas de Kimberley había alcanzado a oír. Presionó el botón de la grabadora que estaba frente a él y escuché mi voz diciendo a Paul Slazinger, en privado o al menos eso pensaba, que las dos monedas principales del planeta eran el Yen y la felación. Esta charla tuvo lugar tan al principio del año escolar, que las clases ¡aún no habían comenzado! Ocurrió durante la Semana de Orientación a los Alumnos de Nuevo Ingreso, donde aclaré a los miembros de la futura generación 1994 que los comerciantes y tenderos del pueblo preferían recibir yenes japoneses que dólares, de modo tal que les resultaría útil pedir a sus padres que les entregaran la mesada en yenes.
Asimismo, dije que nunca fueran al Café del Gato Negro, que los habitantes del pueblo consideraban su club privado. Se trataba de un sitio al cual podían acudir los aldeanos, sin que se les recordara cuan dependientes eran de los niños ricos de la colina. Esto último no lo conté a los novatos. Tampoco les advertí que ahí podrían encontrar a veces prostitutas que trabajan por su cuenta, las cuales habían constituido en el pasado la causa de epidemias de enfermedades venéreas en el campus.
Sólo expresé a los principiantes lo siguiente: «Los tarkingtonianos son más bienvenidos en cualquier lugar del pueblo, salvo en el Café del Gato Negro.»
Si Kimberley grabó ese buen consejo, su padre no lo reprodujo. Ni siquiera reprodujo el comentario de Slazinger, planteado durante un descanso para tomar café, que me estimuló a hablar sobre las 2 monedas de mayor aceptación en el planeta. El fue el enemigo que se infiltró en el Tarkington para instar a cometer actos ilícitos.
Según recuerdo, Slazinger preguntó: «¿Quieren que se les pague en yenes?» Era tan nuevo en Scipio como cualquier novato, y nos acabábamos de conocer. No había leído ninguno de sus libros y, que yo sepa, tampoco lo había hecho ninguno de los miembros del cuerpo docente. Fue elegido de último minuto como Escritor Residente, y fue escogido porque se encontraba solo y no tenía ninguna otra cosa que hacer. Nadie lo había invitado al evento en cuestión. ¡Era tan viejo, pero tan viejo! Se había sentado entre todos aquellos adolescentes, como si hubiese sido un chico adinerado más que acababa de reprobar el Examen de Aptitudes Escolásticas. Sin embargo, era tan viejo que bien hubiese podido ser abuelo de los alumnos.
¡Había combatido en la Segunda Guerra Mundial! Así de viejo era.
De modo que le respondí: «Aceptan dólares, si no tienen otra opción; pero prepárate a llevarlos en una carretilla.»
Del mismo modo, quería saber si los comerciantes y tenderos aceptaban la felación. Utilizó una palabra vulgar para expresar el plural del término felación.
Sin embargo, la reproducción de la cinta comenzó justo después de eso, en el momento en que yo afirmaba, en son de broma por supuesto, aunque en la reproducción de la cinta no sonaba como tal, que el mundo entero estaba a la venta para cualquiera que tuviese Yenes o estuviera dispuesto a cometer felación.