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Durante cierto tiempo, estuve plenamente convencido de que pasaría el resto de mi vida en este valle, pero no en la cárcel. Imaginaba mi retiro obligatorio del Colegio Tarkington en el año 2010. Habría gozado una posición modestamente acomodada, gracias a la Seguridad Social y a la pensión ofrecida por el Colegio. Hacia esa fecha, mi suegra habría muerto, por lo que sólo restaría el ocuparme de Margaret. Habría rentado una casita en el pueblo, donde había un montón de construcciones vacías.

Sin embargo, ese sueño se habría malogrado, aunque no hubiera habido una fuga en la prisión, aunque el sistema de Seguridad Social no hubiese fracasado, aunque el Tesorero del Colegio no hubiera huido llevándose los fondos de pensión, etcétera. Porque, como ya lo he señalado, en 1991 fui despedido del Colegio Tarkington.

Me encontraba al final de la edad madura, carente de amarras en una nación arruinada, cuyos bienes habían sido vendidos a extranjeros; en una nación abrumada por toda clase de plagas incontrolables, por la superstición, el analfabetismo y la hipnótica TV; en una nación donde los pobres no tenían acceso a los centros de salud. ¿A dónde ir? ¿Qué hacer?


El hombre que me despidió fue Jason Wilder, el célebre columnista del diario Conservador, distinguido conferencista y famoso conductor de un programa de TV. Salvó mi vida al quitarme el empleo. Gracias a él, no me hallaba en Scipio, sino en Athena, la noche que tuvo lugar la fuga de la prisión.

Hubiera estado frente a todos aquellos presos que se deslizaban sobre el hielo, bajo la luz de la luna, en dirección a Scipio; en cambio, pude observarlos con muda admiración desde la retaguardia, tal como actuó Robert E. Lee en el Ataque de Pickett durante la Batalla de Gettysburg. No me hubiesen identificado porque yo, hasta ese momento, solamente habría visto a 3 condenados de Athena en toda mi vida.

Hubiera intentado luchar aunque, a diferencia del Director del Colegio, no habría tenido armas. Hubiese sido asesinado e inhumado junto con el Director del Colegio y su esposa Zuzu, y con Alton Darwin y todos los demás. Me hubieran sepultado junto al establo, a la sombra de la Montaña Mosquete, al ponerse el Sol.


La primera vez que vi a Jason Wilder en persona fue durante la reunión de la Junta Directiva en que se me despidió. Entonces, él era solamente un padre ultrajado. Más adelante, se uniría a la Junta y se convertiría en el rehén más valioso conservado por los presos al cabo de la fuga. La amenaza de atentar contra su vida inmovilizó a las unidades de la 82.a División Aerotransportada, que habían sido trasladadas al lugar de los hechos, desde el Sur del Bronx, en un autobús escolar. Los paracaidistas rodearon el valle, ocuparon la ribera del lago situada al otro lado de Scipio y en dirección al sur, y cavaron trincheras en la falda occidental de la Montaña Mosquete. Pero no se atrevieron a aproximarse más, por temor a causar la muerte de Jason Wilder.

Sin duda, había otros rehenes, incluyendo a los demás miembros de la Junta Directiva, pero él era el único famoso. Yo mismo no era estrictamente un rehén, aunque quizá me habrían matado si hubiera intentado huir. Más bien, era una especie de poblador flotante, inteligente y no combatiente, que vagaba por un Scipio sitiado. Tal como actuaba en la Prisión de Athena, intentaba ofrecer la respuesta más honesta posible a toda pregunta que cualquiera quisiera formularme. En caso contrario, permanecía callado. En Athena, no expresaba ningún consejo por cuenta propia, ni tampoco lo hice en el Scipio sitiado. Simplemente, me limitaba a describir la realidad de la situación del indagador, de acuerdo con el contexto del mundo exterior. Lo que hiciera después era cosa de él.

A eso llamo ser profesor. A eso no llamo ser genio creador de una aventura traicionera. Lo único que siempre quise subvertir fue la ignorancia y las fantasías de autoservicio.


Fui despedido sin previo aviso el Día de la Ceremonia de Graduación. En pleno mediodía me encontraba tocando las campanas, cuando una joven que acababa de concluir su primer año de estudios, me informó que la Junta Directiva, instalada en el Salón Samoza, deseaba hablar conmigo. Ella se llamaba Kimberley Wilder, y era la hija de lento aprendizaje de Jason Wilder. Era estúpida. Consideré extraño, aunque no amenazador, el hecho de que los directivos la hubieran utilizado como mensajera. No podía imaginar qué asunto tenía entre manos que la hubiese acercado a la reunión. De hecho, había testificado ante ellos mi supuesta falta de patriotismo y, luego, le habían pedido que tuviera el honor de ir a traerme para anunciar mi liquidación.

Era una de las pocas novatas que aún permanecían en el campus. El resto se había marchado a casa, y los parientes de los estudiantes que estaban por recibir el Grado de Bachiller en Artes y Ciencias habían ocupado las habitaciones de los principiantes. Ningún familiar de Kimberley iba a graduarse. Ella se había quedado a causa de la reunión de los Directivos. Y su famoso padre había llegado en helicóptero para apoyarla. El campo de fútbol había servido como helipuerto. Parecía un criadero de pterodáctilos.

Otras personas arribaron en vehículos aéreos convencionales a Rochester, donde fueron recogidas por las limosinas que el colegio había alquilado. La madrastra de uno de los futuros graduados creyó que había aterrizado en Yokohama y no en Rochester, debido a la abundancia de japoneses. En realidad, el cambio de guardia en Athena coincidió con el Día de la Ceremonia de Graduación. Cada 6 meses, un grupo nuevo de guardias, integrado en su mayoría por campesinos jóvenes de Hokkaido, que no hablaban inglés y que nunca habían visitado Estados Unidos, eran trasladados por aire directamente desde Tokio hasta Rochester, y de ahí eran llevados a Athena en autobús. Aquéllos que ya habían cumplido con su servicio semestral en las puertas, los muros, los pasillos de los comedores, las garitas de vigilancia, etcétera, eran transportados de nuevo a sus hogares.


—¿Cómo es que aún no te has marchado a casa, Kimberley? —pregunté.

Me respondió que ella y su padre deseaban escuchar el discurso de la Ceremonia de Graduación, que iba a ser pronunciado por un amigo cercano de su padre y beneficiario, al igual que este último, de la Beca Rhodes, el Dr. Martin Peale Blankenship, economista de la Universidad de Chicago que más tarde se quedaría paralítico como resultado de un accidente de esquí ocurrido en Suiza.

El Dr. Blankenship era tío de una de las estudiantes próximas a graduarse. Eso lo trajo a Scipio. Su sobrina era Hortense Mellon. No tengo idea de qué fue de Hortense. Sabía tocar el arpa. Me acuerdo de eso y de que sus dientes superiores eran falsos. Un asaltante le había desprendido con un puñetazo los dientes verdaderos, al cabo de una fiesta de presentación en sociedad de una amiga, celebrada en el Waldorf-Astoria, hotel que fuera reducido a cenizas. Sólo queda el lote baldío, el cual fue comprado por los japoneses.

Escuché que su padre, al igual que muchos otros padres de familia del Tarkington, perdió una enorme cantidad de dinero en la estafa más grande de la historia de Wall Street, ideada por una compañía llamada Microsecond Arbitrage.


Es cierto que consideraba a Kimberley una entrometida, pero no un estudio ambulante de grabación. Durante el año escolar que estaba finalizando, nuestros caminos se habían cruzado con enigmática frecuencia. Una y otra vez, siempre que charlaba con alguien, en casi cualquier lugar del campus, me daba cuenta de que Kimberley se hallaba cerca y al acecho. Supuse que estaba un poco chiflada y que nos espiaba a todos, ávida de chismes. No se había matriculado en ninguno de mis cursos, pero asistía como oyente a la clase de Física para No Científicos y a la de Apreciación Musical para No Músicos. En consecuencia, ¿qué podría significar ella para mí o yo para ella? Nunca habíamos sostenido ninguna conversación.

Recuerdo que, en cierta ocasión, me encontraba jugando al billar en el nuevo centro de recreación, el Pabellón Pahlavi, y que ella estaba tan cerca de mí que tenía problema para mover el taco.

—¿Te gusta mi perfume? —le pregunté.

—¿Qué? —respondió.

—Como te me aproximas tanto y lo haces tan a menudo, supongo que te agrada mi perfume. Si estoy en lo cierto, me sentiré muy halagado, porque lo que estás percibiendo no es más que el olor natural de mi cuerpo. No uso ningún perfume —aclaré.

Puedo autocitarme con exactitud, en virtud de que esas palabras estaban registradas en una de las cintas que los Directivos me hicieron oír.

Ella se encogió de hombros como si no hubiera comprendido mi comentario y no abandonó el Pabellón mostrando gran perturbación. ¡Por el contrario! Me dejó libre un poco más de espacio para que pudiese mover el taco, pero se quedó ahí, prácticamente encima de mí.

Estaba jugando un pool de 8 bolas, cabeza con cabeza, con el novelista Paul Slazinger, que ese año era el Escritor Residente. Se hallaba en total bancarrota y agotado, los únicos motivos por los cuales un autor llegaba a convertirse en Escritor Residente del Tarkington. Era tan viejo que había participado en la Segunda Guerra Mundial. ¡Había ganado una Estrella de Plata, como yo, cuando su servidor tenía tan sólo 3 años de edad!

Me preguntó que quién era Kimberley y le contesté, información también que quedó registrada en la cinta: «No le hagas caso. Es sólo un miembro más de la Clase Gobernante.»

La Junta Directiva quería saber qué era lo que yo tenía en contra de la Clase Gobernante.

No lo dije en ese entonces, pero ahora me complace profundamente el poder afirmar que lo malo de la Clase Gobernante es que muchos de sus miembros son tan bobalicones como Kimberley.


En relación con su espionaje, tuve la teoría de que a ella le excitaba mi reputación de ser el John F. Kennedy del campus, en materia de sexo extramarital.

Si el Presidente Kennedy alguna vez elaboró allá en el Cielo una lista de todas las mujeres a las que hizo el amor, estoy seguro de que su catálogo sería 2 o 3 veces más largo que el que yo estoy preparando aquí abajo en la cárcel. Sin embargo, él contó con la ventaja de la fascinación ejercida por su cargo, y la cooperación plena del Servicio Secreto y del Personal de la Casa Blanca. Ninguno de los nombres incluidos en mi lista significaría algo para el público en general, mientras que muchos de la suya pertenecen a estrellas de cine. Él tuvo relaciones con Marilyn Monroe. Y yo, sin duda, no. Es evidente que ella esperaba casarse con él y convertirse en la Primera Dama, lo que constituía una broma para todos salvo para ella.

A la larga, se suicidó. Descubrió finalmente que la vida era muy desconcertante.


Apenas conocía a Kimberley cuando apareció en el campanario, el día de la Ceremonia de Graduación. Pero se mostró muy parlanchína, como si hubiéramos sido viejos, viejos camaradas. Todavía estaba grabando lo que yo decía, a pesar de que lo que ya tenía registrado en cintas bastaba para despacharme.

Me preguntó si me había parecido bueno el discurso pronunciado por Paul Slazinger, el Escritor Residente, en la Capilla. Se trataba quizá del discurso más antiestadunidense que yo había oído. Lo presentó justo antes de las vacaciones navideñas y nunca más se le volvió a ver en Scipio. Acababa de ganar la llamada Beca para Genios de la Fundación MacArthur, consistente en una pensión de 50 000 dólares anuales durante 5 años. La misma noche de su discurso salió a hurtadillas hacia Key West, Florida.

Recuerdo que predijo que la esclavitud humana retornaría, que de hecho nunca había desaparecido. Afirmó que mucha gente quería venir al país, porque aquí era muy fácil robar a los pobres, quienes carecen absolutamente de alguna protección del Gobierno. Habló sobre puentes derrumbados y cañerías obstruidas, debido a la falta de mantenimiento. Se refirió a los derrames de petróleo, los desechos radiactivos, las aguas envenenadas, los bancos saqueados y las corporaciones liquidadas.

—Y nadie es castigado nunca por nada —aseveró—. Ser estadounidense significa nunca tener que pedir perdón.

Y otros argumentos por el estilo. No importaba lo que dijera porque, de todos modos, iba a obtener 50 000 dólares anuales durante 5 años.

Le contesté a Kimberley que Slazinger había dicho algunas cosas que valía la pena considerar pero que, en general, había presentado un país mucho peor de lo que en realidad era, y que el nuestro seguía siendo, decididamente, el mejor del planeta.

No le resultó del todo satisfactoria semejante contestación.


¿Qué es lo que pienso hoy día de esa respuesta? Que fue una contestación anodina.


Me preguntó sobre la conferencia que yo había dictado en la Capilla un mes antes. Como no asistió, no la pudo grabar. Intentaba confirmar lo que otras personas le dijeron que yo había dicho. Mi conferencia estuvo compuesta de una serie de remembranzas humorísticas de mi abuelo materno, Benjamin Wills, el Socialista de antaño.

Me acusó de haber sostenido que todos los individuos acaudalados eran borrachos y lunáticos. Se trataba de una mala interpretación del pensamiento del Abuelo. Según él, el Capitalismo consiste en aquello que decide hacer la gente, ebria o sobria, cuerda o loca, con nuestro dinero. Así que le aclaré las cosas y le expliqué que ésa era la opinión de mi Abuelo, no la mía.

—Me enteré de que su discurso fue peor que el del señor Slazinger —afirmó.

—Ojalá que no lo haya sido —repuse—. Deseaba mostrar cuan obsoletas son las ideas de mi Abuelo. Quería que el auditorio se riera. Y lo hizo.

—Escuché que usted aseveró que Jesucristo era antiestadunidense —me echó en cara, con la grabadora en permanente funcionamiento.

De modo que le descifré la cuestión. De nuevo, se trataba de un planteamiento del Abuelo, quien se limitaba a repetir la descripción ofrecida por Karl Marx de una sociedad ideal: «De cada quien según sus habilidades, a cada quien según sus necesidades.» Luego, el Abuelo preguntaba, intentando ser irónico: «¿Y qué puede ser más antiestadunidense, Gene, que una teoría parecida al Sermón de la Montaña?»


—¿Y qué hay al respecto de poner a todos los judíos dentro de un campo de concentración en Idaho? —interrogó Kimberley.

—¿Cómo dices? —respondí perplejo. ¡Al fin!, ¡al fin!, y demasiado tarde, comprendí que esa niña estúpida era tan peligrosa como una cobra. Habría sido catastrófico que ella corriera la voz de que yo era Antisemita, especialmente si se tenía en cuenta que tantos judíos, cruzados con no judíos, enviaban a sus hijos al Tarkington—. Nunca, en toda mi vida, he dicho algo semejante —le aseguré.

—Tal vez no era en Idaho.

—¿En Wyoming?

—De acuerdo, en Wyoming. Encerrarlos a todos, ¿verdad?

—Dije «Wyoming» por el único motivo de que me casé en Wyoming. Jamás he estado en Idaho, ni siquiera he pensado en Idaho. Sólo pretendo explicarme por qué estás tan confundida. Tu acusación no tiene absolutamente nada que ver conmigo.

—Judíos.

—Estaba volviendo a citar a mi Abuelo.

—¿El odiaba a los judíos?

—No, no, no. Admiraba a muchos de ellos.

—Pero de todos modos quería ponerlos en campos de concentración. ¿No es cierto?

El origen de esta ponzoñosa tergiversación se hallaba en una de las remembranzas planteadas en la Capilla: en cierta ocasión, paseaba con el Abuelo en su coche, un domingo por la mañana, en Midland City, Ohio. Yo era un niño. El, y no yo, se burlaba de todas las religiones organizadas.

Recuerdo que cuando pasamos frente a una Iglesia Católica, me dijo lo siguiente: «¿Crees que tu papá es un buen químico? Ahí están convirtiendo galletas saladas en carne. ¿Puede tu padre hacer eso?»

Cuando pasamos frente a una Iglesia de Pentecostés, afirmó: «Los gigantes mentales ahí reunidos creen en cada una de las palabras incluidas en un libro compilado por un montón de predicadores 300 años después del nacimiento de Cristo. Espero que, cuando crezcas, no serás tan tonto como para creer en todas las palabras impresas.»

A propósito, más tarde me enteraría de que la mujer con la que mi padre se relacionó cuando yo asistía a la escuela de segunda enseñanza, aventura que lo llevó a saltar por una ventana, correr con los pantalones a la altura de los tobillos, ser mordido por un perro, enredarse en un tendedero de ropa, etcétera, era miembro de esa congregación protestante.


Lo que el Abuelo dijo esa mañana con respecto a los judíos era en realidad otra broma relacionada con el cristianismo. Él tuvo que explicarme, tal como yo lo hice después con Kimberley, que la Biblia consiste en 2 obras independientes, el Nuevo Testamento y el Antiguo Testamento. Los judíos piadosos creen únicamente en lo que se supone que constituye su propia historia, el Antiguo Testamento, mientras que los cristianos toman en serio ambos libros.

«Compadezco a los judíos, porque intentan ir por la vida con sólo media Biblia», exclamó el Abuelo.

Y añadió: «Es como tratar de trasladarse desde aquí hasta San Francisco con un mapa de carreteras que terminara en Dubuque, Iowa.»


Ya estaba enojado.

—¿Por casualidad le dijiste a la Junta Directiva que yo había dicho esas cosas? ¿Es ésa la razón de que quieran verme? —le pregunté a Kimberley.

—Quizá —me contestó. Se estaba portando amable. En ese momento, pensé que su respuesta era estúpida. Sin embargo, era verdadera. Los Directivos tenían muchos otros asuntos que discutir conmigo, aparte de los malentendidos provocados por mi conferencia de la Capilla.

Me pareció ser un tanto repulsiva o como digna de lástima. Ella se consideraba a sí misma una heroína y a mí ¡una víbora! Ahora que ya me había dado cuenta de la causa por la cual había subido al campanario, trataba de demostrarme que estaba orgullosa y carente de miedo. Y es que ignoraba que una vez arrojé a un hombre, casi tan grande como ella, desde un helicóptero en vuelo. ¿Qué me impedía empujarla a través de una ventana de la torre? Me cruzó por la mente el pensamiento de hacerlo. ¡Me sentía tan ofendido! ¡Eso le enseñaría a no insultarme!

El hombre al que arrojé desde el helicóptero me había escupido en la cara y mordido una mano. Me vi precisado a enseñarle que no debía ofenderme.


Me pareció un ser digno de lástima, porque era una mentecata que pertenecía a una brillante familia y pensaba que al fin ella también había hecho algo brillante, a saber, obtener pruebas por utilizar en contra de alguien cuya forma de pensar resultaba criminal. Yo aún no sabía que su padre, beneficiario de la Beca Rhodes y miembro de la prestigiada sociedad estudiantil Phi Beta Kappa de Princeton, le había encomendado esta labor. Creí que ella se había dado cuenta de la convicción de su padre, a menudo expresada en sus columnas periodísticas y en la TV, y sin duda también en el hogar, de que algunos profesores que odiaban en secreto a su país, estaban haciendo que la juventud perdiera la fe en el futuro y la capacidad de liderazgo de la nación.

Supuse que, por iniciativa propia, ella había decidido descubrir a uno de tales villanos y conseguir que lo despidieran, demostrando así que no era tan estúpida, después de todo, y que en realidad era digna hija de su padre.

Me equivoqué.

—Kimberley, esto es ridículo —le dije, en lugar de lanzarla por la ventana.

Me equivoqué.


—Está bien, aclaremos esto de inmediato —agregué.

Me equivoqué.

Entraría con paso firme en la reunión de los Directivos enderezando los hombros y resplandeciendo de legítima indignación: yo era el profesor más popular del campus y el único miembro del cuerpo docente que había recibido condecoraciones en la Guerra de Vietnam. Empero, esa fue precisamente la razón por la cual me quitaron el empleo. Quizá, ellos mismos no estuvieron del todo conscientes del verdadero motivo del despido: yo poseía un conocimiento personal de la desgracia encarnada por la Guerra de Vietnam.

Ninguno de los Directivos había participado en ese conflicto bélico, ni tampoco el padre de Kimberley, y ninguno de ellos habría permitido que sus hijos hubiesen sido enviados a Indochina. Desde luego, al cruzar el lago, en la prisión y abajo en el pueblo, había muchos hijos de individuos anónimos que sí habían sido mandados al frente de batalla.