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Algunas veces, Alton Darwin me hablaba sobre el planeta donde había habitado antes de ser transportado en una caja de acero a Athena: «Las drogas eran alimentos. Yo me dedicaba al negocio de la comida. El que los moradores de un planeta ingieran ciertos víveres que les producen bienestar, no significa que la gente de los demás planetas deba abstenerse de comer otras cosas. Estoy seguro de que en algunos planetas hay personas que se alimentan de piedras y que, después de hacerlo, se sienten de maravilla durante un rato. Más tarde, llegará la hora de volver a comer piedras.»


Reflexioné muy poco sobre la prisión durante los 15 años que fui maestro del Tarkington, a pesar de que la cárcel era demasiado grande y cruel, y de que experimentaba un crecimiento continuo. Cuando realizábamos días de campo a la orilla del lago o cuando íbamos a Rochester por una u otra razón, veíamos muchos autobuses con ventanas oscurecidas y camiones que trasladaban cajas de acero. Alton Darwin debió viajar dentro de alguna de éstas. Debido a que los camiones se utilizaban también para transportar carga, dichas cajas podrían haber servido exclusivamente como embalaje de Diet Pepsi y papel sanitario.

Su contenido no fue de mi incumbencia hasta que me despidieron del Tarkington.


En ocasiones, cuando tocaba las campanas y se producían ecos particularmente sonoros en los muros de la prisión, lo que solía ocurrir en pleno invierno, tenía la sensación de estar bombardeando la cárcel. En Vietnam, por el contrario, cuando nos retirábamos con el apoyo de la artillería, y las armas lanzaban proyectiles a no sé qué blancos en la selva, me parecía escuchar algo similar a la música: ruidos interesantes producidos por el puro placer de hacerlo.

Durante un ejercicio veraniego de campaña, Jack Patton y yo, que todavía éramos cadetes, dormitábamos en una tienda, cuando la artillería abrió fuego cerca de ahí.

Nos despertamos.

—Están tocando nuestra pieza, Gene. Están tocando nuestra pieza —exclamó Jack.


Antes de ir a trabajar a Athena, solamente había visto a 3 reos en alguna parte del valle. La mayoría de los habitantes de Scipio ni siquiera había visto 1. Yo tampoco hubiera visto 1, si no se hubiese descompuesto, cerca del lago, un camión transportador de las cajas de acero. Me encontraba ahí de día de campo, cerca del agua, en compañía de Margaret, mi esposa, y de Mildred, mi suegra. En ese entonces, Mildred estaba más loca que una cabra, pero Margaret aún se conservaba cuerda y parecía que existía una probabilidad de que así continuara.

Yo tenía solamente 45 años y la confianza absurda de que seguiría siendo profesor en el colegio hasta alcanzar la edad de retiro obligatorio, esto es, los 70 años, lo cual ocurriría en el año 2010, a 9 años de distancia de la fecha actual. De hecho, ¿qué habrá de sucederme en los 9 años por transcurrir? Es como preocuparse por la descomposición de un queso que no se almacenó oportunamente en el refrigerador. ¿Qué más le puede suceder a un queso que ya perdió su sabor original y que apesta?


A mi suegra le encantaba pescar, y ese pasatiempo era inofensivo para ella y para los demás. Le ayudé colocando un gusano en el anzuelo y lanzando el sedal en dirección a una mancha que parecía prometedora. Ella sostenía la caña con ambas manos, segura de que algo milagroso iba a suceder.

Tuvo razón esta vez.

Miré hacia el camino y descubrí un camión de la prisión al que le salía humo del motor. Sólo había 2 guardias a bordo y 1 de ellos era el conductor. Se apearon. Ya habían llamado por radio a la penitenciaría pidiendo ayuda. Ambos eran blancos. Este incidente tuvo lugar antes de que los japoneses se hicieran cargo de la administración de Athena, es decir, antes de que los letreros de la carretera de Rochester estuvieran escritos en inglés y japonés.

Como parecía que el camión iba a incendiarse, los 2 guardias abrieron el candado de la puerta de la caja de acero y ordenaron a los reos que salieran. Ambos retrocedieron con las escopetas apuntando hacia la puerta.

Salieron los prisioneros. Solamente había 3. Se movían con torpeza, debido a los grilletes que sujetaban sus tobillos; además, las esposas estaban unidas a una cadena colocada alrededor del pecho. Dos eran negros, y 1 era blanco o, quizá, un Hispano de piel clara. Todo esto sucedió antes de que La Suprema Corte confirmara la naturaleza cruel e inhumana del acto de confinar a una persona en un lugar donde su raza sea rebasada numéricamente por otra.

En ese entonces, las diferentes razas permanecían mezcladas en las cárceles localizadas a todo lo largo y ancho del país. Sin embargo, cuando entré a trabajar en Athena, sólo había reos que habían sido clasificados como Negros.


Mi suegra no quiso mirar el camión humeante ni todo lo demás. Estaba obsesionada con los acontecimientos en desarrollo al otro lado del sedal. Pero Margaret y yo nos quedamos papando moscas. En esa época, los prisioneros eran como material pornográfico, cosas comunes que la gente decente no deseaba ver, a pesar de que la principal industria del valle estaba consagrada a castigar delincuentes.

Después, cuando Margaret y yo hablamos del asunto, me dijo que no le había parecido una cuestión pornográfica, sino el espectáculo de ver animales rumbo al matadero.

En cambio, nosotros debimos parecer a esos condenados los habitantes del Paraíso. Era un perfumado día primaveral. Tenía lugar, un poco más al sur del sitio donde nos encontrábamos, una carrera de botes de vela. Un padre agradecido, que había vaciado las arcas del banco más grande de California, acababa de donar al colegio 300 balandros.

Nuestro Mercedes nuevecito destacaba entre los coches estacionados. Costaba más que el salario anual por mí devengado en el Tarkington. El auto me lo regaló la madre de un estudiante mío, llamado Pierre Legrand. Su abuelo materno había sido dictador de Haití; cuando fue derrocado, se trajo consigo el tesoro público de ese país. Por tal motivo, la madre de Pierre era muy rica. Él era muy impopular. Trató de ganar amigos ofreciéndoles costosos obsequios; táctica que no le funcionó. En consecuencia, intentó colgarse de una viga del depósito de agua instalado en la cima de la Montaña Mosquete. Por casualidad, yo me encontraba allá arriba, jugando entre los arbustos con la esposa del entrenador del Equipo de Tenis.

Lo descolgué cortando la soga con mi navaja oficial del ejército suizo. Así fue como obtuve el Mercedes.

Dos años más tarde, Pierre tuvo mejor suerte, pues logró saltar desde el famoso puente Golden Gate. Una de l as bromas comunes en el campus rezaba que yo debería devolver el coche.

Así pues, es probable que aquellos presos hayan visto el Paraíso en lo que realmente era un saco repleto de aflicción. No había forma de que supieran que mi suegra estaba más loca que una cabra. No podían enterarse, ni tampoco yo, de que la locura hereditaria caería sobre mi hermosa mujer, unos 6 meses después, como una tonelada de ladrillos, convirtiéndola en una bruja tan horrible como su madre.


Si nos hubieran acompañado nuestros 2 hijos al día de campo, la ilusión de que vivíamos en el Paraíso hubiese sido completa. Los hijos habrían ilustrado el caso de la otra generación que hallaba la vida tan cómoda como la nuestra. Además, ambos sexos habrían estado representados. Teníamos una hija llamada Melanie y un hijo llamado Eugene Debs Hartke Jr. Ya no eran niños. Melanie tenía 21 años y estudiaba matemáticas en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra. Eugene Debs Hartke Jr. cursaba el último año en la Academia Deerfield de Massachusetts; tenía 18 años y su propia banda de rocanrol; en ese entonces ya había compuesto unas 100 canciones.

No obstante, Melanie hubiera arruinado nuestra escena campestre. Al igual que mi madre antes de matricularse en los Weight Watchers, era muy pesada. Debe tratarse de una cuestión hereditaria. Si hubiese dado la espalda a los presos, al menos habría ocultado su nariz, tan bulbosa como la del último y gran comediante alcohólico, W. C. Fields. Melanie, gracias a Dios, no era alcohólica.

Pero su hermano sí.

Y ahora daría mi vida a cambio de poder jactarme ante él de que los varones de su familia paterna no han temido al alcohol, puesto que han sabido beberlo con moderación. No nos hemos comportado con debilidad y estupidez en materia de drogas.


Por lo menos, Eugene Jr. era bien parecido, pues había heredado los rasgos de su madre. Durante su infancia, transcurrida en este valle, las personas solían decirme, estando él presente para escucharlo, que era el niño más hermoso que habían visto.

No tengo idea de dónde se encuentra ahora. Hace años dejó de comunicarse conmigo o con cualquiera de este valle.

Me odia.


También Melanie, aunque ella me escribió hace apenas 2 años. Estaba viviendo en París con otra mujer. Ambas enseñaban inglés y matemáticas en una escuela estadounidense de segunda enseñanza, localizada en la capital francesa.


Mis hijos nunca me perdonaron el no haber enviado a mi suegra a un hospital psiquiátrico. Haberla retenido con nosotros constituyó un gran estorbo para ellos, porque no podían invitar a sus amigos a la casa. Sin embargo, si hubiera mandado a Mildred a un manicomio, no habría podido enviar a Melanie y a Eugene Jr. a escuelas tan caras. Aunque el Tarkington me ofrecía hospedaje gratuito, mi salario era bajo.

Además, nunca consideré que la locura de Mildred les resultara tan insoportable. En el ejército, había convivido con personas que decían disparates todo el día. Vietnam fue una gran alucinación. Si me acostumbré a eso, podía adaptarme a cualquier cosa.

Ahora bien, lo que más les disgusta a mis hijos de mi persona es que me haya reproducido en conjunción con su madre. Viven con la amenaza constante de volverse locos repentinamente, tal como ocurrió con Mildred y Margaret. Desafortunadamente, hay una gran probabilidad de que eso suceda.


Por irónico que parezca, tengo un hijo ilegítimo de cuya existencia me enteré hace poco. En virtud de que tiene una madre diferente, no corre el riesgo de perder la razón algún día. Sin embargo, sus hijos en caso de que llegue a tenerlos, heredarían quizá la tendencia de mi propia madre hacia la gordura.

No obstante, podrían acudir a los Weight Watchers, como hizo Mamá.


Resulta obvio que el tema de la herencia ha estado en mi mente en días recientes. Así que he estado leyendo sobre ese asunto en algún libro que trata también de embriología. Y puedo afirmar lo siguiente: las personas que se muestran cautelosas con respecto a lo que pueden encontrar al abrir un libro, tienen razón. Me acaba de dejar anonadado un ensayo que versa sobre la embriología del ojo humano.

Ninguna combinación de Tiempo y Suerte pudo haber producido una cámara tan excelente, ¡ni siquiera habiendo invertido una gran cantidad de tiempo cercana a 1 000 000 000 000 de años! ¿Qué les parece este misterio indescifrable?


Cuando comencé a trabajar en Athena, esperaba hallar a por lo menos 1 de los 3 condenados que nos habían visto, tiempo atrás, a Mildred, a Margaret y a mí en pleno día de campo. Como ya lo dije, en ese entonces consideré que 1 de ellos era Blanco o quizá Hispano, el cual debió ser trasladado a una prisión para Blancos o para Hispanos antes de que yo llegara ahí. Los otros 2 eran sin duda negros, pero nunca me topé con ninguno de ellos. Me hubiera gustado saber qué pensaron de nosotros, cuan contentos lucíamos.

Quizá habían muerto. Pudieron ser víctimas del SIDA, de un asesinato, de un suicidio o, tal vez, de la tuberculosis. Cada año fallecían 30 reclusos en Athena por cada estudiante que obtenía el Grado de Bachiller en Artes y Ciencias del Tarkington.


Libertad condicional.


Si hubiera encontrado a 1 de los presos que atestiguaron nuestro día de campo, habríamos charlado sobre el pez atrapado por mi suegra mientras él nos observaba. Sobre el sedal arqueado y el rechinido del carrete, semejante a una débil sirena. Sobre su dificultad para ver al monstruo que había tragado el anzuelo y era conducido hacia Scipio porque, antes de presenciar ese espectáculo, él ya había sido reintroducido a la oscuridad de la caja de acero montada en otro camión.


El sedal que coloqué en el carrete de la caña era muy firme. Estaba especialmente diseñado para la pesca de especies de aguas profundas, como el atún y el tiburón. Con todo, hasta donde sabía, en el Lago Mohiga sólo habitaban anguilas, percas y siluros pequeños. Eso era todo lo que Mildred había atrapado en ocasiones anteriores.

Recuerdo que una vez pescó una perca demasiado pequeña para conservarla. De modo que la liberó, a pesar de que la flecha del anzuelo le había atravesado un ojo. Al cabo de un rato, atrapó de nuevo a la misma perca. Lo supimos por el ojo despedazado. Reflexionamos al respecto: ojos prodigiosos y ni una pizca de cerebro.


Coloqué ese sedal en la caña de pescar de Mildred, con objeto de que nada se le escapara. En Honduras, hice lo mismo en cierta ocasión para un General de 3 estrellas, cuyo ayudante de campo era yo.

El pez atrapado por Mildred no podía romper el sedal, y Mildred no soltaba la caña. Ella no pesaba nada y el animal pesaba mucho para ser un pez. Mildred cayó de rodillas en el agua, riendo y gritando.

Nunca olvidaré lo que gritaba: «¡Es Dios, es Dios!»


Me arrojé al agua para auxiliarla. Como no soltaba la caña, tomé el sedal y comencé a jalar, pasando una mano sobre la otra.

¡Cómo se remolinaba y bullía el agua!

Cuando atraje al pez a aguas poco profundas, dejó repentinamente de oponer resistencia. Me imagino que había agotado hasta la última gota de energía. Eso fue todo.

Este animal, que cogí de las agallas y arrastré hacia la ribera del lago, era un lucio enorme. Mildred exclamó aterrorizada: «¡Es un cocodrilo!»

Miré hacia el camino para indagar qué pensaban los presos y los guardias de un pescado tan grande. Pero, ya se habían marchado. Sólo quedaba el camión descompuesto. La pequeña puerta de la caja de acero estaba completamente abierta. Cualquiera era libre de meterse en la caja y cerrar la puerta, a fin de saber qué se siente ser un reo.


Para aquellos a quienes fascina la Medicina Forense: el lucio no mordió la carnada, sino a una perca que, a su vez, había mordido al gusano del anzuelo.

Consideré que era interesante hablar de ello con mi suegra, durante el regreso a casa a bordo del Mercedes nuevo. Pero ella no quería charlar en absoluto. El pez la había asustado en extremo y prefería olvidarse del asunto.

Años más tarde, mencioné en un par de ocasiones el incidente del pez, sin obtener respuesta alguna de su parte, salvo un silencio sepulcral. Concluí que de verdad lo había desechado de su memoria.

Ahora bien, Mildred, Margaret y yo nos mudamos, mucho tiempo después, a una vieja casa de la aldea de Athena, localizada abajo de los muros de la cárcel. En la noche que ocurrió la fuga penitenciaria, se escuchó una terrible explosión que nos despertó.

Si Jack Patton hubiera estado con nosotros, me habría dicho: «¡Gene! ¡Gene! Están tocando de nuevo nuestra pieza».

Acababan de demoler, desde el exterior y no desde el interior, la puerta principal de la prisión. El presunto jefe del cartel jamaiquino de la droga, Jeffrey Turner, había sido traído a Athena en una caja de acero 6 meses antes, al cabo de un juicio televisado que duró un año y medio. Lo condenaron a 25 cadenas perpetuas consecutivas, todo un nuevo récord. Ahora, una fuerza bien entrenada de empleados suyos, comparable a un destacamento mayor que un pelotón y menor que una compañía, se había trasladado a las afueras de la penitenciaría, trayendo consigo explosivos, un tanque y varios tractores oruga que habían sido tomados del Arsenal de la Guardia Nacional, ubicado a unos 10 kilómetros al sur de Rochester, en un punto de la carretera situado frente al Complejo de Cines Meadowdale. Después, se supo que uno de esos hombres se había mudado a Rochester e ingresado a la Guardia Nacional, jurando defender la Constitución y todo lo demás, con el único propósito de robar las llaves del Arsenal.

Los guardias japoneses estaban completamente impreparados y carentes de motivación alguna para luchar contra una fuerza semejante, especialmente porque los atacantes iban vestidos con el uniforme del Ejército de Estados Unidos y ondeaban banderas norteamericanas. De modo que se escondieron, levantaron las manos o huyeron hacia el bosque prístino. No estaba en juego su país, y vigilar prisioneros no era una misión sagrada ni nada que se le pareciera. Se trataba tan sólo de un negocio.

Los invasores desconectaron las líneas telefónicas y cortaron la energía eléctrica, a fin de que los vigilantes ni siquiera pudieran pedir ayuda o accionar las sirenas.

El asalto duró media hora. Cuando todo terminó, Jeffrey Turner ya había desaparecido y, desde entonces, no se le ha vuelto a ver. Los atacantes también se esfumaron. Sus uniformes y vehículos militares fueron encontrados más tarde en una granja lechera abandonada, propiedad de especuladores alemanes de tierras, localizada a 1 kilómetro al norte del lago. Como había huellas de neumáticos de diversos automóviles, la policía concluyó que, a bordo de vehículos civiles comunes, en apariencia inconexos y abandonando la granja a intervalos, los sujetos al margen de la ley habían logrado una huida 100% exitosa.

Mientras tanto, en la prisión, aquel que no deseaba permanecer encerrado más tiempo, estaba en libertad de salir y, en caso de tener la inclinación y habiendo llegado a primera hora, de tomar un fusil, una escopeta, una pistola o una granada de gas lacrimógeno del arsenal de la cárcel, el cual se hallaba completamente a su disposición.


Asimismo, la policía señaló que los asaltantes habían recibido un entrenamiento militar de primera clase en algún lugar, probablemente en una escuela privada de supervivencia situada en Estados Unidos o, quizá, en Bolivia, Colombia o Perú.


De cualquier manera, Mildred, Margaret y yo fuimos despertados por la explosión que demolió la puerta principal de la prisión. No había forma de que nos hubiésemos podido imaginar lo que estaba sucediendo en realidad.

Nosotros 3 dormíamos en alcobas separadas. Margaret se encontraba en el primer piso; Mildred y yo, en el segundo. No había terminado de incorporarme, con un silbido persistente en los oídos, cuando Mildred entró en mi cuarto completamente desnuda y con los ojos bien abiertos.

Ella habló primero. Utilizó un término de caló, que yo nunca antes le había escuchado, para referirse a la idea de enormidad. No se trataba de la jerga de su generación ni tampoco de la mía, sino de aquella de mis hijos. Supongo que oyó la palabra en cuestión y que le gustó, reservando su uso para alguna ocasión realmente importante.

He aquí lo que dijo, mientras se escuchaban descargas esporádicas de armas ligeras alrededor de la prisión: «¿Recuerdas aquel pez tan choncho que capturé?»