Un antiguo compañero de cuarto de Ernest Hubble Hiscock, el héroe muerto, que también participó en la guerra y que siendo Infante de Marina había perdido un brazo en Iwo Jima, escribió que el mayor anhelo del recordado Hiscock era que la Junta Directiva admitiera, al inicio de cada año escolar, al mismo número de alumnos que asistían al plantel en su época de estudiante.
En consecuencia, si Ernest Hubble Hiscock nos está mirando ahora desde el Cielo, o desde cualquier otro lugar al que los héroes de guerra vayan a dar, cuando mueren, estará consternado de ver su amado campus rodeado de alambres de púas y guardias. Las campanas fueron sacadas de la circulación. El alumnado, siempre que se acepte llamar así a los condenados, alcanza hoy día la cifra aproximada de 2 000.
Cuando aquí sólo había 300 «estudiantes», cada uno disponía de una recámara, un baño y todos los armarios empotrados que quisiera. Cada recámara era parte de una suite compuesta de 2 recámaras, 2 baños y una sala común para 2 personas. Cada sala tenía sofás, sillones y chimenea, así como el más avanzado equipo de sonido y una TV de pantalla grande.
En la cárcel estatal de Athena, tal cual lo descubriría cuando fui a trabajar ahí, había 6 hombres en cada celda, que había sido construida para albergar a 2. Cada 50 celdas contaban con un cuarto de recreo, integrado por una mesa de Ping-Pong y una TV. Además, la TV sólo transmitía programas pregrabados incluyendo noticieros, cuya emisión original databa de por lo menos 10 años atrás. El objetivo era evitar que los presos se angustiasen por asuntos verificados en el mundo exterior que aún no se hubieran resuelto.
Podían posar sus ojos en lo que quisieran, siempre que no fuera relevante.
Cuánto amaban estos escritores de cartas no sólo el colegio, sino también todo el Valle de Mohiga: las estaciones, el lago y el bosque prístino. Y había pocas diferencias entre los placeres predilectos de los estudiantes de ese tiempo y aquéllos del mío propio. En mi época, los estudiantes ya no patinaban en el lago, sino en una pista techada que fue donada en 1971 por la Familia Israel Cohen. Pero aún celebraban en el lago, carreras de botes de vela y de canoas. Todavía llevaban a cabo días de campo en los vestigios de las esclusas, sitos en el nacimiento del lago. Muchos estudiantes aún traían consigo sus propios caballos.
En mi tiempo, varios alumnos eran dueños de hasta 3 caballos, ya que el polo era el principal deporte practicado. En 1976 y 1980, el Colegio Tarkington tuvo un equipo invencible de polo.
Por supuesto que en la actualidad ya no hay caballos en el establo. Los prófugos, acosados y hambrientos al cabo de 4 días de ocurrida la fuga, llamándose a sí mismos «Luchadores de la Libertad» y haciendo ondear la bandera estadounidense en la cima de la torre de esta biblioteca, se comieron los caballos y los perros del campus, y alimentaron con porciones de estos animales a sus rehenes, que eran los Directivos del colegio.
En apariencia, el más exitoso atleta egresado del Tarkington fue un jinete de mi propia época, Lowell Chung. Ganó una Medalla de Bronce como miembro del Equipo Ecuestre de Estados Unidos, en Seúl, Corea del Sur, en 1988. Su madre era dueña de la mitad de Honolulú, pero él no sabía leer ni escribir ni nada de matemáticas. Sin embargo, entendía bien la Física. Me podía decir cómo funcionan las palancas, las lentes, la electricidad, el calor y toda clase de plantas de energía; también era capaz de predecir correctamente el resultado de un experimento, siempre que no le insistiera en la cuestión de los números, de la cuantificación.
En 1984, obtuvo el grado de Bachiller en Artes y Ciencias. Ése era el único grado que otorgábamos, una advertencia justa para los demás planteles y las fuentes laborales, así como los propios estudiantes, de que los alcances intelectuales de nuestros egresados, aunque respetables, no eran los convencionales.
Lowell Chung hizo que montara un caballo por primera vez en mi vida cuando yo tenía 43 años. Me retó. Le dije que no deseaba suicidarme sobre el lomo de 1 de sus caballitos cabrioleros, puesto que tenía una esposa, una suegra y 2 niños que mantener. En consecuencia, le pidió prestada una gentil y vieja mula a su novia de ese entonces, que se llamaba Claudia Roosevelt.
Por cómico que parezca, la entonces novia de Lowell era un as en aritmética, pero no daba una en todo lo demás. Si se le preguntaba: «¿Cuánto es 5 111 por 10 022 dividido entre 97?»; ella respondía: «Son 528 066.4. ¿Y qué? ¿Y qué?»
¡Ciertamente y qué! La lección que yo mismo aprendí una y otra vez cuando enseñaba en el colegio y más tarde en la cárcel fue que la información es inútil para la mayoría de la gente, excepto como diversión. Si los hechos no son chistosos o temibles, o si no pueden hacerte rico, al diablo con ellos.
Cuando comencé a trabajar en la prisión, conocí a un multihomicida llamado Alton Darwin, quien también hacía mentalmente sofisticados cálculos aritméticos. Era negro y, a diferencia de Claudia Roosevelt, se expresaba con gran inteligencia. Había asesinado a toda clase de rivales, parásitos, informantes de la policía, sujetos con una identidad errónea e inocentes transeúntes en la industria ilegal de las drogas. Su manera de hablar era elegante y sugestiva.
Había matado a mucha menos gente que yo. Sin embargo, cabe señalar que él nunca estuvo en mi posición privilegiada, a saber, la de contar con la cooperación completa de nuestro gobierno.
Además, había cometido los homicidios por razones monetarias. Yo jamás me rebajé a eso.
Cuando supe que podía hacer mentalmente operaciones aritméticas, quise hacer de su conocimiento mi opinión.
—Tienes un don notable.
—No parece justo —respondió— que alguien venga al mundo con una ventaja tan grande sobre el común de los mortales. Cuando salga de aquí, me voy a comprar una hermosa tienda de campaña a rayas y le voy a colocar un letrero en la entrada que invite al público a presenciar, por un solo dólar, al Negro que hace aritmética.
Darwin no iba a salir nunca de prisión. Estaba cumpliendo una condena de cadena perpetua, sin esperanza de lograr la libertad condicional.
Dicho sea de paso, la fantasía de Darwin de convertirse en el protagonista de un espectáculo de aritmética mental se inspiraba en un acto realizado en Carolina del Sur, al cabo de la Primera Guerra Mundial, por 1 de sus bisabuelos. En ese entonces, todos los pilotos que regresaban al país eran blancos, y algunos efectuaban vuelos acrobáticos en los festivales rurales. Se les conocía como los «pilotos de feria».
Uno de esos pilotos de feria era dueño de un avión de 2 cabinas. En la cabina delantera, sujeto con correas, viajaba el bisabuelo, a pesar de que no sabía conducir ni un coche. El piloto de feria se agazapaba en la cabina trasera, de manera que la gente no pudiera darse cuenta de que era él quien manejaba los controles. Y el público llegaba desde muy lejos, según Darwin, «para ver al Negro que pilotea un aeroplano».
Cuando nos conocimos, Darwin tenía sólo 25 años, edad a la cual Lowell Chung ganó una Medalla de Bronce en equitación, en Seúl, Corea del Sur. Cuando yo cumplí 25, aún no había matado a nadie y no había tenido tantas mujeres como Darwin, quien a los 20, según me dijo, pagó un Ferrari de contado. Yo no tuve un automóvil propio hasta los 21, cuando adquirí un buen coche, un Chevrolet Corvette, pero no era ni de lejos tan bueno como el Ferrari.
Por lo menos, yo también lo pagué al contado.
Cuando platicábamos en la cárcel, bromeaba a menudo con base en la suposición de que éramos oriundos de planetas diferentes. El suyo estaba formado por la prisión; yo había llegado en un platillo volador, proveniente de un planeta mucho más grande e inteligente.
Esto le permitía expresar comentarios irónicos sobre las únicas actividades sexuales posibles intramuros.
—¿Hay bebés en tu planeta? —me preguntaba.
—Sí, los hay —le respondía.
—Aquí se ha intentado por todos los medios el tener hijos, pero nunca se ha logrado. ¿Qué crees que se está haciendo mal?
Fue el primer condenado al que le escuché usar las siglas «LC». Me dijo que algunas veces deseaba haber contraído la LC.
Creí que quería decir «TC», abreviatura de tuberculosis, otra de las enfermedades comunes de la cárcel: tan común que yo la padezco ahora.
Resultó que LC eran las siglas de «Libertad Condicional», la expresión utilizada por los convictos para referirse al SIDA.
Cuando nos conocimos, en 1991, me dijo que en ocasiones anhelaba tener la LC, comentario externado mucho antes de que yo mismo contrajera la TC.
¡Sopa de letras!
Estaba deseoso de escuchar descripciones de este valle, en el cual estaba condenado a vivir el resto de su vida y donde seguramente se le sepultaría, pero que nunca había visto. Se procuraba que no sólo los condenados, sino también sus visitantes, ignoraran en la medida de lo posible la situación geográfica precisa de la prisión, de modo que quien escapara no tuviese una idea clara de qué cuidarse o hacia dónde dirigirse.
Los visitantes eran traídos desde Rochester hasta este callejón sin salida en autobuses con ventanas oscurecidas. Los convictos eran transportados en camiones equipados con cajas de acero, carentes de ventanas y con capacidad para albergar a 10 hombres. Dentro de las cajas, los condenados viajaban debidamente esposados y sujetos con grilletes. Los autobuses y las cajas de acero nunca se abrían antes de haber atravesado los muros de la cárcel.
Después de todo, se trataba de criminales excesivamente peligrosos e ingeniosos. A pesar de que los japoneses ya se habían apoderado de la administración de Athena en la época de mi arribo, con objeto de convertirla en una institución lucrativa, el traslado en autobuses con ventanas oscurecidas en cajas de acero constituía una práctica que databa de un periodo previo. Esas morbosas formas de transporte se volvieron un espectáculo común en la carretera de Rochester hacia 1977, casi 2 años después de haberme establecido, junto con mi pequeña familia, en Scipio.
El único cambio que hicieron los japoneses en los vehículos, y que ya se había operado cuando llegué a trabajar ahí en 1991, fue montar las viejas cajas de acero en camiones japoneses nuevos.
De modo que violé la añeja política penitenciaria al contar a Alton Darwin y a otros presidiarios de por vida todo lo que deseaban saber sobre el valle. Consideré que tenían derecho a conocer la existencia del gran bosque, que ahora era su bosque, del hermoso lago, que ahora era su lago, y del pequeño colegio, donde se originaban las campanadas.
Y, por supuesto, todo eso enriqueció sus sueños de fugarse; pero, ¿acaso no eran éstos lo que en otro contexto podríamos denominar la virtud de la esperanza? Nunca pensé que en realidad fueran a escaparse y a aprovechar la información que les había proporcionado acerca de la campiña, y tampoco ellos lo pensaron.
Solía hacer la misma clase de cosas en Vietnam, es decir, ayudaba a los soldados mortalmente heridos a soñar que pronto estarían bien y en su casa.
¿Por qué no?
Me apena más que a nadie el que Darwin y los demás hayan saboreado en realidad la libertad. Eran seres horribles para sí mismos y para cualquiera. En muchos casos, se trataba de verdaderos maniáticos homicidas. Darwin no era 1 de ellos pero, cuando los presos cruzaban el lago congelado en dirección a Scipio, ya estaba dictando órdenes como si fuera un Emperador, como si la fuga hubiese sido su idea, a pesar de que no tuvo nada que ver con el planeamiento de ella. Ni siquiera sabía que se iba a realizar. Los que en realidad perforaron los muros y abrieron las celdas habían venido de Rochester para liberar a un solo reo. Lo rescataron y abandonaron el valle; no tenían ningún interés en conquistar a Scipio, venciendo a su pequeño ejército integrado por 6 policías, 3 guardianes desarmados de la escuela y un número desconocido de armas de fuego en manos privadas.
Alton Darwin fue el primer ejemplo que yo haya visto de liderazgo espontáneo. Era un hombre carente de rangos distintivos, de fórmulas organizativas previas, de planes de acción ya trazados. En la cárcel, había sido un hombre modesto e insignificante. Sin embargo, en el instante en que salió de ella, repentinos delirios de grandeza lo convirtieron en el único nombre que sabía lo que había que hacer enseguida, a saber; atacar a Scipio, donde la gloria y la riqueza aguardaban a todo aquél que se atreviera a seguirlo.
«¡Síganme!», gritaba. Y algunos lo hicieron. Creo que se trataba de un sociópata, enamorado de sí mismo y de nadie más, que reclamaba acción por su propio bien y mostraba indiferencia ante cualquier consecuencia a largo plazo: el clásico Predestinado.
La mayoría de los reos no lo siguieron colina abajo, en dirección al hielo. Regresaron a la prisión, donde disponían de una cama propia, de abrigo contra las inclemencias del clima, y de comida y agua, aunque carecieran de calefacción y electricidad. Decidieron portarse bien, basados en la conclusión correcta de que los chicos malos, aunque erraran libres en el valle, estaban rodeados por las fuerzas de la ley y el orden. Que les dispararían en cuanto los vieran, lo que sucedería en cuestión de días, 1 o 2, o incluso antes. Después de todo, eran negros.
En el Valle de Mohiga, el color de su piel hacía las veces de uniforme penitenciario.
Cerca de la mitad de los que siguieron a Darwin hasta el hielo, se regresaron antes de llegar a Scipio. Esto sucedió previamente a que les dispararan y sufriesen su primera baja. Uno de los que volvieron a la prisión me dijo que se había sentido enfermo al reflexionar sobre la cantidad de asesinatos y violaciones que se iban a producir cuando los convictos arribaran al otro lado.
—Pensé en todos los niños que dormían profundamente en su cama —afirmó, aclarando que el arma que había robado del arsenal de la cárcel la entregó al hombre que estaba a su lado en medio del hermoso lago Mohiga—. Como no tenía un arma, yo le ofrecí una.
—¿Se desearon buena suerte o algo por el estilo?
—No, no nos dijimos nada. Nadie decía nada, salvo el hombre que iba al frente.
—¿Y él qué decía?
—¡Síganme, síganme, síganme! —contestó, con un vacío terrible.
—La vida es una pesadilla —comentó—. ¿Lo sabías?
Los carismáticos delirios de grandeza de Darwin eran ilimitados. Se autonombró Presidente de un nuevo país. Estableció su cuartel general en el Salón Samoza de la Junta Directiva; la larga mesa ahí instalada se volvió su escritorio.
Lo visité en ese sitio, ya entrada la tarde del segundo día posterior al gran escape. Me dijo que este nuevo país suyo iba a talar el bosque prístino ubicado al otro lado del lago, para vender la madera a los japoneses. Con el dinero de la transacción, restauraría las instalaciones industriales de Scipio. Aún no sabía qué se iba a manufacturar, pero estaba meditando seriamente a ese respecto. Me aclaró que agradecería cualquier sugerencia en la materia.
Según él, nadie se atrevería a atacarlo, por miedo a que hiciera daño a los rehenes. Mantenía en cautiverio a la Junta Directiva en pleno, salvo al Director del Colegio, Henry «Tex» Johnson, y a su esposa, Zuzu. Yo había ido a preguntarle a Darwin si sabía dónde estaban Tex y Zuzu. No lo sabía.
Resulta que Zuzu fue asesinada por 1 o varios desconocidos, quienes quizá la habían violado. Nunca lo sabremos con exactitud, pues no era ese el momento ideal para practicar la Medicina Forense. En cuanto a Tex, subió a la torre de la biblioteca, acompañado de un rifle y municiones. Su intención: convertir el campanario en escondite de un francotirador.
Alton Darwin nunca se preocupó, no obstante el empeoramiento de su situación. Se rió cuando se enteró de que tropas de paracaidistas que avanzaban a pie habían rodeado la prisión situada al otro lado del lago y, de nuestro lado, se atrincheraban al oeste y sur de Scipio. La Policía del Estado y los vigilantes ya habían levantado una barricada en la carretera a la altura del nacimiento del lago. Alton Darwin se rió como si hubiera conseguido una gran victoria.
Conocí gente parecida en Vietnam. Jack Patton tenía esa clase de intrepidez. Allá, yo podía ser tan valiente como Jack. De hecho, estoy bien seguro de que maté a más gente que él. Pero estaba tremendamente preocupado la mayor parte del tiempo. En cambio, Jack nunca se preocupó, según me dijo.
Le pregunté cómo podía lograrlo. Me contestó lo siguiente: «Creo que debo tener un tornillo flojo. No me importa ni lo que me pueda suceder a mí ni lo que le pueda ocurrir a cualquier otro.»
Alton Darwin tenía el mismo tornillo flojo. Era un multihomicida que jamás mostró ningún remordimiento.
En el último año que pasé en Vietnam, durante las conferencias de prensa, yo también manejé nuestras derrotas como si hubiesen sido victorias. Pero a mí me ordenaron hacerlo. Ésa no era mi disposición natural.
Alton Darwin, y esto es igualmente aplicable a Jack Patton, hablaba de cuestiones triviales o graves con el mismo tono de voz, con los mismos gestos y expresiones faciales. Nada era más o menos importante que nada.
Recuerdo que Alton Darwin me refirió, con aparente preocupación, el gran número de presos que habían cruzado con él el lago congelado hasta Scipio y que acababan de desertar, regresando a la prisión o dirigiéndose a la barricada en busca del indulto. Los desertores eran individuos que sí se preocupaban. No querían morir ni responsabilizarse de las violaciones y los asesinatos cometidos en Scipio.
Así que me encontraba valorando el problema de la deserción, cuando Alton Darwin dijo con exactamente la misma intensidad:
—Sé patinar en hielo, ¿puedes creerlo?
—¿Perdón? —contesté.
—Sabía cómo deslizarme con patines de ruedas —aclaró—. Pero, nunca tuve la oportunidad de patinar sobre el hielo hasta esta mañana.
Esa mañana, con los teléfonos desconectados y la electricidad cortada, con cadáveres regados por todos lados y con una carencia generalizada de víveres en Scipio, como si los alimentos hubiesen sido devorados por una plaga de langosta, él se había dirigido a la Pista Cohen y calzado unos patines con cuchilla de acero por primera vez en su vida. Después de unos cuantos pasos vacilantes, logró deslizarse suavemente sobre el hielo.
—¡Deslizarse con patines de ruedas y patinar sobre el hielo son ejercicios iguales! —me dijo en tono triunfal, como si hubiera hecho un descubrimiento científico que arrojara luz del todo nueva sobre lo que parecía ser una situación desesperanzada—. ¡Se requieren los mismos músculos! —agregó de modo engreído.
Eso es lo que estaba haciendo cuando fue alcanzado por una bala, lo cual sucedió aproximadamente una hora después de nuestra charla.
Yo lo había dejado en su oficina y supuse que aún se encontraba en ella. Pero regresó a la pista para deslizarse una y otra vez.
Se escuchó un disparo y, de inmediato, se desplomó.
Varios de sus seguidores corrieron hacia él; Darwin alcanzó a decirles algo y murió.
Cabe señalar que fue un tiro precioso, siempre que Darwin haya sido el hombre al que el Director del Colegio había apuntado. Quizá la bala era para mí, puesto que sabía que yo solía hacerle el amor a su esposa Zuzu cuando él no se encontraba en casa.
Si le apuntó a Darwin, y no a mí, resolvió uno de los problemas más difíciles en materia de puntería, el mismo problema solucionado por Lee Harvey Oswald cuando le disparó al Presidente Kennedy, a saber, a dónde dirigir la bala cuando el tirador se halla muy por encima de su blanco.
Como ya lo dije: «Un tiro precioso.»
Más tarde, pregunté cuáles habían sido las últimas palabras de Alton Darwin y me dijeron que no tenían sentido. Sus últimas palabras fueron: «Vean al Negro que pilotea un aeroplano.»