Cuando llegué al Tarkington, las campanas ya no oscilaban. Estaban soldadas a ejes rígidos. Se les habían quitado los badajos y, a cambio, eran golpeadas por martillos accionados con electricidad proveniente de las Cataratas del Niágara. Su toque podía detenerse de inmediato mediante frenos cubiertos con neopreno.
El cuarto donde por lo menos una docena de campaneros de lento aprendizaje solían experimentar un aturdimiento como resultado de la infernal y ruidosa cacofonía, contenía un teclado de 3 octavas recargado contra la pared. Las perforaciones del techo, a través de las cuales pasaban antes las cuerdas, habían sido tapadas con yeso.
Ahora, nada funciona allá arriba. El cuarto del teclado y el campanario fueron acribillados con balas y proyectiles de bazuka disparados por los presos fugitivos, después de ser atacados por un francotirador escondido entre las campanas, quien mató a 11 de ellos e hirió a 15 más. El francotirador era el Director del Colegio Tarkington. A pesar de que ya estaba muerto cuando los convictos llegaron al campanario, fue crucificado por los furiosos prófugos en el desván del establo de los caballos, ubicado al pie de la Montaña Mosquete.
De manera que un Director del Tarkington, mi mentor Sam Wakefield, se voló la tapa de los sesos con un Colt Calibre 45. Y su sucesor, aunque en un estado insensible al dolor, fue crucificado.
Cabría señalar que se trata de una historia sumamente pesada.
Ahora bien, en materia de historia ligera, debo apuntar que los badajos de las campanas fueron colgados de acuerdo con su tamaño, pero sin ninguna nota explicativa en la pared del vestíbulo de esta biblioteca, sobre las máquinas de movimiento perpetuo. Se convirtió en toda una tradición el que los estudiantes más avanzados contaran a los de nuevo ingreso que esos objetos eran los penes petrificados de diferentes mamíferos. Se decía que el badajo más grande, que alguna vez perteneció a Belcebú, la campana de mayores dimensiones, era el pene de nada menos que Moby Dick, la Gran Ballena Blanca.
Muchos de los novatos se lo creían, y se les vigilaba para ver cuánto tiempo duraban creyéndolo, de la misma forma en que sin duda fueron observados durante su infancia a fin de corroborar el momento en que dejaban de creer en el Ratoncito Pérez, los Reyes Magos y Santa Claus.
Vietnam.
La mayor parte de las cartas publicadas en El Mosquetero que protestaban por la modernización del Carillón Lutz, fueron redactadas por personas que dependían de la riqueza y el poder con los que habían nacido. Sin embargo, una de ellas fue escrita por un hombre que admitía que estaba en prisión por haber cometido fraude, y que había arruinado su vida y la de su familia como resultado de su adicción doble: al alcohol y al juego. Su carta se parece a este libro, pues también constituye un discurso en el patíbulo.
Después de haber pagado su deuda con la sociedad, a ese individuo sólo le restaba una cosa por hacer: regresar a Scipio para hacer oscilar las campanas.
«Y ahora me arrebatan esa posibilidad.»
Otra carta fue enviada por una antigua campanera, sin duda ya fallecida a estas alturas, miembro de la Generación 1924 y que estaba casada con un hombre llamado Marthinus de Wet, propietario de una mina de oro en Krugersdorp, Sudáfrica. Ella conocía la historia de las campanas, esto es, que habían sido fabricadas con las armas recogidas después de la Batalla de Gettysburg. No le importaba que fueran a ser tocadas eléctricamente. Lo malo para ella era que las campanas desafinadas (Salmuera, Limón, Juan el Chasquido y Belcebú) se tornearan en Bélgica hasta entonarlas o bien arrojarlas a la basura.
«¿Ya no van los estudiantes del Tarkington a mostrar humanidad y humildad, como lo hacía yo día tras día, al escuchar el llanto proveniente del campanario por los caídos en los campos sagrados bañados en sangre, de Gettysburg?», preguntaba la anciana.
La controversia de las campanas inspiró mucha prosa cursi de ese tipo, en su mayor parte dictada sin duda alguna a una secretaria o a una máquina.
Es muy probable que la señora de Wet se haya graduado en el Tarkington sin saber escribir mejor que la mayoría de los maleducados presos hospedados al otro lado del lago.
Si mi abuelo Socialista, que no llegó a ser un jardinero en la Universidad Butler, pudiera leer la carta de la señora de Wet y darse cuenta de la dirección de la remitente (Sudáfrica), haría una mueca de satisfacción, en virtud de que ahí encontraría una prueba contundente de una mujer que goza de un alto nivel de vida con base en el trabajo de los mineros negros, sobreexplotados y sub retribuidos.
Asimismo, mi abuelo hubiera confirmado la existencia de la explotación de los pobres y los débiles en la expansión de la cárcel ubicada al otro lado del lago. En su opinión, la prisión habría sido una treta para evitar la participación de los líderes de estratos sociales más bajos en la Lucha de Clases y para ofrecerles la repugnante opción de aceptar aquello que sus voraces pagadores les den bajo la forma de condiciones de trabajo y subsistencia.
Sin embargo, hacia la época en que llegué al Colegio Tarkington, el punto de vista de mi abuelo quizá había sido erróneo con respecto al significado de la prisión situada al otro lado del lago, ya que la gente pobre y débil, sin importar cuan dócil fuera, ya no era de utilidad para los astutos inversionistas. Lo que esa gente solía hacer ahora era desempeñado, de modo heroico y sin quejas, por las máquinas.
De modo que el letrero idóneo por colocar a la entrada de Athena habría sido, en lugar de «El Trabajo Nos Hará Libres», aquél que reza, «Lástima que hayas nacido, no sirves para nada», o bien «Entren y no salgan, todos ustedes, lastre de la sociedad».