He estado leyendo algunos ejemplares de la revista estudiantil del Colegio Tarkington, llamada El Mosquetero; y lo he hecho de modo retrospectivo, hasta llegar al primer número, que apareció en 1910. Llamaron así a la publicación en honor de la Montaña Mosquete, una alta colina (no una montaña) ubicada en el límite occidental del campus, en cuya falda, junto al establo, sepultarían después a muchos de los convictos caídos durante la fuga.
Cada propuesta de mejora física de las instalaciones del colegio desataba una tormenta de protestas. Cuando los graduados del Tarkington regresaban al plantel, querían verlo exactamente igual al modo en que lo recordaban. Y, por lo menos, una cosa nunca cambió: el número del alumnado, que se estabilizó en 300 desde 1925. Mientras tanto, el crecimiento de la población de la cárcel situada al otro lado del lago, invisible detrás de los muros, fue tan incontenible como el Castor de Trueno, como las Cataratas del Niágara.
A juzgar por las cartas dirigidas a El Mosquetero, la modificación que generó la más apasionada resistencia fue la modernización del Carillón Lutz, emprendida poco después de la Segunda Guerra Mundial, en recuerdo de Ernest Hubble Hiscock. Este individuo fue un egresado del Tarkington que, a la edad de 21, era el artillero de un bombardero de la Marina cuyo piloto estrelló el avión, equipado con una carga completa de bombas, contra la plataforma de vuelos de un portaaviones japonés en la Batalla de Midway durante la Segunda Guerra Mundial.
Yo hubiera dado cualquier cosa por morir en una guerra tan significativa.
¿Yo? Me encontraba en el negocio del espectáculo, intentando ganar una gran audiencia de televidentes para el Gobierno, mediante la presentación de asesinatos de personas de verdad, llevados a cabo con armamento de verdad, algo que los otros anunciantes no tenían libertad de hacer.
Los otros anunciantes debían simularlo todo.
Por más extraño que parezca, los actores siempre resultaban mucho más verosímiles que nosotros en la pantalla chica. De alguna manera, la gente real con problemas reales no es bien recibida.
¡Todavía hay tanto que aprender sobre la TV!
Los padres de Hiscock, que estaban divorciados y se habían vuelto a casar pero seguían siendo amigos, contribuyeron con una parte de los recursos necesarios para mecanizar las campanas, de modo que una sola persona pudiera tocarlas mediante un teclado. Antes de eso, muchos individuos tenían que tirar de las cuerdas y, una vez que la campana comenzaba a moverse, dejaba de balancearse tomándose su propio y dulce tiempo. No había forma alguna de frenarla.
En los viejos tiempos, 4 de las campanas eran famosas por su desafinación, pero se les quería y poseían incluso un nombre: «Salmuera», «Limón», «Juan el Chasquido» y «Belcebú». Los Hiscock las enviaron a Bélgica, a la misma fundidora de campanas donde André Lutz había trabajado como aprendiz mucho tiempo atrás. Ahí fueron reparadas y pesadas hasta que adquirieron su tono perfecto, condición en que se hallaban cuando llegué a tocarlas.
No pudo haber sido música lo que el carillón producía en los viejos tiempos. Aquéllos que dirigían sus cartas a El Mosquetero describían el toque de las campanas con la misma clase de amor excéntrico y gratitud enloquecida que los convictos manifestaban al hablar de su experiencia con la combinación de heroína y anfetaminas, polvo de ángel y LSD, crack solo, etcétera. Pienso en todos esos muchachos de lento aprendizaje que, al jalar las cuerdas y hacer sonar las campanas dulce y acremente, tan sonoras como truenos, de seguro encontraban la misma inmerecida felicidad que muchos de los presos hallaban en los narcóticos.
¿Y no he dicho yo mismo que los momentos más felices de mi vida tuvieron lugar cuando tocaba las campanas? Sin basarme en absoluto en la realidad, experimentaba la sensación de triunfo de muchos adictos.
Cuando me volví campanero, coloqué este letrero en la puerta de la habitación donde estaba el teclado: «Thor». Sentía que era él cuando tocaba, descargando rayos que retumbaban cuesta abajo, a través de los vestigios industriales de Scipio, sobre el lago y por encima de los muros de la prisión situada en la ribera contraria.
Cuando tocaba, se producían ecos, los cuales rebotaban en las fábricas vacías y en los muros de la cárcel, entablaban disputas con las notas que acababan de salir de las campanas localizadas encima de mi cabeza. Cuando el Lago Mohiga se congelaba, tales disputas eran tan sonoras que la gente que nunca antes había estado en el área pensaba que la prisión contaba con su propio conjunto de campanas y que su campanero me estaba imitando.
Y yo gritaría en medio de ese frenético estrépito de campanadas y ecos: «¡Ríete, Jack, ríete!»
Después de la fuga carcelaria, el Director del Colegio dispararía a los reos desde lo alto del campanario. La acústica del valle ocasionaría que los prófugos no pudieran adivinar con certeza de dónde les llegaban los tiros.