—¿Cuál es la prisa, Hijo? —preguntó—. Si tienes un minuto, me gustaría hablar contigo.
Así que me detuve. Ése fue el mayor error que cometí en mi vida. Había muchas otras salidas y yo debí dirigirme a alguna de ellas. En ese momento, cada una de las demás salidas conducía quizá a la Universidad de Michigan, al periodismo, a la composición musical y a una vida donde podía decir y usar lo que me diera la gana. Cualquier otra salida, con toda probabilidad, me hubiera llevado a los brazos de una esposa que no se hubiese vuelto loca, y a los de unos hijos que me brindaran amor y respeto.
Siendo la vida como es, cualquier otra salida me hubiera conducido a sufrir cierta cantidad de desdicha, ya lo sé. Pero no creo que me hubiese llevado a Vietnam ni, luego, a enseñar lo que no se puede enseñar en el Colegio Tarkington ni, más tarde, a ser despedido del Tarkington ni, después, a enseñar lo que no se puede enseñar en la penitenciaría que está al otro lado del lago, hasta que tuvo lugar la mayor fuga carcelaria en la historia estadounidense. Y ahora yo mismo soy un preso.
Pero me detuve en esa salida bloqueada por Sam Wakefield.
Así fue el juego de pelota.
Sam Wakefield me preguntó si alguna vez había considerado las ventajas de una carrera militar. Se trataba de un hombre que había sido herido en la Segunda Guerra Mundial, el único conflicto bélico en el que me hubiera gustado luchar, y más tarde en Corea. Con el tiempo, renunciaría al Ejército, estando inconclusa la Guerra de Vietnam, y se convertiría en Director del Colegio Tarkington, para luego volarse la tapa de los sesos.
Le respondí que ya había sido aceptado por la Universidad de Michigan y, que no tenía ningún interés en la carrera de las armas. Él no estaba teniendo nada de suerte. El tipo de muchachos que participaban en una Feria de la Ciencia a nivel estatal deseaban honradamente continuar sus estudios en el Tecnológico de California, en el de Massachusetts, o en cualquier otro lugar mucho más amable con los librepensadores que West Point. En consecuencia, se encontraba desesperado. Estaba recorriendo el país para reclutar la escoria de las Ferias de la Ciencia. No me preguntó sobre mi trabajo. No me preguntó sobre mis notas. Él quería mi cuerpo sin importar lo que fuera.
Y entonces papá se acercó, buscándome. Lo siguiente de lo que tuve conciencia fue que papá y Sam Wakefield se reían y estrechaban las manos.
Papá estaba más feliz de lo que había estado en años.
—Los muchachos de nuestra ciudad pensarán que esto es mejor que cualquier premio de la Feria de la Ciencia —exclamó.
—¿Qué es mejor? —Pregunté.
—Acabas de ganar un lugar en la Academia Militar de Estados Unidos —respondió—. Ahora tengo un hijo del cual puedo estar orgulloso.
Diecisiete años más tarde, en 1975, yo era un Teniente Coronel que me encontraba situado en el techo de la Embajada estadounidense, en Saigón, alejando a todo el mundo, salvo a los estadounidenses, de los helicópteros que transportaban a la gente, totalmente desconcertada, hacia los barcos que se hallaban mar adentro. ¡Habíamos perdido una guerra!
¡Perdedores!
No fui el peor científico joven que Sam Wakefield persuadió de ir a West Point. Uno de mis compañeros de clase, proveniente de una pequeña escuela de segunda enseñanza de Wyoming, había demostrado ser una temprana promesa al fabricar una silla eléctrica para ratas, con sus tiritas de cuero, una capuchita negra y toda la cosa.
Se llamaba Jack Patton. No era pariente del «Viejo y Valeroso» Patton, el famoso General de la Segunda Guerra Mundial. Pues bien, Jack se convirtió en mi cuñado. Me casé con su hermana Margaret. Ella y algunos amigos se trasladaron desde Wyoming para asistir a la graduación de Jack, y yo me enamoré de ella. Sin duda, sabíamos bailar.
Jack Patton fue asesinado por un francotirador en Hué (se pronuncia «huey»). Era teniente coronel en la sección de Ingenieros Combatientes. Yo no me encontraba en el escenario del crimen, pero me dijeron que la bala le pegó justo entre los ojos. ¡Qué buena puntería! Quienquiera que haya sido el que le disparó era un verdadero ganador.
Sin embargo, según me enteré, el francotirador no siguió siendo un ganador por mucho tiempo. Difícilmente alguien lo logra. Algunos de los nuestros dedujeron dónde se escondía. Supe que no tenía más de 15 años. Era un muchacho, no un nombre, pero si jugaba juegos de hombre tenía que pagar con castigos de hombre. Después de que lo mataron, le introdujeron en la boca sus pequeños testículos, como advertencia a cualquier otro que decidiera ser francotirador.
Ley y orden. Justicia rápida, justicia segura.
Me apresuro a subrayar que ninguna unidad bajo mi mando fue incitada a realizar mutilaciones en los cuerpos de las filas enemigas, y que tampoco lo hubiera tolerado si lo hubiese sabido. Un pelotón de un batallón que comandé empezó por iniciativa propia a dejar ases de espadas en los cadáveres del adversario, como una especie de lección me imagino. Estrictamente hablando, esto no era mutilación, pero aun así le puse término.
Por supuesto, lo que un soldado de infantería puede hacer a un cuerpo con su insignificante tecnología no es nada comparado con los efectos perfectamente rutinarios, ordinarios e inevitables de los bombardeos aéreos y de la acción de la artillería. Una vez vi que la cabeza de un anciano barbado descansaba sobre las vísceras de un carabao destripado, el cual estaba cubierto de moscas y dentro del cráter abierto por una bomba junto a un arrozal en Camboya. El avión cuya bomba produjo el cráter se desplazaba a tal altura que no se le podía ver desde aquí abajo. Pero lo que su bomba hizo, habría que enfatizarlo, superó sin duda a los ases amonestadores de espadas.
No creo que Jack Patton hubiera deseado la mutilación del francotirador que lo mató, pero nunca se sabe. Cuando estaba vivo, era como un hombre muerto en cierto sentido: cualquier cosa parecía estar muy bien para él.
Todo, y quiero decir todo, constituía una broma para él, o eso decía. Su expresión favorita justo hasta el final fue: «Me tengo que reír como loco.» Si el Teniente Coronel Patton está en el Cielo, y no creo que muchos soldados verdaderamente profesionales hayan esperado nunca poder volar hasta allá, al menos no en épocas recientes, en este mismo instante estaría contando cómo su vida fue interrumpida de repente en Hué, y luego agregaría, sin siquiera sonreír, «me tengo que reír como loco». Esa era la verdad: Patton narraba eventos supuestamente serios, hermosos, peligrosos, o religiosos durante los cuales se debía reír como loco, pero en realidad no lo hacía. En toda su vida, no creo que nadie lo haya visto jamás hacer lo que decía que tenía que hacer todo el tiempo, esto es, reír como loco.
Dijo que debía haberse reído como loco el día que ganó un premio en ciencias en la escuela de segunda enseñanza, cuando fabricó una silla eléctrica para ratas, pero no lo hizo. Mucha gente deseaba una demostración pública del funcionamiento de la silla valiéndose de una rata sedada; que Jack le rasurara la cabeza, la sujetara en la silla y le preguntara si quería expresar sus últimas palabras, esperando tal vez que el pequeño ser drogado manifestase los remordimientos por crímenes cometidos.
La ejecución nunca se llevó a cabo. En apariencia, había suficiente sentido común en la escuela de Patton, aunque quizá no en el Departamento de Ciencias, para denunciar este evento como una forma de crueldad hacia los animales tontos. En esa ocasión, de nuevo, Jack Patton dijo sin sonreír: «Me tengo que reír como loco.»
También dijo que se tenía que reír como loco cuando me casé con su hermana Margaret, pero que no debía ofenderme por esa actitud, porque se tenía que reír como loco siempre que alguien se casaba.
Estoy completamente seguro de que Jack no sabía que había locura hereditaria en su familia materna, y de que tampoco lo sabía su hermana, que se convertiría en mi esposa. Cuando me casé con Margaret, su madre aún lucía perfectamente cuerda, excepto por su manía de bailar, que a veces asustaba un poco pero que era inofensiva. Bailar hasta desplomarse no era un acto tan lunático como bombardear Vietnam del Norte hasta dejarlo en la Edad de Piedra o bombardear cualquier otro lugar hasta dejarlo en la Edad de Piedra.
Mi suegra, Mildred, creció en Perú, Indiana, pero nunca habló sobre esa ciudad ni siquiera después de que se volvió loca, excepto para señalar que también nació en Perú Cole Porter, un compositor de canciones populares ultrasofisticadas de la primera mitad del siglo pasado.
Mi suegra huyó de Perú cuando tenía 18 años y nunca regresó. Se abrió paso hasta la Universidad de Wyoming, en Laramie. Supongo que escogió ese lugar, porque era el punto más lejano posible de Perú por el que podía optar dentro de la Vía Láctea. Ahí fue donde conoció a su esposo, que en ese tiempo era estudiante de la Facultad de Medicina Veterinaria.
Sólo después de la Guerra de Vietnam, cuando Jack tenía mucho tiempo de haber fallecido, Margaret y yo nos dimos cuenta de que no quería saber nada de Perú, en virtud de que mucha gente de esa ciudad sabía que ella provenía de una célebre familia productora de lunáticos en abundancia. Sin embargo se casó, escondiendo la terrible historia de su familia. Y se reprodujo.
Mi propia esposa se casó y reprodujo ignorando el peligro que ella misma corría y el riesgo que heredaría a nuestros hijos.
Nuestros propios hijos, habiendo crecido con una abuela ostensiblemente loca en casa, abandonaron este valle tan pronto como pudieron, de la misma forma en que ella se alejó de Perú. Pero ellos no se han reproducido y, como están al tanto de sus genes tramposos, dudo mucho que lo hagan.
Jack Patton nunca se casó. Jamás dijo que quisiera tener hijos. Después de todo, eso podría constituir un indicio de que tenía noticia de sus parientes locos de Perú. Pero no lo creo. Estaba en contra de que cualquiera se reprodujera, ya que los seres humanos eran, según sus propias palabras, «1 000 veces más estúpidos y despreciables de lo que creían ser».
Yo mismo, obviamente, al fin he llegado a compartir su punto de vista.
Cuando cursábamos nuestro primer año en la Academia, recuerdo que Jack decidió de repente que sería caricaturista, aunque nunca antes había pensado en serlo. Era compulsivo. Podría imaginármelo en la época en que estudiaba en Wyoming resolviendo de pronto construir una silla eléctrica para ratas.
La primer caricatura que dibujó, y la última, fue la de 2 rinocerontes casándose. Dentro de la iglesia, un sacerdote humano señalaba que si alguno de los fieles conocía alguna razón por la que esos 2 no pudieran unirse en sagrado matrimonio hablara en ese momento o callara para siempre.
Esto fue mucho antes de que yo conociera a su hermana Margaret.
Fuimos compañeros de cuarto durante 4 años. En aquella ocasión, me mostró la caricatura y dijo que apostaba a que podría venderla a Playboy.
Le pregunté que cuál era el chiste. Jack era incapaz de dibujar incluso unas manzanas agrias. Tuvo que explicarme que la novia y el novio eran rinocerontes. Yo pensaba que se trataba de un par de sofás o de una pareja de coches aplastados. Eso hubiera sido divertido, imagínense: dos coches aplastados haciendo votos matrimoniales. Iban a sentar cabeza.
—¿Que cuál es el chiste? —preguntó Jack incrédulamente—. ¿Dónde está tu sentido del humor? Si alguien no detiene la boda, esos dos se unirán y tendrán hijos rinocerontes.
—Por supuesto.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué puede ser más feo y estúpido que un rinoceronte? El mero hecho de que algo se pueda reproducir no significa que se deba reproducir.
—Para un rinoceronte, otro rinoceronte es maravilloso.
—He ahí la cuestión. Cada tipo de animal piensa que su propia especie es maravillosa. Así, los individuos que se casan creen que son maravillosos y que van a tener bebés maravillosos, cuando en realidad son tan feos como rinocerontes. El que consideremos que somos maravillosos no quiere decir que en verdad lo seamos. Podríamos ser animales realmente terribles, pero nunca lo admitiríamos porque nos lastimaría mucho aceptar ese hecho.
Recuerdo que cuando Jack y yo cursábamos el tercer año de estudios en la Point, nos ordenaron marchar al estilo militar durante 3 horas en el Patio de la Academia como si en realidad hubiésemos estado montando guardia, esto es, luciendo el uniforme completo y cargando fusiles. Éste fue el castigo por no haber denunciado a un cadete que había hecho trampa en el examen final de Ingeniería Eléctrica. El Código de Honor exigía no sólo que nunca mintiéramos o trampeásemos, sino también que delatáramos a cualquiera que lo hiciera.
No vimos al cadete en el momento en que hizo trampa. Ni siquiera éramos compañeros de clase. Pero nos encontrábamos con él, y con otro cadete, en Filadelfia, donde se emborrachó al cabo de un encuentro Ejército-Marina. Se embriagó tanto que confesó que había hecho trampa en el examen recién presentado en junio. Jack y yo le dijimos que se callara, que no queríamos saber nada del asunto y que lo íbamos a olvidar porque de todas maneras, no debía ser cierto.
Pero el otro cadete, que después sería fragmentado en Vietnam, nos acusó. Supuestamente, éramos tan corruptos como el tramposo, puesto que habíamos intentado encubrirlo. Por cierto, «fragmentar» es una palabra que adquirió un significado adicional en la Guerra de Vietnam, a saber, el de lanzar una bomba de fragmentación en el dormitorio de un oficial impopular. No quiero ser jactancioso pero, durante todo el tiempo que estuve en Vietnam, nadie propuso «fragmentarme».
El tramposo fue expulsado, a pesar de que sólo faltaban 6 meses para su graduación. Y Jack y yo tuvimos que marchar durante 3 horas en una helada noche lluviosa. En teoría, no debíamos hablar, ni entre nosotros ni con nadie. Pero los recorridos absurdos que teníamos que efectuar se cruzaban en un punto. Jack me murmuró en 1 de tales cruces: «¿Qué harías si te enteraras de que alguien acaba de soltar una bomba atómica sobre Nueva York?»
Transcurrieron unos 10 minutos antes de volver a encontrarnos. Pensé en algunas respuestas obvias, tales como que me horrorizaría, que me pondría a llorar, y así por el estilo. Pero comprendí que Jack no quería oír mi respuesta, sino que yo escuchara la suya.
Así que llegó con su respuesta. Me miró a los ojos y afirmó sin el más pequeño indicio de una sonrisa: «Me reiría como loco.»
La última vez que le oí decir que se debía reír como loco fue en una cantina de Saigón. Me dijo que lo acababan de premiar con una Estrella de Plata, lo que lo igualaba conmigo, pues yo ya había recibido una. Se encontraba sembrando minas con un pelotón de su compañía en los senderos que conducían a una aldea que supuestamente simpatizaba con el enemigo, cuando se inició un tiroteo. Pidió apoyo aéreo y los aviones dejaron caer sobre la aldea napalm, que es una gasolina gelatinosa creada en la Universidad de Harvard. El bombardeo mató a vietnamitas de ambos sexos y de todas las edades. Después le ordenaron a Jack que contara los cuerpos y que diera por sentado que todos pertenecían al enemigo, de modo tal que el número de cadáveres pudiera ser presentado en las noticias de ese día. Dicha tarea fue la que le valió la Estrella de Plata. «Me tendría que haber reído como loco», dijo, pero no esbozó la más leve sonrisa.
Jack hubiera querido reírse como loco si me hubiese visto, pistola en mano, en la azotea de nuestra embajada en Saigón. Me había ganado la Estrella de Plata por haber encontrado y aniquilado personalmente a 5 enemigos, quienes estaban escondidos en un túnel subterráneo. Ahora me encontraba en la azotea, mientras los regimientos del adversario se apostaban a cielo abierto, sin necesidad de esconderse de nadie, tomando posesión de las calles sin que enfrentaran ninguna resistencia. Estaban ahí, abajo de mí, hubiese podido matar a muchos. ¡Paf! ¡Paf! ¡Paf!
Me hallaba ahí arriba para evitar que los vietnamitas que habían estado de nuestro lado subieran a los helicópteros que transportaban sólo a los estadounidenses, a los empleados civiles de la Embajada y a sus dependientes, hasta los barcos situados en mar adentro. El enemigo pudo haber derribado los helicópteros, capturarnos y/o matarnos, si hubiese querido. Pero, lo único que siempre deseó fue que abandonáramos su país. Desde luego, capturaron o mataron a los vietnamitas que no dejé que subieran al helicóptero, después de que el último estadounidense, que fue el Teniente Coronel Eugene Debs Hartke, se hubo largado de ahí.
El resto de ese día: el helicóptero que transportaba al último estadounidense que abandonó Vietnam se unió a un enjambre de helicópteros sobre el Mar de la China Meridional, los cuales habían sido desalojados forzosamente de su base y cuyas reservas de combustible eran insuficientes. He aquí una imagen para ilustrar la Historia Natural del Siglo 20: el cielo lleno de ruidosos y artificiales pterodáctilos, expulsados de modo súbito de su casa, incapaces de nadar y al borde de morir por ahogamiento o inanición.
Bajo nosotros, desplegada hasta donde alcanzaba la vista, se hallaba la flota más fuertemente armada de la historia, sin que nadie la amenazara. En lo que al enemigo concernía, podíamos quedarnos con toda la azul alta mar que quisiéramos. ¡Gócenla! ¡Gócenla!
A mi helicóptero y a otros 2, se les ordenó por radio que aterrizaran sobre un dragaminas equipado con una plataforma; ésta era utilizada por el propio pterodáctilo de la embarcación, el cual tuvo que despegar para que los nuestros pudieran aterrizar. Una vez abajo, los marinos tiraron por la borda a nuestro enorme, tonto y torpe pájaro. Ese proceso se repitió 2 veces y, luego, la inverosímil criatura del barco reclamó su sitio. Más tarde, pude echarle un vistazo. Contaba con un mecanismo electrónico capaz de detectar submarinos y minas bajo el agua, así como misiles en camino y aeroplanos en tránsito.
A continuación, el propio Sol siguió la trayectoria del último helicóptero estadounidense que abandonó Saigón, esto es, hasta el fondo de la azul alta mar.
A la edad de 35, Eugene Debs Hartke era tan disoluto en materia de alcohol, marihuana y mujeres fáciles, como lo había sido durante sus últimos 2 años en la escuela de segunda enseñanza. Y había perdido todo el respeto por sí mismo y por la dirigencia de su país, del mismo modo en que lo había perdido, 17 años antes, por sí mismo y por su padre en la Feria de la Ciencia de Cleveland, Ohio.
Su mentor, Sam Wakefield, el hombre que lo reclutó para West Point, había renunciado al Ejército un año antes con objeto de predicar contra la guerra. Se había convertido en Director del Colegio Tarkington, gracias a poderosas conexiones familiares.
Sam Wakefield se suicidaría 3 años más tarde. Así que ahí tienen a otro perdedor, a pesar de que había sido General de División y, luego, Director de un Colegio. Creo que le ganó el agotamiento. Lo digo no sólo porque siempre lucía muy cansado, sino también porque la nota que dejó ni siquiera era original y no parecía aludir a su persona. Era, palabra por palabra, la misma nota que dejara al suicidarse en 1932, cuando yo tenía 8 años de edad, otro perdedor, George Eastman, inventor de la cámara Kodak y fundador de la ahora desaparecida Eastman Kodak, que estuvo ubicada a sólo 75 kilómetros al norte de aquí.
Ambas notas decían esto y nada más: «Misión cumplida.»
En lo que toca a Sam Wakefield, dicha misión, en el caso de que no haya deseado incluir la Guerra de Vietnam, consistió en 3 nuevos edificios, que probablemente se hubieran construido de todas maneras, es decir, sin importar quién ocupara el cargo de Director de Tarkington.
No estoy escribiendo este libro para personas menores de 18 años, pero tampoco considero dañino el aconsejar a los jóvenes que se preparen más bien para el fracaso que para el éxito, puesto que el fracaso es lo más importante que les va a suceder.
Para expresarlo en términos de baloncesto: casi todos tenemos que perder. Un alto porcentaje de los condenados en Athena, y de los ahora convictos en esta institución mucho más pequeña, sólo dedicaron su niñez y juventud al baloncesto, y siguen sufriendo palizas desde el inicio de algunos insignificantes y estúpidos torneos.
Con respecto al hipotético lector joven, permítaseme agregar que quizá habría destrozado mi cuerpo, habría sido expulsado de la Universidad de Michigan y habría muerto rodeado de los bajos fondos, si no hubiera estado sujeto a la disciplina de West Point. Ahora, estoy hablando de mi cuerpo, no de mi mente, y no existe mejor manera de que un joven aprenda a respetar sus huesos, nervios y músculos que ingresando a una de las 3 principales academias militares.
Cuando llegué a la Point, era un mocoso con mala postura y pecho hundido y carente de antecedentes deportivos, salvo por la participación en algunas peleas ocurridas al cabo de los bailes donde mi banda tocaba. El día en que me gradué, recibí mi nombramiento de Subteniente del Ejército Regular, lancé al aire mi sombrero y me compré un Corvette rojo con el sueldo atrasado que la Academia me había reservado, mi espina dorsal era tan recta como un escobillón, mis pulmones tan poderosos como los bramidos de Vulcano, era capitán de los equipos de judo y lucha grecorromana, ¡y no había fumado ningún tipo de cigarro ni ingerido una sola gota de alcohol a lo largo de 4 años! Tampoco era promiscuo sexualmente. Nunca me sentí mejor en mi vida.
Recuerdo que, durante la graduación, les dije a mis padres: «Acaso, ¿éste soy yo?»
Estaban muy orgullosos de mí y yo también lo estaba.
Me volví hacia Jack Patton, que se encontraba ahí con su hermana y su madre —mujeres tramposas— y su padre —individuo normal—, y le pregunté: «¿Qué piensas ahora de nosotros, Teniente Patton?» Él era la oveja negra de nuestra clase, pues había obtenido las notas más bajas. Lo mismo le sucedió al General George Patton, que no era pariente de Jack y que fue un gran líder en la Segunda Guerra Mundial.
Lo que Jack contestó, por supuesto sin sonreír, fue que se tenía que reír como loco.