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Independientemente de que Henry Moellenkamp haya salido disléxico o no del vientre de su madre, yo nací en Wilmington, Delaware, 18 meses antes de que Estados Unidos decidiera participar en la Segunda Guerra Mundial. En esa ciudad, que no he vuelto a ver, se conserva mi acta de nacimiento. Fui el hijo único de un ama de casa y, como ya lo dije, de un ingeniero químico. En aquellos tiempos, mi padre trabajaba en la E. I. Du Pont de Nemours & Company, que entre otras cosas fabricaba explosivos.

Cuando tenía 2 años de edad nos trasladamos a Midland City, Ohio, donde una compañía de lavadoras, llamada Robo-Magic Corporation, estaba comenzando a fabricar mecanismos para lanzabombas y soportes giratorios para las ametralladoras de los bombarderos B-17. La industria del plástico se encontraba entonces en pañales, y Papá fue enviado a la Robo-Magic para determinar qué materiales sintéticos de la Du Pont podrían utilizarse en el armamento, en lugar del metal, con objeto de hacerlo más ligero.

Hacia la época en que la guerra terminó, la compañía se hallaba por completo fuera del negocio de las lavadoras, había cambiado su nombre a Barrytron Limited, y fabricaba repuestos para armas, aeroplanos y vehículos de motor, todos ellos hechos de un plástico que la empresa había desarrollado por cuenta propia. Mi padre se había convertido en el Vicepresidente de Investigación, y Desarrollo de la compañía.

Cuando tenía cerca de 17 años de edad, Du Pont compró la Barrytron, a fin de recuperar varias de sus patentes. Uno de los plásticos que Papá había ayudado a desarrollar, según recuerdo, tenía la capacidad de dispersar las señales de radar, de modo que nuestros aeroplanos pudieran aparecer, ante los ojos del enemigo, como bandadas de gansos.


Este material, que desde entonces se emplea para construir patinetas, cascos protectores, esquíes, defensas de motocicletas y otras cosas prácticamente indestructibles, constituyó un pretexto, cuando yo era muchacho, para aumentar las medidas de seguridad en Barrytron. Con objeto de evitar que los Comunistas se enteraran del proceso de fabricación de ese plástico, se juzgó insuficiente la cerca con alambre de púas que ya estaba instalada. Por tal motivo se colocó una segunda cerca, alrededor de la primera, y el espacio entre ambas era patrullado las 24 horas del día por guardias armados, que lucían botas muy largas, carecían de una pizca de humor, y se hacían acompañar por delgados y hambrientos perros Doberman.


Cuando la Du Pont se apoderó de la Barrytron, de la doble cerca, de los Doberman, de mi padre y de todo, yo cursaba el último año de la segunda enseñanza y estaba listo para ir a la Universidad de Michigan, donde aprendería periodismo y podría satisfacer así el derecho a la información de la opinión pública. Dos miembros de mi sexteto «Los Mercaderes del Alma», el clarinetista y el bajista, iban a estudiar también en Michigan.

La idea era mantenernos juntos y continuar haciendo música en Ann Arbor. Pudimos habernos hecho tan populares que quizá nos habrían invitado a realizar giras mundiales, habríamos acumulado grandes fortunas, y habríamos sido superestrellas en las caravanas en favor de la paz y el amor, organizadas con motivo de la Guerra de Vietnam.


Los cadetes de West Point no hacían música. Los músicos de la orquesta de baile y de la banda militar eran Soldados Regulares del Ejército, miembros de la clase servicial.

Tenían órdenes de tocar las canciones tal como estaban escritas, nota por nota, sin importar lo que sintieran sobre la música o sobre cualquier otra cosa.


En cuanto a eso, como no existía ninguna publicación estudiantil en West Point, tampoco importaba lo que los cadetes opinaran sobre nada. A nadie le interesaba.


Yo estaba bien, pero toda suerte de problemas dificultaban la vida de mi padre. La Du Pont lo tenía a prueba, al igual que a los demás empleados de la Barrytron, mientras decidía si lo conservaba o lo despedía. Por otra parte, había iniciado una aventura amorosa con una mujer casada, cuyo marido lo sorprendió con las manos en la masa y lo golpeó.

Desde luego, en virtud de que éste era un tema delicado para mis padres, nunca lo discutí con ellos. Pero el chisme se propagó como reguero de pólvora, y Papá lucía un ojo morado. Puesto que no practicaba ningún deporte, tuvo que inventar la historia de que se había caído en las escaleras del sótano. Mi madre pesaba cerca de 90 kilogramos en ese entonces, y le reclamaba todo el tiempo el que hubiese vendido sus acciones de la Barrytron con 2 años de anticipación. Si se hubiera aguantado hasta que la Du Pont adquirió la empresa, habría obtenido 1 000 000 de dólares, en una época en la que ser millonario significaba algo. Si yo hubiese estado incapacitado para aprender, él habría contado con el dinero suficiente para enviarme a estudiar al Tarkington.

A diferencia mía, él era el tipo de hombre que debía atravesar por una situación desesperada para cometer adulterio. De acuerdo con una narración que escuché de labios enemigos en la escuela de segunda enseñanza, Papá saltó por la ventana, atravesó brincando como canguro y con los pantalones en los tobillos una serie de patios traseros, fue mordido por un perro, se enredó en un tendedero de ropa, etcétera. Bueno, quizá se trataba de una exageración. Nunca indagué nada al respecto.


Yo mismo me encontraba profundamente preocupado por nuestro pequeño problema de imagen familiar, cuando éste se complicó como resultado de que Mamá se rompió la nariz, justo 2 días después de que Papá fue golpeado. Para el mundo exterior, tal parecía que Mamá le había preguntado a Papá la causa de su ojo morado y que Papá le había contestado con un golpe. Nunca pensé que él pudiera golpearla, sin importar el motivo.

Por supuesto, no existe ni una remota posibilidad de que lo haya hecho. Un hombre inferior la hubiera golpeado en circunstancias similares. La verdad sobre este asunto quedó para siempre fuera del alcance de los historiadores, cuando el techo de una tienda de regalos, situada en el lado canadiense de las Cataratas del Niágara, les cayó encima y acabó con ambos, hace aproximadamente 20 años. Se dijo que murieron instantáneamente. Nunca se supo con precisión qué los golpeó, lo cual resulta ser la mejor manera de irse.

Por cierto, este último era un tema que no se discutía en Vietnam ni, supongo, en ningún campo de batalla. Recuerdo que un muchacho pisó una mina antipersonal. La mina pudo haber sido una de las nuestras. Su mejor amigo del Entrenamiento Básico le preguntó qué podía hacer por él, y el joven le respondió: «Apágame como una bombilla, Sam.»

El moribundo era blanco. El amigo era negro, o más bien, de color ligeramente tostado. Sus rasgos, habría que decirlo, eran prácticamente blancos.


Una mujer con la que hacía el amor hace unos cuantos años me preguntó si mis padres aún vivían. Quería saber más acerca de mí, ya que nos habíamos despojado de nuestra ropa.

Le contesté que habían sufrido una muerte violenta en el extranjero, lo que era verdad. Canadá se halla en el extranjero.

Pero entonces me escuché a mí mismo desenredando un fantástico cuento, según el cual mis padres se encontraban en un safari en Tangañica, región de la que casi no sé nada. Le dije a esa mujer, y me creyó, que ellos y sus guías fueron muertos por cazadores furtivos, que exterminaban elefantes a fin de obtener marfil, quienes los confundieron con vigilantes de cotos. Añadí que los cazadores colocaron los cadáveres encima de hormigueros, motivo por el cual los esqueletos quedaron rápidamente limpios. Sólo pudieron ser identificados por su dentadura.

Solía encontrar fácil y aun estimulante el mentir con tanta complejidad. Ya no lo hago. Y ahora me pregunto si desarrollé ese hábito malsano desde muy corta edad y si lo hice porque mis padres eran una vergüenza, especialmente mi madre, quien era tan gorda que parecía un fenómeno de circo. Describía a mis padres como personas mucho más atractivas de lo que en realidad eran, para que la gente que no sabía nada de ellos pensara bien de mí.

Y durante el último año que pasé en Vietnam, cuando prestaba mis servicios en Información Pública, me resultaba tan natural como respirar el sostener ante la prensa y los relevos recién desembarcados que nuestra victoria era innegable, y que en casa deberían estar orgullosos y felices por todas las cosas buenas que estábamos haciendo ahí.

Aprendí a mentir de ese modo en la escuela de segunda enseñanza.


He aquí otra cosa que aprendí en la escuela de segunda enseñanza y que me fue útil en Vietnam: el alcohol y la marihuana, en cantidades moderadas, junto con música estridente de ínfima calidad, hacen que la tensión y el fastidio se vuelvan infinitamente más soportables. Fue maná del Cielo el hecho de que yo haya venido a este mundo con un don para la moderación en materia de ingestión de sustancias modificadoras del estado de ánimo. Durante los 2 últimos años que cursé en la escuela de segunda enseñanza, no creo que mis padres hayan sospechado siquiera que me la pasaba medio borracho la mayor parte del tiempo. De lo que siempre se quejaron fue de la música, cuando encendía el radio o el fonógrafo, o bien cuando «Los Mercaderes del Alma» ensayábamos en el sótano; en su opinión, se trataba de música selvática a muy alto volumen.

En Vietnam, la música siempre era estridente. Casi todo el mundo andaba borracho o medio narcotizado, incluyendo a los Capellanes Castrenses. Varios de los más espantosos accidentes que tuve que explicar a la prensa durante mi último año en ese lugar fueron provocados por personas que habían quedado imbéciles o maniáticas como resultado de la ingestión excesiva de lo que, en cantidades moderadas, podría haber sido una droga útil. Por supuesto, atribuí todos esos accidentes a errores humanos. La prensa se mostró comprensiva. A fin de cuentas, ¿quién en este Mundo no ha cometido 1 o 2 errores?


El asesinato de un archiduque austriaco condujo a la Primera Guerra Mundial y probablemente también a la Segunda Guerra Mundial. Con la misma certeza puedo señalar que el ojo morado de mi padre me llevó al estado lamentable en que me encuentro ahora. Él buscaba una manera, casi cualquiera, de recapturar el respeto de la comunidad y de atraer una atención favorable del nuevo dueño de la Barrytron, la Du Pont. Más adelante y como era de esperarse, la Du Pont fue comprada por la I. G. Farben de Alemania, la misma compañía que fabricó, empacó, etiquetó y envió el gas de cianuro utilizado para matar civiles de todas las edades, incluyendo niños de brazos, durante el Holocausto.

Qué planeta.


De modo que Papá, cuyo ojo herido parecía una grieta en medio de una tortilla púrpura y amarilla, me preguntó si me graduaría con honores en la escuela de segunda enseñanza. No lo dijo, pero buscaba frenéticamente algo de qué jactarse en su trabajo. Se encontraba tan desesperado que intentaba reclamarme mi falta de participación en los deportes escolares, en la mesa directiva estudiantil o en las actividades extracurriculares patrocinadas por el plantel. Mis notas eran lo suficientemente altas para ser admitido en la Universidad de Michigan y, de vez en cuando, en el cuadro de honor, pero no en la Sociedad Honorífica Nacional.

¡Daba tanta lástima! Sin embargo, al mismo tiempo, me ponía furioso, porque trataba de hacerme responsable en parte del deterioro de nuestra imagen familiar, que era completamente culpa suya.

—Siempre me apenó que no salieras a jugar fútbol —señaló, como si un touchdown hubiera podido componer las cosas.

—Demasiado tarde —repuse.

—Permitiste que se te escaparan esos 4 años sin hacer nada, salvo tocar música salvaje —concluyó.

Se me ocurre ahora, apenas 43 años después, que debí mencionarle que al menos organizaba mi vida sexual mejor que él. Que fornicaba todo el tiempo gracias a la música salvaje, y que también lo hacían los otros «Mercaderes del Alma». Además, que no sólo me acostaba con muchachas, sino también con cierta clase de mujeres maduras, quienes nos veían como encantadores espíritus libres en el estrado, donde imitábamos a los negros, fumábamos marihuana, nos amábamos a nosotros mismos al hacer música y nos reíamos casi todo el tiempo de sólo Dios sabe qué cosas.


Supongo que mi vida amorosa ha terminado. Aunque pudiera salir de la cárcel, no me gustaría contagiar de tuberculosis a alguna mujer confiada. Ella estaría muerta de miedo ante el peligro de contraer SIDA, y yo en cambio, le transmitiría TC. ¿Acaso no sería divertido?

Así que ahora sólo me quedan los recuerdos. Como una prótesis para mi memoria, he empezado a elaborar una lista de todas las mujeres, excluyendo a mi esposa y a las prostitutas, con las que «he recorrido todo el camino», tal cual solíamos decir en la escuela de segunda enseñanza. Me resulta imposible recordar con claridad las conquistas logradas durante la adolescencia, separar lo real de la fantasía. Todo fue como un sueño. De modo que comencé mi lista con Shirley Kern, a quien le hice el amor cuando tenía 20 años. Shirley es mi punto de referencia.

¿Cuántos nombres contendrá la lista? Es muy pronto para saberlo, pero ¿no sería ese número, cualquiera que resulte ser, tan bueno como cualquier otro para ser puesto en mi lápida a modo de enigmático epitafio?


Ciertamente, me sentiría apenado si hubiese arruinado la vida de esas mujeres que me creyeron cuando les dije que las amaba. Sólo me queda aterrarme a la esperanza de que Shirley Kern y todas las demás aún estén bien.

Una forma de consuelo para todas aquellas que no lo estén consistiría en enterarse de que mi propia vida fue arruinada por una Feria de la Ciencia.

Papá me preguntó si no había alguna actividad extra-curricular patrocinada por la escuela en la que todavía pudiera participar. ¡Faltaban solamente 8 semanas para mi graduación! Le respondí, de modo irónico puesto que ambos sabíamos que la ciencia no me agradaba tanto como a él, que mi última oportunidad para conseguir algo era la Feria de la Ciencia del Condado. Tenía buenas notas en Física y Química pero, en lo que a mí tocaba, podría haber rellenado su trasero con esas materias.

Papá se levantó de la silla en un estado de excitación enfermiza.

—Bajemos al sótano —dijo—. Tenemos trabajo que hacer.

—¿Qué clase de trabajo? —pregunté. Era cerca de la medianoche.

—Vas a participar y a ganar en esa Feria de la Ciencia —contestó.


Y lo hice. O, más bien, Papá participó y ganó en la Feria de la Ciencia, sólo requirió que yo firmara y jurara que el trabajo era completamente mío, y que memorizara su explicación con respecto a lo que se estaba probando. El trabajo versaba sobre cristales, cómo crecían y por qué crecían.

Sus contrincantes eran débiles. Después de todo, él era un ingeniero químico de 43 años de edad y con 20 de experiencia en la industria, compitiendo con adolescentes de una comunidad donde pocos padres tenían una educación superior. En ese entonces, los principales negocios del condado eran todavía el cultivo del maíz, y la cría de puercos y de ganado vacuno. Barrytron era la única industria sofisticada, y solamente un puñado de personas, como Papá, entendían sus procesos y equipos. La mayoría de los empleados de la compañía se contentaban con hacer lo que se les pedía y no les interesaba saber con precisión la forma en que funcionaban los objetos prodigiosos que debidamente empaquetados y etiquetados eran turnados a las plataformas de embarque.

Me acuerdo ahora de los soldados estadounidenses muertos, adolescentes en su mayoría, todos empaquetados y etiquetados en los muelles vietnamitas. ¿A cuánta gente le importaba el modo en que eran manufacturados en realidad esos curiosos artefactos?

A poca.


Ahora bien, creo que por compasión Papá y yo no fuimos tildados de estafadores; mi trabajo no fue rechazado en la Feria, y yo estoy ahora detenido en lugar de haberme convertido en el reportero estrella de los dueños coreanos de The New York Times. Supongo que en nuestra comunidad existía el sentimiento generalizado de que nuestra pequeña familia ya había sufrido mucho. De todos modos, a nadie en el condado le importaba un bledo la ciencia.

Además, los otros trabajos presentados eran tan tontos y dignos de lástima que el mejor de ellos hubiera puesto en ridículo al condado, de haber participado en la competencia estatal de Cleveland. En ese contexto, el nuestro se veía ingenioso y adecuado. Otro punto a nuestro favor, desde la perspectiva de los jueces, quienes debían decidir cuál era el mejor trabajo por enviar a Cleveland: nuestra demostración era extremadamente difícil de comprender y resultaba poco interesante para las personas ordinarias.


Admití la situación de una manera filosófica, gracias a la marihuana y al alcohol, mientras la comunidad decidía si crucificarme por fraudulento o coronarme por genio. Papá debió haber apurado también hasta la última gota de vino. Algunas veces es difícil advertirlo. En Vietnam, estuve bajo las órdenes de 2 Generales que bebían un litro de whisky al día, pero que no se les notaba. Siempre se veían serios y dignos.

Así que Papá y yo fuimos a Cleveland. Su espíritu estaba en alto. Yo sabía que podíamos tener contratiempos allá. No me explico por qué él pensaba de otro modo. El único consejo que me dio fue que enderezara los hombros cuando estuviera explicando el trabajo y que no fumara delante de los jueces. Se refería a cigarrillos ordinarios. No sabía que yo fumaba otros.


No me disculpo por haber consumido drogas durante los días más negros de la escuela de segunda enseñanza. Winston Churchill abusó del brandy y los puros cubanos durante los días más negros de la Segunda Guerra Mundial.


Hitler, gracias a la avanzada tecnología alemana, fue uno de los primeros seres humanos que convirtieron su cerebro en una telaraña a causa de las anfetaminas. Se dice que en realidad masticaba alfombras. ¡Como para chuparse los dedos!


Mi Madre no nos acompañó a Cleveland. Siempre le dio vergüenza salir de casa, porque era muy grande y gorda. De modo que yo tenía que hacer la mayor parte de las compras al cabo de la jornada escolar. Asimismo, debía efectuar una buena parte de las labores del hogar, en virtud de que enfrentaba serias dificultades para desplazarse. Mi familiaridad con los quehaceres domésticos me resultó útil en West Point y, de nuevo, cuando mi suegra y más tarde mi esposa se volvieron locas. En realidad, constituía una especie de relajación, puesto que me permitía constatar que estaba llevando a cabo algo innegablemente bueno y me impedía pensar en los problemas existentes. ¡Cómo solían brillar los ojos de mi madre cuando veía lo que le había cocinado!

La historia de mi madre es una de las pocas exitosas incluidas en este libro. Se matriculó en los Weight Watchers a los 60 años, mi edad actual. Cuando el techo le cayó encima, en las Cataratas del Niágara, ¡pesaba solamente 52 kilogramos!


Esta biblioteca está llena de historias de supuestos triunfos, lo que me hace desconfiar mucho de ellas. Resulta engañoso que las personas lean narraciones de grandes éxitos dado que, según mi experiencia personal, el fracaso es la norma para la gente blanca de las clases media y alta. En particular, no es justo que se permita que jóvenes completamente impreparados desempeñen los papeles estelares de comedias de ínfima calidad.


La Feria de la Ciencia de Ohio tuvo lugar en el hermoso Auditorio Moellenkamp de Cleveland. Los asientos del teatro habían sido retirados y sustituidos con mesas para exhibir todos los trabajos. Hubo un indicio de mi entonces distante futuro en el auditorio donado a la ciudad por los Moellenkamp, la misma familia carbonera y naviera que regaló esta biblioteca al Colegio Tarkington. Esto ocurrió mucho antes de que vendiera los botes y las minas a un consorcio británico-omaní con sede en Luxemburgo.

Empero, el presente ya era bastante malo. En el momento en que Papá y yo estábamos montando nuestro trabajo, ya habíamos sido tachados por otros participantes como un par de comediantes, tal vez como Laurel y Hardy, con Papá en el papel del gordo y diligente, y yo en el del flaco y tonto. El caso es que Papá trabajaba afanosamente en el montaje, mientras yo permanecía cerca de él con cara de aburrido. Todo lo que quería hacer era salir de ahí y esconderme detrás de un árbol o de cualquier cosa para fumar un cigarro. Estábamos violando la regla fundamental de la Feria, consistente en que los jóvenes participantes se harían cargo de todo el trabajo, desde el principio hasta el final. Existía la prohibición explícita de que los padres o los maestros ayudaran en lo absoluto.

Me sentía como si hubiera concursado en la Carrera de Cajas de Jabón celebrada en Akron, Ohio, compitiendo en un carro supuestamente construido por mí mismo, pero que en realidad era el Ferrari Gran Turismo de Papá.


No habíamos realizado el trabajo en el sótano. Cuando, al mero principio, Papá dijo que debíamos bajar al sótano y ponernos a trabajar, realmente bajamos; pero, sólo permanecimos en el sótano alrededor de 10 minutos, mientras él pensaba y pensaba, excitándose cada vez más. Yo no dije nada.

En realidad, dije una cosa.

—¿No te importa si fumo?

—Hazlo.

Eso fue un progreso para mí, porque significaba que podía fumar en la casa cuando me viniera en gana y sin que él me lo reprochara.

Después, encabezó el regreso a la sala. En el escritorio de Mamá, elaboró una lista de las cosas que necesitaba.

—¿Qué estás haciendo, Papá?

—¡Chist! —contestó—. Estoy ocupado. No me molestes.


Así que no lo molesté. Además, tenía mucho en qué pensar. Estaba seguro de haber contraído gonorrea. Padecía algún tipo de infección urinaria que me hacía sentir muy incómodo. Pero no había consultado ningún doctor porque éste, por ley, me hubiera tenido que reportar al Departamento de Salud, y mis padres se habrían enterado, y yo no deseaba ocasionarles otro dolor de cabeza.

Cualquiera que haya sido la infección, desapareció por sí sola, sin que yo hubiese hecho nada al respecto. No pudo haber sido gonorrea, pues ésta nunca deja espontáneamente de devorarte. ¿Por qué habría de detenerse por iniciativa propia? Si pasaba un rato tan agradable, ¿por qué dar por terminada la fiesta? Miren cuan saludables y felices son los muchachos.


Dos veces más contraería lo que sin lugar a dudas era gonorrea, una en Tegucigalpa, Honduras, y la otra en Saigón, ahora Ciudad Ho Chi-Minh, Vietnam. En ambos casos, le conté a los médicos sobre la infección que padecí en la juventud y que se había curado sola.

Quizá ayudó la levadura, opinaron. Debí haber abierto una panadería.


Así pues, Papá comenzó a llevar a casa algunas piezas que compondrían el trabajo para la Feria, pedestales y estuches de exhibición, que habían sido manufacturados bajo sus órdenes en la Barrytron, así como etiquetas explicativas hechas en la imprenta a la que solía recurrir esa empresa. Los cristales fueron abastecidos por un proveedor químico de Pittsburgh que tenía muchos negocios con la firma en cuestión. Un cristal, recuerdo, llegó desde Birmania.

El proveedor debió haber encarado ciertos problemas para reunir tan notable colección de cristales, ya que lo que nos envió no pudo haber salido de sus bodegas. A fin de satisfacer a un cliente tan importante como la Barrytron, es probable que haya acudido a Alguien que coleccionara y vendiera cristales por su belleza y rareza, no como objetos de interés científico sino como joyas.

En cualquier caso, los cristales de calidad museográfica esparcidos sobre la mesita central de nuestra sala dieron lugar a que Papá pronunciara, con placer maligno, las palabras siguientes: «Hijo, no hay modo de que podamos perder.»


Bien, como dice Jean-Paul Sartre, en Familiar Quotations de Bartlett, «El infierno está en la otra gente». La otra gente se deshizo rápidamente de la invencible participación de Papá y mía en Cleveland, hace 43 años.

Me acordé de los Generales George Armstrong Custer en Little Bighorn, Robert E. Lee en Gettysburg y William Westmoreland en Vietnam.


Recuerdo que Alguien dijo en cierta ocasión que las últimas palabras del General Custer fueron: «¿De dónde salen todos esos malditos indios?»


Papá y yo, y no nuestros hermosos cristales, fuimos por un rato la obra más fascinante en exhibición en el Auditorio Moellenkamp. Hicimos una demostración completa de conducta anormal. Otros concursantes y sus mentores nos rodearon y pusieron a prueba. Sin duda, sabían qué botones oprimir, por así decirlo, para hacernos cambiar de color, movernos con incomodidad, sonreír de manera forzada o cualquier otra cosa.

Uno de los contendientes le preguntó a Papá qué edad tenía y a qué escuela de segunda enseñanza asistía.

Ése fue el momento en que debimos empacar nuestras cosas y abandonar la Feria. Los jueces aún no nos habían visto, ni tampoco los reporteros. Todavía no colocábamos el letrero con mi nombre y el plantel que representaba. Aún no habíamos dicho nada que valiera la pena ser recordado.

Si hubiésemos recogido el trabajo y desaparecido en silencio precisamente en ese entonces, dejando sólo una mesa vacía, habríamos figurado quizá en la historia de la ciencia estadounidense como no-participantes por motivos de salud o por alguna otra causa. De hecho, había una mesa vacía, que nunca fue ocupada, a sólo 5 metros de la nuestra. Papá y yo escuchamos que iba a permanecer vacía y el porqué de ello. El participante inscrito, junto con sus padres, se hallaban en el hospital de Lima, Ohio, no de Lima, Perú. Ésa era su ciudad natal. El día anterior a la Feria, cuando apenas salían en reversa de la cochera de su casa, con destino a Cleveland, un conductor ebrio chocó contra ellos, incrustándose en la parte posterior del automóvil.

El accidente no habría sido tan grave, si el trabajo por exhibir, que se hallaba en la cajuela del coche, no hubiera incluido varias botellas de diferentes ácidos, las cuales se quebraron como resultado del golpe. Una vez que los ácidos se mezclaron con la gasolina, ambos vehículos quedaron envueltos en llamas.

Creo que el trabajo intentaba mostrar los numerosos e importantes servicios que los ácidos, a los que la mayoría de la gente les tiene miedo y en los que no le gusta pensar demasiado, prestan diariamente a la Humanidad.


Las personas que nos miraron y formularon preguntas, no estuvieron satisfechos con lo que vieron ni con lo que oyeron; por ello, mandaron traer a un juez. Querían descalificarnos. Éramos algo peor que deshonestos. ¡Éramos ridículos!

Yo quería abandonarlo todo. Le dije a Papá: «Pa, siendo honrados, creo que deberíamos retirarnos. Cometimos un error.»

Pero él me contestó que no había nada de qué avergonzarnos y que no nos iríamos a casa con la cola entre las patas.

¡Vietnam!

De manera que arribó el juez, quien fácilmente determinó que yo no entendía nada del trabajo exhibido. Luego, llevó aparte a Papá y negociaron un acuerdo político, de hombre a hombre. No quería provocar resentimientos en nuestro condado, que me había mandado a Cleveland en calidad de campeón. Tampoco deseaba humillar a Papá, miembro prominente de su comunidad que, obviamente, no había leído el reglamento con cuidado. No nos avergonzaría con una descalificación formal, que podría acarrear una publicidad desfavorable, si Papá dejaba de insistir en que yo concursara seriamente contra el resto de los participantes legítimos.

Dijo que, una vez llegado el momento, él y los otros jueces simplemente pasarían de largo frente a nosotros sin hacer ningún comentario. Mantendrían en secreto el acuerdo de que no podíamos ganar nada.

Ése fue el trato.

Historia.