Elias Tarkington, el herido grave que se parecía a Abraham Lincoln, fue trasladado en 1 de sus propios carromatos a su finca de Scipio, desde donde se podía contemplar el pueblo y el lago.
No era una persona que tuviese muchos estudios; era más un mecánico que un científico. Sus últimos 3 años de vida los dedicó a tratar de inventar lo que cualquiera que conozca las leyes de Newton sabe que es imposible, una máquina de movimiento perpetuo. Construyó no menos de 27 artefactos, de los que esperaba tontamente que se mantuvieran en movimiento después de haberles dado una vuelta o empujón iniciales, hasta el Día del Juicio Final.
Alrededor de un año después de mi arribo al Tarkington, encontré 19 de tales obstinadas y chistosas máquinas en el ático de lo que solía ser la mansión del inventor y que luego se convirtió en la casa del Director del Colegio. Las regresé al piso de abajo y al Siglo 20. Junto con algunos de mis discípulos, las limpiamos y les repusimos las partes que se habían deteriorado durante los 100 años transcurridos. Por lo menos, eran unas joyas exquisitas: sus soportes estaban hechos de granate y amatista; sus brazos y patas, de maderas exóticas; sus esferas, de marfil, y sus conductos y contrapesos, de plata. En apariencia, el moribundo Elias intentaba superar a la ciencia con la magia de los materiales preciosos.
El mayor tiempo que mis alumnos y yo pudimos mantener en movimiento al mejor de los artefactos fue de 51 segundos. ¡Toda una eternidad!
En mi opinión, la cual manifesté a los estudiantes, los aparatos restaurados no sólo demostraban la rapidez con que las cosas en la Tierra dejan de funcionar cuando no se les proporciona una energía constante, sino que también llamaban la atención sobre un oficio que había dejado de practicarse. En aquellos días, ya no se fabricaban objetos tan ingeniosos y bellos.
Así que elegimos las 10 máquinas que nos parecieron más seductoras y las colocamos para su exposición permanente en el vestíbulo de esa biblioteca, bajo un letrero cuyas palabras, en la actualidad, se pueden aplicar con toda seguridad a este arruinado planeta:
LA COMPLICADA FUTILIDAD DE LA IGNORANCIA
Al leer periódicos, cartas y diarios de ese entonces, descubrí que los hombres que construyeron las máquinas para Elias Tarkington sabían desde un principio que éstas nunca funcionarían, cualquiera que fuese la razón de ello. Sin embargo, ¡cuánto amor prodigaron a los materiales que las componían! He aquí una definición del gran arte: «Hacer lo más que se pueda con la materia prima de la futilidad.»
Otra de las máquinas de movimiento perpetuo imaginada por Elias Tarkington fue lo que en su testamento denominó «Instituto Gratuito del Valle de Mohiga». Después de su muerte, la nueva escuela tomaría posesión de su finca de 3 000 hectáreas, más la mitad de las acciones de la constructora de carromatos, de la fábrica de alfombras y de la cervecería. La otra mitad de los títulos pertenecía desde hacía mucho tiempo a sus hermanas. En su lecho de muerte predijo que algún día Scipio sería una gran metrópoli y que su prosperidad transformaría al pequeño colegio en una universidad que rivalizaría con las de Harvard, Oxford y Heidelberg.
Ofrecería una educación universitaria gratuita a las personas de cualquier sexo, edad, raza o religión que habitaran a una distancia no mayor de 60 kilómetros. Aquellos que llegaran de más lejos pagarían una cuota modesta. Al principio, sólo el Director sería un empleado de tiempo completo. A los profesores se les reclutaría entre los pobladores de Scipio. Estos individuos invertirían unas cuantas horas libres a la semana para enseñar lo que sabían. Por ejemplo, el ingeniero que laboraba en la constructora de carromatos, cuyo nombre era Andró Lutz, nativo de Lieja, y quien había sido aprendiz en una fundidora belga de campanas, impartiría clases de Química. Su esposa, nacida en Francia, enseñaría Francés y Acuarela. El maestro cervecero, Hermann Shultz, oriundo de Leipzig, transmitiría sus conocimientos de Botánica, Alemán y ejecución de la flauta. El Dignatario de la Iglesia Episcopal, Dr. Alan Clewes, graduado en Harvard, enseñaría Latín, Griego, Hebreo y la Biblia. El médico del moribundo, Dalton Polk, ofrecería cátedra de Biología y Shakespeare, etcétera.
Y así ocurrió.
En 1869, el nuevo colegio reunió a su primer grupo: 9 estudiantes, todos ellos moradores de Scipio. Cuatro tenían la edad adecuada para asistir al colegio. Uno era un veterano de la Unión que había perdido ambas piernas en Shiloh. Otro, un antiguo esclavo negro de 40 años. Otro más, una solterona de 82 años.
El primer Director tenía sólo 26 años de edad, y había sido profesor en la escuela de Athena, distante de Scipio a 2 kilómetros por agua. Entonces no existía ninguna prisión ahí, sino simplemente un pizarral, un aserradero y unas cuantas granjas. De nombre John Peck, era primo de los Tarkington. Sin embargo, la rama de la familia de la cual provenía no estaba contaminada con la dislexia. En nuestros días, viven muchos de sus descendientes: 1 de ellos, de hecho, escribe discursos para el Vicepresidente de los Estados Unidos.
El joven John Peck, su esposa, sus 2 hijos y su suegra llegaron a Scipio en bote, con Peck y su mujer en los remos, los niños sentados en la popa, y el equipaje y la suegra en otro bote que venían remolcando.
Se establecieron en el tercer piso de lo que había sido la mansión de Elias Tarkington. Los cuartos de las 2 primeras plantas se convertirían en salones de clase, una biblioteca, que ya estaba constituida con 280 volúmenes reunidos por los Tarkington, salas de estudio y un comedor. Muchos de los tesoros del pasado fueron trasladados al ático, con objeto de contar con espacio suficiente para llevar a cabo actividades. Entre dichos tesoros se encontraban las fallidas máquinas de movimiento perpetuo, las cuales acumularon polvo y telarañas hasta 1978, año en que las descubrí, me di cuenta de lo que eran y las bajé para exhibirlas.
Una semana antes de que se ofreciera la primera clase, que fue de Latín e impartida por el Dignatario Episcopalista, André Lutz llegó a la mansión con 3 carromatos que transportaban una carga muy pesada: un carillón de 32 campanas. Las había moldeado, durante su tiempo libre e invirtiendo recursos propios, en la fundidora de la constructora de carromatos. Fueron hechas de cañones de rifles, de balas de cañón y de bayonetas, provenientes de los ejércitos de la Unión y la Confederación, y que se recogieron después de la Batalla de Gettysburg. Fueron las primeras y seguramente las últimas campanas fundidas en Scipio.
En mi opinión, nada volverá a fundirse en Scipio. Ni se practicarán de nuevo las artes mecánicas en este lugar.
André Lutz donó las campanas al nuevo colegio, a pesar de que no había ningún sitio para colgarlas. Dijo que lo había hecho porque estaba completamente seguro de que algún día el colegio se volvería una gran universidad, con su campanario y todo lo demás. Estaba muy enfermo de enfisema pulmonar, debido a las emanaciones de los metales fundidos que había respirado desde los 10 años de edad. No tenía tiempo para esperar a que hubiese un lugar para colgar la consecuencia más maravillosa de haber podido vivir un poco más: todas esas campanas, campanas y más campanas.
La fabricación de las campanas no fue sorpresiva, duró 18 meses. Los fundidores cuyo trabajo André supervisó habían compartido los sueños de inmortalidad del belga al producir cosas tan poco prácticas y hermosas como campanas, campanas y más campanas.
Así pues, todas las campanas, salvo una de media octava, fueron untadas con grasa para evitar que se oxidaran y almacenadas en 4 hileras en el granero mayor de la finca, situado a 200 metros de la mansión. La campana que se quería utilizar de inmediato fue instalada en la cúpula de la mansión; su cuerda colgaba hasta el primer piso. Serviría para anunciar el inicio de las clases y, en caso necesario, como alarma contra incendios.
El resto de las campanas estuvieron inactivas en el granero durante 30 años. Luego, en 1899, las colgaron formando un sol o conjunto, incluyendo aquélla de la cúpula. Para tal maniobra, se valieron de unos ejes que se hallaban en el campanario de la torre de la espléndida biblioteca donada a la escuela por la familia Moellenkamp de Cleveland.
Los Moellenkamp estaban emparentados con los Tarkington, ya que el fundador de su fortuna se había casado con una hija del analfabeto Aaron Tarkington. Once de los Moellenkamp eran disléxicos y acudieron al colegio de Scipio pues ninguna otra institución de enseñanza superior los habría aceptado.
El primer Moellenkamp que se graduó en Scipio fue Henry, quien ingresó al plantel en 1875, cuando tenía 19 años de edad y la escuela sólo contaba con 6 de haber abierto sus puertas. Fue en ese entonces cuando el nombre de la institución se modificó por el de Colegio Tarkington. Encontré las amarillentas actas de la reunión de la Junta Directiva en la que se acordó dicho cambio. Tres de los 6 miembros de la Junta eran hombres que se habían casado con las hijas de Aaron Tarkington, 1 de los cuales era el abuelo de Henry Moellenkamp. Los otros 3 miembros eran el Alcalde de Scipio; un abogado que defendía los intereses de las hijas de Tarkington en el valle, y el Diputado Local, quien seguramente era también un servidor fiel de las hermanas, puesto que ellas eran socias de las industrias más importantes de su distrito.
De acuerdo con las actas, que se desmoronaban en mis manos mientras las leía, fue el abuelo de Henry Moellenkamp quien propuso el cambio de nombre, argumentando que aquel de «Instituto Gratuito del Valle de Mohiga» parecía aludir a una casa de beneficencia o a un hospital. Creo que no le hubiera importado que el nombre de la escuela remitiera a la idea de un hospicio, si no hubiese experimentado la desgracia de que su propio nieto asistiera a ella.
En ese mismo año, 1875, comenzaron las obras frente a Scipio, al otro lado del lago y sobre una colina de Athena, dirigidas a edificar una cárcel rural para los delincuentes juveniles provenientes de los barrios bajos de las ciudades. Se tenía la creencia de que el aire fresco y las maravillas de la Naturaleza sanarían el alma y el cuerpo de los muchachos hasta el punto de considerar como algo natural el volverse buenos ciudadanos.
Cuando llegué a laborar al Tarkington, sólo asistían 300 estudiantes, cantidad que no había variado en 50 años. Pero el rústico campo de trabajo forzado ubicado al otro lado del lago se había convertido en una enorme fortaleza de hierro y manipostería sobre la desnuda cima de una colina: la Institución Correccional de Máxima Seguridad para Adultos del Estado de Nueva York albergaba bajo llave a 5 000 de los peores criminales del estado.
Hace 2 años, el colegio todavía tenía 300 estudiantes, pero la población de la prisión, bajo monstruosas condiciones de apiñamiento, había crecido a 10 000. Después, en una fría noche invernal, se convirtió en el escenario de la mayor fuga masiva de la historia de Estados Unidos. Hasta ese entonces, nadie se había escapado de Athena.
De repente, todo el mundo tuvo la libertad para irse y también, en caso de necesitarla, para tomar un arma del arsenal de la cárcel. El lago situado entre la prisión y el pequeño colegio estaba completamente congelado, de modo que resultaba tan fácil de cruzar como el estacionamiento de un gran centro comercial.
¿Y luego qué?
Sí, cuando las campanas de André Lutz funcionaron por fin como un carillón, el Colegio Tarkington no sólo contaba con una nueva biblioteca, sino también con lujosos dormitorios, un laboratorio para estudios científicos, un edificio para las artes, una capilla, un teatro, un refectorio, una construcción para oficinas administrativas, 2 nuevos edificios de salones de clase e instalaciones deportivas que eran la envidia de las instituciones con las que se había comenzado a competir en atletismo, esgrima, natación y béisbol; dichas instituciones eran Hobart, la Universidad de Rochester, Cornell, Union, Amherst y Bucknell.
Las nuevas instalaciones llevaban el nombre de las acaudaladas familias que estaban tan agradecidas como los Moellenkamp por todo lo que el colegio había hecho por su progenie, a la cual los planteles convencionales consideraban no educable. La mayoría no estaba emparentada con los Moellenkamp ni con alguna otra familia que portara el gene Tarkington de la dislexia. Además, los jóvenes que eran enviados al Tarkington tampoco tenían necesariamente problemas de dislexia. Más bien, adolecían de otro tipo de males, incluyendo la incapacidad para escribir de manera legible con pluma y tinta, aunque lo que trataran de redactar tuviera sentido; una tartamudez grave que les impedía pronunciar una sola palabra en el aula, y un defecto menor que provocaba que sus mentes se pusieran completamente en blanco durante segundos o minutos, sin importar el lugar y la hora.
Los Moellenkamp fueron los primeros en desafiar al recién inaugurado colegio, al inscribir entre su alumnado a lo que parecía ser un caso irremediable de incapacidad juvenil plutocrática, encarnada por Henry. Este individuo no sólo se graduó con honores en el Tarkington, sino que además continuó sus estudios en Oxford, llevando consigo a un acompañante masculino que le leía en voz alta y plasmaba en papel sus ideas, las cuales Henry podía expresar únicamente de modo oral. Se convirtió en 1 de los más brillantes exponentes de la edad de oro de la retórica y onomatopéyica oratoria estadounidense, fue miembro del Congreso y, más tarde, Senador de los Estados Unidos por Ohio durante 36 años.
Ese mismo Henry Moellenkamp fue autor de la letra de una de las baladas más populares de fines del siglo pasado: «Mary, Mary, ¿Adonde Te Has Ido?»
La melodía de la balada fue compuesta por un amigo de Henry, Paul Dresser, hermano del novelista Theodore Dresser. Ésta fue una de las raras ocasiones en que Dresser musicalizó la letra de otra persona. Más adelante, Henry se apropió de la tonada y le escribió, o más bien dictó, una nueva letra que imbuyó de sentimiento la vida estudiantil de este valle.
Así, la composición «Mary, Mary, ¿Adonde Te Has Ido?» se transformó en el alma del campus, hasta que éste se convirtió en una penitenciaría, lo cual ocurrió hace 2 años.
Historia.
Un accidente tras otro hicieron del Tarkington lo que es en la actualidad. ¿Quién se atrevería a predecir en qué se convertirá hacia el año 2021, a sólo 2 décadas de hoy? Los 2 principales motores del Universo son el Tiempo y la Suerte.
De acuerdo con la frase clave de mi chiste favorito: «No te quites el sombrero. Podríamos ir a dar a muchos kilómetros de distancia.»
Si Henry Moellenkamp no hubiera salido disléxico del vientre de su madre, el Colegio Tarkington ni siquiera se habría llamado Colegio Tarkington. Seguiría siendo el Instituto Gratuito del Valle de Mohiga, y se hubiera extinguido junto con la constructora de carromatos, la fábrica de alfombras y la cervecería, una vez que las vías férreas y las carreteras que conectan el Este con el Oeste fueron establecidas muy al norte y muy al sur de Scipio: para no tener que edificar un puente sobre el lago y para evitar una intrusión en el oscuro y virginal bosque, ahora denominado Bosque Nacional Iroqués, ubicado al sudeste de esta localidad.
Si Henry Moellenkamp no hubiera salido disléxico del vientre de su madre, y si ésta no hubiese sido una Tarkington y no hubiera tenido conocimiento del pequeño colegio situado en la ribera del Lago Mohiga, nunca se habría construido esta biblioteca y jamás se la habría llenado con 800 000 volúmenes encuadernados. Cuando yo era profesor, ¡aquí había 70 000 libros más que en el Colegio Swarthmore! Entre los colegios pequeños de educación superior, el Tarkington contaba con una de las mejores bibliotecas, sólo superada por la de Oberlin, la número 1, que reunía 1 000 000 de volúmenes encuadernados.
Entonces, ¿qué es este edificio dentro del cual estoy sentado ahora, gracias al Tiempo y a la Suerte? ¡Es, nada menos, amigos y vecinos, que la más grande biblioteca-prisión en la historia del crimen y el castigo!
Se está muy solo aquí. ¿Hola? ¿Hola?
Podría haber enunciado el mismo tipo de planteamiento cuando ésta era una biblioteca universitaria de 800 000 volúmenes: «Se está muy solo aquí. ¿Hola? ¿Hola?»
Acabo de visitar la Universidad de Harvard. Posee hoy día 13 000 000 de volúmenes encuadernados. ¡Mucha lectura!
Y casi cada libro ha sido escrito para o versa sobre la clase gobernante.
Si Henry Moellenkamp no hubiera salido disléxico del vientre de su madre, nunca habría existido una torre en la cual colgar el Carillón Lutz.
Esas campanas tal vez nunca habrían reverberado en el valle ni en ninguna otra parte. Quizá, habrían sido fundidas y transformadas de nuevo en armas durante la Primera Guerra Mundial.
Si Henry Moellenkamp no hubiera salido disléxico del vientre de su madre, las colinas que circundan a Scipio habrían estado sumidas en la oscuridad aquella fría noche invernal de hace 2 años, con el hielo del Lago Mohiga tan firme como el piso de un estacionamiento, cuando 10 000 prisioneros de Athena fueron liberados de repente. En cambio, esa noche brilló una pequeña galaxia de luces llamativas aquí en las alturas.