Capítulo 19

Entre tanto, ¿qué le había pasado a Ana? Había continuado dando traspiés de aquí para allá durante largo tiempo, sin cesar de llamar al señor Luffy. Y mientras, el señor Luffy estaba sentado en su tienda, leyendo pacíficamente. Sin embargo, cuando llegó la noche y con ella la oscuridad, comenzó a preocuparse muy en serio por los cinco niños.

Se preguntó qué debía hacer. Resultaría muy difícil para un solo hombre localizarlos en los páramos. ¡Serían necesarias media docena o más de personas para eso!

Al fin, resolvió coger el coche y encaminarse hacia la granja Olly con objeto de solicitar la ayuda de sus empleados. ¡Y así lo hizo!

Sin embargo, cuando llegó allí no encontró a nadie en la casa, excepto a la señora Andrews y a la criada. La señora Andrews se mostró furiosa y preocupada.

—¿Qué ocurre? —preguntó el señor Luffy con mucha amabilidad cuando ella se acercó corriendo al coche.

—¡Ah! ¡Es usted, señor Luffy! —exclamó, tan pronto como se dio a conocer él—. No sabía de quién se trataba. Ocurre algo muy extraño. Todos los hombres de la granja se han marchado con los camiones. Mi marido cogió el coche y se ha negado a explicarme nada. ¡Estoy tan preocupada!

El profesor decidió que sería preferible no aumentar aún más su angustia confesándole que los niños habían desaparecido. Puso el pretexto de que se había acercado tan sólo a buscar un poco de leche.

—No se preocupe —le dijo en tono consolador—. Las cosas irán mejor mañana por la mañana, me imagino. Volveré entonces a verla. Ahora tengo que resolver un asunto urgente.

En tanto el coche traqueteaba por la carretera, se sentía perplejo. Sabía que algo insólito estaba sucediendo en la granja. Se había devanado los sesos sobre el misterio de los trenes fantasma. Deseó que los niños no se hubieran mezclado en nada peligroso.

«Creo que lo mejor será que vaya a decir a la policía que se han perdido —pensó—. Al fin y al cabo, yo soy el responsable de su seguridad. Verdaderamente, estoy angustiado por ellos».

Explicó cuanto sabía en la estación de policía. El sargento, un hombre inteligente, reunió al momento a sus hombres y dispuso un auto-patrulla.

—Debemos hallar en seguida a esos críos —dijo—. Y tendremos también que meternos en los asuntos de esa granja Olly y de esos trenes fantasma o lo que sean. Sabíamos que allí ocurría algo extraño, pero hasta ahora no hemos podido echarles el guante. Sin embargo, lo más urgente es encontrar a los niños.

El coche-patrulla marchó a toda velocidad hacia los páramos y los seis policías iniciaron la búsqueda, con el señor Luffy al frente.

¡Y a quien primero encontraron fue a Ana!

Todavía estaba rondando por allí, llorando y llamando al señor Luffy, aunque ya con voz más débil y baja. Cuando oyó que la llamaban en la oscuridad, saltó de alegría.

—¡Señor Luffy! Tiene que salvar a los chicos —rogó—. Están en ese túnel y el señor Andrews y sus hombres los cogieron, estoy segura. No salieron fuera, a pesar de que esperé y esperé. ¡Vamos, pronto!

—Tengo algunos amigos aquí que nos servirán de gran ayuda —respondió el profesor.

Llamó a los hombres y en pocas palabras les explicó lo que Ana le había contado.

—¿En el túnel? —preguntó uno de ellos—. ¿Por donde pasan los trenes fantasma? Bien. ¡Venga, muchachos, iremos allí abajo!

—Tú quédate atrás, Ana —ordenó el señor Luffy.

Sin embargo, la niña se negó a quedarse. Así que la llevó con él, siguiendo a los hombres que habían iniciado ya el camino a través de los brezos, hacia el depósito de Olly.

No molestaron a Sam Pata de Palo. Sin detenerse, se internaron en el túnel y avanzaron en silencio por él. El señor Luffy marchaba bastante rezagado, acompañado por Ana. Ésta había rehusado su ofrecimiento de permanecer ambos en el depósito.

—No —dijo—. No soy cobarde. De veras que no lo soy. Y quiero ayudar a rescatar a los chicos. Desearía que Jorge estuviera con ellos. ¿Dónde se habrá metido ella?

El señor Luffy le confesó que no lo imaginaba siquiera. Ana se aferró a su mano, luchando entre el miedo que la invadía y su ansiedad por demostrar que no era cobarde. ¡Y el señor Luffy pensó que era una niña maravillosa!

Mientras tanto, Julián y los otros llevaban un buen rato en el respiradero, cansados e incómodos. Los hombres los habían buscado en vano y ahora examinaban con minuciosidad cada lugar a los lados del túnel.

Hasta que, como es natural, encontraron el respiradero. Uno de los hombres lo iluminó con su linterna, poniendo de manifiesto al mismo tiempo el pie de Julián. El hombre emitió un sonoro grito, que sobresaltó tanto al pobre Julián, que estuvo a punto de hacerle caer del peldaño en que se sostenía.

—¡Están aquí! Arriba, en este respiradero. ¿Cómo se les habrá ocurrido? ¡Bajad o será peor para vosotros!

Julián no se movió. Jorge empujó, presa de desesperación, las barras de hierro que se alzaban por encima de su cabeza. No consiguió moverlas ni un centímetro. Uno de los hombres subió por la escalera de hierro y agarró a Julián por el pie.

Tiró con fuerza de él hasta obligarle a resbalar fuera del peldaño. Acto seguido, el hombre asió el otro pie hasta obtener el mismo resultado. Julián se encontró colgado por los brazos y con el hombre tirando brutalmente de él. No pudo sostenerse durante más tiempo. Sus brazos, cansados, cedieron al fin y cayó hacia abajo, medio sobre el hombre y medio sobre el montón de hollín. Otro hombre se apoderó de Julián en seguida, mientras el primero subía al respiradero para buscar al siguiente muchacho. Pronto sintió Dick que también le tiraban del pie.

—Bueno, bueno. Suélteme de una vez. Ya bajo —gritó.

Y descendió, seguido por Jock. Los hombres los miraron furiosos.

—¡Vaya una lata que nos habéis dado! ¿Quién os desató? —preguntó el señor Andrews en tono áspero.

Uno de los hombres puso la mano sobre su brazo e hizo una seña hacia el respiradero.

—Alguien más está bajando —dijo—. Pero sólo atamos a tres chicos, ¿no es cierto? ¿Quién es ése, entonces?

Era Jorge, claro. No pensaba abandonar a los chicos. Apareció ante ellos tan negra como el hollín.

—Otro chico —exclamaron los hombres—. ¿De dónde salió?

—¿No queda nadie más ahí arriba? —los interrogó el señor Andrews.

—Mírelo usted mismo —contestó Julián con descaro, y se ganó una torta en la oreja como recompensa.

—No os andéis con contemplaciones ahora —ordenó Peters—. Propinadles una buena lección a estas buenas piezas. Sacadlos de aquí.

Los corazones de los niños se detuvieron, mientras los bandidos los agarraron sin miramientos. ¡Demonios! ¡Estaban prisioneros otra vez! De repente llegó un grito procedente del fondo del túnel.

—¡Tenemos que huir! ¡La policía!

Los hombres soltaron los brazos de los niños y permanecieron un instante indecisos. Un nuevo individuo apareció corriendo precipitadamente por el túnel.

—¡Os digo que viene la policía! —jadeó—. ¿Os habéis vuelto de piedra? Hay una patrulla entera. ¡Corred! Alguien se ha rajado.

—¡Vayamos hacia el depósito de Kilty! —gritó Peters—. Allí encontraremos los coches. ¡Rápido!

Y para desesperación de los niños, la banda completa echó a correr por el túnel hacia el depósito de Kilty. ¡Se escaparían! Oyeron el ruido que hacían sus pies al correr por la vía.

Jorge recuperó de pronto la voz.

—¡Tim! ¿Dónde estás? ¡A ellos, Tim! ¡Detenlos!

Una sombra negra saltó como una flecha de un agujero de la pared, en donde Tim se había mantenido oculto, esperando una oportunidad para reunirse con su ama. Había oído su orden y obedeció. Corrió como un galgo detrás de los bandidos, con la lengua colgando, jadeante. Aquéllos eran los hombres que habían maltratado a Jorge y a los otros, ¿verdad? ¡Ajá! ¡Tim sabía cómo tratar a gentuza como ésta!

En aquel momento los policías asomaron por el extremo del túnel, con el señor Luffy y Ana detrás de ellos.

—¡Se han ido por allí, perseguidos por Tim! —gritó Jorge.

Los recién llegados la miraron extrañados. Parecía un negrito. Los otros se hallaban asimismo espantosamente sucios. Sus caras aparecían negras de hollín a la luz de la lámpara que todavía brillaba en la pared del túnel.

—¡Jorge! —gritó Ana, feliz—. ¡Julián! ¿Estáis todos a salvo? Regresaba para decir al señor Luffy lo que os había pasado y me perdí ¡Estoy tan avergonzada!

—No tienes nada de qué avergonzarte —protestó el señor Luffy—. ¡Eres una chica estupenda! ¡Y valiente como un león!

Del fondo del túnel vinieron gritos, chillidos y ruidos. ¡Tim estaba trabajando a conciencia! Había copado a los nombres y se arrojaba sobre ellos, uno detrás de otro, tirándolos al suelo con su peso. Ellos se sentían aterrorizados ante la presencia de un animal tan enorme, que no cesaba de gruñir y de morder. Tim los mantuvo a raya en el túnel sin permitirles dar un paso más. Si alguno osaba moverse, se abalanzaba sobre él y lo retenía con sus dientes.

La policía llegó corriendo. Tim gruñó ferozmente para expresar que no estaba dispuesto a permitir que escapasen aquellos bandidos. En un momento estuvieron todos aprisionados por un par de fuertes brazos. Se les ordenó que se estuvieran quietos. El señor Andrews sufrió un ataque de nervios y estuvo a punto de desmayarse. Jock se sintió muy avergonzado de él.

—¡Cierra el pico! —exclamó un voluminoso policía—. Sabemos que no eres más que un miserable «pata de gato», que les saca dinero a los peces gordos por contener la lengua y obedecer sus órdenes.

Tim ladró como si dijese: «Mientras que no se atreva a llamarle “pata de perro”… Sería un nombre demasiado honroso para él».

—Bueno. Creo que no he visto en mi vida unos niños más sucios que vosotros —dijo el señor Luffy—. ¡Voto por que nos dirijamos a mi coche! Os llevaré a todos a la granja Olly. Allí podréis tomar un baño y comer.

Cansados y sucios, aunque también muy emocionados, abandonaron el lugar. ¡Qué noche! Contaron a Ana todo lo que había sucedido y ella les narró a su vez su aventura. Casi se durmió en el coche mientras hablaba, de tan cansada como se encontraba.

La señora Andrews se hizo cargo en seguida de todo y se mostró muy amable, si bien trastornada al oír que su esposo había sido apresado por la policía. Preparó agua caliente para los baños y dispuso una buena comida para los hambrientos muchachos.

—Yo no me preocuparía demasiado, señora Andrews —trató de consolarla el señor Luffy—. Su esposo estaba necesitando una buena lección, usted lo sabe. Probablemente esto le obligará a marchar por el camino recto en el futuro. La granja es suya, de manera que ahora podrá contratar trabajadores adecuados que actuarán conforme a sus deseos. Y creo que Jock se sentirá más feliz sin padrastro por el momento.

—Tiene usted razón, señor Luffy —contestó la señora Andrews, enjugándose los ojos—. Toda la razón. Dejaré que Jock me ayude en la granja y esto funcionará maravillosamente. ¡Pensar que míster Andrews estaba complicado con esos del mercado negro! Ha sido su amigo quien le ha metido en este lío, ¿sabe usted? ¡Es tan débil! Se enteró de que Jock andaba rondando por aquel túnel, y por este motivo trató de llevárselo fuera y traerle un amigo para que se entretuviera con él. Ya sabía yo que pasaba algo raro.

—No me extraña que se preocupase cuando a Jock se le metió en la cabeza venirse al campamento con nuestro grupito —comentó el señor Luffy.

—Y todos esos cuentos de los trenes fantasma y el modo en que escondían ese tren y todo el género… —suspiró la señora Andrews—. Es como un sueño, ¿no es cierto? ¡Pensar que el depósito y el túnel han sido utilizados otra vez!

Corrió a comprobar si el agua para los baños estaba ya caliente. Así era, en efecto, de modo que fue a llamar a los niños, que esperaban en el dormitorio grande. Se asomó y miró al interior. Entonces llamó al señor Luffy para que subiera.

Ambos contemplaron el espectáculo desde la puerta. Los cinco y Tim se habían echado en el suelo, en un confuso montón, esperando el agua del baño. No habían querido sentarse en las sillas, a causa de lo sucios que estaban, y habían caído dormidos en el mismo lugar en que se acomodaron, con las caras tan negras como las de un deshollinador.

—¡Me recuerdan eso del mercado negro! —susurró la señora Andrews—. Cualquiera pensaría que tenemos al lote completo aquí, en el dormitorio.

Los despertaron. Uno por uno tomaron su baño, y después una buena comida. Por fin volvieron al camping con el señor Luffy. Jock los acompañó.

Era maravilloso dormir abrigados dentro de los sacos. Jorge llamó a los tres niños.

—No os atreváis a salir sin mí por la noche, ¿oís?

—No te preocupes. Se acabó la aventura —contestó Dick—. ¿Te gustó, Jock?

—¿Que si me gustó? —dijo Jock con un suspiro de felicidad—. Fue sencillamente aplastante.