Capítulo 18

Los cuatro niños y Tim penetraron en la enorme caverna. Evolucionaron entre los montones de cajas de madera y los cestos, maravillándose ante la cantidad de cosas que aquellos hombres habían robado poco a poco.

—No son cuevas hechas por la mano del hombre —observó Julián—. Son naturales. Es posible que el techo se desplomase en el lugar donde se juntan los dos túneles. De este modo, la comunicación entre ellos quedó bloqueada.

—Entonces, ¿fueron construidas las dos paredes en aquel momento? —preguntó Dick.

—No lo creo. No podemos imaginar cuándo comenzó a funcionar este mercado negro —respondió Julián—. Sin duda, alguien estaba enterado de que había cavernas por aquí. Cuando se le ocurrió el negocio, vino a verlo. Puede ser, incluso, que encontrara el viejo tren enterrado bajo un desprendimiento o algo así.

—Y lo resucitó y construyó otro muro secreto para hacer un escondite y utilizó el tren para sus propios planes —dijo Dick—. Y luego preparó esta entrada. ¡Qué ingenioso!

—También cabe la posibilidad de que este lugar fuese construido durante la última guerra —opinó Julián—. Puede ser que así se llevasen a cabo experimentos secretos y se olvidaran después. Luego debió de haber sido descubierto por los del mercado negro y utilizado de esta manera tan inteligente. En fin, no lo podemos asegurar.

Habían caminado un buen rato por la cueva sin encontrar nada de interés, aparte los cajones, cajas de madera y cestos. Por último, llegaron hasta donde había un montón de cajas cuidadosamente ordenadas y numeradas. Julián se detuvo.

—Parece como si hubieran preparado estas cajas para enviarlas afuera, a algún sitio —dijo—. Todas están puestas en orden y numeradas. Esto demuestra que la salida tiene que estar por aquí.

Cogió la linterna de Jorge e iluminó con celo a su alrededor. Encontró lo que quería. El rayo de luz se reflejó de súbito sobre una fuerte y tosca puerta de madera, situada en la pared de la cueva. Se dirigieron hacia ella precipitadamente.

—Esto es lo que buscábamos —exclamó Julián—. Apuesto a que sale a algún solitario paraje de los páramos, aunque no muy lejos de una carretera a la que los camiones puedan llegar para recoger las cosas y sacarlas de aquí.

—Algunas de las carreteras de los páramos son muy poco frecuentadas —dijo Dick—. Corren durante kilómetros y kilómetros por entre los desiertos páramos. Es una organización muy astuta. Los camiones, llenos de cosas, se guardan en una inocente granja para esconderlas en las cuevas del túnel a la hora conveniente. El tren sale en la oscuridad a recoger las cosas y las trae aquí hasta que la alarma ha desaparecido. Entonces las sacan por esta puerta a los páramos y las cargan en los camiones, que vienen a recogerlas y las llevan hasta el mercado negro.

—Os conté como tropecé una noche con Peters que estaba cerrando el granero, ¿no? —exclamó Jock, excitado—. Era muy tarde. Bueno, sin duda acababa de llegar con el camión lleno de carga robada y a la noche siguiente la cargarían en el tren fantasma.

—Sí, eso es lo que debió de ocurrir —dijo Julián, que, mientras tanto, había estado intentando abrir la puerta—. Esta puerta es enloquecedora. No puedo conseguir que se mueva un solo centímetro y no hay ningún cerrojo visible.

Empujaron con todas sus fuerzas, pero la puerta no cedía. Era muy firme y fuerte, aunque tosca e inacabada. Los cuatro, jadeantes y sudorosos, desistieron al fin.

—¿Sabéis lo que pienso? —dijo Dick—. Esta estúpida tiene algo atrancado por fuera.

—Seguro que tienes razón —replicó Julián—. Es lógico que procuren mantenerla bien escondida con brezos y ramas por encima. Nadie la encontraría nunca. Supongo que los camiones se aproximan aquí desde la carretera cuando vienen a recoger mercancía. Se presentan, abren la puerta, la cierran y la atrancan cuando se marchan.

—¿No hay modo de salir de aquí, entonces? —preguntó Jorge, chasqueada.

—No tengas miedo —la tranquilizó Julián. Jorge dio un suspiro—. ¿Cansada? —preguntó su primo, amablemente—, ¿o hambrienta?

—Las dos cosas.

—Bueno, creo que nos queda algo de comida —dijo Julián—. Recuerdo que uno de los hombres tiró mi mochila detrás de mí, pero Dick traía también algo. Aún no hemos comido nada desde que salimos del camping. ¿Qué os parece si merendamos ahora? No tenemos posibilidad de escapar por el momento.

—Hagámoslo aquí —propuso Jorge—. No puedo andar ni un paso más allá.

Se apoyaron contra un gran cesto y Dick deshizo su mochila.

Había bocadillos, pastel y chocolate. Los cuatro comieron agradecidos, si bien echaron de menos algo para beber con la comida.

Julián pensó qué habría sido de Ana.

—Me pregunto lo que habrá hecho —dijo—. Supongo que esperaría mucho tiempo. Entonces debió regresar al camping. Pero no conoce muy bien el camino y a lo mejor se ha perdido. ¡Ay! No sé lo que hubiera sido peor para Ana, si perderse en los páramos o estar prisionera aquí debajo con nosotros.

—Yo pienso que ni lo uno ni lo otro le habría hecho mucha gracia —replicó Jock, entregando a Tim el último trozo del bocadillo—. Debo confesar que estoy muy contento de tener a Tim con nosotros. ¡Caray!, Jorge, no podía creerlo cuando oí gemir a Tim, y, cuando tú hablaste, creí; que estaba soñando.

Permanecieron todavía un poco en el mismo lugar y después decidieron volver al túnel en que se hallaba el tren.

—Sólo nos queda la esperanza de encontrar el resorte que abre el «Ábrete, Sésamo» —dijo Julián—. Tendríamos que haberlo mirado antes, pero ni se me ocurrió siquiera.

Pronto estuvieron de nuevo junto al tren, que continuaba silencioso sobre las vías. Parecía un tren corriente ahora que no tenían motivos para pensar, como hasta hace poco, que era algo extraño y fantasmal.

Nuevamente dieron el interruptor de la luz para buscar alguna palanca o botón que abriese el agujero de la pared. Parecía que allí no había nada semejante. Probaron unos cuantos interruptores, pero no ocurrió nada.

De repente Jorge se dirigió hacia una gran palanca que estaba en la misma pared de ladrillos. Intentó moverla y no pudo.

Llamó a Julián.

—Julián, ven aquí. Me pregunto si esto tendrá algo que ver con lo que buscamos.

Los tres niños corrieron hacia ella. Julián intentó mover la palanca. No ocurrió nada. La empujó, pero no se movió. Entonces Dick la empujó, pero hacia arriba y con toda su fuerza. En el acto resonó un «¡bang!», en algún sitio, como si algo pesado se deslizase chirriando. Efectivamente, un gran trozo de la pared se movía despacio hacia un lado, hasta que por fin se detuvo. La salida ya estaba despejada.

—«Ábrete, Sésamo» —exclamó Dick, enfáticamente, cuando el agujero apareció.

—Será mejor que apaguemos la luz ahora —resolvió Julián—. Si todavía hay alguien en el túnel puede ver su reflejo en la pared y preguntarse quién la ha encendido.

Volvió atrás y la apagó, quedando a oscuras otra vez. Jorge encendió su linterna y sus débiles rayos iluminaron el camino de salida.

—¡Vamos de una vez! —se impacientó.

Salieron por el agujero y empezaron a recorrer el oscuro túnel en dirección al depósito de Olly.

—Escuchad —dijo Julián en voz baja—. A partir de ahora, no hablaremos una palabra y caminaremos lo más silenciosamente que nos sea posible. No sabemos quién puede estar esta tarde dentro o fuera del túnel y podríamos caer otra vez en sus manos.

Así lo hicieron. Avanzaron uno junto al otro en fila india, manteniéndose a un lado de las vías.

No habían caminado mucho tiempo, cuando Julián se detuvo en seco. Los otros chocaron uno contra otro y Tim dio un pequeño gemido cuando alguien le pisó la pata. La mano de Jorge se apoyó en su collar al momento.

Escucharon, sin osar apenas respirar. Alguien entraba en el túnel frente a ellos. Pudieron vislumbrar el punto de luz de una linterna y oyeron el ruido distante de pisadas.

—Por el otro lado, rápido —susurró Julián.

Dieron la vuelta, ahora con Jock a la cabeza. Recorrieron el camino tan rápida y silenciosamente como pudieron, para regresar al sitio donde los túneles se encontraban. Lo pasaron y siguieron hacia el depósito de Kilty, esperando salir por allí. Mas sus esperanzas eran vanas. Alguien con una linterna estaba allí al final del túnel. No se atrevieron a seguir. ¿Quién podría ser?

—Se darán cuenta de que el agujero de la pared está abierto —exclamó Dick de repente—. Lo dejamos abierto. Sabrán que nos hemos escapado y nos capturarán otra vez. Vendrán a buscarnos hasta aquí.

Permanecieron callados, apretados uno contra otro, Tim gruñía un poco desde el fondo de su garganta. Al fin, Jorge tuvo una idea.

—¡Julián! ¡Dick! Podríamos encaramarnos al respiradero por el que bajé —susurró—. Por el que cayó el pobre Tim. ¿Nos dará tiempo?

—¿Dónde está el respiradero? ¡Rápido! Búscalo.

Jorge intentó recordar. Era al otro lado del túnel, cerca del sitio donde los dos ramales se enlazaban. Si encontraba el montón de hollín, lo habría localizado.

¡Cómo deseaba que la lucecita de su linterna no fuese descubierta! Cualquiera que fuese el que venía del depósito de Olly tenía que estar ya muy cerca. Halló la pila de hollín sobre la que Tim había caído.

—Está aquí —susurró—. Pero, Julián, ¿cómo podremos subir a Tim?

—No podemos de ninguna manera —denegó Julián—. Él tendrá que arreglárselas por sí solo para esconderse y escurrirse después fuera del túnel. Es lo bastante listo, no te preocupes.

Empujó primero a Jorge hacia el respiradero, cuyos pies encontraron los primeros peldaños. Luego siguió Jock, con su nariz casi tocando los talones de Jorge. Después Dick, y el último de todos Julián. Pero antes de que se las arreglara para encaramarse a los primeros escalones sucedió algo inesperado. Una brillante claridad inundó el túnel. Alguien había encendido la luz.

Tim se ocultó en las sombras y gruñó desde el fondo de su garganta.

Entonces se oyó una maldición.

—¡Está abierto! ¿Quién ha abierto el agujero de la pared? ¿Quién está ahí?

Era la voz del señor Andrews. Luego se oyó otra voz más grave e indignada.

—¿Quién está aquí? ¿Quién lo abrió?

—Los críos no pueden haber movido la palanca —objetó el señor Andrews—. Los atamos fuerte.

Tres hombres se introdujeron a toda prisa por el agujero de la pared. Julián se encaramó por los primeros escalones, aliviado. El pobre Tim quedó abandonado entre las sombras.

Los hombres volvieron a salir corriendo.

—¡Se han marchado! Las cuerdas están cortadas. ¿Cómo pueden haberse escapado? Dejamos a Kit de guardia a un lado del túnel y nosotros nos quedamos en el otro. Esos críos deben estar en algún sitio de por aquí o escondidos en las cuevas —dijo una nueva voz.

—Peters, investiga tú por el túnel, mientras nosotros buscamos por aquí.

Los hombres registraron por todas partes. No tenían la menor idea de la existencia del respiradero en el techo. No descubrieron al perro, que se deslizó como una sombra, apartándose de su camino y aplastándose contra el suelo cuando la luz de una linterna pasó cerca de él.

Jorge prosiguió el ascenso, tanteando con el pie las agujas de hierro hasta que llegó a los peldaños rotos. Entonces se paró. Había algo que le obstruía el paso, sobre su cabeza. Levantó la mano para palparlo. ¡Vaya! En su caída, había desalojado algunas de las barras de hierro rotas, de tal manera que habían quedado colocadas a través del respiradero, unidas unas con otras. No se podía continuar subiendo. Intentó mover las barras, pero eran demasiado fuertes y pesadas y tenía miedo de que el montón entero cayese sobre la cabeza de los otros. En ese caso, aún podrían salir más perjudicados.

—¿Qué ocurre ahí arriba? ¿Por qué no sigues? —preguntó Jock.

—Hay algunas barras de hierro que obstruyen el respiradero. Debieron caer al mismo tiempo que Tim —explicó Jorge—. No puedo continuar. No me atrevo a empujar más fuerte las barras.

Jock pasó el mensaje a Dick y éste se lo transmitió a Julián. Los cuatro habían llegado a un punto muerto.

—¡Corcho! —exclamó Julián—. Hubiera deseado ser el primero. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Y, en verdad, ¿qué podían hacer? Allí estaban los cuatro, en la oscuridad, soportando el olor del viejo respiradero lleno de hollín, miserablemente incómodos sobre los peldaños rotos y las agujas.

—¿Te gustan las aventuras ahora, Jock? —preguntó Dick—. Apuesto a que desearías estar en tu propia cama en casa.

—¡Oh, no! —replicó Jock—. No lo olvidaré en los siglos de los siglos. Siempre deseé disfrutar de una aventura y no voy a gruñir cuando ésta ha llegado por fin.