Ana los llamó para comer.
—¡Venid! —gritó—. ¡Ya está todo preparado! ¡Decid al señor Luffy que tenemos bastante para él!
El señor Luffy acudió de muy buena gana. Pensó que Ana era una maravillosa ama de camping.
Miró con aprobación al conjunto extendido sobre un mantel blanco en el suelo.
—Hum… Ensalada, huevos duros, lonjas de lengua. ¿Qué es esto? Pastel de manzana. ¡Dios mío! ¡No me digas que has cocinado todo esto, Ana!
La niña rió.
—No, todo viene de la granja, naturalmente, excepto el jugo de lima y el agua.
Jorge comió con los otros, pero apenas pronunció una palabra.
Rumiaba sin cesar sobre su mal comportamiento. El señor Luffy la contemplaba de cuando en cuando, perplejo.
—¿Te encuentras bien, Jorge? —preguntó de repente.
Jorge enrojeció.
—Sí, muchas gracias —respondió en un vano intento por recuperar su buen carácter, aunque no logró ni sonreír. El señor Luffy la observó y se sintió aliviado al ver que comía tanto como los demás. Al menos, no aparentaba estar enferma. Probablemente se había producido alguna clase de pelea entre ellos. Sabía que era mejor no interferirse.
Acabaron la comida y bebieron todo el jugo de lima. Era un día caluroso y estaban sedientos de verdad. Tim vació su plato de agua y fue a mirar con ansiedad el cubo de lona que guardaba el agua para fregar. Pero estaba demasiado bien enseñado para beberla cuando sabía que no podía hacerlo.
Ana rió y echó algo más de agua en su plato.
—Bien —dijo el señor Luffy, empezando a llenar su vieja pipa de madera—. Si alguien quiere venir conmigo a la ciudad esta tarde, estaré listo en pocos minutos.
—Yo sí —respondió Ana, al momento—. No nos llevará ni un segundo a Jorge y a mí lavar todo esto. ¿Vendrás tú también, Jorge?
—No.
Los chicos cambiaron entre sí una mirada de alivio. Ya se habían imaginado que se negaría a acompañarlos. Pero si hubiese sabido lo que trataban de encontrar, seguramente hubiera ido con mucho gusto.
—Voy a dar una vuelta con Tim —determinó Jorge, cuando toda la vajilla estuvo limpia.
—De acuerdo —contestó Ana, que juzgaba en su interior que sería preferible dejar a Jorge sola aquella tarde para que se liberase de sus resentimientos—. Te veré más tarde.
Jorge y Tim partieron. Los otros se encaminaron con el señor Luffy hacia donde estaba aparcado el coche, al lado de la roca grande.
—El remolque está enganchado —observó Julián—. Esperen un momento. Será mejor que vaya a desengancharlo. No necesitamos llevar un remolque vacío saltando detrás durante kilómetros.
—¡Tonto de mí! ¡Siempre me olvido de desenganchar el remolque! —exclamó el señor Luffy, apesadumbrado—. ¡Las veces que me lo he llevado sin darme cuenta!
Los chicos se guiñaron el ojo. ¡El pobre viejo Luffy! Siempre estaba haciendo cosas así. No era extraño que su mujer estuviese siempre preocupada por cosas sin importancia, dando vueltas a su alrededor como una gallina clueca con un pollito loco, cuando estaba en su casa. Salieron en el coche, saltando por la tosca carretera, hasta que llegaron a la pulida autopista.
Se detuvieron en el centro de la ciudad.
El profesor les dijo que se encontrarían en el hotel situado enfrente del aparcamiento a las cinco, para tomar el té.
Los tres marcharon juntos, dejando que el señor Luffy entrase en una librería y que husmease por allí. Resultaba extraño encontrarse sin Jorge.
A Ana no le gustaba mucho aquello y así lo manifestó a sus hermanos.
—Bueno, a nosotros tampoco nos gusta —confesó Julián—. Pero no podemos permitir que se porte así y se salga con la suya. Pensé que ya había pasado la edad de esta clase de caprichos.
—Bueno, ya sabéis que le encantan las aventuras —la defendió Ana—. Yo tengo la culpa. Si no me hubiese asustado tanto, me habríais llevado con vosotros y Jorge también habría venido. Es verdad lo que dijo de que yo era una cobarde.
—No lo eres —rechazó Dick—. Lo que pasa es que no puedes evitar el asustarte con las cosas que nos ocurren a veces. De todos modos, eres la más pequeña de nosotros. Pero el asustarte no significa ser cobarde. Sé que puedes mostrarte tan animosa como cualquiera de nosotros en los momentos difíciles, aunque en el fondo estés muerta de miedo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Ana al cabo de un rato. Los muchachos se lo dijeron y sus ojos se abrieron asombrados—. ¡Oh! ¿Vamos a enterarnos de dónde salen los trenes fantasma? ¿Creéis que vienen de uno de esos valles, a juzgar por el mapa?
—Sí. Los túneles son muy largos —respondió Julián—. Pero no creo que tengan más de kilómetro y medio. Pensamos que podríamos hacer algunas indagaciones y ver si hay por aquí alguien que sepa algo acerca del viejo depósito ferroviario y del túnel que nace en él. Naturalmente, no diremos ni una sola palabra acerca de los trenes fantasma.
Entraron en la estación. Se acercaron a un mapa de ferrocarriles y lo estudiaron con detenimiento. No les aclaró gran cosa. Julián se volvió a un joven mozo que transportaba equipaje.
—Oiga, ¿podría usted ayudarnos? Estamos acampando en los páramos, muy cerca de un depósito ferroviario con unas vías que van a parar a un túnel viejo. Nos gustaría saber por qué está fuera de uso ese depósito.
—Pues no lo sé —contestó el chico—. Tendríais que preguntárselo al viejo Tucky, ese que está allí. ¿Lo veis? Conoce todos los túneles que pasan por debajo de estos páramos como la palma de la mano. Trabajó en ellos cuando era joven.
—Gracias —dijo Dick, encantado.
Sin detenerse, se encaminaron hacia donde estaba sentado al sol un viejo maletero con patillas, disfrutando de un descanso hasta la llegada del próximo tren.
—Disculpe —comenzó Julián, cortésmente—. Nos han dicho que usted conoce todos los túneles de los páramos como la palma de la mano. Debe de ser interesante.
—Mi padre y mi abuelo construyeron esos túneles —respondió el anciano, mirando a los niños con sus ojos pequeños y descoloridos, que se humedecieron a causa de la fuerte luz del sol—. Y yo he sido guardián en todos los trenes que pasan por ellos.
Murmuró una larga lista de nombres, todos los túneles que recordaba.
Los niños esperaron con paciencia hasta que el viejo maletero hubo acabado.
—Hay un túnel donde hemos acampado, en los páramos —dijo Julián cuando pudo tomar la palabra—. No estamos muy lejos de la granja Olly. Encontramos un viejo depósito abandonado, con unas vías que iban a parar a un túnel. ¿Lo conoce?
—¡Oh, sí! Es muy antiguo —contestó Tucky, asintiendo con su cabeza gris, sobre la cual descansaba, muy ladeada, la gorra de mozo—. Ya no se utiliza desde hace muchos años, ni tampoco el depósito. Hubo bastante movimiento por allí. Que yo recuerde, hasta que cerraron el depósito. A partir de entonces, el túnel tampoco volvió a ser aprovechado.
Los niños intercambiaron miradas. ¿Así que ya no se utilizaba? Pues bien, ellos lo sabían mejor.
—El túnel comunica con otro, ¿no es cierto? —preguntó Julián.
El mozo, encantado con el interés que demostraban por los viejos túneles que él conocía tan bien, se levantó y se metió en su oficina. Salió con un mapa muy sucio y manoseado, que extendió sobre sus rodillas. Su negra uña señaló una marca en el mapa.
—Éste es el depósito, ¿veis? Le llamaban depósito Olly. Tomaba el nombre de la granja. Ahí están las vías que lo unían con el túnel. Empieza en el valle de Kilty. Y aquí es donde se unía con el túnel que va al valle de Rocker. Pero quedó obstruido hace años. Ocurrió un accidente. Creo que el techo se desplomó y la compañía decidió no utilizar más el túnel que iba al valle de Rocker.
Los niños escucharon con el mayor interés. Julián iba pensando al mismo tiempo. Si aquel tren fantasma venía de algún sitio, tenía que ser del valle de Kilty, porque aquél era el único camino posible desde que el ferrocarril al valle de Rocker fue tapiado en el lugar donde se unían los dos túneles.
—Entonces, supongo que ahora no pasarán ya trenes desde el túnel del valle de Kilty al depósito Olly.
Tucky resopló.
—¿No os acabo de decir que hace muchos años que no se aprovecha el depósito? El del valle de Kilty se ha vuelto a emplear alguna vez, aunque ignoro si las vías continúan allí. No ha pasado ninguna máquina por ese túnel desde que yo era joven.
Aquello se estaba poniendo muy interesante. Julián compró un paquete de cigarrillos al viejo Tucky y a éste le dio tal ataque de alegría que quería repetírselo todo otra vez. Incluso les regaló el viejo mapa.
—¡Oh, gracias! —exclamó Julián, encantado de tenerlo. Miró a sus hermanos—. Esto nos va a ser muy útil —aseguró.
Los demás asintieron.
Abandonaron al extasiado viejo y regresaron al centro de la ciudad. Encontraron un pequeño parque y se sentaron en un banco.
Estaban deseosos de discutir lo que el viejo Tucky les había contado.
—Es algo muy extraño —comentó Dick—. Oficialmente no pasan trenes por el túnel, hace años que no se utiliza y el depósito de Olly debe de estar abandonado desde hace siglos.
—Y sin embargo, parece que hay trenes que todavía van y vienen —adujo Julián.
—Pues entonces tienen que ser a la fuerza trenes fantasma —dijo Ana con los ojos muy abiertos y una expresión perpleja—. Julián, tienen que serlo, ¿no es cierto?
—Eso es. Parece como si lo fueran —respondió Julián—. Es de lo más misterioso. No puedo entenderlo.
—Julián —dijo de repente Dick—. ¿Sabes lo que podemos hacer? Esperaremos una noche hasta que veamos al tren fantasma salir del túnel en dirección al depósito En ese momento, uno de nosotros podría correr al otro extremo del túnel. Sólo tiene kilómetro y medio de largo, más o menos. Allí podría esperar a que saliese de nuevo. Así podríamos descubrir por qué hay un tren que va por ese túnel del valle de Kilty al depósito de Olly.
—Es buena idea —asintió Julián, temblando de emoción—. ¿Por qué no esta noche? Si Jock se presenta en el campamento, puede acompañarnos. Y si no, iremos solos tú y yo. ¡Jorge, no!
Se pusieron en pie excitados. Ana se preguntó si tendría valor suficiente para ir también, pero sabía que, en cuanto llegase la noche, no se sentiría ni la mitad de lo valiente que se sentía ahora. ¡No, de ninguna manera! En realidad, no necesitaba meterse en esta aventura por ahora. Todavía no se había transformado en una aventura, propiamente dicha. No era más que un misterio insoluble.
Cuando llegaron, Jorge no había vuelto aún de su paseo. La esperaron un rato y al final apareció con Tim. Ambos presentaban aspecto de cansancio.
—¡Lo siento! Me porté como un asno esta mañana —dijo en seguida—. Perdí el control. ¡No sé lo que me pasó!
—¡Está bien! —respondió Julián amablemente—. Olvídalo.
Sus primos se mostraron muy contentos de que Jorge hubiera recuperado al fin el control de sí misma. En verdad, era una persona inaguantable cuando se enfadaba. Estaba muy mansa y no hizo la menor pregunta, sobre los trenes fantasma o sobre los túneles. Los demás tampoco mencionaron el tema. La noche era hermosa y clara. Las estrellas brillaban otra vez en el cielo. A las diez, los niños dieron las buenas noches al señor Luffy y se retiraron a sus respectivas tiendas. Puesto que Julián y Dick no pensaban ir a explorar hasta medianoche, se acostaron y se quedaron charlando en voz baja.
Hacia las once oyeron a alguien que se movía con cautela. Se preguntaron si se trataría de Jock, pero no los llamó. ¿Quién podría ser? Entonces Julián divisó una cabeza muy conocida que se dibujaba contra el cielo estrellado. Era Jorge. Pero ¿qué estaría haciendo? ¡A ver si les iba a fastidiar la salida, a pesar de todo! Ellos cuidaron de no producir ruidos sospechosos y la niña pensó que se hallaban dormidos. Julián dio uno o dos preciosos ronquidos, sólo para dejar que ella lo creyera así.
Por fin desapareció. Julián esperó algunos minutos más y asomó con infinitas precauciones la cabeza por la abertura de la tienda. Sus dedos palparon algo que parecía una cuerda. Hizo una mueca y volvió a meterse en la tienda.
—Ya he descubierto lo que estaba haciendo Jorge —murmuró—. Ha colocado una cuerda a través de la entrada de nuestra tienda. Y apuesto que va hasta su tienda y que se la ha atado en el dedo gordo del pie o en cualquier otro sitio de manera que, si nos marchamos sin ella, pueda sentir el tirón de la cuerda cuando la estiremos. Así se despertará y podrá seguirnos.
—¡La buena de Jorge! —cuchicheó Dick—. Siempre con sus trucos. Bueno, pues lo siento por ella. Esta vez no ha tenido suerte. Nos escurriremos por los lados de la tienda.
Y así lo hicieron, unos minutos después de las doce. No tuvieron necesidad de tocar la cuerda para nada. Pronto se encontraron entre los brezos y caminaron ladera abajo, mientras Jorge dormía el sueño de los justos en su tienda, al lado de Ana, esperando el tirón que no llegó. ¡Pobre Jorge!
Los muchachos llegaron al depósito abandonado. En primer lugar, trataron de comprobar si la luz de Sam Pata de Palo estaba apagada.
Así era, en efecto. Lo cual venía a significar que el tren fantasma aún no había pasado aquella noche.
Todavía estaban arrastrándose hacia el depósito, cuando advirtieron las primeras señales de que el tren se aproximaba.
Se oyó el mismo ruido discordante de la vez anterior, amortiguado por el túnel, y a poco apareció de nuevo el tren fantasma, sin luces, chirriando en su camino hacia el depósito.
—Rápido, Dick. Corre hasta la boca del túnel y vigila hasta que el tren dé la vuelta. Yo me dirigiré al otro extremo a través de los páramos. En ese viejo mapa hay un sendero marcado e iré por él. —Las palabras de Julián se atropellaban unas a otras. ¡Tanta era su excitación!—. Vigilaré bien por si el tren fantasma completa su recorrido y veré si se desvanece en el aire, o qué es lo que pasa.
Y sin añadir nada más, marchó a buscar el sendero que atravesaba los páramos hasta el otro lado del túnel. ¡Si corría todo el rato alcanzaría a ver lo que ocurría con aquel dichoso tren!