Capítulo 12

Jock miró a Cecilio con extraña expresión y se levantó. Muy despacio, se alejó del pajar. Los otros permanecieron en silencio, temerosos de oír golpes y gritos. No se oyó nada.

—Me asustó —dijo satisfecho Cecilio, sentándose.

—¡Pobre nenito! —respondió Dick al momento en tono zumbón.

—¡Bebé querido! —añadió Jorge.

—¡El nene de su mamá! —recalcó Julián.

Cecilio arrojó sobre ellos una indignada mirada. Se levantó otra vez muy colorado.

—Si no fuera por educación, os abofetearía —dijo. Y se marchó apresuradamente antes de que lo abofetearan a él.

Los cuatro continuaron silenciosos. Lo sentían por Jock. Además, Jorge estaba enfadada y descontenta, porque sabía que los muchachos habían salido sin ella la noche anterior. Ana quedó preocupada.

Estuvieron sentados durante diez minutos. Al fin la madre de Jock se acercó. Parecía angustiada. Llevaba un enorme cesto de comida.

Los niños se levantaron cortésmente.

—Buenos días, señora Andrews —saludó Julián.

—Siento no poder invitaros a que os quedéis hoy —les confío la señora Andrews—. Jock se ha portado como un verdadero loco. No permití que mi marido le pegara. Con eso no conseguiría sino que Jock le odiase y no quiero que semejante cosa pueda suceder nunca. Así que lo mandé a la cama castigado para todo el día. Lo siento, pero no podéis verlo. Aquí hay comida para que os la llevéis. Queridos, estoy muy preocupada por esto. No puedo imaginar qué le pudo pasar a Jock para que se comportase de este modo. Él no es así.

La cara de Cecilio apareció por el pajar muy atildada. Se le había pasado ya el sofoco.

Julián hizo una mueca.

—¿Qué os parece si nos llevamos a Cecilio con nosotros para dar una vuelta por los páramos? —dijo—. Podemos subir por las colinas, saltar sobre los arroyos y arrastrarnos por los brezos. Sería un día estupendo para él.

La cara de Cecilio desapareció en el acto.

—Me parece una excelente idea —se entusiasmó la señora Andrews—. Es muy amable por vuestra parte ofreceros a cuidar de él. Ahora que Jock está castigado todo el día, no hay nadie para jugar con Cecilio. Sin embargo, debéis recordar que es un niño que no se ha separado nunca de las faldas de su madre. Tenéis que ir con mucho cuidado con él. ¡Cecilio! ¡Cecilio! Ven y hazte amigo de estos niños.

Pero Cecilio no daba señales de vida. No hubo respuesta. No tenía la menor intención de hacerse amigo de «estos niños». Él sabía mejor que la señora Andrews lo que eran. Cuando se dirigía en su busca, se había esfumado por completo.

Los cuatro niños no quedaron en exceso sorprendidos. Julián, Dick y Ana se hicieron muecas el uno al otro. Jorge se mantuvo de espaldas a ellos, todavía enfadada. La señora Andrews regresó a su lado casi sin aliento.

—No puedo encontrarlo —les comunicó—. Nunca lo hubiera dicho. En fin, ya le encontraré algo para que se entretenga cuando vuelva a aparecer.

—Sí, algunos abalorios para ensartar, o un bonito rompecabezas bien difícil de resolver —dijo Julián, cortés.

Los otros prorrumpieron en una risita ahogada. Una sonrisa apareció en la cara de la señora Andrews.

—¡Eres un chico travieso! —comentó—. ¡Pobre Jock! Bueno, ha sido culpa suya. Ahora, adiós. Tengo que continuar con mi trabajo.

Corrió hacia la lechería. Los niños echaron una ojeada hacia la casa desde el pajar. El señor Andrews montaba en aquel momento en su coche. Al parecer, se disponía a marchar. Esperaron unos minutos hasta que oyeron el motor del coche en el tosco camino de carros.

—Ése es el dormitorio de Jock, ahí donde está el peral —dijo Julián—. Charlemos unas palabras con él antes de irnos. Es una vergüenza lo que le han hecho.

Pasaron junto al almacén de la granja y se detuvieron debajo del peral, todos excepto Jorge, que permaneció detrás del pajar junto a la comida, con el ceño fruncido. Julián gritó hacia la ventana:

—¡Jock!

Una cabeza se asomó de inmediato, con la cara aún espantosamente pintada de rayas y círculos.

—Hola. No me pegó. Mamá no le dejó. De todos modos, preferiría que lo hubiese hecho, en lugar de castigarme. Es terrible estar encerrado aquí arriba en este día tan soleado. ¿Dónde está el querido Cecilio?

—No lo sé. Lo más probable es que se haya escondido en el rincón más oscuro del granero —respondió Julián—. Jock, si las cosas te van mal durante el día, sube al camping por la noche. Iremos a ver lo que tú ya sabes.

—Bien —asintió Jock—. ¿Qué parezco? ¿Un piel roja de verdad?

—Estás espantoso —afirmó Julián, con una mueca—. Me admira que el bueno de Tim te reconociese.

—¿Dónde está Jorge? —preguntó Jock.

—Haciéndose la enfadada detrás del pajar —contestó Dick—. Tenemos un día espantoso con ella. Dejaste escapar el gato del saco, «dota».

—Sí, soy un imbécil y un «dota» —dijo Jock, contrito, y Ana rió entre dientes—. Mirad, ahí está Cecilio. Deberíais decirle que tuviera cuidado con el toro. ¿Lo haréis?

—¿Hay un toro? —exclamó Ana, alarmada.

—No. No te preocupes. Pero no hay razón para no meterle un buen susto —dijo con una mueca—. Así que… ¡Que tengáis un buen día!

Los tres le dejaron y se dirigieron hacia Cecilio, que acababa de salir de un pequeño y oscuro cobertizo. Puso una cara un poco rara y se apresuró a correr a la lechería, en cuyo interior estaba ocupada la señora Andrews.

Julián, de repente, cuchicheó algo al oído de Dick y señaló detrás de Cecilio.

—¡El toro! ¡Cuidado con el toro! —gritó.

Ana soltó un chillido de espanto. Todo sonaba tan real que, a pesar de que sabía que se trataba de una comedia, no pudo evitar asustarse.

—¡El toro! —gritó también.

Cecilio se puso verde. Sus piernas vacilaron.

—¿D… d… d… dónde está? —tartamudeó.

—Mira detrás de ti —señaló Julián.

¡Pobre Cecilio! Convencido de que un enorme toro estaba a punto de agarrarle por detrás, lanzó un angustioso grito y corrió precipitadamente con sus temblequeantes piernas hacia la lechería.

Se arrojó contra la señora Andrews.

—¡Sálveme! ¡Sálveme! ¡Que me coge el toro!

—Pero si aquí no hay ningún toro —exclamó la señora Andrews, sorprendida—. ¡De verdad, Cecilio! ¿No sería un cerdo lo que corría detrás de ti o algo parecido?

Riendo sin poderlo remediar, los tres niños regresaron al lado de Jorge. Trataron de explicarle lo del toro imaginario Con un gesto de desprecio, ella dio la vuelta y no quiso escucharlos, Julián se encogió de hombros. ¡Era mejor dejar a Jorge sola cuando cogía una de sus rabietas! No solía perder el control con demasiada frecuencia, pero, cuando le ocurría, resultaba insoportable.

Volvieron al campamento con el cesto de comida. Tim les seguía cabizbajo. Sabía que a su ama le ocurría algo. Llevaba el rabo entre piernas y parecía muy desdichado. Jorge ni siquiera le había acariciado.

Una vez junto a las tiendas, Jorge estalló:

—¿Cómo os atrevisteis a marcharos sin mí, cuando os dije que pensaba acompañaros? ¡No tuvisteis el menor inconveniente en invitar a Jock y no me dejasteis ir a mí! ¡Sois unos verdaderos estúpidos! ¡Realmente, nunca pensé que fuerais capaces de una cosa así!

—No seas tonta, Jorge —respondió Julián—. Ya te advertí que no pensaba permitiros ir a Ana y a ti. Os contaré lo que sucedió. ¡Es muy emocionante!

—¿Qué ocurrió? ¡Cuéntanoslo, de prisa! —rogó Ana.

Jorge, sin embargo, se dio la vuelta, obstinada, como si no le interesase en absoluto.

Julián empezó a relatar los extraños acontecimientos de la noche anterior. Su hermana escuchaba conteniendo la respiración. Jorge se mantenía atenta también, aunque pretendía aparentar que no. Estaba muy enfadada y ofendida.

—Bien, eso es todo —concluyó Julián—. ¡Si eso es lo que la gente entiende por un tren fantasma, allí había uno, saliendo y entrando, sin cesar de resoplar, de ese túnel! Os puedo asegurar que estaba muy asustado. Siento que no estuvieras allí también, Jorge, pero no quería que Ana se quedase sola.

Su prima no estaba en disposición de aceptar disculpas.

Aún parecía furiosa.

—Supongo que a Tim sí lo llevaríais con vosotros, ¿verdad? —dijo—. Creo que fue horrible por su parte irse sin despertarme, cuando sabía que a mí me hubiera gustado acompañaros en esa aventura.

—No seas tonta —exclamó Dick, disgustado—. No se te ocurra enfadarte ahora con el viejo Tim. Lo haces sentirse desgraciado, y, de todos modos, él no vino con nosotros. Salió a recibirnos a la vuelta, y después se marchó con Jock hasta la granja.

—¡Oh! —suspiró Jorge alargando la mano para palmotear a Tim, que pareció lleno de satisfacción—. Entonces Tim me fue leal. Por lo menos, es un consuelo.

Hubo un silencio. Nadie sabía muy bien cómo portarse con Jorge cuando cogía una de sus rabietas. El mejor procedimiento consistía en dejarla sola. No obstante, no podían irse y dejarla en el camping sólo porque estuviese descontenta y enojada. Ana asió con fuerza el brazo de su prima. Se disgustaba mucho cuando Jorge se portaba así.

—Jorge —empezó—, no tienes por qué estar enfadada conmigo también. ¡Yo no he hecho nada!

—Si no fueras una cobarde, demasiado miedosa para ir con nosotros, no hubiera pasado esto —respondió Jorge con aspereza, apartando el brazo.

Julián vio la cara ofendida de Ana y se enfadó.

—¡Cállate, Jorge! —ordenó—. ¡Te estás portando como una niña caprichosa, aunque pienses que vales tanto como un chico! ¡Diciendo tonterías como ésta! Me sorprendes.

Jorge se sentía avergonzada de sí misma, pero era demasiado orgullosa para confesarlo. Miró furiosa a Julián.

—¡Y tú me dejas sorprendida a mí! ¡Después de todas las aventuras que hemos corrido juntos, intentas darme de lado! Pero me dejarás ir la próxima vez, ¿verdad, Julián?

—¿Qué? ¿Después de tu espantoso comportamiento de hoy? —replicó Julián, que podía mostrarse casi tan obstinado como Jorge cuando quería—. ¡Claro que no! Ésta es mi aventura y la de Dick y quizá la de Jock. No la tuya ni la de Ana.

Se levantó y se alejó con paso majestuoso colina abajo acompañado de Dick. Jorge se sentó, arrancando briznas de los tallos de brezo. Continuaba enfadada y rebelde. Ana estaba casi cegada por las lágrimas. Odiaba esta clase de situaciones. Se levantó y fue a preparar la comida. Quizá después de un buen almuerzo se calmaran los ánimos.

El señor Luffy se hallaba sentado fuera de su tienda, leyendo. Ya había visto a los niños aquella mañana. Levantó la mirada, sonriente.

—¡Hola! ¿Venías a charlar un rato conmigo?

—Sí —contestó Julián, ocurriéndosele de pronto una idea—. ¿Puedo consultar un momento su mapa, señor? Aquel grande que tiene usted, el que detalla cada kilómetro de los páramos.

—No faltaba más. Está en la tienda, por algún sitio. Buscadlo vosotros mismos.

Los muchachos no tardaron en encontrarlo, y lo extendieron, examinándolo con atención. Dick se había dado cuenta al momento del propósito de Julián. El profesor continuaba enfrascado en su lectura.

—Este mapa señala las líneas ferroviarias que atraviesan los páramos. ¿No es cierto, señor? —preguntó Julián.

El señor Luffy asintió con la cabeza.

—En efecto. Hay muy pocas líneas. Supongo que les resultó más fácil a los ingenieros horadar un túnel por debajo de los páramos, de valle a valle, que construir un trazado sobre su superficie. En todo caso, un ferrocarril que pasase sobre los páramos estaría probablemente cubierto de nieve durante el invierno.

Los niños inclinaron sus cabezas sobre el enorme mapa. Los ferrocarriles aparecían marcados con líneas de puntos cuando eran subterráneos y con largas líneas negras cuando iban al aire libre, en los diversos valles.

Localizaron el lugar exacto en que acampaban. El dedo de Julián resbaló a través del mapa hasta detenerse donde se veía una pequeña línea de trazo seguido, al final de otra punteada.

Miró a Dick, quien asintió con la cabeza. Sí, aquello señalaba el lugar donde se hallaba el túnel del que salió el tren fantasma y las vías del depósito abandonado. El dedo de Julián volvió del depósito al túnel, en el punto en que empezaban las líneas punteadas. Ocupaban un pequeño espacio. Después se convertían de nuevo en líneas enteras. ¡Aquél era el lugar por donde el tren salía al otro valle!

El dedo señaló entonces un punto concreto, donde el túnel que nacía en el depósito parecía juntarse con otro que también recorría un trecho antes de ir a parar a otro valle. Los niños se miraron silenciosos.

—El tren fantasma pasa desde su túnel al valle de más allá o tuerce en esta bifurcación para dirigirse al otro valle —dijo Julián al fin, en voz baja—. Te diré lo que haremos, Dick. Pediremos al señor Luffy que nos lleve a la ciudad más próxima, con la excusa de que necesitamos comprar algo. Una vez allí, nos despistamos un momento y salimos disparados hacia la estación. Quizás allí podremos enterarnos de algo sobre estos dos túneles. ¡Ojalá acertemos!

—Buena idea —corroboró Dick. Se aproximó al señor Luffy y le dijo—: Señor, ¿está usted muy ocupado hoy? ¿Le sería posible llevarnos a la ciudad más próxima después de comer?

—¡Claro que sí! ¡Naturalmente! —respondió el profesor con toda amabilidad.

Los niños se miraron el uno al otro contentísimos. ¡Dios quisiera que encontrasen algo! Pero no llevarían a Jorge con ellos. La castigarían por su mal carácter dejándola atrás.