Los tres muchachos permanecieron en silencio, contentos de sentirse juntos en la oscuridad. No lograban comprender que hubieran visto aquello que habían supuesto producto de la imaginación de Sam. ¿Qué clase de tren era este que salía rugiendo del túnel de un modo tan misterioso y, después de un descanso en el depósito, se volvía a marchar más misteriosamente todavía?
—Si no me hubiera torcido el tobillo, podríamos haberlo seguido por las vías hasta el depósito y lo habríamos examinado de cerca —gruñó Dick al fin—. ¡Qué idiota he sido al fastidiarme el pie en el momento más emocionante!
—No pudiste remediarlo —lo consoló Jock—. El caso es que hemos visto un tren fantasma. Casi no puedo creerlo. ¿Será posible que marche sin nadie que lo conduzca? ¿Será un tren de verdad?
—A juzgar por el ruido que hacía, no cabe duda de que es real —replicó Julián—. Y también echaba humo. Es muy extraño. No puedo decir que me satisfaga demasiado.
—Bien. Vayamos a ver lo que le ha sucedido a Sam Pata de Palo —dijo Dick—. Apuesto a que estará debajo de la cama.
Fueron andando despacio hasta el depósito. Dick cojeaba un poco, aunque prácticamente su tobillo estaba en perfectas condiciones otra vez.
Cuando llegaron, miraron hacia la cabaña de Sam. No se veía ninguna luz.
—La ha apagado y se ha metido debajo de la cama —dedujo Dick—. ¡Pobre Sam! No me extraña que esté aterrorizado. Echemos una ojeada a la cabaña.
Se acercaron e intentaron ver el interior desde la ventana. No había nada que ver. La cabaña se hallaba en la más completa oscuridad.
De repente, un pequeño relámpago se encendió en algún sitio, cerca del suelo.
—¡Mirad! ¡Allí está Sam! Está encendiendo una cerilla —murmuró Julián—. ¡Está saliendo de debajo de la cama! Parece muy asustado. Golpeemos en la ventana y preguntémosle si se encuentra bien.
¡Buena la organizaron! Tan pronto como Julián llamó vigorosamente con los nudillos en la ventana, Sam Pata de Palo profirió un angustiado chillido y se zambulló a toda velocidad debajo de la cama, apagando otra vez su temblorosa cerilla.
—¡Vienen a cogerme! —le oyeron gritar—. ¡Vienen a cogerme! Y yo sin mi pierna de madera.
—Sólo estamos consiguiendo asustar al pobre viejo —dijo Dick dirigiéndose a Julián—. Será mejor que lo dejemos. Le dará un ataque o algo por el estilo si volvemos a golpear en la ventana. ¡Piensa que los trenes fantasma van a cogerle de verdad!
Dieron unas cuantas vueltas alrededor del oscuro depósito, pero no encontraron nada en la oscuridad. Ningún ruido más llegó a sus oídos.
Resultaba evidente que el tren fantasma no volvería a presentarse otra vez por aquella noche.
—Regresemos al campamento —resolvió Julián—. ¡Corcho! ¡Ha sido emocionante! Sinceramente, se me pusieron los pelos de punta cuando el tren salió soplando del túnel. ¿De dónde vendrá? ¿Y por qué?
No pensaron más en ello y emprendieron el camino de regreso.
Se arrastraron por los brezos, muertos de cansancio, pero muy excitados.
—¿Les diremos a las niñas que hemos visto el tren? —preguntó Dick.
—No —respondió Julián—. Sólo lograríamos asustar a Ana, y Jorge se pondría furiosa al enterarse de que nos hemos ido sin ella. Esperaremos y trataremos de descubrir algo más antes de confesarlo a las niñas o al viejo Luffy.
—Bien —dijo Dick—. ¿Serás capaz de contener la lengua, Jock?
—Naturalmente —contestó Jock en tono desdeñoso—. ¿A quién iba a decírselo? ¿A mi padrastro? ¡Pues no se pondría poco furioso si supiera que hemos mandado a freír espárragos todas sus advertencias y nos hemos ido a ver el tren fantasma, a pesar de todo!
De repente, sintió algo cálido entre las piernas y no pudo contener un grito de terror.
—¡Oh! ¿Qué es esto? ¡Vete de aquí!
Luego rió al descubrir que no se trataba más que de Tim, que había salido al encuentro de los tres muchachos.
Se apretó contra cada uno de ellos y emitió ligeros gruñidos de protesta.
—Está diciendo: «¿Por qué no me llevasteis con vosotros?» —explicó Dick—. Lo siento, viejo amigo, pero no nos era posible. ¡Jorge no nos habría vuelto a dirigir la palabra si te hubiéramos llevado a ti, dejándola a ella atrás! Además, ¿crees que te habrían gustado los trenes fantasma, Tim? ¿No habrías corrido a algún rincón para esconderte?
—Buf —fue la despectiva respuesta de Tim. ¡Como si él se asustase de nada!
Una vez en el camping, se despidieron muy bajito.
—Adiós, Jock. No dejes de venir mañana, si puedes. ¡Esperamos que no te obliguen a cargar otra vez con Cecilio!
—Adiós. Os veré pronto —susurró Jock, y desapareció en la oscuridad con Tim a sus talones.
«¡Estupendo! —pensó Tim—. Otra oportunidad de un paseo nocturno».
Precisamente lo que estaba deseando. Hacía calor en la tienda y una escapada al aire fresco de la noche sería muy agradable.
Tim gruñó con suavidad cuando se hallaban ya muy próximos a la granja Olly. Luego calló, con los pelos del cuello ligeramente erizados.
Jock apoyó la mano sobre la cabeza del perro y se detuvo al instante.
—¿Qué ocurre, muchacho? ¿Ladrones o algo así?
Fijó sus ojos en la oscuridad.
Grandes nubarrones cubrían ahora las estrellas y reinaban unas profundas tinieblas. Jock distinguió una luz atenuada en uno de los graneros.
Decidió echar una mirada por allí para ver de qué se trataba. El ruido que salía del interior se extinguió en cuanto él se hubo acercado, sustituido por el sonido de unos pasos, el cierre silencioso de la puerta del granero y el clic de un candado al ser cerrado.
Jock intentó aproximarse un poco más. Fue excesivo. Quienquiera que fuese el que merodeaba por allí debió percatarse de su presencia, porque dio la vuelta y, girando con violencia el brazo, asió a Jock por el hombro. El muchacho se balanceó bruscamente. Casi cayó, pero el hombre que lo había atrapado lo sujetó con firmeza. La luz de una linterna se encendió enfocando su rostro. Quedó cegado por el súbito resplandor.
—¡Eres tú, Jock! —exclamó una voz asombrada, ronca e impaciente—. ¿Qué haces por aquí a estas horas de la noche?
—Bueno, ¿y qué es lo que hace usted? —preguntó Jock, liberándose.
Encendió su propia linterna y dejó que su luz cayera sobre el hombre que lo había atrapado. Era Peters, uno de los empleados de la granja. Aquél en cuyo camión había ido aquel día.
—¿Que qué hago yo? —respondió Peters, enfadado—. Tuve un pinchazo y acabo de llegar. Pero… ¡si estás completamente vestido! ¿Qué has estado haciendo a estas horas de la noche? ¿Me oíste llegar y te levantaste para ver lo que ocurría?
—No lo sabrá nunca —dijo Jock, con todo descaro. Cualquier cosa que dijera podría hacer sospechar a Peters—. No va a sacarme ni una palabra.
—¿Es ésa Biddy? —preguntó Peters, viendo escabullirse una sombra negra—. ¿Has estado fuera con Biddy? ¡Sabe Dios la clase de diablura a que te habrás dedicado a estas horas de la noche!
Jock agradeció el que Peters no se hubiese dado cuenta de que era Tim y no Biddy. Se marchó sin decir nada más. ¡Que Peters pensara lo que quisiese! ¡Corcho! ¡Vaya una mala suerte que Peters hubiese tenido un pinchazo y hubiese regresado tarde! Si el hombre le contaba a su padrastro que lo había visto completamente vestido a medianoche, habría preguntas por parte de su padrastro y de su madre. Jock era un muchacho muy sincero. Encontraría bastante difícil explicar sus andanzas.
Echó a correr hacia la casa, trepó por el peral que había al pie de su ventana y entró en su habitación procurando no hacer ruido. Abrió la puerta con suavidad para comprobar si alguien de la casa se había despertado. Todo estaba oscuro y silencioso.
«¡Ese estúpido de Peters! —pensó—. Si se le ocurre decir algo, ¡estoy perdido!».
Se metió en la cama, recapacitando unos momentos sobre los curiosos acontecimientos de aquella noche. Al fin cayó en un sueño agitado, en el que trenes fantasma, Peters y Tim se dedicaban a realizar las cosas más extraordinarias. Se sintió contento al despertarse en la luminosa y soleada mañana y encontrar a su madre sacudiéndole.
—¿Es que no piensas levantarte, Jock? Ya es muy tarde. ¿Qué es lo que te pasa para tener tanto sueño? ¡Ya vamos por la mitad del desayuno!
Según las apariencias, Peters no se había molestado en referirle a su padrastro que lo vio por la noche. Jock le estaba muy agradecido. Empezó a planear cómo podría reunirse con sus amigos en el camping. ¡Les llevaría comida! Esto constituiría una buena excusa.
—Mamá, ¿puedo llevar un cesto de cosas a los del camping? —dijo después del desayuno—. Deben de andar muy justos.
—No. El chico ese ya está en camino —respondió su madre—. ¿Cuál es su nombre, Cecilio o algo así? Tu padrastro dice que es un muchacho muy agradable. Te divertiste con él ayer. ¿No es cierto?
Jock hubiera podido decir una serie de cosas descorteses sobre el querido Cecilio si su padrastro no se hubiera hallado presente, sentado cerca de la ventana y ocupado en leer el periódico.
Pero como era así, levantó los hombros y puso una cara de circunstancias esperando que su madre comprendiese sus sentimientos.
Ella pareció entenderle.
—¿A qué hora tiene que llegar Cecilio? —preguntó—. Quizá te dé tiempo de acercarte al camping con un cesto de comida.
—De ninguna manera. No quiero que ande correteando por ahí —protestó el señor Andrews, interviniendo de repente en la conversación y dejando el periódico—. Cecilio puede presentarse de un momento a otro. Y conozco muy bien a Jock. Se pondría de conversación con esos niños y se olvidaría de todo. El padre de Cecilio es un gran amigo mío y Jock tiene que mostrarse educado con él y estar aquí cuando llegue para recibirlo. Hoy no puede ir a ese campamento.
Jock trató de disimular su descontento. ¿Por qué su padrastro tenía que interferirse en sus planes de éste modo? ¡Llevándole a la ciudad, imponiéndole a Cecilio como amigo! ¡Precisamente cuando otros niños que le eran simpáticos habían entrado en su solitaria vida y participaban en ella! Era desesperante.
—A lo mejor me da tiempo a ir al camping yo misma con algo de comida —aseguró su madre, consolándole—. O quizás a los mismos chicos se les ocurra venir aquí a buscarla.
Jock continuaba desilusionado. Salió al cobertizo en busca de Biddy. La encontró con sus cachorros, que ya intentaban arrastrarse detrás de ella, alrededor del cobertizo. Jock confió en que los del camping hicieran su aparición en la granja en busca de comida. Así, por lo menos, podría cambiar unas palabras con ellos.
Cecilio llegó en coche. Tenía la misma edad que Jock, más o menos, aunque estaba muy bajo para sus doce años. Llevaba los cabellos rizados y demasiado largos y su conjunto de franela aparecía limpio y bien planchado.
—Hola —saludó a Jock—. Ya estoy aquí ¿A qué vamos a jugar? ¿A los soldados?
—No. A los pieles rojas —respondió Jock, que había recordado de repente su viejo disfraz de piel roja, con montones de plumas alrededor de la cabeza y una cola cayendo por la espalda. Se fue por la puerta haciendo muecas. Se cambió de ropa y se colocó su penacho. Cogió su caja de pinturas y a toda prisa se pintarrajeó la cara con una mezcla de rojo, azul y verde. Encontró su hacha y corrió blandiéndola escaleras abajo.
Puesto que no le quedaba más remedio que aguantar a Cecilio, sería un piel roja y arrancaría el cuero cabelludo a aquel fastidioso rostro pálido.
Entre tanto, su víctima daba vueltas aburrido alrededor de la casa. Quedó horrorizado cuando, al volver una esquina, una terrorífica figura salió de detrás de una pared y, entre terribles gritos, lo agarró, agitando lo que parecía un peligroso cuchillo de carnicero.
Cecilio se volvió y huyó, sin cesar de dar voces. Jock lo persiguió saltando locamente mientras voceaba con todas sus fuerzas. Se lo estaba pasando en grande. Él había aceptado jugar a los soldados el día anterior con el querido Cecilio. No veía por qué Cecilio se iba a negar a jugar hoy con él a los pieles rojas.
Precisamente en aquel momento llegaban los cuatro del campamento para buscar comida, con Tim trotando a su lado.
Se detuvieron perplejos ante el espectáculo que presentaban Cecilio corriendo como el viento, en tanto aullaba de espanto, y un piel roja vestido y pintado saltando ferozmente en pos de él.
Jock los vio. Bailoteó una cómica danza guerrera alrededor de ellos, ante la estupefacción de Tim, profirió unos cuantos gritos dramáticos, pretendió cortar la cola de Tim y luego corrió a toda velocidad en persecución de Cecilio, que había desaparecido.
Los niños estallaron en ruidosas carcajadas.
—Chicos, no puedo más —dijo Ana, con lágrimas en los ojos a causa de la risa—. Ése debe de ser Cecilio. Supongo que es la venganza de Jock por haberle hecho jugar a los soldados con él ayer. Mirad, ahora van alrededor de la pocilga. ¡Pobre Cecilio! Debe de temer que le vaya a cortar de verdad el cuero cabelludo.
Cecilio desapareció en la cocina de la granja sollozando, y la señora Andrews corrió a consolarle. Jock regresó junto a sus amigos, haciéndoles muecas con la cara todavía recubierta por la pintura de guerra.
—Hola —dijo—. Acabo de pasar un rato formidable con el querido Cecilio. Estoy muy contento de veros. Yo quería ir al camping, pero mi padrastro me lo prohibió. Dijo que tenía que jugar con Cecilio. ¿No es espantoso?
—Horrible —afirmaron todos.
—¿Por qué no se corta el pelo? —preguntó Julián, disgustado—. Los chicos con el pelo largo me fastidian demasiado, incluso para hablar con ellos. Oye, ¿no crees que se pondrá furiosa tu madre por haber aterrorizado a Cecilio de este modo? Quizá sería mejor esperar un poco antes de pedirle la comida.
—Sí, será mejor que aguardéis hasta que se calme —confirmó Jock, conduciéndolos al lado soleado del pajar donde habían descansado dos días antes—. Hola, Tim. ¿Volviste bien ayer noche?
Jock se había olvidado por completo de que las niñas no sabían nada de los acontecimientos de la noche pasada. Ambas aprestaron al punto los oídos.
Julián frunció el ceño y Dick asestó a Jock un codazo a escondidas.
—¿Qué pasa? —exclamó Jorge, viendo toda aquella comedia—. ¿Qué sucedió la noche pasada?
—Pues… subí para tener una pequeña charla nocturna con los chicos, y Tim me acompañó a la vuelta —respondió Jock, fingiendo despreocupación—. Espero que no te importará, Jorge.
—Me estáis escondiendo algo —dijo roja de cólera a los muchachos—. ¡Sí, lo estáis! Estoy segura de que fuisteis al depósito del tren la noche pasada. ¿No es cierto?
Hubo un silencio embarazoso. Julián lanzó una mirada molesta al pobre Jock, quien hubiera deseado tirarse de los pelos.
—¡Seguid, decídmelo! —persistió Jorge, con un enfurecido ceño en su rostro—. ¡Estúpidos! ¡Fuisteis! ¡Y no me despertasteis para llevarme con vosotros! ¡Sois unos miserables!
—¿Descubristeis algo? —preguntó Ana, mirando alternativamente a uno y otro muchacho.
Ambas niñas presentían que aquella noche había ocurrido algo muy especial.
—Bueno… —empezó Julián.
Y entonces hubo una interrupción. Cecilio apareció en el pajar con los ojos enrojecidos por el llanto. Lanzó una mirada de indignación sobre Jock.
—Tu madre pregunta por ti —dijo—. Dice que vayas al momento. Eres un bárbaro y me quiero ir a mi casa. ¿No oyes a tu padre gritándote? ¡Ha cogido un bastón, pero no lo siento ni una pizca! Espero que te pegue bien fuerte por haberme asustado de esa manera.