Capítulo 10

El día transcurrió agradablemente. Los niños, Tim y el señor Luffy se dirigieron a una balsa, que habían descubierto en lo alto de los páramos. La denominaban «la balsa verde» a causa de su color verde pepino. El señor Luffy les había explicado que aquel color se debía a ciertas sustancias químicas disueltas en el agua.

—Espero que no nos volveremos verdes nosotros también —dijo Dick, en tanto se ponía su traje de baño—. ¿Se va a bañar usted, señor Luffy?

El señor Luffy iba a hacerlo. Los chicos se imaginaban que sería un mal nadador. Se limitaría a chapotear en el borde y haría muy poca cosa. No obstante, ante la sorpresa de todos, estuvo magnífico en el agua y nadó más de prisa aún que Julián.

Se divirtieron mucho. Cuando se sintieron fatigados, se tumbaron en la orilla a tomar el sol.

La carretera corría a lo largo de la verde balsa y los niños vieron pasar un rebaño de ovejas. Después aparecieron un coche o dos y, por último, un enorme camión. Un muchacho, sentado al lado del conductor, los saludaba.

—¿Quién era? —dijo Julián, asombrado—. Seguramente ni nos conoce siquiera.

Sin embargo, los agudos ojos de Jorge habían visto de quién se trataba.

—¡Era Jock! Iba sentado al lado del conductor. Y, mirad, ahí llega el coche nuevo de su padrastro. Sin duda, Jock ha preferido ir con el conductor del camión en vez de con su padrastro. No se lo reprocho.

El brillante coche nuevo del señor Andrews pasó conducido por él mismo. No divisó al grupo que se hallaba al lado de la carretera y continuó su camino detrás del camión.

—Van al mercado, supongo —comentó Dick, echándose otra vez—. Me pregunto qué llevarán.

—También me lo pregunto yo —dijo el señor Luffy—. Deben vender los productos de la granja a precios muy altos para poder comprar ese coche tan bonito, la maquinaria y todas las cosas de las que me habéis hablado. Debe de ser un tío muy avispado ese señor Andrews.

—Pues a mí no me lo parece —replicó Ana—. Es un hombre débil y feo. De verdad, señor Luffy. No puedo imaginármelo lo bastante listo como para amontonar dinero y sacar el mejor partido de todo.

—Muy interesante —dijo el señor Luffy—. Bien ¿qué os parece otro baño antes de la comida?

Hacía un día precioso y el señor Luffy era un gran compañero. Podía contar chistes sin reírse en absoluto, y sólo el hecho de que su oreja se agitase con fuerza demostraba a los otros que él también disfrutaba con sus propias bromas. A su oreja derecha parecían gustarle los chistes, aun cuando la cara del señor Luffy continuaba tan seria como la de Tim.

Llegaron al camping hacia la hora de la merienda y Ana preparó un té delicioso. Lo tomaron delante de la tienda del profesor.

Tan pronto como oscureció, Julián y Dick comenzaron a sentirse entusiasmados. Durante el día, ni el uno ni el otro creían una palabra sobre aquella historia de los trenes fantasma, pero cuando el sol se escondió y grandes sombras cubrieron las colinas, un agradable estremecimiento se apoderó de ellos. ¿Verían algo emocionante aquella noche?

Al principio reinaba gran oscuridad, porque había nubes en el cielo que ocultaban las estrellas. Los chicos desearon buenas noches a las niñas y se deslizaron en sus sacos de dormir. Observaron con ansiedad el cielo a través de la abertura de la tienda.

Poco a poco, las nubes se fueron desvaneciendo. Algunas estrellas empezaron a brillar. Las nubes se desparramaron más aún y se deshicieron en bandas.

Pronto todo el cielo relucía con puntitos de luz y cien mil estrellas vigilaban los páramos.

—Tendremos luz de las estrellas —murmuró Julián—. Eso es bueno. No me apetece nada tropezar con los brezos y romperme un tobillo en las madrigueras de conejos, ni quiero utilizar la linterna por el camino al depósito, por si acaso nos descubren.

—¡Esto va a ser divertido! —contestó Dick en un susurro—. Espero que venga pronto Jock. Nos va a fastidiar si no lo hace.

De pronto se oyó algo que se arrastraba por entre los brezos y una sombra apareció otra vez en la abertura de la tienda.

—¡Julián! ¡Dick! ¡Ya estoy aquí! ¿Estáis preparados?

Naturalmente, era la voz de Jock. El pulgar de Dick pulsó el botón de la linterna y por un momento su clara luz iluminó la cara roja y excitada de Jock. Entonces la apagó.

—¡Hola, Jock! Veo que al fin has podido venir —dijo Dick—. ¿Cómo es que esta mañana ibas en el camión, por cerca de la balsa verde?

—¿Me oísteis? Os vi y grité como un loco —respondió Jock—. Yo quería bajarme del camión para hablar con vosotros, pero el conductor es un individuo de muy mal genio. No quiso ni hablar de pararse. Aseguró que mi padrastro se pondría furioso con él si lo hacía. ¿Visteis a mi padrastro? Supongo que sí. Iba en el coche de detrás.

—¿Os dirigíais al mercado o algo por el estilo? —preguntó Julián.

—Pues imagino que por lo menos el camión, si, aunque no lo sé seguro. Iba vacío, así que seguramente mi padrastro necesitaba recoger algo. Volví en el coche. El camión debió regresar más tarde.

—¿Qué te pareció Cecilio Dearlove? —se interesó Dick.

—¡Espantoso! Todavía peor que su nombre —gruñó Jock—. ¡Me obligó a que jugáramos a los soldados todo el rato! Lo más horrible de todo es que lo tendré mañana a pasar el día en la granja. Otro día perdido. ¿Qué voy a hacer con él?

—Tíralo a la pocilga —sugirió Dick—. O déjalo con los cachorros de Biddy para que duerma. También puede jugar a los soldados con ellos.

Jock rió entre dientes.

—Me gustaría poder hacerlo. Lo peor de todo es que mamá está encantada de que mi padrastro haya encontrado a ese Cecilio Dearlove para que sea mi amigo. No hablemos más de ello. ¿Estáis preparados para salir?

—Sí —dijo Julián, y empezó a deslizarse con sigilo de su saco.

—No se lo diremos a las niñas. Ana no quiere venir y prefiero que Jorge no la deje sola. Ahora será mejor que tengamos cuidado hasta que lleguemos lejos, adonde no se nos pueda oír.

Dick salió también de su saco. Los niños no se habían despojado de la ropa aquella noche, a excepción de sus abrigos. Así, lo único que tuvieron que hacer fue ponérselos y arrastrarse fuera de la tienda.

—¿Cuál es el camino? ¿Por aquí? —susurró Jock.

Julián lo tomó por el brazo y lo guió. Tendría que mantenerse vigilante a fin de no perderse en la noche tan escasamente iluminada por las estrellas. ¡Los páramos parecían tan diferentes de lo que eran a la luz del día!

—Si nos dirigimos hacia aquella colina que se destaca contra el cielo al Oeste, estaremos en la buena dirección —dijo.

El depósito ferroviario semejaba hallarse mucho más distante de noche que de día. Los tres muchachos iban dando traspiés y a veces casi cayéndose, cuando los pies se les enganchaban en las matas de brezo. Se alegraron cuando encontraron una especie de sendero por donde resultaba más fácil caminar.

—Aquí es donde nos encontramos al pastor —dijo Dick en voz baja. No sabía por qué hablaba tan bajo. Sentía como si fuese preciso hacerlo—. No debemos estar ya muy lejos.

Prosiguieron su camino por algún tiempo, hasta que, de pronto, Julián tocó a Dick en el hombro.

—Mira allí abajo. Creo que es el depósito. Veo como brillan las vías.

Habían llegado a la ladera salpicada de brezos que se alzaban sobre el depósito. Abrieron mucho los ojos. Pronto pudieron despejarse y distinguir los objetos. Sí. Era el viejo depósito ferroviario.

Jock agarró a Julián por la manga.

—¡Hay una luz! ¿La ves?

Los muchachos se esforzaron por taladrar la oscuridad hasta que estuvieron bastante seguros de que, en efecto, abajo, al otro lado, brillaba una lucecita amarilla. La contemplaron absortos.

—Creo que ya sé lo que es —exclamó Dick, al fin—. Es la luz de la cabaña del vigilante. La luz del viejo Sam Pata de Palo. ¿No te parece, Julián?

—Sí, tienes razón —asintió Julián—. He aquí lo que haremos. Nos aproximaremos al depósito, y luego iremos hacia la cabaña. Echaremos una mirada para comprobar si el viejo Sam se encuentra en ella. Entonces nos esconderemos y esperaremos a que aparezca el tren fantasma.

Se arrastraron por la ladera. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la luz de las estrellas y empezaban a ver bastante bien. Se dirigieron hacia el depósito. No pudieron evitar que sus pies hicieran ruido al posarse sobre algunos maderos carbonizados. Se detuvieron, espantados.

—Alguien nos oirá si hacemos tanto ruido —susurró Julián.

—¿Quién? —contestó, también en un murmullo, Dick—. Aquí no hay nadie, excepto Sam, que está en la cabaña.

—¿Y cómo sabes que está? —dijo Julián—. ¡Cielo santo! ¡Jock, por favor, no hagas tanto ruido con los pies!

Permanecieron allí un rato, discutiendo lo que habían de hacer.

—Será mejor dar la vuelta al depósito —determinó Julián—. Que yo recuerde, hay hierba por allí. Pasaremos sobre ella, para llegar a la esquina del depósito.

No se equivocaba. Había hierba y pudieron caminar por ella sin hacer el menor ruido. Avanzaron con lento y silencioso paso en dirección a la luz que brillaba en la cabaña de Sam.

La ventana estaba abierta y era pequeña. Se hallaba justamente al nivel de sus cabezas y los chicos se deslizaron a lo largo de la pared, mirando con precaución al interior.

Sam Pata de Palo aparecía recostado en una silla, fumando una pipa. Leía un periódico, fijando la vista con esfuerzo. Seguramente aún no tenía arregladas sus gafas rotas.

A su lado, en una silla, reposaba su pierna de madera. Se había despojado de ella, dejándola allí.

—No debe de esperar ningún tren fantasma esta noche. No se habría quitado su pierna de madera si no fuera así —murmuró Dick.

La luz de la lamparilla tembló y las sombras asaltaron la pequeña cabaña. Era un sitio pobre, mal amueblado, pequeño y desaliñado. Sobre una mesa había una taza sin plato ni asa, y un cacharro de lata hervía sobre una cocinilla herrumbrosa.

Sam dejó el periódico y se frotó los ojos. Murmuró algo. Los muchachos no pudieron oírlo, pero estaban seguros de que se refería a sus lentes rotos.

—Hay muchas vías en este depósito —murmuró Jock, cansado de observar al viejo Sam—. ¿Adónde conducirán?

—Hasta un kilómetro poco más o menos. Aquí está el túnel —respondió Julián, señalando detrás de Jock—. Las vías vienen de esa dirección. A partir de aquí se dividen en muchos ramales. Este sitio debió de ser muy frecuentado en épocas pasadas, supongo.

—Vayamos por las vías hasta el túnel —propuso Jock—. Venid. No hay nada digno de verse por aquí. Vayamos hacia el túnel.

—Bueno —asintió Julián—. Será lo mejor. Aunque imagino que tampoco descubriremos gran cosa por ahí. Creo que esos trenes fantasma no son más que cuentos del viejo Sam.

Abandonaron la pequeña cabaña iluminada por la temblequeante luz de la vela y volvieron a su punto de partida, rodeando el depósito. Después siguieron la única vía que se apartaba del depósito y se dirigía hacia el túnel. Ahora no pareció importarles caminar sobre los maderos carbonizados, ni se preocuparon en absoluto por el ruido. Caminaron a lo largo de la vía, charlando en voz baja.

¡Y, de repente, empezaron a suceder cosas! Un lejano rugido amortiguado brotó del interior del túnel, el cual estaba ya tan cerca de los muchachos que éstos podían vislumbrar su negra boca. Julián lo oyó primero. Se quedó callado un momento y luego cuchicheó:

—¡Escuchad! ¿Podéis oír eso?

—Sí —respondió Dick—. Pero sólo es un tren que pasa por uno de los túneles subterráneos. El ruido se va alejando de aquí.

—No, no se aleja. Es un tren que viene a través de este túnel —dijo Julián.

El rugido creció más y más, acompañado por un rechinamiento que iba aumentando de volumen. Los chicos se apartaron a toda prisa de las vías y se echaron a un lado, esperando anhelantes. Apenas osaban respirar.

¿Podría tratarse del tren fantasma? Miraron hacia la boca del túnel por si la luz de una locomotora asomaba por ella como un ojo feroz. No ocurrió nada. ¡Aquello estaba más oscuro que la noche! Sin embargo, el ruido estaba cada vez más cerca, más cerca, más cerca… Pero ¿acaso podía producirse el ruido de un tren sin tren? El corazón de Julián comenzó a latir con ritmo acelerado, y Dick y Jock se encontraron de pronto agarrados el uno al otro sin darse cuenta.

El ruido aumentó mil veces su volumen. Súbitamente surgió del túnel algo negro y largo, con un resplandor moderado en la parte delantera, que pasó como un relámpago frente a ellos, haciendo temblar el suelo, y se desvaneció en las tinieblas. El ruido ensordeció por un momento a los muchachos. Luego los chirridos y rugidos fueron decreciendo hasta desaparecer como el tren o lo que fuera aquello. Reinaba ahora un extraño silencio.

—Bueno, ya lo hemos visto —exclamó Julián, con voz más bien temblorosa—. El tren fantasma, sin ninguna luz o señal. ¿Dónde se habrá metido? Quizás en el depósito, ¿no creéis?

—¿Qué te parece si vamos a mirarlo? —preguntó Dick—. No logré descubrir a nadie en la cabina. Tan sólo el resplandor de algo que parecía fuego. Pero ¡alguien tenía que conducirlo! ¡Qué cosa tan rara! ¿Verdad? Sin embargo, hace un ruido bastante real, de todos modos.

—Vayamos al depósito —dijo Jock, que parecía el menos afectado de los tres—. Venid.

Hicieron el recorrido muy despacio. De repente Dick dejó escapar un agudo grito.

—¡Diablos! Me he torcido el tobillo. Esperad un minuto.

Se dejó caer al suelo preso de un fuerte dolor. Sólo era una torcedura, por fortuna, y no afectaba para nada a los ligamentos. No obstante, durante algunos minutos, Dick no pudo hacer otra cosa que gruñir. Los otros no se atrevieron a abandonarle. Julián se arrodilló a su lado, ofreciéndose a frotarle el tobillo. Dick no se dejó tocar. Jock no alcanzaba a reprimir su ansiedad. Se necesitaron unos veinte minutos antes de que el tobillo de Dick estuviese lo bastante fuerte para poderse sostener en pie. Con la ayuda de los otros dos consiguió al fin levantarse y probar si podía caminar.

—Creo que ya estoy bien. Puedo andar, aunque despacio. Continuemos hacia el depósito, a ver si nos enteramos de una vez de lo que está sucediendo.

Iniciaban ya la marcha cuando los detuvo en seco un ruido que venía por las vías procedentes del depósito. Rugía, rugía, rugía… con discordantes chirridos.

—¡Vuelve! —musitó Julián—. No habléis. Limitaos a mirar. Parece que regresa por el mismo túnel.

Se quedaron quietos mientras el sonido se acercaba y se multiplicaba. Vislumbraron el resplandor de aquello que parecía fuego en la cabina. El tren pasó de largo y desapareció en la oscuridad de la boca del túnel. El eco de sus rugidos persistió aún por algún tiempo.

—Bueno, al fin y al cabo, Sam y los otros tenían razón. Eso es un tren fantasma —dijo Julián, intentando en vano sonreír, pues se sentía bastante agitado—. Vino y se marchó. De dónde y a dónde, nadie lo sabe. Sin embargo, lo hemos oído y visto en la oscuridad de la noche. Ponía la carne de gallina.