Al día siguiente, el señor Luffy durmió hasta muy tarde, y nadie fue a importunarle.
Las niñas rieron hasta saltársele las lágrimas al saber lo que le había dicho Dick la noche anterior, pensando que se trataba de Tim.
—Se mostró muy atento —dijo Dick—. Pareció encontrarlo muy divertido. Espero que esta mañana siga pensando igual.
Estaban todos sentados tomando el desayuno. Jamón, tomates y el pan que la señora Andrews les había proporcionado el día anterior. Tim recolectó los trocitos de costumbre. Se preguntaba si Jorge le permitiría dar un pequeño lametón al queso de crema con que estaba untando su pan. A Tim le encantaba el queso. Contempló el montón que había en el plato y volvió la cabeza hacia su ama con un suspiro. Podía zampárselo de un bocado. ¡Cómo deseaba poder hacerlo!
—Me pregunto a qué hora aparecerá Jock —comentó Jorge—. Si viniese pronto podríamos hacer una larga y agradable excursión por los páramos. Nos llevaríamos la comida y comeríamos por allí. Jock debe de conocer buenos sitios para ir de excursión.
—Me parece muy buena idea. Prepararemos la comida mientras llega y le pediremos que sea nuestro guía y que nos lleve a hacer la mejor excursión que conozca —respondió Ana—. ¡Tim! ¡Qué bestia! Me ha quitado mi trozo de queso de la mano.
—Lo estabas moviendo debajo de su nariz. ¿Qué podías esperar? —saltó Jorge—. Pensó que se lo estabas ofreciendo.
—Bueno, pues no se lo va a comer nunca más. Me gusta a mí demasiado —replicó Ana, enfadada—. Chicos, me gustaría que no comiésemos tanto. Vamos a convertirnos en sacos de comida.
—Apuesto a que Jock va a traer algo por su parte —intervino Dick—. Es un chico sensato. ¿Os fijasteis en la enorme despensa de su madre? Parece una bodega. Está empotrada y tiene docenas de estantes de piedra, todos llenos de comida. No me extraña que Jock esté tan gordito.
—¿Lo está? No me he dado cuenta —dijo Ana—. ¡Un momento! Me parece que es él quien silba… No, no era él. Era un chorlito que volaba muy alto.
—Es demasiado temprano todavía —observó Julián—. ¿Te ayudamos a arreglar las cosas, Ana?
—No, ésa es tarea para Jorge y para mí —respondió Ana con decisión—. Lo que podéis hacer es ir abajo y mirar si el señor Luffy se ha despertado. Puede tomar un poco de jamón y unos tomates si quiere.
Los muchachos obedecieron. Encontraron al profesor ya de pie, sentado a la entrada de su tienda, desayunando. Les ofreció un bocadillo.
—¡Hola! Me he levantado tarde esta mañana. Tuve trabajo al volver. Además, estaba cansado, porque fui hasta muy lejos —dirigiéndose a Dick, añadió—: Siento haberos despertado ayer noche, Dick.
—No nos despertó, ya lo estábamos —contestó Dick, poniéndose colorado—. ¿Pasó usted un buen día, señor Luffy?
—Pues, en realidad, fue un poco decepcionante. No encontré todos los insectos que hubiera deseado. ¿Qué hicisteis vosotros? ¿Lo pasasteis bien?
—¡Estupendo! —dijo Dick.
Y se lo contó todo. El señor Luffy se interesó en gran manera por su relato, incluso por la amedrentadora advertencia del señor Andrews sobre el depósito de ferrocarriles.
—Parece un tipo bastante estúpido —comentó sacudiéndose las migajas—. De todos modos, estoy de acuerdo con él. Yo que vosotros, me apartaría de ese depósito. Como sabéis, los cuentos no salen de la nada. No hay humo sin fuego.
—Pero… ¿por qué, señor? Seguramente no creerá usted que hay algo fantasmagórico en esos trenes —exclamó Dick, sorprendido.
—¡Oh, no! Incluso dudo de que haya trenes de ninguna clase. Pero cuando un sitio ha cogido mala fama, por regla general es mejor apartarse de él.
—Sí, sí… claro —dijeron Dick y Julián a la vez.
Se apresuraron a cambiar de tema, temerosos de que el señor Luffy, al igual que el señor Andrews, les prohibiese acercarse al depósito ferroviario. Porque cuanto más los avisaban y más les vedaban el lugar, mayor deseo sentían de investigar lo que en él ocurría.
—Bueno, tenemos que regresar —dijo Dick al fin—. Estamos esperando a Jock, el chico de la granja, que vendrá a pasar el día con nosotros. Hemos pensado irnos de excursión y llevarnos la comida. ¿Saldrá usted también, señor?
—Hoy, no. Tengo las piernas cansadas y tiesas de tanto trepar ayer. Además, quiero montar algunos de los ejemplares que encontré. Me gustaría conocer a vuestro amigo de la granja. ¿Cómo se llama? ¿Jock?
—Sí, señor —respondió Julián—. Bien, se lo presentaremos en cuanto venga y después nos iremos. Así podrá trabajar en paz durante todo el día.
Pero Jock no acudió. Los chicos le esperaron toda la mañana y no llegó. Retrasaron la comida hasta que se encontraron demasiado hambrientos para resistir un segundo más. Entonces comieron, sentados sobre los brezos, delante de sus tiendas.
—¡Qué extraño! —exclamó Julián—. No puede haberse perdido. Sabe muy bien dónde está nuestro campamento porque se lo enseñamos cuando vino ayer hasta medio camino con nosotros. Quizá venga esta tarde.
Mas tampoco vino por la tarde ni después del té. Discutieron si sería conveniente ir a enterarse de lo que había sucedido. Al fin Julián decidió que no. Sin duda, existía una buena razón para que Jock se abstuviese de venir. Y quizás a la señora Andrews no le gustara recibir su visita dos días seguidos.
Fue un día decepcionante. No se atrevían a abandonar las tiendas, ni siquiera a dar un paseo por si acaso se presentaba Jock.
El señor Luffy se mantuvo ocupado todo el tiempo con sus ejemplares.
Sintió mucho que Jock les hubiese fallado.
—Vendrá mañana —los consoló—. ¿Trajisteis bastante comida? Aquí tengo algo, en esta lata, por si acaso lo necesitáis.
—No, muchas gracias —rechazó Julián—. De verdad, tenemos más que suficiente. Vamos a jugar a las cartas, ¿quiere unirse a nosotros?
—Sí, creo que sí —aceptó estirándose al levantarse—. ¿Sabéis jugar al tute?
En efecto, conocían el juego y batieron por muchos puntos al pobre señor Luffy, que echaba la culpa de su suerte a sus malas cartas, pero que se divertía enormemente. Les confesó que la única cosa que de verdad le había sacado de quicio era el modo en que Tim, que permaneció todo el tiempo detrás de él, le echaba el aliento en el cuello.
—Estoy seguro de que Tim sabría jugar con mis cartas mucho mejor que yo —se quejó—. Siempre que me equivocaba, me resoplaba sobre el cuello más fuerte de lo normal.
Todos rieron, aunque Jorge pensaba para sí que probablemente Tim jugaría a las cartas mucho mejor que el señor Luffy, en el caso de que le fuese posible sostenerlas.
Jock no llegó, al fin y al cabo. Dejaron las cartas cuando ya oscureció demasiado para poder ver. El profesor anunció que se iba a la cama.
—Era muy tarde cuando volví la noche pasada —exclamó—. Debo acostarme temprano.
También los niños pensaron en irse a la cama pronto. El recuerdo de sus cómodos sacos de dormir resultaba siempre agradable cuando llegaba la noche.
Así lo hicieron. Las niñas se metieron en sus sacos y Tim se echó encima de Jorge. Los chicos, a su vez, se retiraron a su tienda y se introdujeron en los suyos. Dick dio un enorme bostezo.
—Buenas noches, Julián —dijo, y en el acto se quedó dormido.
Julián no tardó mucho en imitarlo. Todo el mundo reposaba ya, cuando Tim soltó de pronto un pequeño gruñido, tan bajo que ni siquiera las niñas alcanzaron a oírlo y, naturalmente, tampoco Dick y Julián, allá en su tienda.
Tim levantó la cabeza y escuchó con atención. Gruñó de nuevo. Escuchó otra vez. Por último, se levantó, se sacudió sin despertar a Jorge y salió de la tienda con las orejas erguidas y la cola hacia arriba.
Había oído a alguien o algo y, aunque su instinto le aseguraba que no se trataba de nada peligroso, estaba dispuesto a asegurarse.
Dick se hallaba sumido en un profundo sueño, cuando el súbito ruido de algo que se arrastraba por fuera de la tienda le despertó. Se sentó al momento y miró hacia la entrada. Apareció una sombra que se asomó al interior.
¿Sería Tim? ¿O quizás el señor Luffy? A fin de no volver a cometer un error, esperó a que la sombra hablara. Sin embargo, ésta permanecía en silencio e inmóvil como si aguardara algún movimiento de los ocupantes de la tienda. A Dick no le gustó aquello.
—¡Tim! —llamó en voz baja.
Entonces la sombra habló.
—¡Dick! ¿O es Julián? Soy Jock. Tengo a Tim conmigo. ¿Puedo entrar?
—¡Caramba, Jock! —exclamó Dick, sorprendido—. ¿Cómo es que apareces a estas horas de la noche? ¿Por qué no viniste hoy? ¡Estuvimos siglos esperándote!
—Sí, me lo imagino. Lo siento muchísimo —respondió la voz de Jock, al tiempo que el muchacho penetraba en la tienda. Dick despertó a Julián.
—¡Julián! Aquí están Jock y Tim. ¡Caramba, Tim! ¡Quítate de encima! Ven aquí, Jock, a ver si puedes meterte en mi saco de dormir. Me parece que hay sitio para los dos.
—¡Oh, gracias! —contestó Jock, y se apretujó contra Dick con dificultad—. ¡Qué caliente está! Decía que siento terriblemente no haber podido venir hoy, pero mi padrastro me anunció de repente que me necesitaba para acompañarle durante todo el día. Todavía no puedo comprender por qué.
—Pues fue una faena, sabiendo que habías quedado en venir de excursión con nosotros —replicó Julián—. ¿Era algo importante?
—No, no lo era —dijo Jock—. Fuimos hasta Endersfield, que está a unos sesenta kilómetros de aquí. Aparcó delante de la biblioteca pública, asegurando que volvería en unos pocos minutos. ¡Y no volvió hasta después de la hora del té! Por fortuna, me había llevado unos bocadillos. No os podéis imaginar cómo me puse.
—Bueno, no te preocupes. Ven mañana y en paz —dijo Dick.
—No puedo —suspiró Jock, desesperado—. Me ha preparado un encuentro con el hijo de un amigo suyo, un chico llamado Cecilio Dearlove[1]
¡Vaya nombrecito! Tendré que pasarme el día con esa espantosa criatura. Lo peor de todo es que mamá está encantada. En general, piensa que mi padrastro no me hace mucho caso. La verdad es que yo preferiría que siguiera como antes.
—¡Qué rabia! De manera que tampoco podrás venir mañana —exclamó Julián—. Bueno, ¿y el próximo día?
—Sería estupendo —respondió Jock—. Pero tengo el presentimiento de que tendré al querido amor de Cecilio enganchado todo el santo día para enseñarle las vacas y los cachorros al nene mimado. ¡Uf! ¡Y pensar que, mientras, podría estar con vosotros cuatro y con Tim!
—Es una mala suerte —dijo Julián—. De veras que lo es.
—Pensé que debía venir para decíroslo. No he tenido oportunidad de deslizarme hacia aquí hasta la noche. Os traje un poco más de comida. Me imaginé que necesitaríais algo. Me sentó muy mal la idea de mi padrastro… ¡Oíd! Se me ocurre algo. ¿Por qué no vamos ahora al depósito del tren? Iba a pediros que me llevaseis hoy.
—Muy bien. Si es que no puedes venir mañana y a lo mejor tampoco el próximo día, ¿por qué no por la noche? —asintió Dick—. Pero hoy no. ¿Te gustaría venir mañana a esta misma hora? No se lo diremos a las niñas. Iremos nosotros tres y vigilaremos.
Jock estaba demasiado conmovido para responder una palabra. Dejó escapar un profundo suspiro de alegría. Dick rió.
—No te emociones demasiado. Lo más probable es que no veamos nada. Trae una linterna, si la tienes. Ven a nuestra tienda y me tiras de la punta del pie. Me despertaré en seguida, pero si no lo hago, entonces despiértame del modo que puedas. Y, naturalmente, no digas una palabra a nadie.
—Claro que no —aseguró Jock, gozoso de antemano—. Bueno, supongo que será mejor que me vaya. Los páramos en la oscuridad parecen de ultratumba. No hay luna, y las estrellas no dan mucha luz. He dejado la comida fuera de la tienda. Es mejor que lo recojáis antes de que Tim se encargue de ella.
—Está bien. Millones de gracias —dijo Julián. Jock saltó del saco de Dick y salió a rastras de la tienda, con Tim lamiéndole cortésmente la nariz todo el camino. Jock localizó la bolsa de la comida y se la entregó a Julián, que la colocó con el mayor cuidado debajo del cubresuelo de lona.
—¡Buenas noches! —se despidió Jock en voz baja.
Poco después se le oía alejarse por entre los brezos.
Tim le siguió, encantado con el inesperado visitante que le proporcionaba la oportunidad de hacer una excursión nocturna. Jock se sentía más contento de llevar al perro con él. Tim le acompañó hasta la granja y luego volvió saltando por los páramos hasta el campamento. Le hubiera gustado dedicarse a atrapar a los conejos que olfateaba aquí y allá, pero deseaba regresar pronto al lado de Jorge.
Por la mañana, Ana se mostró muy sorprendida al hallar la comida en la «despensa», debajo del espino.
Julián se había ocupado de transportarla allí para darle una sorpresa.
—¡Mirad esto! —gritó, asombrada—. ¡Pastel de carne, más tomates, huevos! ¡Caramba! ¿De dónde salieron?
—El tren fantasma los trajo durante la noche —se burló Dick, haciendo una mueca.
—No. Fue el volcán que los tiró por el aire —añadió el señor Luffy, que también estaba allí.
Ana le arrojó una servilleta.
—Decidme cómo llegó esto aquí —pidió—. Estaba preocupada por lo que os iba a dar de desayuno, y ahora me encuentro con más de lo que podemos comer. ¿Quién lo puso aquí? Jorge, ¿lo sabes tú?
Jorge no lo sabía. Sin embargo, observó las caras sorprendidas de los niños.
—Apuesto a que Jock estuvo aquí la noche pasada —dijo—. ¿No es cierto?
Y para ella misma añadió: «Sí, y si como pienso han estado planeando algo juntos… os aseguro que os lo sacaré, Dick y Julián. Estaré alerta desde ahora. ¡Adonde vayáis vosotros iré yo!…».