Capítulo 8

Los cinco niños y la señora Andrews se quedaron muy sorprendidos al oír gritar al señor Andrews. Repitió otra vez algunas de sus palabras.

—¡Empezad! ¡Contadme todo lo que sabéis! Después hablaré yo.

Julián se decidió al fin a relatarle en pocas palabras lo que le había ocurrido y lo que Sam Pata de Palo les había dicho.

Procuró que su historia pareciese escueta e insípida. El señor Andrews le escuchaba con el mayor interés, sin apartar sus ojos de él ni por un momento.

Cuando hubo terminado, se sentó y apuró su taza de té de su sorbo.

Los niños esperaban a que hablase, preguntándose lo que diría.

—Ahora —dijo, intentando que su voz sonase importante y que causase impresión—, oídme. Ninguno de vosotros debe ir al depósito otra vez. Es un mal lugar.

—Pero ¿por qué? —preguntó Julián—. ¿Por qué le parece a usted que es un mal lugar?

—Hace muchos años sucedieron allí cosas —continuó el señor Andrews—. Cosas terribles. Accidentes. Fue cerrado después de esto y el túnel no se volvió a utilizar nunca más. ¿Veis? Nadie fue autorizado a ir allí y a nadie se le ocurrió faltar a la orden, pues estaban espantados. Sabían que era un sitio peligroso donde ocurrían cosas desagradables.

Ana se sintió aterrorizada.

—Pero, señor Andrews, usted no creerá de verdad que hay trenes fantasma —protestó muy pálida.

El señor Andrews cerró los labios y asintió con solemnidad.

—Eso es precisamente lo que pienso. Los trenes fantasma vienen y van. Nadie sabe por qué. Pero trae mala suerte estar allí cuando pasan. Podrían llevarnos consigo.

Julián rió.

—Bueno, no creo que fuera tan malo. De todos modos, está usted asustando a Ana, así que será mejor que cambiemos de tema. Yo no creo en trenes fantasma.

No obstante, el señor Andrews parecía no querer cambiar de conversación.

—Sam Pata de Palo tiene razón al esconderse cuando pasan —dijo—. No sé cómo tiene valor para quedarse en un sitio semejante, esperando siempre a que, en la oscuridad, salga algún tren de ese túnel.

Julián no pensaba permitir que asustasen a Ana por más tiempo. Se levantó de la mesa y se volvió hacia el señor Andrews.

—Muchísimas gracias por este magnífico día y esta exquisita comida —dijo—. Debemos irnos ya. Vamos, chicos.

—Espera un minuto —le atajó el señor Andrews—. Quiero advertiros por última vez y muy seriamente que no debéis poner los pies en ese depósito de ferrocarril. También te lo advierto a ti, ¿me oyes, Jock? ¡Podríais no regresar jamás! El viejo Sam Pata de Palo está loco, sin duda a consecuencia de soportar el paso de los trenes fantasma en el profundo silencio de la noche. Aquél es un lugar peligroso, os lo repito. No vayáis por allí cerca.

—Bien, gracias por la advertencia, señor —respondió Julián, con la mayor cortesía. De pronto, se sintió disgustado por la presencia de aquel hombrecito con la nariz demasiado grande—. Nos vamos. Adiós, señora Andrews; adiós, Jock. Acércate mañana a nuestro camping y vendrás de excursión con nosotros. ¿De acuerdo?

—¡Oh! ¡Gracias! ¡Claro que sí! —contestó Jock extasiado—. Pero, esperad un momento. ¿No vais a llevaros algo de comida?

—Sí. Claro que lo harán —intervino la señora Andrews levantándose de la silla. Había estado escuchando la conversación con una expresión de confusión y asombro en su rostro.

Se encaminó hacia el fregadero, donde había una gran despensa.

Julián la siguió transportando los dos cestos.

—Será mejor que os llevéis bastantes comestibles —dijo la señora Andrews, poniendo panes, mantequilla y queso de crema en los cestos—. Ya sé el apetito que se gastan los jóvenes. No os preocupéis demasiado por lo que mi marido acaba de decir. Vi que la pequeña Ana estaba aterrorizada. Nunca oí hablar de esos famosos trenes y eso que hace ya tres años que vivo en esta comarca. Sin embargo, no creo que sea un puro cuento. En ese caso, mi marido no os habría avisado para que no fueseis al depósito.

Julián no respondió. Pensaba que el señor Andrews había obrado de un modo extraño en aquel asunto. Pertenecía a esa clase de gente que cree en toda clase de supersticiones y se espanta de ellas. Parecía bastante imbécil. Julián se preguntó cómo una mujer tan agradable como la señora Andrews había podido casarse con aquel tipejo. En fin, por lo menos era un marido generoso, a juzgar por lo que Jock había dicho de él, y quizá su madre se sentía agradecida por haberle regalado la granja y el dinero para manejarla a su gusto. Sí, debía de ser por esto.

Julián dio las gracias una vez más a la señora Andrews e insistió en pagarle, pese a que ella le habría regalado las cosas de buena gana. Entró en la cocina con él. Los otros habían salido ya.

Sólo se había quedado el señor Andrews, que seguía comiendo jamón y picatostes.

—Adiós, señor —se despidió Julián de él.

—Adiós. Trae mala suerte ver trenes fantasma, recuerda. Una terrible mala suerte. Cuidad de permanecer bien lejos de ellos.

Julián esbozó una cortés sonrisa y abandonó la casa. Era ya bastante tarde, y el sol comenzaba a ocultarse detrás de las colinas, aunque todavía le quedaba un largo camino que recorrer antes de desaparecer de manera definitiva. Alcanzó a sus compañeros.

Jock estaba también con ellos.

—Voy a acompañaros hasta medio camino —le explicó Jock—. Mi padrastro parecía muy impresionado con eso de los trenes fantasma, ¿verdad?

—Yo me sentía muy asustada mientras nos estaba advirtiendo —replicó Ana—. No pienso volver jamás al depósito, ¿y tú, Jorge?

—Si los chicos lo hacen, yo lo haré también —respondió Jorge con terquedad, si bien no aparentaba desearlo en exceso.

—¿Iréis al depósito otra vez? —preguntó Jock con ansiedad—. Yo no estoy asustado. Ni una pizca. Sería toda una aventura ir y vigilar por si viene un tren fantasma.

—Creo que debemos ir —contestó Julián—. Te llevaremos con nosotros si podemos. Pero Jorge y mi hermana no vendrán.

—¡Está bien! ¡Me gusta eso! —protestó Jorge, enfadada—. ¡Como si pudierais dejarme atrás! ¿Cuándo me has visto asustada por algo? Soy tan valiente como cualquiera de vosotros.

—Ya lo sé. Y podrás venir tan pronto como sepamos que se trata de un cuento estúpido —le aseguró Julián.

—Iré al mismo tiempo que vosotros —respondió rápidamente Jorge—. Y no te atrevas a dejarme atrás. No te volveré a dirigir la palabra si lo haces.

Jock pareció muy sorprendido por aquella repentina explosión de carácter de Jorge.

No tenía aún la menor idea de lo feroz que podía llegar a mostrarse.

—No veo por qué Jorge no va a poder venir —dijo—. Apuesto a que vale tanto como un chico. Pensé que lo era la primera vez que la vi.

Jorge lo obsequió con una de sus más dulces sonrisas. No podía haber dicho nada que le gustase más. No obstante, Julián no cambió de opinión.

—Sé muy bien lo que me digo. Y las niñas no vendrán. Tengo buenos motivos. Si Ana no quiere venir, lo cual es lo más seguro, y permitimos a Jorge que nos acompañe, mi hermana se quedaría sola en el campamento. Y eso no le haría ninguna gracia.

—Podría hacerle compañía al señor Luffy —protestó Jorge, descontenta.

—¡Idiota! Si se nos ocurriese confesarle al señor Luffy que pensamos explorar un depósito ferroviario abandonado, vigilado por un hombre cojo y loco, que cuenta que por allí pasan trenes fantasma, podéis tener la seguridad de que nos retendría. Ya sabéis cómo son las personas mayores. Se vendría con nosotros, lo cual sería peor todavía.

—Sí, y no haría más que ver mariposas todo el rato, en lugar de trenes fantasma —añadió Dick con una mueca.

—Será mejor que vuelva ya a casa —dijo en aquel momento Jock—. Ha sido un día estupendo, de verdad. Vendré mañana para ir de excursión con vosotros. Adiós.

Se despidieron de Jock y prosiguieron su camino hacia el campamento.

Era muy agradable divisarlo de nuevo esperándoles con las dos tiendas agitándose a causa de la brisa.

Ana empujó la cortina de entrada de la tienda, ansiosa de comprobar si habían tocado algo. El interior de la tienda estaba muy caliente. Por eso decidió dejar la comida que habían traído en el exterior, debajo de un montón de espinos. Allí estaría más fresca. Pronto se vio ocupada en un sinfín de pequeñas tareas.

Los chicos marcharon a ver si el profesor había regresado ya, pero no lo encontraron.

—¡Ana! —gritaron—. Nos vamos al arroyo a bañarnos. ¿Quieres venir? Jorge ha dicho que sí.

—No, no iré —contestó Ana—. Tengo muchas cosas que hacer.

Los chicos se hicieron muecas. Ana disfrutaba «jugando a las casitas», de modo que la dejaron y fueron al arroyo. Al cabo de un rato, sus gritos y sus chillidos llenaban el espacio. El agua estaba más fría de lo que esperaban y a ninguno le gustó meterse. Pero, una vez dentro, se encontraron muy bien chapoteando. Las gotas, hirientes como el hielo, caían sobre sus cálidos cuerpos, obligándoles a gritar. Tim no parecía notar la baja temperatura del agua. Nadó de un lado a otro disfrutando de lo lindo.

—¡Mirad cómo se luce! —dijo Dick—. ¡Haces trampa, Tim! ¡Si yo me pudiese bañar con un abrigo de piel como el tuyo…! Ni siquiera notaría el agua.

—¡Buf! —respondió el perro. Se subió a una piedra y se sacudió violentamente.

Miles de gotitas plateadas volaron, yendo a salpicar a los temblorosos niños. Le persiguieron entre feroces gritos de guerra.

Era una tarde agradable y perezosa. Ana había preparado entre tanto una comida sencilla. Pan con queso de crema y un trozo de pan de jengibre. Nadie se sintió capaz de comer nada más. Se echaron sobre los brezos e iniciaron una animada charla.

—Ésta es la clase de vacaciones que me gustan —dijo Dick.

—Y a mí —corroboró Ana—. Excepto ese pequeño detalle de los trenes fantasma. Esto hace que se me pongan los pelos de punta.

—No seas tonta, Ana —dijo Jorge—. ¡Si no son reales! ¡Es un puro cuento! Y si son reales, mejor. Entonces será una aventura.

Se produjo un corto silencio.

—¿Iremos otra vez al depósito? —preguntó Dick en tono perezoso.

—Creo que sí —respondió Julián—. No voy a dejarme intimidar por las fantásticas advertencias de papá Andrews.

—Entonces, voto por que vayamos allí una noche y esperemos hasta comprobar si pasa un tren fantasma —propuso Dick.

—Yo también iré —dijo Jorge.

—De ninguna manera. He dicho que te quedarás con Ana —replicó Julián.

Jorge calló. Sin embargo, todo el mundo notó su rebelión en el aire.

—¿Se lo decimos por fin al señor Luffy, sí o no? —preguntó de nuevo Dick.

—Habíamos quedado en que no, ¿no lo recuerdas? —contestó Julián, bostezando—. Bueno. Me estoy durmiendo. El sol se ha puesto y pronto será noche cerrada. Me pregunto dónde se habrá metido el viejo Luffy.

—¿No sería mejor que me quedase levantada por si quiere algo para comer? —dijo la pequeña Ana ansiosamente.

—No, no vas a quedarte levantada hasta medianoche —decidió Julián—. Ya se preparará él algo en su tienda. Se las arreglará bien. Me voy a acostar. ¿Vienes, Dick?

Pronto estuvieron dentro de sus sacos. Las chicas se quedaron sobre los brezos un rato más, oyendo el chillido del chorlito que parecía sentirse muy solitario, volviendo a su nido en la oscuridad. Al cabo de un rato se retiraron también a su tienda.

Los chicos dormían a pierna suelta en sus sacos.

De repente se despertaron y comenzaron a hablar en voz baja.

—¿Nos llevaremos a Jock de día para echarle un nuevo vistazo al depósito o iremos por la noche y vigilaremos por si pasa ese tren que no viene de ninguna parte? Voto por que vayamos por la noche —dijo Dick—. No lograremos ver nunca un tren fantasma de día. Sam Pata de Palo es un tipo interesante, en especial cuando se dedica a tirar palos. Pero no sé si le habré gustado tanto como para poder irle a visitar otra vez.

—Bueno, si Jock quiere venir mañana por la mañana para una visita de inspección, le llevaremos —respondió Julián—. De todos modos, siempre cabe la posibilidad de ir por la noche cuando se nos antoje.

—De acuerdo. Esperaremos a ver lo que dice Jock.

Hablaron un rato más, hasta que se sintieron soñolientos. Dick estaba casi dormido cuando oyó que algo venía arrastrándose por los brezos. Una cabeza se asomó por la abertura de la tienda.

—Si te atreves a entrar, te daré un buen tortazo en esa cara tan tonta —dijo Dick, pensando que se trataba de Tim—. Sé muy bien lo que quieres, terrible peste. Quieres echarte encima de mí. Date la vuelta y lárgate, ¿me oyes?

La cabeza que estaba en la entrada se movió un poquito, pero no se marchó.

Dick se apoyó sobre un codo.

—Atrévete a poner una pata en la tienda y saldrás rodando por la colina —advirtió—. Me gustas mucho de día, pero no quiero ni verte durante la noche, cuando estoy acostado ¡Fuera!

La cabeza hizo un ruido singular.

De pronto habló.

—Esto… Veo que estáis despiertos. ¿Os encontráis bien? ¿Las chicas también? Acabo de regresar.

—¡Cielo santo! ¡Si es el señor Luffy! —exclamó Dick, horrorizado—. Perdóneme, señor. Lo siento muchísimo. Pensé que era Tim que venía a echarse encima de mí como suele hacer a menudo. Lo siento, señor.

—No tiene importancia —dijo la sombra, riendo entre dientes—. Me alegro de que estéis bien. Os veré mañana.