Capítulo 7

Se sentaron a la mesa. Había un gran pastel de carne, jamón dulce, ensalada de patatas con su piel y picatostes hechos en casa.

En verdad, resultaba difícil saber qué elegir.

—Probad un poco de cada cosa —dijo la señora Andrews, cortando el pastel de carne—. Empezad por el pastel y seguid con el jamón. Ésta es la ventaja de vivir en una granja, ¿sabéis? Se dispone de muchas cosas distintas para comer.

Después del primer plato, les sirvieron ciruelas con nata y tartas de mermelada con la misma nata. Todo el mundo quedó satisfecho.

—En mi vida he tomado una comida tan maravillosa —suspiró Ana, por fin—. Desearía tomar algo más, pero me es imposible; estoy llena por completo. Ha sido estupendo, señora Andrews.

—Aplastante —corroboró Dick. Ésta era su palabra favorita en aquellas vacaciones—. Absolutamente aplastante.

—Buf —dijo Tim asintiendo. Se había zampado un buen plato de huesos bien cubiertos de carne, galletas y salsa. Y había devorado cada miga y lamido cada gota…

Ahora pensaba que le gustaría echar una siestecita al sol y no mover una pata en todo el resto del día.

Los niños se sentían igual.

La señora Andrews les entregó una chocolatina a cada uno y los envió afuera.

—Id a descansar un poco ahora —les dijo—. Charlad con Jock. Disfruta pocas veces de compañía de su misma edad en las vacaciones. Si queréis, podéis quedaros a tomar el té.

—¡Oh, gracias! —respondieron todos, aunque pensaban que no serían capaces de tragar siquiera una galleta. Sin embargo, era tan agradable estar en la granja que les hubiera gustado quedarse el mayor tiempo posible.

Ana preguntó, dirigiéndose a la mamá de Jock:

—¿Podemos llevarnos con nosotros uno de los cachorritos de Biddy?

—Conforme. Si es que no le molesta a Biddy —concedió la señora Andrews, empezando a recoger la mesa—. Y siempre que no haya peligro de que vuestro perro se lo coma, claro esta.

—¿Tim? ¡Ni soñarlo! —protestó Jorge en seguida—. Anda, ve a coger el perrito, Ana. Nosotros buscaremos mientras un lugar agradable al sol.

A Biddy no pareció importarle nada que se llevasen a su hijo. Ana apretó contra su pecho aquella cosita blanda y caliente y fue a reunirse con los otros, sintiéndose muy feliz.

Los chicos habían localizado un buen sitio bajo un pajar y se sentaron, apoyándose en la paja y calentándose al sol.

—Parece que vuestros hombres se toman con calma la hora de comer —comentó Julián, no viendo a ninguno de ellos por allí.

Jock asintió con un gruñido.

—¡Son perezosos hasta la médula! Si yo fuera mi padrastro los mandaría a todos a paseo. Mamá le contó lo mal que trabajaban, pero él no dijo ni una palabra. Por mi parte ya he dejado de preocuparme. No soy yo quien los paga. Si lo fuera, ya los habría despedido hace tiempo.

—¿Le contamos a Jock lo de los trenes fantasma? —preguntó de pronto Jorge, acariciando las orejas de su perro—. Sería divertido hablar de ellos.

—¿Trenes fantasma? ¿Qué es eso? —preguntó Jock, abriendo los ojos muy sorprendido—. Nunca oí hablar de una cosa semejante.

—¿De verdad no has oído nada? —se extrañó Dick—. Bueno, pues no vives muy lejos de ellos, Jock.

—Explicádmelo —pidió Jock—. Trenes fantasma. No, nunca oí hablar de eso.

—Bueno, te diré lo que sabemos —concedió Julián—. Precisamente creímos que tú nos podrías aclarar algo del asunto.

Empezó a explicarle a Jock su visita al olvidado depósito ferroviario, la aparición del viejo Sam Pata de Palo y su singular conducta.

Jock estaba emocionado.

—¡Vaya! Me hubiera gustado estar con vosotros. Iremos allí todos juntos, ¿queréis? Fue casi una aventura lo que os ocurrió. Yo no he tenido ni una sola aventura en toda mi vida, ni siquiera una pequeñita. ¿Corristeis alguna vosotros?

Los cuatro niños se miraron unos a otros y Tim miró a su ama. ¡Aventuras! ¡Como que no sabían nada de ellas! ¡Habían surgido tantas a su paso!

—Sí, hemos corrido montones de aventuras, verdaderas y aplastantes —respondió Dick—. Nos han encerrado en calabozos, hemos encontrado pasadizos secretos, tesoros… Bueno, no te podemos contar todo lo que nos ha sucedido. Sería demasiado largo.

—No, no lo sería —protestó Jock, ansiosamente—. ¡Contádmelas! ¡Empezad! ¿Estabais todos juntos cuando os ocurrieron? ¿También la pequeña Ana?

—Sí, todos nosotros —contestó Jorge—, y siempre con Tim. Nos ha salvado montones de veces del peligro, ¿verdad, Tim?

—¡Buf! ¡Buf! —asintió Tim, y golpeó el suelo con la cola.

Relataron a Jock algunas de sus muchas aventuras.

Éste escuchaba con emoción.

Los ojos casi se le saltaban de las órbitas y se ponía colorado como un tomate cuando llegaban a un momento culminante.

—¡Palabra de honor —dijo al fin— que nunca había oído tales cosas en toda mi vida! ¡Qué suerte tenéis! ¡Disfrutáis de aventuras casi todo el tiempo! ¿Creéis que vais a tener alguna durante estas vacaciones?

Julián rió.

—No. ¿Qué clase de aventuras quieres que nos surjan en estos páramos solitarios? Tú has vivido aquí durante tres años y no has tenido ni siquiera una pequeña.

Jock suspiró.

—Es verdad. —De pronto, sus ojos brillaron de nuevo—. Pero, mirad, ¿qué era lo que me preguntabais hace un momento acerca de esos trenes fantasma? Quizás os resulte una aventura con ellos.

—No, no quiero —protestó la pequeña Ana con voz horrorizada—. Una aventura con los trenes fantasma sería espantosa.

—Me gustaría ir con vosotros a ese depósito abandonado y ver a Sam Pata de Palo —aseguró Jock con vehemencia—. Eso significaría una verdadera aventura para mí, ¿sabéis? Aunque, a fin de cuentas, todo se redujera a un extraño viejo que de repente os empieza a tirar palos. ¡Llevadme con vosotros la próxima vez que vayáis!

—Bueno, en realidad no sé si volveremos alguna vez —dudó Julián—. Seguramente no es más que imaginación. El viejo se ha vuelto chiflado a causa de haber estado solo tanto tiempo, guardando un depósito al que ya no va nadie. Recuerda los trenes que iban y venían antes de que aquello quedara abandonado y se figura que son de verdad.

—Sin embargo, el pastor os dijo lo mismo que Sam —dijo Jock—. ¿Por qué no vamos una noche y vigilamos por si aparece un tren fantasma?

—¡No! —rechazó Ana, espantada.

—Tú no necesitas venir —la tranquilizó Jock—. Sólo nosotros tres.

—Y yo —aseguró Jorge al momento—. Soy tan valiente como cualquier chico y no pienso quedarme. Tim vendrá también.

—¡Oh! Por favor, no hagáis esos planes tan horribles —rogó Ana—. Lograréis que tengamos una nueva aventura si seguís así.

Nadie le hizo el menor caso. Julián miró el excitado rostro de Jock.

—Bueno —dijo—. Si nos decidimos a vigilar esos trenes fantasma, te llevaremos.

Jock estuvo a punto de abrazar a Julián.

—Es muy amable por tu parte —dijo—. Un millón de gracias. ¡Trenes fantasma! Casi estoy por jurar que veremos alguno. ¿Quién lo conducirá? ¿De dónde vendrá?

—Dice Sam Pata de Palo que salen del túnel —recordó Dick—. Pero no sé cómo nos vamos a arreglar para localizarlos si no es por el ruido, porque, al parecer, los trenes fantasma sólo pasan de noche. Nunca de día. No podremos verlos bien aunque estemos allí.

Era un asunto tan interesante para Jock, que se pasó hablando de él toda la tarde. Ana se cansó de escuchar y se durmió con el cachorrito de Biddy entre los brazos. Tim se enroscó junto a su dueña y también se echó a dormir. Hubiese preferido ir a dar un paseo, pero pareció darse cuenta de que había muy pocas esperanzas de que se interrumpiese la conversación en marcha. Llegó la hora del té sin que ninguno advirtiese que el tiempo pasaba.

La campana avisó de pronto.

Jock pareció sorprendido.

—¡El té ya! ¿Podéis creerlo? He pasado una tarde tan estupenda hablando de todo esto… Y ¿sabéis una cosa? Si vosotros no os hubierais decidido a ir a la caza de un tren fantasma, me hubiera ido yo solo. Con una sola aventura al estilo de las vuestras me sentiría feliz.

Después de haber despertado a Ana con dificultad, marcharon a tomar el té. La niña devolvió el cachorro a Biddy, que lo recibió muy contenta y lo lamió de pies a cabeza. Julián se sorprendió al darse cuenta de que estaba hambriento otra vez.

—Bueno —dijo, en tanto que se sentaba a la mesa—. Yo hubiera jurado que no volvería a tener hambre durante una semana, pero la tengo. ¡Qué té tan magnífico, señora Andrews! ¿Verdad, chico, que Jock tiene mucha suerte al poder disfrutar siempre de comidas como ésta?

Había bollitos hechos en casa con miel reciente, rebanadas de pan con una gruesa capa de mantequilla por encima y queso recién hecho, un pegajoso y oscuro pan de jengibre, caliente aún, y una enorme tarta de frutas, que parecía un budín de ciruelas al cortarla, de tan negra que aparecía.

—Ahora desearía no haber tomado tanta cosa a la hora de la comida —suspiró Ana—. No me siento con bastante apetito para probarlo todo, aunque me gustaría.

La señora Andrews rió.

—Come lo que puedas de momento, y te envolveré algo para después —dijo—. Puedes llevarte queso de crema, bollos de miel y un poco de pan que hice esta mañana. Puede ser que también os apetezca un trozo de pan de jengibre. Preparé mucho.

—Muchas gracias —respondió Julián—. Lo pasaremos muy bien mañana con todo esto. Es usted una maravillosa cocinera, señora Andrews. Desearía vivir para siempre en su granja.

De súbito se oyó el ronquido de un motor que se acercaba despacio por el escabroso camino. La señora Andrews miró hacia afuera.

—Es el señor Andrews, que vuelve —explicó—. Mi esposo, como sabéis, es el padrastro de Jock.

Julián pensó que aparentaba estar un poco preocupada. A lo mejor al señor Andrews no le gustaban los niños y no le hacía mucha gracia encontrar a tantos sentados alrededor de su mesa cuando regresaba cansado a casa.

—¿Preferiría que nos marchásemos, señora Andrews? —preguntó cortésmente—. Quizás el señor Andrews desee un poco de paz y somos demasiada gente ¿verdad?

La madre de Jock denegó con la cabeza.

—No, podéis quedaros. Le serviré la comida en la otra habitación si lo prefiere.

El señor Andrews entró. No se asemejaba en absoluto a la idea que se habían forjado los niños. Era un hombre bajito y moreno. Tenía una cara muy delgada, con una nariz demasiado grande para él.

Parecía fatigado y de mal humor y se detuvo de repente cuando vio a los cinco niños.

—Hola, querido —lo saludó su esposa—. Jock ha invitado a sus amigos. ¿Te gustaría tomar el té en tu habitación? Puedo llevártelo en una bandeja.

—Bueno —asintió él con una insípida sonrisa—. Quizá será lo mejor. Tuve un día muy pesado y no tomé gran cosa para comer.

—Te llevaré una bandeja con jamón, picatostes y pan —dijo su mujer—. Sólo tardaré un minuto. Puedes ir lavándote.

El señor Andrews abandonó la estancia. Ana se había quedado muy sorprendida de que fuese tan bajito y con una apariencia más bien estúpida. Se lo había imaginado alto, voluminoso, fuerte y listo, atareado siempre en grandes cosas y en asuntos de mucho dinero.

Bueno, debía de ser más inteligente de lo que pensaba si era capaz de ganar lo bastante como para poder proporcionar a la señora Andrews todo lo que necesitaba para su querida granja.

La señora Andrews trajinaba de un lado para otro, preparando una bandeja con una servilleta blanca como la nieve y platos con comida. Se podía oír a su marido en el cuarto de baño, lavándose. De pronto bajó y asomó la cabeza por la puerta.

—¿Tengo ya la comida preparada? —preguntó—. Bien, Jock, ¿tuviste un buen día?

—Sí, gracias —dijo Jock, en tanto su padrastro tomaba la bandeja de las manos de su madre y se preparaba para retirarse de nuevo—. Fuimos a dar una vuelta por la granja esta mañana, y por la tarde estuvimos charlando. A propósito, papá, ¿sabes algo referente a unos trenes fantasma?

El señor Andrews se encontraba justo en el umbral de la puerta.

Se volvió sorprendido.

—¿Trenes fantasma? ¿De qué estás hablando?

—Julián asegura que hay un viejo depósito de ferrocarril abandonado, a alguna distancia de aquí, y se supone que los trenes fantasma salen del túnel que hay allí, en la oscuridad de la noche —explicó Jock—. ¿Has oído hablar de ellos?

El señor Andrews permaneció unos instantes callado. Sus ojos se fijaron en su hijastro. Parecía sorprendido y atontado. Volvió a la habitación y cerró la puerta con cuidado.

—Tomaré el té aquí, de todos modos —decidió—. Bueno, me decías que habíais oído cosas sobre esos trenes fantasma. He cuidado de no deciros nada a tu madre y a ti, por temor a asustaros.

—¡Bah! —se burló Dick—. ¿Quiere hacernos creer que son de verdad? No es posible.

—Contadme todo lo que sepáis y cómo lo habéis sabido —ordenó el señor Andrews, sentándose a la mesa con su bandeja—. Empezad. No os olvidéis de nada. Quiero saberlo todo.

Julián titubeó.

—Pues…, realmente no hay nada que explicar, señor, sólo un montón de tonterías.

—¡Contádmelo! —casi gritó el señor Andrews—. Luego os contaré yo, a mi vez, unas cuantas cosas. Y os explicaré por qué no debéis acercaros más al viejo depósito. No, no debéis hacerlo.