Capítulo 6

Al día siguiente, los muchachos se levantaron muy temprano, tan temprano como su acompañante, y desayunaron juntos. El señor Luffy poseía un mapa de los páramos y lo estudió cuidadosamente después del desayuno.

—Creo que saldré durante todo el día —confió a Julián, que estaba sentado a su lado—. Mira este pequeño valle señalado aquí, el Crowleg Vale. He oído decir que allí se pueden encontrar algunos de los más raros escarabajos de Gran Bretaña. Cogeré mis aparejos y me iré solo. ¿Qué vais a hacer vosotros cuatro?

—Cinco —corrigió Jorge al momento—. Ha olvidado usted a Tim.

—Es cierto. Le presento mis excusas —dijo el profesor con toda solemnidad—. Bien, ¿qué vais a hacer?

—Iremos a la granja y compraremos comida —contestó Julián—. Aprovecharemos el viaje para preguntar al chico de la granja si ha oído el cuento de los trenes fantasma. Y quizás echemos un vistazo a los alrededores de la granja.

—Bien —asintió su interlocutor, empezando a encender su pipa—. No os preocupéis por mí si no estoy de vuelta cuando anochezca. Cuando voy de caza pierdo la noción del tiempo.

—¿Está seguro de que no se perderá? —preguntó Ana con ansiedad. Pensaba que el señor Luffy era por completo incapaz de cuidarse a sí mismo.

—¡Creo que sí! Mi oreja derecha me advierte cuando empiezo a perder el camino. Se mueve con violencia para avisarme.

La movió en honor de Ana, y ésta se echó a reír.

—Desearía que me dijera cómo lo hace —suplicó—. Estoy segura de que lo sabe. No se puede imaginar lo emocionadas que se quedarían mis compañeras de colegio si aprendiese este truco. Lo encontrarían estupendo.

El señor Luffy hizo una mueca divertida y se levantó.

—Bueno —dijo—. Me voy antes de que Ana me obligue a darle una lección sobre cómo mover las orejas.

Se marchó colina abajo hacia su tienda. Jorge y Ana lavaron la ropa en tanto los chicos tensaban algunas cuerdas de las tiendas que se habían aflojado y lo arreglaban todo.

—Supongo que no importará que abandonemos todas las cosas así, sin protección —exclamó Ana en tono preocupado.

—Bueno, lo hicimos ayer, ¿no? —repuso Dick—. Y, además, ¿quién va a venir a llevarse algo de aquí, en este salvaje y solitario lugar? Me gustaría saberlo. ¿No te imaginas un tren fantasma acercándose a nuestro campamento, llevándoselo todo en su furgón?

—No seas tonto. Estaba pensando en que podríamos dejar a Tim de vigilancia. Eso es todo.

—¡Dejar a Tim! —exclamó Jorge, asombrada—. No te imaginarás que voy a estar conforme en dejar a Tim atrás cada vez que vayamos a algún sitio, Ana. No seas idiota.

—Ya. No tenía la menor esperanza de que quisieses. Bueno, espero que nadie venga por aquí. Pon a secar esa servilleta, Jorge, si has acabado con ella.

Pronto las servilletas estuvieron colgadas sobre los espinos, secándose al sol. Se colocaron con todo cuidado las cosas en las tiendas. El señor Luffy les gritó un fuerte «¡adiós!», y se fue. Los cinco estaban ya dispuestos para marchar a la granja.

Ana cogió un cesto y entregó otro a Julián.

—Es para traer la comida —explicó—. ¿Estáis preparados?

Se fueron por entre los brezos. Sus desnudas rodillas iban rozando las flores llenas de miel. A su paso, montones de trabajadoras abejas se levantaban, zumbando. El día era otra vez encantador, y los niños se sentían libres y felices.

Llegaron a la arreglada granjita. Varios hombres trabajaban en los campos, pero Julián pensó que no parecían en exceso afanados. Miró a su alrededor buscando al hijo de los dueños. El chico salió de un cobertizo y les silbó.

—¡Hola! ¿Volvéis por más huevos? He recogido muchos para vosotros —se quedó mirando a Ana—. Tú no viniste ayer con los otros. ¿Cómo te llamas?

—Ana —respondió ésta—. ¿Y tú?

—Jock —dijo el chico con una mueca.

«Es un chico agradable», pensó Ana. Tenía el pelo de color paja, los ojos azules y una cara colorada que presagiaba un buen carácter.

—¿Dónde está tu madre? —preguntó Julián—. ¿Podrías proporcionarnos un poco de pan y otras cosas? Ayer comimos de miedo y queremos reponer nuestra despensa.

—En este momento estará trabajando en la lechería —contestó Jock—. ¿Tenéis prisa? ¿Por qué no venís a ver a mis cachorros?

Se dirigieron tras él hacia un cobertizo. En el fondo había una caja grande, forrada de paja. En ella estaba echada una perra de pastor con cuatro cachorritos. Gruñó ferozmente a Tim, y éste salió corriendo del cobertizo. Había trabado conocimiento en ocasiones anteriores con madres que estaban criando y podía asegurar que no le gustaban.

Los cuatro chicos prorrumpieron en exclamaciones sobre los gordos cachorritos. Ana sacó fuera uno muy simpático. Se escondía entre sus brazos y soltaba unos divertidos quejidos.

—Me gustaría que fuese mío —exclamó—. Le llamaría Escondido.

—¡Qué nombre tan feo para un perro! —rechazó Jorge con tono desdeñoso—. Justo el peor nombre que podías pensar, Ana. Déjame cogerlo. ¿Son todos tuyos, Jock?

—Sí —dijo Jock, orgulloso—. La madre es mía, como puedes ver. Su nombre es Biddy.

Biddy levantó las orejas al oír su nombre y miró a Jock con ojos vivos y despiertos. Él acarició su sedosa cabeza.

—Hace cuatro años que la tengo. Mientras estábamos en la granja Owl, el viejo granjero Burrows me la regaló, cuando sólo tenía ocho semanas.

—¿Entonces estuviste en otra granja antes de venir aquí? —le interrogó Ana—. ¿Has vivido siempre en una granja? ¡Qué suerte tienes!

—No he vivido más que en dos —contestó Jock—. En la granja Owl y en ésta. Mamá y yo dejamos la granja Owl cuando papá murió y nos fuimos a vivir a una ciudad durante un año. Yo la odiaba. Me sentí muy contento cuando vinimos aquí.

—Pero yo creí que tu padre vivía —dijo Dick, confuso.

—Ése es mi padrastro. No es granjero —echó una ojeada a su alrededor y bajó la voz—. No sabe una palabra de granjas. Es mi madre la que tiene que decir a los hombres lo que deben hacer. Aunque la verdad es que él le da mucho dinero para hacerlo todo bien. Y hemos comprado buena maquinaria y vagones de cosas… ¿Os gustaría ver la lechería? Es muy moderna y a mamá le encanta trabajar en ella.

Jock guió a los chicos hasta la resplandeciente e inmaculada lechería. Su madre estaba trabajando allí, ayudada por una muchacha. Volvió la cabeza y sonrió a los niños.

—Buenos días. ¿Ya estáis hambrientos otra vez? Os prepararé una buena cantidad de comida cuando haya acabado con esto. ¿Querríais quedaros a comer con Jock? Está bastante solo durante las vacaciones, sin ningún chico que le haga compañía.

—¡Oh, sí! Vamos a quedarnos —gritó la pequeña Ana, encantada—. Me gustaría mucho. ¿Podemos hacerlo, Julián?

—Sí. Muchísimas gracias, señora… esto… señora… —titubeó Julián.

—Soy la señora Andrews —dijo la madre de Jock—. Pero Jock se apellida Robins. Es el hijo de mi primer marido, un granjero. Bien, quedaos todos a comer y veré si puedo serviros una comida que os permita andar durante el resto del día.

Esto sonaba bien. Los cuatro niños se sintieron emocionados y Tim meneó con vigor su rabo. Le había gustado la señora Andrews.

—¡Venid! —invitó Jock muy alegre—. Os llevaré a dar una vuelta por la granja. Veremos todos los rincones. No es muy grande, pero vamos a convertirla en la mejor granja de los páramos. Mi padrastro parece no tomarse mucho interés por el trabajo de la granja. Sin embargo, tengo que reconocer que es muy generoso cuando da dinero a mamá para comprar lo que quiera.

A los chicos les pareció que, en efecto, la maquinaria de la granja era completamente moderna. Examinaron las máquinas y herramientas. Fueron a la pequeña vaquería y admiraron el limpio suelo de piedra y las blancas paredes de ladrillo. Se subieron por los vagones pintados de rojo y desearon poder probar los dos tractores a motor que estaban guardados en un granero.

—Necesitaréis un buen número de hombres para trabajar aquí —dijo Julián—. Nunca pensé que hubiera tanto que hacer en este sitio tan pequeño.

—No son buenos trabajadores —respondió Jock, frunciendo el ceño—. Mamá tiene que enfadarse con ellos cada dos por tres. Casi no saben por dónde se andan. Papá contrata un gran número de hombres, aunque el caso es que siempre los elige muy malos. Parece que el trabajo de la granja no les gusta y en cuanto pueden se van corriendo a la ciudad más próxima. Sólo hay uno que vale, y ya es viejo. Aquel que está allí. Se llama Will.

Los niños examinaron con curiosidad a Will, que laboraba en un pequeño huerto. Era un viejo de rostro arrugado, con la nariz chata y un par de ojos azules. Les gustó su aspecto.

—Sí, parece de verdad granjero —comentó Julián—. Los otros no.

—No quiere ir nunca con ellos —dijo Jock—. No hace más que regañarles y los llama imbéciles y «dotas».

—¿Qué significa «dota»? —preguntó Ana.

—Un idiota, tonta —contestó Dick. Y se dirigió a conversar con Will—. ¡Buenos días! —saludó—. Está usted muy afanado. Siempre hay mucho que hacer en una granja, ¿verdad?

—Mucho que hacer, muchos para hacerlo y muy poco hecho —dijo con voz cascada mientras proseguía su trabajo—. Nunca creí que me viese obligado a trabajar con imbéciles y «dotas».

—¿Qué? ¿Qué os dije? —exclamó Jock, con una mueca—. Siempre está llamando así a los otros, de modo que tenemos que procurar mantenerlo lejos de ellos. De todos modos, debo decir que tiene toda la razón. Muchos de esos individuos no tienen ni idea de lo qué es una granja. Desearía que mi padrastro nos dejase tener unos operarios más adecuados en vez de esos individuos.

—¿Dónde está tu padrastro? —preguntó Julián, pensando que debía de ser curioso ganar tanto dinero en una granjita de los páramos eligiendo además la peor clase de trabajadores.

—Se pasa fuera todo el día —respondió Jock—. ¡Gracias a Dios! —añadió, con una mirada de reojo a los otros.

—¿Por qué? ¿No te gusta? —intervino Dick.

—Pues… no es granjero, aunque hace todo lo posible por parecerlo. Y lo que es más, no me gusta ni pizca. Intento acostumbrarme a él por cariño a mamá. Pero siempre estoy contento cuando desaparece de mi vista.

—Tu madre es encantadora —afirmó Jorge.

—¡Oh, sí! Mamá es estupenda —asintió Jock—. No sabéis lo que representa para ella tener otra vez una granjita de su propiedad y poder atenderla con la maquinaria adecuada y todo.

Llegaron a un amplio granero. La puerta estaba cerrada con llave.

—Creo que ya os dije lo que había aquí —explicó Jock—. Camiones. Podéis atisbar por este agujero. No sé por qué mi padrastro quiso comprar tantos. Supongo que los conseguiría baratos. Le encanta comprar cosas baratas y venderlas luego caras. Dijo que nos serían de gran utilidad en la granja para llevar los productos al mercado.

—Sí, ya nos lo explicaste ayer cuando estuvimos aquí —dijo Dick—. Pero tenéis montones de vagones para esto.

—Sí, yo deduje que no lo había comprado para la granja al fin y al cabo, sino para guardarlos aquí hasta que los precios hayan subido. Así ganará mucho dinero —bajó la voz—. No le he dicho esto a mamá. Mientras ella se sienta feliz porque tiene todo lo que quiere para la granja, me aguantaré la lengua.

Los niños estaban muy interesados en todo esto. Estaban deseando ver al señor Andrews. Tenía que ser un tipo raro, pensaban. Ana intentó imaginar cómo sería.

«Grande, alto, moreno y ceñudo —pensó—. Con un aspecto más bien atemorizador e impaciente. Y seguramente no le gustarán los niños. A esta clase de gente nunca le gustan».

Pasaron una mañana muy agradable deambulando por la granjita. Volvieron a visitar a Biddy, la perra pastor, y a sus cachorros. Tim esperó en el exterior del cobertizo, con la cola baja. Le molestaba que Jorge demostrara un excesivo interés por otros perros.

Una campana sonó ruidosamente.

—¡Qué bien! ¡La comida! —exclamó Jock—. Será mejor que nos lavemos. Estamos todos que damos asco. Espero que tengáis bastante hambre, porque supongo que mamá nos habrá preparado una supercomida.

—Yo estoy que me caigo —replicó Ana—. Parece como si hubiesen pasado años desde que desayunamos. Casi lo había olvidado.

Todos se sentían igual. Entraron en la granja. Manifestaron su sorpresa al encontrar en su interior un cuartito de baño precioso. La señora Andrews apareció con una toalla limpia.

—Es bonito, ¿verdad? —preguntó—. Mi esposo me lo hizo instalar. Es el primer cuarto de baño adecuado que he poseído en mi vida.

Un exquisito olor subía desde la cocina.

—Vamos —les apremió Jock, cogiendo el jabón—. Démonos prisa. ¡Estaremos abajo en un minuto, mamá!

Bajaron. Nadie se sentía dispuesto a perder mucho tiempo lavándose cuando abajo les estaba esperando una estupenda comida.