Capítulo 5

Los niños y Tim dejaron atrás el desierto depósito ferroviario y ascendieron por entre los brezos de la ladera para encontrar el camino de vuelta al camping. Los cinco no podían dejar de hablar sobre Sam Pata de Palo y las extrañas cosas que decía.

—En todo esto hay algo raro —comentó Julián—. Me pregunto por qué no se utilizará ya este depósito y adonde llevará ese túnel y si los trenes pasan aún por él.

—Yo creo que la explicación es muy sencilla —contestó Dick—. Es evidente que es el propio Sam Pata de Palo el que lo hace parecer todo extraño. Si allí hubiera habido un vigilante normal, no habríamos encontrado nada raro.

—Quizás el chico de la granja lo sepa —dijo Julián—. Se lo preguntaremos mañana. Cierto que me asustaría si tropezara en realidad con un tren fantasma, pero ¡caramba!, me gustaría acercarme para ver si pasa alguno.

—Me gustaría que no hablarais así —dijo Ana tristemente—. Parece como si os apeteciera correr otra aventura, y yo no quiero.

—Bueno, no te preocupes. No nos vamos a meter en ningún lío —dijo Dick, en tono animoso—. Y si de algún modo nos metiésemos, siempre podrás ir a apretar la mano del viejo Luffy. Él no vería una aventura como no estuviese debajo de su nariz. Estarías a salvo con él.

—¡Mirad, alguien anda por aquí! —exclamó Jorge, viendo que Tim levantaba las orejas y escuchaba, lanzando un pequeño gruñido.

—Un pastor o algo así, creo —respondió Julián. Y gritó amablemente—: ¡Buenas tardes! Qué buen día tenemos, ¿verdad?

Un viejo que estaba en el sendero, casi encima de ellos, volvió la cabeza. Debía de ser un pastor o un labrador. Esperó a que ellos llegaran a su altura.

—¿Visteis algunos de mis corderos allá abajo? —les preguntó—. Llevan una cruz roja.

—No, no hay ninguno por allí —dijo Julián—. Pero nos hemos cruzado con algunos más lejos, por la colina. Hemos estado en el depósito ferroviario y hubiéramos visto cualquier cordero que hubiera estado en la ladera.

—No volváis a ir nunca —recomendó el viejo pastor, fijando sus descoloridos ojos azules en los de Julián—. Es un mal sitio.

—Bueno, ya hemos oído hablar de los trenes fantasma —replicó Julián riendo—. ¿Es a eso a lo que se refiere?

—Sí, hay trenes fantasma que salen del túnel y que nadie conoce —asintió el pastor—. Los he oído muchas veces, cuando he pasado la noche aquí con mi rebaño. Este túnel hace treinta años que no se usa, pero los trenes vienen y van como si aún estuvieran en servicio.

—¿Cómo lo sabe? ¿Los ha visto? —preguntó Julián. Y un escalofrío recorrió su espina dorsal.

—No, sólo los he oído —dijo el viejo—. Chuc, chuc, chuc, chuc, van haciendo. Y chirrían. Pero no silban. El viejo Sam Pata de Palo cuenta y no acaba de sus trenes fantasma, a los que nadie conduce ni repara. No vayáis a ese sitio, os repito: es malo y extraño.

Julián vio la aterrorizada expresión de Ana. Rió sonoramente.

—¡Vaya cuento! Yo no creo en trenes fantasma, ni tampoco debe hacerlo usted. Dick, ¿has traído el té en tu saco? Busquemos un sitio bonito y tomemos unos bocadillos y un poco de tarta. ¿Quiere usted acompañarnos, pastor?

—No, muchas gracias —contestó el viejo, iniciando la marcha—. Tengo que cuidar de mis ovejas. Siempre están moviéndose y me hacen moverme a mí también. Buenos días, y no vayáis a ese maldito sitio.

Julián encontró un buen lugar, lejos de la vista de «ese maldito sitio», y todos se sentaron.

—¡Menudo cuento! —repitió Julián, que deseaba que Ana se sintiera alegre otra vez—. Podemos preguntárselo al chico del granjero mañana. Me imagino que todo esto es una estúpida historia inventada por el vigilante cojo, que consiguió engañar al pastor.

—También opino yo así —dijo Dick—. ¿Te has dado cuenta de que el pastor no ha visto nunca esos trenes, Julián? Dijo que sólo los había oído. Bueno, los ruidos alcanzan muy lejos por la noche. Y creo que lo que oyó fue simplemente el rugido de los trenes que pasan por aquí debajo.

—¡Ahora está pasando uno por algún sitio! Puedo sentir cómo tiembla el suelo.

Todos pudieron oírlo, invadidos por un extraño sentimiento.

El rugido cesó al fin. Se sentaron y tomaron el té, mientras Tim, masticando, vigilaba una madriguera de conejos y probaba a introducirse en su interior. Los cubrió a todos con arena al escarbar en ella. No hubo manera de obligarle a abandonar su propósito. Parecía haberse vuelto sordo de repente.

—Si no apartamos a Tim de esta madriguera ahora mismo, va a meterse tan hondo que tendremos que sacarle por el rabo —dijo Julián, levantándose—. ¡Tim! ¡Tim! ¡Fuera de la madriguera! ¡Sal de ahí en seguida!

Fueron necesarios los esfuerzos de Jorge y Julián para sacarlo. Él los miraba indignado, como si dijese: «¡Qué aguafiestas! Casi lo alcanzo y vosotros me estropeáis la faena».

Se sacudió con fuerza. Granos de arena y piedrecitas volaron de su piel. Volvió hacia la madriguera otra vez, pero Jorge lo sujetó con firmeza por el rabo.

—No, Tim. Ahora, a casa.

—Está buscando por si encuentra algún tren fantasma —se burló Dick. Y esto hizo reír a todo el mundo, incluida Ana.

Agradablemente cansados, se levantaron y se dirigieron hacia el camping. Tim, algo descontento, caminaba tras sus talones.

Cuando al fin llegaron, vieron al señor Luffy sentado, esperándolos. El humo azul de su pipa se elevaba en el aire.

—¡Hola!, ¡hola! —dijo, y sus oscuros ojos les miraron por debajo de sus peludas cejas—. Estaba empezando a pensar que os habíais perdido. De todos modos, suponía que vuestro perro sabría traeros.

Tim meneó la cola, en señal de cortés asentimiento.

—Buf —hizo, y, como una flecha, se lanzó al cubo de agua para beber. Ana alcanzó a detenerlo justo a tiempo.

—¡No, Tim! No bebas de esa agua, que es para lavar. Ésa es la tuya, la que está en ese plato de ahí.

Tim fue a su plato y lamió, pensando, resignado, que Ana era una niña muy remilgada. Ella preguntó al señor Luffy si le gustaría tomar algo para cenar.

—No es que vayamos a cenar nosotros —dijo—. Tomamos el té muy tarde. Pero prepararé algo para usted si quiere, señor Luffy.

—Muy amable por tu parte. Pero comí en exceso a la hora del té —rechazó el señor Luffy su oferta—. He traído una tarta de frutas para vosotros de mi propia despensa. ¿Os parece que la repartamos para cenar? También he traído una botella de jugo de lima. Lo tomaremos mezclado con agua del arroyo.

Los muchachos fueron a buscar agua fresca para beber. Ana sacó algunos platos y cortó la tarta.

—Bien —dijo el señor Luffy—. ¿Tuvisteis una buena excursión?

—Sí —respondió la niña—, excepto que encontramos a un extraño hombre cojo, que nos dijo que no dejaban de molestarle los trenes fantasma.

—Bien, bien. Debe de ser un primo de una niñita que conozco que creyó que estaba sentada sobre un volcán.

—No va a conseguir hacerme rabiar, señor Luffy —rió Ana a su vez—. Estoy hablando en serio. Ese viejo trabaja como vigilante de una especie de depósito ferroviario, que ahora, ya no usan, y nos contó que cuando los trenes fantasma aparecían, apagaba la luz y se metía debajo de la cama para que no le cogiesen.

—¡Pobre viejo! —se condolió el señor Luffy—. Espero que no os haya asustado.

—Nos asustó un poco —confesó Ana—. Tiró un palo carbonizado a la cabeza de Dick. Mañana iremos a la granja a preguntar al chico si también él ha oído hablar de los trenes fantasma. Encontramos a un pastor que nos dijo que los había oído alguna vez, pero no los había visto.

—Bien, bien. Esto suena muy interesante —comentó el señor Luffy—. Aunque estas excitantes historias, normalmente, tienen una explicación muy sencilla. Tú lo sabes. Ahora, ¿te gustaría ver lo que he encontrado hoy? Un pequeño escarabajo muy raro e interesante.

Abrió una pequeña lata y enseñó a la chiquilla un brillante escarabajo. Tenía unas antenas verdes y un resplandor encarnado cerca de la cola.

—Esto es mucho más excitante para mí que media docena de trenes fantasma —explicó a Ana—. Los trenes fantasma no logran despertarme por la noche, pero el pensar en este escarabajito puede que lo haga.

—No me gustan mucho los escarabajos —dijo Ana—. Pero éste es muy lindo. ¿De verdad que le gusta cazar insectos y observarlos, señor Luffy?

—Sí, mucho. ¡Ah! Aquí vienen los chicos con el agua. Ahora beberemos, ¿verdad? ¿Dónde está Jorge? ¡Oh! Está aquí cambiándose los zapatos.

Jorge tenía una ampolla en un talón y estaba poniéndose una tira de esparadrapo. Terminaba cuando llegaron los chicos y la tarta estuvo repartida. Se sentaron en círculo, comiendo mientras el sol iba enrojeciendo poco a poco como un hierro al fuego.

—Ojalá tengamos tan buen día mañana —comentó Julián—. ¿Qué os parece que hagamos?

—¿Quién va a ir a la granja primero? —preguntó Dick—. La mujer del granjero nos dijo que podría darnos algo más de pan si volvíamos pronto por la mañana. Y nos convendrían más huevos si podemos conseguirlos. Llevamos ocho huevos duros hoy y sólo nos quedan uno o dos. ¿Quién se comió todos los tomates? Me gustaría saberlo.

—Todos vosotros —respondió Ana al momento—. Sois unos verdaderos glotones comiendo tomates.

—Me siento avergonzado, puesto que soy uno de esos glotones —se disculpó el señor Luffy—. Creo que freíste seis para mi desayuno, Ana.

—No tiene importancia —dijo Ana—. De todos modos, usted no comió tantos como los otros. Es fácil traer más.

Era agradable estar allí sentado, comiendo, charlando y bebiendo zumo de lima y agua del arroyo. Estaban cansados y pensaban con delicia en los cómodos sacos de dormir. Tim levantó la cabeza y dio un gran bostezo, enseñando una enorme dentadura.

—¡Tim! Casi se te puede ver la cola por la garganta —le riñó Jorge—. Cierra la boca. ¡Nos vas a hacer bostezar a todos!

Así ocurrió. Incluso el mismo señor Luffy bostezó. Se levantó.

—Bueno, voy a acostarme —dijo—. Buenas noches. Haremos planes mañana por la mañana. Traeré algo para desayunar, si queréis. Cogeré algunas latas de sardinas.

—Muchas gracias —contestó Ana—. Y queda algo de tarta todavía. Espero que no encuentre el desayuno demasiado original, señor Luffy. Sardinas y tarta de fruta.

—Ni por un momento. Me parece una comida muy razonable —dijo la voz del profesor desde el pie de la colina—. Buenas noches.

Los niños se quedaron sentados unos minutos más, hasta que el sol desapareció de su vista. El viento levantaba un poco de frío. Tim dio otro enorme bostezo.

—Vámonos —dijo Julián—. Ya es hora de acostarnos. Tim vino la otra noche a nuestra tienda y se paseó por encima de mí. Que durmáis bien, chicas. Vamos a tener una noche deliciosa, aunque, como me dormiré en menos de dos segundos, no me daré mucha cuenta.

Las niñas se metieron en su tienda. Pronto estuvieron bien arropadas en sus respectivos sacos. Ana comenzaba a sentirse adormilada, cuando sintió el temblor del suelo que indicaba que un tren pasaba por debajo. Pero no pudo oír el ruido característico. Se quedó dormida pensando en él.

Los chicos permanecían despiertos. También ellos habían sentido el temblor de tierra debajo de ellos, lo cual les recordó el viejo depósito ferroviario.

—Es graciosa la historia ésa de los trenes fantasma, ¿verdad, Dick? —preguntó Julián, soñoliento—. Sería maravilloso que fuese verdad.

—¿Y cómo podría serlo? —rechazó Dick—. Mañana por la mañana iremos a la granja y hablaremos con ese chico. Vive en los páramos y debe de saber la verdad.

—La verdad es que Sam Pata de Palo está chiflado e imagina todo lo que dice. Y que el viejo pastor, como toda la gente del campo, está siempre dispuesto a creer las cosas más absurdas —opinó Julián.

—Creo que tienes razón —sintió Dick—. ¡Dios mío! ¿Qué es eso?

Una sombra oscura se paró, mirándolos, en la abertura de la tienda. Dio un pequeño gañido.

—¡Ah! Eres tú, Tim. ¿Querrías hacerme el favor de no pretender que te tomemos por un tren fantasma o algo por el estilo? —dijo Dick—. Si te atreves a poner media pata sobre mí, te tiraré colina abajo con un rugido como el de un tigre caníbal. Anda, vete.

Tim puso una pata sobre Julián. Éste gritó:

—¡Jorge! Llama a tu perro, ¿quieres? Está a punto de empezar a dar vueltas y más vueltas sobre mí para pasar la noche.

No hubo respuesta alguna por parte de Jorge. Tim, dándose cuenta de que no era bien recibido, desapareció. Volvió al lado de su ama y se enroscó sobre sus pies. Puso el hocico sobre las patas y se durmió.

—El fantasma de Tim —murmuró Julián volviéndose a acomodar—. El fantasma de Tim, ¿no?, o ¿qué era eso, Dick?

—Cállate —ordenó Dick—. Entre tú y Tim no hay quien pueda dormirse.

Pero se durmió casi antes de haber acabado de hablar. El silencio cayó sobre el pequeño campamento y nadie se enteró de que un nuevo tren pasaba rugiendo por debajo de ellos. Ni siquiera Tim.