Capítulo 3

Por la mañana, el primero en despertar fue Julián. Un extraño grito flotaba por encima de su cabeza. «Cur-li, cur-li…».

Se sentó y se quedó sorprendido al ver dónde se encontraba y quién era el que gritaba. ¡Claro! Estaba en su tienda con Dick, y aquel salvaje sonido provenía de un chorlito, el pájaro salvaje de los páramos.

Bostezó y se echó de nuevo. Era temprano. El sol acarició con sus cálidos dedos la abertura de la tienda, y él advirtió su calor a través de su saco. Se sintió perezoso, abrigado y contento. Pero también hambriento, lo cual suponía una molestia. Miró su reloj. Las seis y media. Realmente estaba todavía demasiado calentito y confortable para levantarse. Sacó la mano y tanteó para ver si le había sobrado algo de chocolate de la noche anterior y encontró un trocito. Se lo llevó a la boca y lo masticó, satisfecho, escuchando a los chorlitos y mirando como el sol ascendía poco a poco en el firmamento.

Cayó dormido otra vez y fue despertado por Tim, que le lamía solícito la cara. Se levantó con un sobresalto. Las niñas le atisbaban desde la abertura de la tienda, haciendo muecas. Ya estaban vestidas por completo.

—Despertaos, perezosos —dijo Ana—. Mandamos a Tim a despabilaros. Son las siete y media. Hace años que nosotras estamos levantadas.

—Hace una mañana divina —prosiguió Jorge—. Va a ser un día muy caluroso. Vamos, levantaos de una vez. Buscaremos el riachuelo para lavarnos allí. Sería tonto tirar de los pesados cubos de agua de un lado a otro teniendo el arroyo tan cerca.

Dick se despertó también. Él y Julián decidieron ir a tomar un baño en la corriente. Se encaminaron hacia allí en la soleada mañana, sintiéndose muy felices y hambrientos. Las chicas volvían en aquel momento del arroyo.

—Está por ahí arriba —indicó Ana, señalando.

—Tim, ve con ellos y enséñaselo. Es un precioso riachuelo, oscuro y terriblemente frío. Sigue a lo largo de aquella orilla de helechos. Hemos olvidado allí el cubo. ¿Queréis traerlo lleno a la vuelta?

—¿Y para qué queréis que lo hagamos, si ya os habéis lavado? —preguntó Dick.

—Necesitamos agua para lavar los platos —respondió Ana—. No me había acordado hasta ahora. ¿No creéis que deberíamos despertar al señor Luffy? Aún no ha dado señales de vida.

—No, déjale dormir —replicó Julián—. Es muy probable que esté cansado de conducir tan despacio el coche. Podemos reservarle algo del desayuno. ¿Qué tomaremos?

—Hemos desempaquetado algunas lonjas de tocino y unos tomates —dijo Ana, que era muy buena ama de casa y le gustaba cocinar—. ¿Cómo se enciende la estufa, Julián?

—Jorge sabe hacerlo —contestó Julián—. ¿Trajimos alguna sartén?

—Sí, la guardé yo misma —aseguró Ana—. Andad, bañaos si queréis desayunar. El desayuno estará listo antes de que volváis.

Tim, muy serio, trotó al lado de los niños y les mostró el arroyo. Julián y Dick se dejaron caer al momento en el claroscuro lecho y patalearon con fuerza.

Tim saltó dentro también, y allí fueron los gritos y los aullidos.

—Bueno, no hay duda de que ahora habremos despertado al viejo Luffy —comentó Dick, frotándose con una toalla áspera—. ¡Qué deliciosa y qué fría estaba! La lástima es que me hace sentir más hambriento todavía.

—¿No están friendo tocino? Huele bien —dijo Julián, husmeando el aire.

Regresaron al camping. Aún no había señales del señor Luffy. Debía de continuar profundamente dormido.

Se sentaron sobre los brezos y empezaron a desayunar. Ana había frito grandes rebanadas de pan en manteca y los chicos le aseguraron que era la mejor cocinera del mundo. Ella quedó muy satisfecha con el elogio.

—Yo me preocuparé de preparar las comidas —advirtió—. Pero Jorge tiene que ayudarme en la preparación de los platos y en el lavado. ¿Estás de acuerdo, Jorge?

Jorge se hizo la desentendida. Odiaba ese tipo de labores propio de las chicas, tales como hacer las camas y fregar la vajilla. Parecía descontenta.

—¡Vaya con Jorge! —exclamó Dick—. ¿Por qué molestarse por la vajilla cuando tenemos aquí a Tim que se sentirá encantado de usar la lengua para limpiar cada plato?

Todo el mundo rió, incluso Jorge.

—Está bien —decidió—. Te ayudaré. Pero me haréis el favor de emplear los menos platos posibles. Si no, nos pasaremos el día fregando. ¿Hay algo más de pan frito, Ana?

—No. Quedan algunas galletas en esta lata —dijo Ana—. Oíd, chicos, ¿quién va a ir a buscar la leche y algunas otras cosas a la granja? Espero que también nos puedan proporcionar pan y fruta.

—Uno de nosotros —respondió Dick—. Ana, ¿has preparado algo para el viejo Luffy? Voy a ir a despertarlo. Si no lo hacemos ahora, estará durmiendo hasta el mediodía.

—Iré yo. Haré un ruido semejante al de una tijereta fuera de su tienda —dijo Julián, levantándose—. No oyó todos nuestros gritos y chillidos, pero tened por seguro que se despertará con la llamada de una amistosa tijereta.

Marchó hacia la tienda. Se aclaró la garganta y llamó cortésmente.

—¿Se ha despertado ya, señor?

No hubo respuesta. Julián llamó otra vez, con idéntico resultado. Entonces, desconcertado, se encaminó hacia la abertura de la tienda. La cortina aparecía cerrada. La empujó a un lado y miró dentro. ¡La tienda estaba vacía! No había nadie.

—¿Qué sucede, Julián? —gritó Dick.

—No está aquí —contestó Julián—. ¿Adónde puede haber ido?

Hubo un silencio. En el primer momento de pánico, Ana pensó que uno de esos singulares misterios que acostumbraban salirles al paso había empezado. De pronto, Dick exclamó:

—¿Está ahí la lata que utiliza para los insectos? Ya sabéis, esa caja de metal con correas que se lleva cuando va de caza. ¿Y su ropa?

Julián inspeccionó otra vez el interior de la tienda.

—¡Aclarado! —gritó, con gran alivio de los demás—. No están sus vestidos ni tampoco su caja. Debe de haber abandonado la tienda muy temprano, antes de que nosotros nos despertáramos. Apuesto a que se ha olvidado de nosotros, del desayuno y de todo.

—Eso es normal en él —replicó Dick—. Bueno, nosotros no somos sus niñeras. Puede hacer lo que le venga en gana. Si no quiere desayunar, no podemos obligarlo. Supongo que volverá cuando acabe su caza.

—¡Ana! ¿Podrás terminar con lo que estás haciendo mientras Dick y yo vamos a la granja y comprobamos de qué alimentos disponen? —preguntó Julián—. El tiempo pasa y, si no nos damos un poco de prisa, será demasiado tarde para salir.

—De acuerdo —dijo Ana—. Ve tú también con ellos, Jorge. Yo sola puedo arreglarlo todo, ahora que los chicos me han traído un cubo lleno de agua. Llevaos a Tim; quiere dar un paseo.

Jorge se mostró muy satisfecha de quitarse el trabajo de encima. Ella y los niños, con Tim brincando ante ellos, marcharon a la granja. Ana siguió con sus tareas canturreando suavemente bajo el sol brillante. Pronto acabó y echó una ojeada, para comprobar si venían los otros. No había señales de ellos ni del señor Luffy.

«Me iré a dar una vuelta —pensó—. Seguiré el riachuelo colina arriba hasta ver dónde comienza. Será entretenido. No puedo perderme si no me aparto del arroyo».

Salió del lugar soleado y se dirigió hacia la pequeña y claroscura corriente, que discurría colina abajo. Trepó por los brezos del borde, siguiendo su curso en dirección contraria. Le gustaban los pequeños y verdes helechos y los almohadones de musgo que los rodeaban. Probó el agua. Era fría, dulce y límpida.

Sintiéndose muy feliz, Ana prosiguió la marcha. Al final llegó a un gran montículo en la cima de la colina, recubierta de brezos. El riachuelo empezaba allí, en el centro del montículo.

Salía entre un tapiz de musgo y seguía su burbujeante camino bajando por la colina.

«Así que es aquí donde empieza», se dijo Ana. Y se echó en el caliente brezo.

Se estaba bien allí, con el sol en la cara y oyendo el sonido del agua saltarina y las zumbantes abejas. De súbito, oyó un nuevo ruido. Al principio no alcanzaba a descubrir de dónde procedía. Al fin, se levantó horrorizada.

—¡El ruido es subterráneo! Profundo, profundo. Ruge y retumba. ¡Oh! ¿Qué va a suceder? ¿Será un terremoto?

El ruido parecía acercarse más y más. Ana no osaba siquiera levantarse y correr. Permanecía allí sentada, temblorosa. En aquel momento se oyó un chillido sobrenatural y, no muy lejos, sucedió una cosa aun más sorprendente. Una nube de humo salió del suelo y se sostuvo en el aire antes de que el viento la deshiciera. Ana estaba horrorizada. ¡Había sido tan repentino y tan inesperado en aquella tranquila campiña! El retumbante sonido continuó durante algún tiempo, y después, de una manera gradual, se desvaneció.

Ana saltó presa de pánico. Huyó colina abajo gritando:

—Es un volcán. ¡Socorro! ¡Socorro! He estado sentada sobre un volcán. Va a estallar. Está echando humo. ¡Socorro! ¡Socorro! Es un volcán.

Corrió a toda velocidad colina abajo. Se enredó el pie en una mata de brezos y, sollozante, fue rodando y rodando por la ladera. Al fin logró detenerse. Entonces oyó una voz que gritaba:

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que pasa?

Era la voz del señor Luffy. Ana corrió hacia él aliviada.

—¡Señor Luffy! ¡Sálveme! ¡Hay un volcán!

Aún se apreciaba el terror en su voz. El señor Luffy se acercó corriendo hacia ella. Se sentó al lado de la temblorosa muchacha y la rodeó con su brazo.

—¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que te ha asustado?

Ana habló otra vez.

—Allá arriba. ¿Ve usted? Hay un volcán, señor Luffy. Ruge y ruge. Y echa nubes de humo. ¡Vámonos! Rápido, antes de que nos arroje encima sus ardientes cenizas.

—Un momento, un momento —la calmó el señor Luffy. Y ante la sorpresa y el alivio de Ana se echó a reír—. Pero, bueno, ¿es que vas a decirme que no sabes de lo que se trata?

—No, no lo sé —respondió Ana.

—Pues es muy sencillo —dijo el señor Luffy—. Este inmenso páramo está horadado por dos o tres largos túneles, que llevan los trenes de un valle a otro. El repentino humo que viste pertenecía a una locomotora. Hay grandes chimeneas, repartidas por todo el páramo, para que el humo pueda salir.

—¡Oh! ¡Qué tonta soy! —exclamó Ana, poniéndose colorada—. Aún no me había enterado de que había trenes por aquí. ¡Qué cosa tan extraordinaria! Yo creía que estaba sentada en un volcán de verdad, señor Luffy. No se lo dirá a los otros, ¿verdad? Se reirían de mí como locos.

—No diré una sola palabra —prometió el señor Luffy—. Ahora creo que debemos volver. ¿Habéis desayunado? Estoy terriblemente hambriento. Me fui muy pronto detrás de una mariposa que vi volando alrededor de mi tienda.

—Hace años que desayunamos —respondió Ana—. Pero si quiere volver ahora conmigo, le freiré algo de tocino, señor Luffy, y le daré también algunos tomates y pan frito.

—¡Ah! Eso suena muy bien —dijo el señor Luffy—. Ahora, ni una palabra acerca de los volcanes. Ése será nuestro secreto.

Y regresaron a las tiendas, donde los otros se preguntaban ya qué habría sido de Ana. Se sentían sorprendidos e inquietos. Y, sin embargo, qué poco se imaginaban ellos que había estado sentada sobre un «volcán».