Capítulo 2

El señor Luffy no era muy buen conductor. Corría demasiado, sobre todo en las curvas. Julián no cesaba de mirar alarmado hacia el remolque, temeroso de que en cualquier viraje pudiera perderse algo.

Vio que el bulto de los sacos de dormir saltaba en el aire. Por fortuna, volvió a caer sobre el remolque. Tocó al señor Luffy en el hombro.

—¡Señor Luffy! ¿No podría ir un poco más despacio, por favor? El remolque estará vacío por completo cuando lleguemos si el equipaje va saltando todo el tiempo.

—¡Dios mío! ¡Olvidé que llevábamos remolque! —exclamó el señor Luffy aminorando la velocidad al momento—. Recordádmelo si veis que paso de los cincuenta kilómetros por hora, ¿queréis? La última vez que salí con el remolque llegué con la mitad de las cosas que llevaba. No quiero que vaya a sucederme otra vez.

Julián tampoco lo deseaba. Por lo tanto, se cuidó de no apartar un momento los ojos del cuentakilómetros y cuando éste alcanzaba los sesenta tocaba al señor Luffy en el hombro.

El señor Luffy parecía completamente feliz. No le gustaban las clases. Por el contrario, adoraba las vacaciones. Durante el curso se veía obligado a interrumpir el estudio de sus amados insectos. Ahora iba al campo, acompañado por cuatro agradables muchachos que le eran simpáticos, para pasar las vacaciones en un páramo donde sabía que encontraría abejas, escarabajos, mariposas y otras muchas clases de insectos. Él se encargaría de enseñar a los niños muchas cosas sobre éstos. Ellos se habrían horrorizado de conocer sus intenciones, pero ni siquiera las imaginaban.

Era un acompañante único. Iba siempre desaliñado y tenía unas cejas peludas, sobre unos amables y gentiles ojos oscuros que a Dick le recordaban los de un mono. Su nariz más bien ancha infundía cierto temor, pues por sus ventanas asomaba un bosque de pelos. Llevaba un descuidado bigote y poseía una barbilla redonda, con un sorprendente hoyuelo en su parte central.

Sus orejas fascinaban a Ana. Eran anchas y vueltas hacia delante y el señor Luffy podía menear la derecha cuando quería. Su mayor pena consistía en que nunca había logrado mover la izquierda.

Sus cabellos eran fuertes y sucios y sus vestidos se veían siempre desabrochados, cómodos y más bien grandes para él.

Los niños le gustaban, no podía evitarlo. Era tan singular, amable, olvidadizo… A veces podía mostrarse inusitadamente feroz. Julián les había referido con frecuencia la historia de Tom Killin. El señor Luffy encontró una vez a Tom toreando a un niño nuevo en el guardarropa, arrastrándole, dándole vueltas por el cinturón, profiriendo un mugido como el de un toro bravo. El señor Luffy agarró al chicazo por el cinturón, lo levantó y lo colgó de una percha.

—Aquí te quedarás hasta que alguien venga a bajarte —tronó el señor Luffy—. Yo también sé agarrar por el cinturón, como puedes ver.

Y salió del guardarropa, con el aterrorizado chiquillo a su lado, abandonando al travieso en lo alto de la percha, incapaz de liberarse por sí mismo. Y allí tuvo que permanecer, porque ninguno de los chicos que llegaron a montones de jugar al fútbol consiguió bajarle.

—Y si la percha no hubiese cedido bajo su peso, estaría aún colgado —dijo Julián haciendo una mueca—. ¡El buen viejo Luffy! Nunca hubiésemos creído que pudiese ser tan feroz, ¿verdad?

Ana se había impresionado mucho con esta anécdota. El señor Luffy se convirtió en un héroe para ella a partir de entonces. Se sentía encantada de poder sentarse a su lado en el coche y charlar con él de toda suerte de cosas. Los otros tres se habían acomodado detrás, con Tim a sus pies. Jorge le había prohibido de modo terminante subirse a sus rodillas porque hacía demasiado calor. Así que se contentaba con mirar por la ventanilla, apoyado sobre sus patas traseras y con el hocico ladeado.

A las doce y media se detuvieron para comer. El señor Luffy se había provisto de montones de bocadillos. Eran verdaderamente exquisitos. Los había preparado la noche anterior la señora Luffy.

—Pepinillos en vinagre, jamón y lechuga, huevo, sardina… ¡Caray, señor Luffy! ¡Sus bocadillos son mucho mejores que los nuestros! —comentó la pequeña Ana, emprendiéndola con dos a la vez, uno de pepinillo y otro de jamón y lechuga.

Todos estaban hambrientos. A Tim le correspondía un trocito de cada uno, el último por regla general, y esperaba con ansiedad a que llegara su turno. El señor Luffy no se había enterado de que el perro tenía que recibir el último trozo de cada bocadillo, así que Tim determinó cogerlo de su mano, cosa que le sorprendió mucho.

—Un perro listo —dijo, y le dio un golpecito cariñoso—. Sabe lo que quiere y lo toma. Es muy listo.

El comentario, como es natural, agradó sobremanera a Jorge. Ella pensaba que Tim era el perro más inteligente del mundo y, en verdad, había momentos en que lo parecía. Entendía cada palabra que se le dirigía, cada palmoteo, cada caricia, cada gesto. Él cuidaría mucho mejor de los niños y los vigilaría más que el despistado señor Luffy. Bebieron cerveza de jengibre y comieron ciruelas maduras. Tim no tocó las ciruelas, pero lamió un poco de cerveza de jengibre.

Después husmeó unos bollos y se fue a beber a un arroyuelo cercano.

La reunión acabó en el coche. Ana cayó dormida sobre un brazo del señor Luffy. Dick dio un enorme bostezo y se durmió a su vez. Jorge no, ni tampoco Tim. Julián se sentía invadido por el sopor. No obstante, no osaba apartar el ojo del cuentakilómetros porque el señor Luffy parecía inclinado a correr otra vez demasiado después de la buena comida.

—No nos pararemos para el té. Lo tomaremos cuando ya estemos allí —dijo de repente el señor Luffy. Dick se despertó sobresaltado al ruido de su sonora voz—. Llegaremos hacia las cinco y media… Mirad, ya se pueden ver los páramos a lo lejos.

Todo el mundo miró en la dirección señalada, excepto Ana, que seguía casi dormida. A la izquierda se extendían los páramos cubiertos de brezos. Un panorama magnífico.

Tenía un aspecto salvaje, solitario, bello y resplandeciente bajo su capa de brezos. A lo lejos, parecía sombreado de un azul púrpura.

—Tomaremos esta carretera hacia la izquierda y llegaremos a los páramos —dijo el señor Luffy, girando el volante con violencia y haciendo que el equipaje saltase otra vez en el remolque—. Vamos por aquí.

El coche ascendió por la carretera de los altos páramos. Pasó frente a una o dos casitas y los niños divisaron, muy distantes, pequeñas granjas en los claros. Las ovejas erraban por los campos y algunas de ellas se quedaban mirando con fijeza al coche cuando se acercaba.

—Creo que nos faltan aún unos treinta kilómetros —comentó el señor Luffy, pulsando el freno de repente para esquivar dos grandes ovejas, apostadas en medio de la carretera—. Me gustaría que estas dichosas criaturas eligiesen un sitio más apropiado para chismorrear. ¡Eh! Fuera de ahí. Dejadme pasar.

Tim ladró y pretendió saltar fuera del vehículo. Las ovejas, horrorizadas, se determinaron a dejar libre el paso y el coche pudo continuar. Ana se había despertado por completo. Casi se había visto arrojada del asiento por el repentino frenazo.

—¡Qué vergüenza haberte despertado! —exclamó el señor Luffy mirándola con amabilidad. Al volverse hacia ella, enfiló hacia una granja situada al lado de la carretera—. Ya estamos cerca, Ana.

Continuaban subiendo y el viento levantó un poco de frío. Alrededor de los niños, los páramos se extendían kilómetros y kilómetros sin fin.

—Creo que acamparemos por aquí. Estará protegido de los peores vientos y de la lluvia.

Había un pequeño declive por allí cerca, en cuyo borde se alzaban unos enormes arbustos, gruesos y espinosos. Crecían por todas partes. Julián asintió con la cabeza. Aquél constituía un buen lugar para acampar. Aquellos gruesos espinos les proporcionarían una excelente protección contra los vientos.

—Bien, señor —respondió—. ¿Tomamos el té primero, o deshacemos el equipaje?

—Primero el té —resolvió el señor Luffy—. He comprado un buen fogoncito para cocinar. Es mejor que una hoguera de leña, que deja las cacerolas y las sartenes muy negras.

—Nosotros también hemos comprado un hornillo —exclamó Ana, que miraba a su alrededor—. Esto es precioso. ¡Tan lleno de brezos, de sol y de aire! ¿Es aquélla la granja donde tenemos que ir a buscar los huevos y las otras cosas?

De cuando en cuando se veían pequeñas corrientes que corrían al lado de la carretera, salpicándola a trechos.

—Podremos beber agua de estos arroyos —dijo el señor Luffy—. Claras como el cristal y frías como el hielo. El lugar en que vamos a acampar se halla muy cerca de aquí.

Aquéllas eran buenas noticias. Julián pensó en los cubos de lona que habían comprado. No resultaba muy apetecible transportarlos durante kilómetros. Si hubiera un arroyo cerca del camping sería fácil llevar los cubos llenos de agua para lavarse. La carretera se bifurcó pronto. La de la derecha continuaba siendo buena, con señales a ambos lados. La de la izquierda se convertía en un camino de carro.

—Tomaremos ésta —advirtió el señor Luffy.

El coche saltaba y traqueteaba. Estaba obligado a ir despacio, con lo que los niños disponían de tiempo suficiente para contemplar a su placer el paisaje que atravesaban.

—Dejaré el coche aquí —decidió el señor Luffy, llevándolo al lado de una enorme roca desnuda y gris, que destacaba sobre el páramo. Señaló una granjita levantada sobre la colina opuesta. Estaba situada en un pequeño claro. En el campo de atrás se veían tres o cuatro vacas y un caballo. Al lado un pequeño huerto, y enfrente un jardín.

Era un lugar extraordinario para encontrarlo en medio de los, páramos.

—Ésa es la granja Olly —explicó el señor Luffy—. Creo que ha cambiado de dueños desde que estuve aquí, hace tres años. Espero que los nuevos propietarios sean amables. ¿Dejasteis algo para comer con el té?

Les quedaba algo, en efecto, porque Ana, sabiamente, había apartado bastantes bocadillos y trozos de tarta.

Se sentaron a comer entre los brezos y masticaron a conciencia durante quince minutos. Tim esperaba paciente sus bocados, contemplando las abejas que zumbaban a su alrededor. Había millares de ellas.

—Bien. Ahora supongo que debemos dedicarnos a levantar las tiendas —dijo Julián—. Ven, Dick, descargaremos el remolque. Señor Luffy, creo que será mejor que no instalemos nuestras tiendas al lado de la suya. Es lógico que usted no desee cuatro chicos alborotadores demasiado cerca. ¿Dónde le gustaría acampar?

El señor Luffy estuvo a punto de confesar que preferiría tener a los cuatro chicos y al perro al lado, pero de repente se le ocurrió que quizás a ellos no les apeteciese. Sin duda, habían planeado hacer mucho ruido o jugar a juegos disparatados y, si él estuviese cerca, no podrían divertirse a su modo. Así que pensó que era mejor acceder a sus sugerencias.

—Plantaré mi tienda allí abajo, donde está el viejo espino —dijo—. Vosotros deberíais poner vuestras tiendas aquí arriba, en este semicírculo de espinos que os protegerán contra el viento. Además, así no nos entrometeríamos en los dominios de nadie.

—Bien, señor —asintió Julián.

Y él y Dick empezaron a montar las tiendas. Era muy divertido. Tim se metía entre las piernas de todos, como de costumbre. Incluso se escapó con una cuerda, pero nadie lo notó.

A la hora en que la oscuridad comenzó a hacer su aparición, arrastrándose por el páramo cubierto de brezos, las tres tiendas se hallaban ya levantadas, los suelos de lona colocados y los sacos de dormir enrollados encima. Había dos en cada una de las tiendas de los niños y uno en la del señor Luffy.

—Me voy a acostar —dijo el señor Luffy—. Se me están cerrando los ojos. Buenas noches a todos. ¡Que durmáis bien!

Desapareció en la penumbra. Ana bostezó prolongadamente, y esto contagió a los otros.

—Bueno, vámonos también —dijo Julián—. Comeremos una pastilla de chocolate cada uno y unas cuantas galletas. Podemos hacerlo en nuestros sacos. Buenas noches, niñas. ¿Verdad que será magnífico despertarse mañana?

Él y Dick se internaron en su tienda. Las chicas se marcharon hacia la suya seguidas por Tim. Se desnudaron y se metieron en sus suaves y cálidos sacos de dormir.

—Esto es estupendo —exclamó Jorge, empujando a un lado a Tim—. En mi vida me encontré tan cómoda. ¡No hagas eso, Tim! ¿Es que no conoces la diferencia entre mi estómago y mis pies? Así está mejor.

—Buenas noches —murmuró Ana, soñolienta—. ¡Mira, Jorge! Se puede ver como brillan las estrellas por la abertura de la tienda. ¿No te parecen enormes?

Pero Jorge ya no se preocupaba de si las estrellas eran enormes o no. Se había dormido en seguida, cansada por el excesivo trajín de aquel día. Tim enderezó una oreja al oír la voz de Ana y dio un pequeño gruñido. Era su modo de decir «Buenas noches». Después bajó la cabeza y se durmió a su vez.

«Nuestra primera noche de camping —pensaba Ana llena de alegría—. No voy a dormir. Me quedaré despierta y miraré las estrellas y oleré este aroma de brezos».

Pero no lo consiguió. En medio segundo, se sumió también en un profundo sueño.