Capítulo 1

—¡Dos tiendas de campaña preciosas, cuatro lonas para el suelo, cuatro sacos de dormir!… Y ¿qué vamos a hacer con Tim? También tiene derecho a su saco, ¿no? —preguntó Dick, haciendo una mueca.

Los otros chicos se echaron a reír, y Tim, el perro, batió fuertemente el suelo con la cola en señal de aprobación.

—Miradlo —exclamó orgullosa Jorge—. También él se está riendo. Abre una boca enorme.

Parecía, en efecto, como si una amplia sonrisa alargara su peludo hocico de oreja a oreja.

—¡Es un encanto! —dijo Ana abrazándolo—. ¿Verdad que sí, Tim?

—¡Buf! —respondió Tim, que se sentía muy de acuerdo con ella. Y, en agradecimiento, propinó a Ana un húmedo lametón en la nariz.

Los cuatro niños, Julián, alto y fuerte para su edad, Dick, Jorge y Ana, se hallaban ocupados planeando unas vacaciones. Pensaban pasarlas de camping. Jorge era una niña, no un chico. Sin embargo, se negaba a responder cuando la llamaban por su verdadero nombre, Jorgina. Con su cara pecosa y sus cabellos cortos y rizados, se asemejaba más a un muchacho que a una chica.

—Es fantástico que nos hayan permitido pasar las vacaciones en un camping nosotros solos —comentó Dick—. Nunca creí que nuestros padres nos dejasen, después de la terrible aventura que corrimos el verano pasado en las caravanas.

—Bueno, pero no estaremos solos por completo —objetó Ana—. No olvidéis al señor Luffy, que nos echará de cuando en cuando una mirada. Acampará muy cerca de nosotros.

—¡Bah! El viejo Luffy —rechazó Dick con una sonrisa—. No se dará cuenta siquiera de si estamos allí o no. Se pasará todo el tiempo que pueda estudiando los preciosos insectos del páramo. No nos molestará.

—Pues si no hubiera sido porque él iba también al campo, no nos habrían dejado ir a nosotros —dijo Ana—. Se lo oí decir a papá.

El señor Luffy era un profesor del colegio de los niños, un hombre ya mayor, con una apasionada afición por el estudio de los insectos de todas clases.

Ana procuraba esquivarle cuando transportaba las cajas de los insectos, porque algunas veces se le escapaban y se lanzaban hacia uno. A los niños les gustaba aquel hombre. Lo encontraban muy divertido. No obstante, la idea de que el señor Luffy fuese el encargado de vigilarlos les parecía muy cómica.

—Lo más probable es que seamos nosotros los que tengamos que echarle una ojeada a él —dijo Julián—. Pertenece a ese tipo de personas a las que siempre se les está cayendo la tienda, o escapándoseles el agua, o que se sientan sobre la cesta de los huevos.

—¡El viejo Luffy vive en el mundo de los insectos y no en el nuestro! —comentó Jorge, que odiaba a las personas entrometidas—. Tengo la impresión de que vamos a disfrutar de unas supervacaciones, viviendo en tienda de campaña, en los páramos, haciendo simplemente lo que nos guste, cuando nos guste, y como nos guste.

—¡Buf! —asintió Tim, moviendo la cola otra vez.

—Parece que también él piensa hacer lo que le apetezca —dijo Ana—. Vas a cazar cientos de conejos, ¿verdad, Tim? Y ladrarás con rabia a todo el que se acerque a menos de dos kilómetros a la redonda.

—Cállate un momento, Ana —pidió Dick, cogiendo otra vez el papel en que iban apuntando lo que precisaban—. Hay que repasar la lista y ver si llevamos todo lo que necesitamos. ¿Dónde me había quedado? ¡Ah! ¡Sí! Cuatro sacos de dormir.

—Eso. Y tú preguntaste si llevaríamos uno para Tim —dijo Ana con una risita ahogada.

—¡Claro que no! —respondió Jorge—. Dormirá sobre mis pies, como siempre. ¿Verdad, Tim?

—¿No podríamos proporcionarle uno? Aunque sólo fuera uno pequeño —preguntó Ana—. ¡Estaría monísimo con su cabecita saliendo por el borde!

—Tim odia estar monísimo —protestó Jorge—. Sigue, Dick. Le taparé la boca a Ana con mi pañuelo si interrumpe otra vez.

Dick recorrió la lista con la mirada. Era muy interesante. Figuraban en ella hornillos, cubos de lona, platos esmaltados y vasos. Cada uno de estos objetos daba lugar a un montón de discusiones.

—Es casi más divertido planear una excursión como ésta que hacerla —dijo Dick—. Bueno, creo que no nos olvidamos de nada.

—No, probablemente lo hemos pensado demasiado —repuso Julián—. El viejo Luffy dice que llevará todas nuestras cosas en el remolque de su coche. Esto nos vendrá muy bien, pues me fastidiaría que tuviésemos que cargar nosotros con ellas.

—¡Ay! Estoy deseando que llegue la semana que viene —suspiró Ana—. ¿Por qué se hace tan largo el tiempo cuando se espera algo agradable y en cambio tan corto cuando esto está sucediendo?

—Sí, debería ocurrir lo contrario. ¿No es cierto? —dijo Dick, con una sonrisa—. ¿Alguien trajo el mapa? Me gustaría echar una ojeada al lugar adonde vamos.

Julián sacó el mapa del bolsillo, lo abrió, lo depositó en el suelo y los cuatro niños se tendieron alrededor.

El mapa mostraba una vasta y solitaria faja de páramo con muy pocas casas.

—Sólo hay algunas granjas, eso es todo —dijo Julián, señalando dos de ellas—. Mirad, éste es el sitio donde vamos a ir. Aquí. Y en el declive opuesto hay una granja. Podremos comprar en ella la leche, mantequilla, huevos y todo lo que necesitemos. El señor Luffy ya estuvo allí. Dijo que era una granja más bien pequeña, pero alegre y dispuesta para recibir a los viajeros.

—Estos eriales son terriblemente altos. ¿No os parece? —preguntó Jorge—. Supongo que hará un frío espantoso en invierno.

—Es cierto —repuso Julián—. Y debe de soplar viento frío en verano, porque el señor Luffy me recomendó que llevásemos suéters y otras prendas por el estilo. Dijo que en invierno permanecen cubiertos por la nieve durante meses y meses. Y que tienen que desenterrar de ella a las ovejas cuando se pierden.

El dedo de Dick recorrió una pequeña carretera, llena de curvas, que conducía hasta la salvaje faja del páramo.

—Éste es el camino que seguiremos —explicó—. Supongo que lo dejaremos por aquí, mirad, donde está marcado el camino de carro. Por él se llega a la granja. Tendremos que transportar nuestras cosas desde el lugar en que Luffy aparque su coche hasta nuestro campamento.

—Espero que no acamparemos demasiado cerca del señor Luffy —dijo Jorge.

—¡Claro que no! Él ha quedado en venir a echarnos una mirada, pero se olvidará de nosotros tan pronto como se haya aposentado en su tienda —respondió Julián—. Seguro. Conozco a dos chicos que fueron un día de excursión con él en su coche y regresó por la noche solo. Sencillamente, no se volvió a acordar para nada de ellos. Iban con él y los abandonó cuando estaban bastante lejos.

—¡El buen Luffy! —exclamó Dick—. ¡Es la clase de acompañante que estábamos necesitando! Vendrá corriendo a ver si nos hemos lavado los dientes o si nos hemos puesto los suéters gruesos.

Los otros rieron y Tim estiró su boca perruna en una nueva sonrisa. Su lengua colgó alegremente. ¡Qué bueno era tener por amigos a los cuatro, estar otra vez reunidos, y oír cómo planeaban las vacaciones! Tim iba al colegio con Jorge y Ana durante el trimestre y añoraba mucho a los dos chicos. Sin embargo, él pertenecía a Jorge y ni soñaba en abandonarla. Era estupendo que permitieran tener animales en la escuela a su amita, pues, ciertamente, sin esta condición, ella se habría negado a ir.

Julián dobló el mapa otra vez.

—Espero que nos traerán pronto todas las cosas que hemos encargado —dijo—. De todos modos, tendremos que esperar unos seis días. Me ocuparé de recordar al señor Luffy que vamos a ir con él, pues es muy capaz de marcharse sin nosotros.

Era muy pesado verse forzado a esperar tanto tiempo, cuando todo estaba ya planeado. Fueron llegando los paquetes de las diferentes tiendas. Los niños los abrieron con ansiedad.

Los sacos de dormir eran preciosos.

—¡Estupendos! —exclamó Ana.

—¡Fantásticos! —corroboró Jorge, arrastrándose entre ellos—. ¡Mirad! Se pueden atar en el cuello, y hay una caperuza que cubre la cabeza. ¡Caramba, qué caliente se está aquí dentro! Me olvidaré del frío de la noche metida en esto. Voto por que esta misma noche durmamos ya en ellos.

—¿Cómo? ¿En nuestros dormitorios? —preguntó Ana, asombrada.

—Sí. ¿Por qué no? Están pidiendo que los estrenemos —replicó Jorge, quien opinaba que su saco de dormir era cien veces mejor que una cama corriente.

De manera que aquella noche los cuatro durmieron sobre el suelo de sus habitaciones en sus sacos de dormir. A la mañana siguiente, todos aseguraron que habían dormido muy cómodos y calientes como tostadas.

—La única dificultad fue que Tim quería meterse dentro del mío —dijo Jorge—. Y, francamente, no es lo bastante grande para eso. Si durmiera dentro se asfixiaría.

—Bueno, también intentó pasar media noche en el mío —gruñó Julián—. Ya me ocuparé yo de cerrar muy bien la puerta de nuestro cuarto si Tim piensa pasarse las noches desplomándose por turno en todos los sacos.

—A mí no me molestan tanto los golpes como esa espantosa costumbre que ha cogido de dar vueltas y más vueltas antes de empezar a dormir —se quejó Dick—. La noche pasada lo hizo sobre mi estómago. Es una costumbre idiota.

—No puede remediarlo —saltó Jorge al momento en su defensa—. Es una costumbre de los perros salvajes desde hace siglos y siglos. Se acuestan entre cañas y juncos y ruedan sobre ellos para chafarlos y prepararse así un lugar blando donde dormir. Por eso nuestros perros también dan vueltas y más vueltas antes de dormir, aun cuando no tengan juncos que aplastar.

—Bueno. Me gustaría que Tim olvidara de una vez a sus perrunos antecesores con sus camas de juncos y que recordara solamente que él es un agradable perro doméstico, con un cesto de su entera propiedad —dijo Dick—. Si vierais mi saco… Está todo señalado por sus huellas.

—¡Embustero! —respondió Ana—. Eres un exagerado, Dick. ¡Dios mío! ¿Cuándo llegará el martes? Estoy harta de esperar.

—Ya llegará —dijo Julián—. Naturalmente que llegará.

El martes amaneció un día brillante y soleado, con un cielo azul suave, moteado por pequeñas nubes blancas.

—Nubes de buen tiempo —comentó Julián, complacido—. Ahora esperemos que el viejo Luffy haya recordado que es hoy cuando debemos partir. Prometió estar aquí a las diez. Mamá nos ha preparado unos bocadillos para el camino. Pensó que sería mejor así si acaso el señor Luffy se olvidaba de ellos. Y aunque se acuerde, no importa, porque seguro que seremos capaces de comérnoslos todos. Además, hay que contar con Tim, siempre dispuesto a ayudarnos.

Tim estaba tan excitado como los mismos niños. Siempre se enteraba de cuándo iba a suceder algo agradable. Su cola permanecía en constante movimiento y su lengua colgaba. Jadeaba como si acabase de echar una carrera. Se metía bajo los pies de todos, pese a que nadie le hacía el menor caso.

El señor Luffy llegó con media hora de retraso, justo en el momento en que todo el mundo empezaba a desconfiar. Estaba radiante, mientras los aguardaba subido sobre la rueda de su viejo vehículo. Los chicos le conocían muy bien, pues no vivía muy lejos y venía a menudo a jugar al bridge con sus padres.

—¡Hola, hola! —gritó—. Veo que ya tenéis todo preparado. Esto va bien. Amontonad las cosas en el remolque, ¿queréis? Las mías están ya allí, pero queda mucho sitio. He comprado bocadillos para todos. Mi mujer me recomendó que trajera bastantes.

—¡Caramba! Tendremos un estupendo banquete —comentó Dick, en tanto ayudaba a Julián a transportar las tiendas dobladas y los sacos de dormir, mientras las chicas les seguían con los paquetes más pequeños. Pronto estuvo todo colocado en el remolque y Julián lo aseguró con cuerdas.

Dijeron adiós a todos los que quedaban en tierra y se subieron excitados al vehículo.

El cacharro del señor Luffy inició la marcha. La primera velocidad se puso en acción produciendo un ruido horrible.

—¡Adiós! —gritaron los que se quedaban. La madre de Julián añadió la última palabra—: ¡No os metáis en ninguna de esas peligrosas aventuras otra vez!

—Claro que no —contestó el señor Luffy, en tono alegre—. Ya vigilaré yo. No se tropieza con aventuras desagradables en un páramo salvaje y desierto. ¡Adiós!

Marcharon haciendo señas y gritando adiós como locos durante todo el trayecto.

—Adióos, adiooooós. ¡Hurra! Al fin estamos en camino.

El coche corría por la inclinada carretera. El remolque iba detrás, traqueteando furiosamente. Las vacaciones habían comenzado.