Su señoría debía saber, había escrito Malachi Braithwaite con una esmerada letra inglesa, que su esposa estaba manteniendo una relación adúltera con el alférez Sharpe. Los había oído en los aposentos de Sharpe a bordo del Calliope y, por muy doloroso que resultara relatarlo, los sonidos que emanaban —ésa fue la palabra que utilizó: emanaban— del camarote sugerían que la señora se había olvidado por completo de su elevada condición social. Braithwaite había escrito la carta con una tinta barata de un marrón desvaído que se había corrido en el papel húmedo y que resultaba difícil de leer en el oscuro escondite de la dama. Al principio, relataba el secretario de confianza, no había dado crédito a lo que sus propios oídos le demostraban, y a duras penas se atrevió a creérselo cuando vio que lady Grace abandonaba el entrepuente de la cubierta inferior en la oscuridad antes de amanecer, de modo que había considerado su deber plantearle sus sospechas a Sharpe. «Pero cuando acusé al alférez Sharpe —escribió— y lo reprendí por aprovecharse de la señora, él no negó las circunstancias, sino que amenazó con matarme.» Braithwaite había subrayado la palabra «matarme». «Fue ése el motivo, milord, que impidió que mi lengua cobarde cumpliera con su ineludible deber moral.» No le resultaba agradable, terminaba diciendo Braithwaite en la carta, informar a su señoría de estos vergonzosos sucesos, especialmente cuando su señoría siempre había demostrado con él una amabilidad desmesurada.
Lady Grace dejó caer la carta en su regazo.
—Miente —dijo—, miente. —Había lágrimas en sus ojos.
De repente el escondite de la dama se llenó de ruido. La propia artillería del Pucelle había empezado a disparar y la sacudida de los cañones retumbó por todo el barco y zarandeó los dos faroles. El estruendo era interminable e iba acrecentándose a medida que los disparos se acercaban a la popa de la embarcación. Entonces la proa de la nave española chocó contra el costado del Pucelle y se oyó un terrible estrépito, a lo que siguió un crujiente chirrido, cuando toneladas de madera rasparon y arañaron el casco. Un hombre dio un grito, un cañón disparó y a continuación dispararon otros tres. El sonido que hacían los cañones recargados al ser empujados hacia delante era como el retumbar de breves truenos.
Se hizo un extraño silencio.
—Sí que mintió —dijo plácidamente lord William durante aquel silencio, y alargó la mano para recuperar la carta del regazo de su esposa. Grace hizo un esfuerzo para volver a agarrarla, pero lord William fue demasiado rápido—. Claro que Braithwaite mintió —siguió diciendo su señoría—: debió de producirle un exquisito placer informarme de tu repugnante comportamiento. En la carta se nota que disfruta, ¿no te parece? ¡Y no cabe duda de que yo no demostré con él una amabilidad desmesurada! Esa idea resulta tanto ridícula como ofensiva.
—¡Miente! —repitió lady Grace en actitud más desafiante. Una lágrima tembló en su ojo y luego le resbaló por la mejilla.
—¡Demostrar con él una amabilidad desmesurada! —dijo lord William ferozmente—. ¿Por qué iba a hacer tal cosa? Le pagaba un pequeño salario acorde con sus servicios, eso es todo. —Lord William se metió cuidadosamente en el bolsillo la carta doblada—. Aunque hay una circunstancia que sí me ha dejado desconcertado —prosiguió—. ¿Por qué se enfrentó a Sharpe? ¿Por qué no acudió directamente a mí? He estado pensando en ello y sigue desconcertándome. ¿Qué sentido tenía ver a Sharpe? ¿Qué esperaba Braithwaite de él?
Lady Grace no dijo nada. El timón tembló en sus pinzotes y una bala enemiga alcanzó al Pucelle con un intenso estruendo. A continuación volvió a hacerse el silencio.
—Entonces me acordé —continuó lord William— de que Sharpe había depositado algunos objetos de valor para que ese desgraciado de Cromwell se los guardara. Me pareció extraño, pues él es, a todas luces, pobre, aunque supongo que pudo haber hecho algo de dinero con los saqueos en la India. Podría ser que Braithwaite intentara chantajearlo. ¿A ti qué te parece?
Lady Grace movió la cabeza, no como respuesta a la pregunta de su marido, sino para sacarse de encima todo aquel asunto.
—¿O tal vez Braithwaite intentó chantajearte a ti? —sugirió lord William a su esposa con una sonrisa—. Solía observarte con una expresión tan patéticamente anhelante… Me resultaba gracioso, porque estaba claro lo que pensaba.
—¡Yo lo detestaba! —le espetó lady Grace.
—Un extravagante desperdicio de emociones, querida —replicó lord William—. Él era una cosa insignificante, a la que apenas valía la pena tenerle antipatía. Pero, y éste es el tema de nuestra conversación, ¿decía la verdad?
—¡No! —gimió lady Grace.
Lord William levantó la pistola y examinó su llave a la luz del farol.
—Me di cuenta —dijo— de que tras embarcar en el Calliope te revivió el ánimo. Eso me complació, naturalmente, pues los últimos meses habías estado excesivamente nerviosa. En cambio, una vez a bordo del barco de Cromwell parecías verdaderamente feliz. Y la vivacidad que has mostrado estos últimos días, en efecto, es muy poco normal. ¿Estás embarazada?
—No —mintió lady Grace.
—Tu doncella me ha dicho que vomitas casi todas las mañanas.
Grace volvió a negar con la cabeza. Las lágrimas le corrían por las mejillas. En parte lloraba de vergüenza. Cuando estaba con Sharpe todo parecía muy natural, muy reconfortante y emocionante, pero no podía alegar eso en su defensa. Él era un soldado común y corriente, un huérfano de las abarrotadas casas arrendadas de Londres, y Grace sabía que si la sociedad llegaba a enterarse de esa relación se convertiría en su hazmerreír. A una parte de ella no le importaba que la ridiculizaran, pero otra parte se encogía bajo el azote del desprecio de lord William. Grace se hallaba en las profundidades de un barco, allá abajo con las ratas, perdida.
Lord William miró sus lágrimas como si las considerara el goteo inicial de su venganza, luego levantó la mirada hacia los tablones de la cubierta del sollado y frunció el ceño.
—Esto está extrañamente silencioso —dijo en un intento por desconcertarla hablando por un momento de la batalla antes de torturarla una vez más con su afilada lengua—. Quizá hayamos huido del combate… —Oyó el retumbo de un distante fuego de artillería, pero no disparaba ningún cañón cerca del Pucelle—. Recuerdo —dijo mientras se colocaba la pistola sobre las rodillas— la primera vez que nos vimos y mi tío sugirió que debía casarme contigo. Yo tenía mis dudas, por supuesto. Tu padre es un despilfarrador y tu madre una idiota parlanchina, pero tú, Grace, posees una belleza clásica, y confieso que me sentí atraído por ella. Me preocupaba el hecho de que contaras con una educación, aunque ha resultado ser más escasa de lo que piensas, y tenía miedo también de que pudieras tener opiniones, opiniones que con razón imaginé que serían estúpidas, pero estaba preparado para soportar dichas aflicciones. Yo creía, ya ves, que mi apreciación de tu belleza superaría mi desagrado por tus pretensiones intelectuales; a cambio te pedía muy poco, aparte de que me dieras un heredero y mantuvieras la dignidad de mi nombre. Has fracasado en ambas cosas.
—Te di un heredero —protestó Grace entre lágrimas.
—¿Aquel mocoso enfermizo? —Lord William escupió y luego se estremeció—. Es tu otro fracaso el que me preocupa ahora mismo, querida. Tu fracaso con el buen gusto, con el buen comportamiento, con la decencia y con la fidelidad —hizo una pausa mientras buscaba el insulto adecuado—: ¡con los buenos modales!
—¡Braithwaite mintió! —gritó Grace—. Mintió.
—No mintió —replicó lord William con enojo—. Tú, mi señora, hiciste la bestia de mala manera con ese ordinario soldado, ese pedazo de ignorante, ese bruto. —El tono de su voz era entonces frío, pues ya no podía ocultar la ira que tanto tiempo llevaba mimando—. Fornicaste con un campesino. Ni siquiera echándote a las calles y levantándote las faldas podías haber caído más bajo.
Lady Grace apoyó la cabeza contra el forro del casco. Tenía la boca abierta, respiraba agitadamente y las lágrimas le caían sobre la capa que llevaba. Tenía los ojos enrojecidos y no veía nada mientras lloraba.
—Y ahora estás tan fea —dijo lord William— que esto me resultará mucho más fácil. —Alzó la pistola.
Y en el barco volvió a resonar el sonido de un disparo.
Clouter no tiró de la cuerda del pedernal de la carronada cuando Chase le ordenó disparar. Esperó. A Sharpe le dio la impresión, al igual que a todos cuantos estaban observando, de que Clouter esperaba demasiado y que los franceses alcanzarían la cubierta de intemperie del Victory, pero el Pucelle se había alzado con una ola y Clouter estaba esperando a que el barco se balanceara a babor con el revés de esa misma ola. Así lo hizo. Clouter disparó con el balanceo descendente; el disparo estaba tan perfectamente calculado que la carga de balas de mosquete y bala alcanzó a los franceses que se encaramaban por la verga que los hubiera llevado a la desprotegida cubierta del Victory. Donde primero había un grupo de abordaje al cabo de un momento había una carnicería. La verga y la vela caídas estaban empapadas de sangre pero los franceses habían desaparecido, arrojados al olvido por la tormenta de metal.
Entonces el Pucelle se deslizó junto a la aleta del Redoutable. Éste se hallaba a un tiro de pistola de distancia y los grandes cañones del costado de babor de Chase empezaron a trabajar con el devastado enemigo. Chase había ordenado a los artilleros que alzaran los tubos para que las balas atravesaran con estruendo el costado del barco francés y ascendieran destructivamente a través de la cubierta abarrotada de hombres. El Pucelle escupió bala tras bala, abriendo un fuego que era deliberado, lento y letal. Las balas levantaban a los hombres de la cubierta enemiga, se los llevaban hacia arriba. Algunos proyectiles atravesaron el Redoutable y alcanzaron la baranda de la cubierta de intemperie del Victory. El Pucelle tardó más de un minuto en pasar junto al condenado barco francés y durante todo ese minuto los cañones lo desgarraron. Entonces les tocó el turno a las carronadas del alcázar que dominaban el ensangrentado revoltijo que había quedado en la cubierta enemiga, y los dos «demoledores» remataron el trabajo vaciando sus achaparrados tubos sobre aquella masa que se retorcía.
El Redoutable no tenía servidores en ningún cañón. El capitán francés se lo había jugado todo para abordar al Victory y ahora sus asaltantes estaban muertos, heridos o aturdidos, pero las jarcias de la embarcación seguían llenas de tiradores que habían vaciado las cubiertas superiores del buque insignia de Nelson, y aquellos hombres habían vuelto sus mosquetes contra el Pucelle. Llovieron las balas, que golpeaban contra el alcázar como granizo metálico. Se lanzaron granadas, que estallaron arrojando nubes de humo y fragmentos de hierro y cristal que silbaban en el aire.
Los infantes de marina del Pucelle hicieron cuanto pudieron, pero el enemigo los superaba en número. Sharpe disparó hacia la luz deslumbrante y luego recargó a toda prisa. A sus pies, la cubierta se estaba llenando de agujeros por el impacto de los proyectiles. Una de las balas rebotó en la carronada vacía de Clouter con un sonido metálico y alcanzó a un hombre en el muslo. Uno de los infantes de marina se apartó de la barandilla tambaleándose, abriendo y cerrando la boca. Otro, con la garganta agujereada, estaba de rodillas junto al palo de trinquete y miró a Sharpe con los ojos abiertos de par en par.
—¡Escupa, muchacho! —le gritó Sharpe—. ¡Escupa!
El hombre miró a Sharpe con expresión ausente, frunció el ceño y escupió obedientemente. No había sangre en la saliva.
—Sobrevivirá —le dijo Sharpe—. Baje abajo. —Una bala alcanzó el aro de un mástil y rayó la reciente pintura amarilla. El sargento Armstrong disparó su mosquete, soltó una maldición cuando una bala le perforó el pie izquierdo, fue cojeando hacia la baranda, cogió otro mosquete y disparó de nuevo. Sharpe atacó su bala, cebó el arma, se la llevó al hombro y apuntó al grupo de hombres que había en la cofa mayor del barco francés. Apretó el gatillo. Vio los fogonazos de los mosquetes allí arriba. Una granada aterrizó en el castillo de proa y estalló provocando una cortina de llamas. Armstrong, que había resultado herido por unos fragmentos de cristal, apagó el fuego con un cubo de arena y luego empezó a recargar. La sangre se deslizaba por los imbornales de la cubierta de intemperie del Redoutable, goteaba por debajo de la destrozada baranda y caía, roja, sobre las portas cerradas. Los cañones proeles del Pucelle, recargados, dispararon contra la amura del barco francés, y cuando una bala alcanzó la enorme ancla se oyó un estrépito como si se cerraran las puertas del infierno. Más balas lanzadas por el Victory aparecieron por el costado del enemigo y algunas de ellas alcanzaron al Pucelle. Desde la cofa mayor enemiga dispararon otra docena más de mosquetes; el sargento Armstrong estaba de rodillas, soltando maldiciones, pero sin dejar de recargar. En el mástil enemigo parpadearon más mosquetes. Sharpe arrojó el suyo y tomó el fusil de descarga múltiple. Levantó la vista hacia la cofa de gavia enemiga y consideró que estaba demasiado lejos y que las siete balas se dispersarían demasiado antes de alcanzar la plataforma, construida allí donde el palo macho del barco francés se ensamblaba con el mastelero.
Se dirigió hacia la barandilla de estribor, se colgó el enorme fusil en el hombro y empezó a subir por los obenques del palo de trinquete. Vio a un infante de marina tendido en el alcázar del Pucelle con un reguero de sangre que abandonaba su cuerpo y se deslizaba por los tablones del suelo. A otro infante de marina lo estaban llevando hacia las barandas. No vio a Chase. Entonces una bala alcanzó el obenque por encima de él e hizo que el cabo embreado temblara como la cuerda de un arpa; él se agarró con desesperación mientras el ruido de los grandes cañones le castigaba los oídos. Otra bala pasó volando muy cerca, otra alcanzó el mástil y, desprovista de fuerza, golpeó contra la culata de la pistola de descarga múltiple. Sharpe llegó a los obenques de las arraigadas y, sin pensárselo, se lanzó hacia arriba y hacia fuera, el camino más rápido hasta la cofa mayor. No tenía tiempo de asustarse; en lugar de eso, trepó por los flechastes con la misma agilidad que cualquier marinero, rodó hasta el enjaretado y se encontró con que entonces estaba al mismo nivel que los franceses en su cofa mayor. Había una docena de hombres allá arriba, la mayoría recargando. Uno de ellos disparó y Sharpe notó el viento que levantaba la bala al pasar a toda velocidad junto a su mejilla. Se descolgó la pistola de descarga múltiple, la amartilló y apuntó.
—Cabrones —dijo, y apretó el gatillo. El retroceso del arma lo arrojó hacia atrás, contra los obenques del mastelero. El humo de la pistola de múltiples cañones inundó el cielo, pero no llegó ningún disparo desde la cofa de gavia del barco francés. Sharpe se colgó el arma vacía al hombro y descendió del enjaretado. Sus pies se sacudieron durante un instante y encontraron las arraigadas que se inclinaban hacia adentro, volvió a bajar hasta la cubierta del Pucelle y, cuando volvió a mirar hacia arriba, lo único que vio en la cofa mayor del Redoutable fue un cuerpo que colgaba del borde. Dejó la pistola de descarga múltiple, cogió un mosquete y se dirigió hacia la baranda de babor.
Quedaban una docena de infantes de marina. Los demás estaban muertos o heridos. El sargento Armstrong, sangrando por tres cortes que tenía en la cara y con los pantalones de un rojo brillante a causa de una herida de bala, estaba sentado con la espalda apoyada en el palo de trinquete. Tenía un mosquete apoyado en el hombro y, aunque tenía el ojo derecho cubierto de sangre, apuntó lo mejor que pudo y disparó.
—¡Debería irse abajo, sargento! —le gritó Sharpe.
Armstrong expresó su opinión sobre ese consejo con un monosílabo y sacó un cartucho de su bolsa. A Clouter una bala le había rasguñado la espalda dejándole un ribete ensangrentado como el azote de un látigo, pero el hombretón no hacía caso de ello. Estaba metiendo otro barril de balas de mosquete en la carronada, aunque para entonces el Pucelle ya había dejado atrás al Redoutable y el barco francés estaba fuera del alcance de Clouter.
El capitán Chase seguía con vida. Connors, el oficial de señales, había perdido el antebrazo derecho con una bala de cañón y estaba abajo, en la bañera, en tanto que Pearson, un guardiamarina que había suspendido dos veces su examen para teniente, había resultado muerto por la mosquetería. El teniente de los infantes de marina estaba herido en el vientre y lo habían llevado abajo para que muriera. Una docena de artilleros estaban muertos y dos infantes de marina habían sido arrojados por la borda, pero Chase creía que el Pucelle había tenido suerte: había destruido al Redoutable en el preciso momento en que este barco iba a abordar al Victory. Chase sintió júbilo cuando volvió la vista atrás y vio los terribles daños que había causado su artillería. ¡Por Dios que lo habían cortado a filetes! Chase había considerado la posibilidad de situarse al lado del Redoutable y abordarlo, pero éste ya estaba trincado al Victory y no había duda de que la tripulación del buque insignia los obligaría a rendirse. Entonces vio al Neptune francés por delante y le gritó al timonel que virara para ir tras él.
—¡Es nuestro! —le dijo a Haskell.
El primer teniente sangraba por una herida de bala que tenía en el brazo izquierdo, aunque no quiso que se lo trataran. El brazo le colgaba inútil, pero Haskell afirmaba que no le dolía y además, dijo, él era diestro. La sangre le goteaba por los dedos.
—Al menos vaya a que le venden el brazo —le sugirió Chase sin apartar la vista del Neptune, que iba a una velocidad sorprendente a pesar de haber perdido el palo de mesana. Debía de haber rodeado el flanco izquierdo de la contienda mientras el Pucelle pasaba al este de ésta, y el barco francés puso entonces rumbo a tierra como si intentara escapar de la batalla.
—Estoy seguro de que Pickering ya está bastante atareado sin que lo entretengan los tenientes con rasguños —contestó Haskell con irritación.
Chase se sacó su media de seda blanca e hizo señas al guardiamarina Collier.
—Envuélvale el brazo al teniente con esto —ordenó al guardiamarina, y a continuación se volvió hacia el timonel—. A estribor, John —dijo, haciendo gestos—, a estribor. —El Neptune amenazaba con cruzar frente a la amura del Pucelle y Chase tenía que evitarlo, pero creyó que llevaba velocidad suficiente para alcanzar al barco francés, situarse borda con borda con él y combatirlo cañón contra cañón, y como los franceses tenían ochenta y cuatro piezas, y él sólo setenta y cuatro, su victoria sería aún más memorable.
Entonces se produjo el desastre.
El Pucelle había pasado junto al Victory y el Redoutable dejando una espesa nube de humo que flotaba tras él, y de esa nube emergió la proa de un barco intacto. Su mascarón de proa representaba un fantasmagórico esqueleto con una guadaña en una mano y una bandera tricolor francesa en la otra. El barco cruzó por detrás del Pucelle a menos de un disparo de pistola de distancia y todo el costado de babor estaba frente a la popa decorada del Pucelle.
—¡A estribor todo! —le gritó Chase al timonel, que ya había iniciado el giro que situaría el costado de babor del Pucelle frente al Neptune. Pero entonces el enemigo disparó y la primera bala rasgó las cuerdas de la caña del timón, con lo que la rueda giró inútilmente entre las manos del timonel. El timón, que ya no estaba sujeto a la tirantez de las cuerdas, se centró y el Pucelle volvió a desviarse a babor, dejando la popa desnuda frente a los cañones enemigos. Iban a barrerlo.
Una bala pasó silbando por la cubierta de intemperie matando a ocho marineros e hiriendo a una docena más. El proyectil dejó un rastro de salpicaduras de sangre a lo largo de toda la cubierta. La siguiente bala cortó a Haskell por la mitad, dejando su torso en la baranda de estribor y las piernas colgando de la baranda proel del alcázar. Collier, que todavía tenía la media de seda en la mano, quedó bañado con la sangre de Haskell. La cuarta bala hizo añicos la rueda del timón del Pucelle y empaló al timonel con los radios astillados. Chase se asomó a la rota baranda del alcázar.
—¡Las cuerdas de la caña! —gritó—. ¡Señor Peel! ¡Las cuerdas de la caña! ¡Ya estribor todo!
—¡A la orden, mi capitán! ¡A estribor todo!
Más balas atravesaron la popa. El Pucelle temblaba con cada impacto. Las balas de mosquete restallaban contra la toldilla.
—Venga conmigo, señor Collier —dijo Chase al ver que el muchacho parecía estar a punto de llorar—, usted venga conmigo. —Empezó a andar de un lado a otro del alcázar con una mano en el hombro de Collier—. Van a barrernos, señor Collier. Es una pena. —Llevó al chico bajo la bovedilla de popa, cerca de los restos destrozados de la rueda y del timonel—. Y usted se quedará aquí, Harold Collier, y anotará las señales. ¡Mire el reloj! Y no me pierda de vista. Si caigo vaya a buscar al señor Peel y dígale que el barco es suyo. ¿Me ha comprendido?
—Sí, señor —Collier intentó mostrar confianza, pero le temblaba la voz.
—Y un consejo, señor Collier. Cuando esté al mando de su propio barco, tenga mucho cuidado de que no lo barran nunca. —Chase le dio unas palmaditas en el hombro al guardiamarina y luego volvió a adentrarse en el fuego de mosquete que picaba el alcázar. Los cañones enemigos seguían barriendo al Pucelle, proyectil tras proyectil, destruyendo las altas ventanas, arrojando balas de cañón y rociando de sangre los baos de cubierta por encima de las cabezas. Los restos del palo de mesana fueron atravesados por debajo de las cubiertas y Chase observó horrorizado que todo el mástil caía lentamente, arrancándose de la cubierta de la toldilla al tiempo que se venía abajo por estribor. Cayó poco a poco, los obenques se partieron con un sonido parecido a los disparos de pistola y el palo mayor se balanceó cuando el estay que lo conectaba al de mesana se tensó; entonces ese cable se rompió y el palo de mesana crujió, se astilló y finalmente cayó. El enemigo dio gritos de entusiasmo. Chase se asomó a la rota baranda del alcázar y vio a una docena de marineros tirando de uno de los cabos de repuesto de la caña del timón que estaban amarrados antes de la batalla.
—¡Tiren con fuerza, muchachos! —bramó a voz en cuello para que pudieran oírlo pese al ruido de los cañones enemigos que seguían bombardeando el Pucelle. Un cañón de veinticuatro libras yacía tumbado de lado y tenía atrapado a un hombre que gritaba. Una de las carronadas de estribor que había en el alcázar había sido arrojada fuera de su cureña. La gran bandera blanca se arrastraba por el agua. Ninguno de los cañones del Pucelle podía responder, ni podría hacerlo hasta que el barco virara—. ¡Tiren con fuerza! —gritó Chase, y vio que el teniente Peel, con la cabeza descubierta y sudando, sumaba sus fuerzas a la cuerda de la caña del timón. El barco empezó a virar, pero fue el palo de mesana, cuyas velas y jarcias tocaban el agua por la aleta de estribor, lo que más contribuyó a que el barco diera la vuelta. Lo hizo lentamente, sin dejar de recibir el castigo de aquel buque francés que había salido de entre la humareda del combate.
Era el Revenant. Chase lo reconoció: distinguió a Montmorin de pie tranquilamente en su alcázar, vio el humo de los cañones franceses que se alzaba hacia sus obenques intactos y oyó los terribles sonidos que hacía su barco al ser azotado bajo sus pies. Pero finalmente el Pucelle reaccionó a la fuerza del palo de mesana y a los tirones de la caña del timón y el costado de estribor pudo empezar a responder, aunque algunos de sus cañones habían sido desmontados y otros tenían a la dotación muerta. Por ello su primera andanada fue débil. Tan sólo dispararon siete cañones.
—Cierren las portas de babor —gritó Chase hacia la cubierta de intemperie—. ¡Todas las dotaciones a estribor! ¡Ahora, con brío!
Poco a poco el Pucelle volvía a la vida. El barrido del que había sido víctima lo había aturdido, pero Chase condujo a una veintena de hombres hacia la popa para cortar los restos del palo de mesana y bajo cubierta los artilleros supervivientes de los cañones de babor fueron a completar la dotación del lado de estribor. El Revenant viró a babor con la clara intención de colocarse junto al Pucelle. Su castillo de proa estaba abarrotado de hombres armados con alfanjes y picas de abordaje, pero la carronada que quedaba en el lado de estribor del alcázar de Chase los hizo pedazos. John Hopper, el contramaestre de la tripulación de la barcaza de Chase, estaba al mando de aquella pieza. Chase cortó un último obenque con un hacha de abordaje, dejó que un cabo de mar limpiara el desastre de la cubierta de la toldilla y regresó a su alcázar, en tanto que el Revenant se iba acercando cada vez más. Los cañones de estribor del Pucelle ya disparaban como es debido, con sus dotaciones por fin reforzadas, y las balas abrían agujeros en el costado del Revenant. Pero entonces se recargaron los primeros cañones del barco francés y Chase vio que sus bocas ennegrecidas aparecían por las portas. Se alzaron nubes de humo. Vio temblar las velas del Revenant con la sacudida de sus cañones, sintió cómo su propio barco se estremecía cuando las balas alcanzaban su objetivo, vio al joven Collier de pie en la barandilla de estribor mirando cómo se acercaba el enemigo.
—¿Qué está haciendo aquí, señor Collier? —preguntó Chase.
—Cumplo con mi deber, señor.
—Le dije que mirara el reloj en la toldilla, ¿no?
—No hay reloj, señor. Desapareció. —El chico, a modo de muda prueba, alzó el retorcido esmalte de la esfera del reloj.
—Entonces baje a la cubierta del sollado, señor Collier, y en el dispensario del cirujano, aunque no debe molestarlo a él, hay una red llena de naranjas, un regalo del almirante Nelson. Tráigalas para los servidores de los cañones.
—A la orden, mi capitán.
Chase volvió la mirada atrás y vio al Victory. Una señal ondeaba en sus jarcias, pero Chase no necesitó un oficial de señales que tradujera las banderas.
—Entable combate con el enemigo acercándose más.
—Bueno, era lo que estaba a punto de hacer, e iba a entablar combate con un barco enemigo prácticamente intacto, en tanto que el suyo había sufrido graves daños; pero por Dios, pensó Chase, que haría que Nelson se sintiera orgulloso. Chase no se culpaba porque lo hubieran barrido. En aquel tipo de batallas, un desordenado tumulto de barcos arremolinándose en la humareda, era un milagro si un capitán no resultaba barrido, y él estaba orgulloso de que sus hombres hubieran hecho virar el barco antes de que el Revenant pudiera vaciar todo su costado contra la popa del Pucelle. La nave aún podía combatir. Delante del Victory, más allá del humo que lo rodeaba, más allá de los barcos enzarzados en combate, algunos de ellos desarbolados, vio las jarcias intactas de las embarcaciones británicas que formaban la parte trasera de cada escuadra, y esas embarcaciones, que todavía no se hallaban empeñadas en combate, no habían hecho más que entrar en la batalla. El Santísima Trinidad, que descollaba sobre ambas flotas como un mastodonte, estaba siendo barrido y bombardeado por barcos más pequeños, que parecían terriers ladrándole a un toro. El Neptune francés había desaparecido y el Pucelle solamente se veía amenazado por el Revenant, pero este barco había escapado de algún modo a lo peor del combate, y Montmorin, un capitán tan excelente como cualquier otro de la marina francesa, estaba decidido a alcanzar algunos honores en la jornada.
Dos marineros tiraron de la empapada enseña blanca del Pucelle y la subieron al alcázar, mojando la sangre de Haskell con los chorreantes pliegues de la pesada bandera.
—Ícenla rápidamente en la verga de la gavia, a babor —ordenó Chase. Iba a parecer extraño ponerla ahí, pero por Dios que la enarbolaría, para mostrar que el Pucelle no estaba derrotado.
Las balas de mosquete empezaron a golpear contra la cubierta. Montmorin tenía a cincuenta o sesenta hombres en la obra muerta y ahora iban a intentar hacer lo que el Redoutable le había hecho al Victory. Iba a despejar las cubiertas del Pucelle. Chase deseaba desesperadamente retirarse a cubierto de la dañada toldilla, pero su lugar estaba allí, a plena vista, de modo que puso las manos a la espalda e intentó mostrarse tranquilo mientras caminaba de un lado a otro de la cubierta. Resistió la tentación de recorrer toda la cubierta hasta que estuviera bajo la toldilla, pero se obligó a darse la vuelta cuando faltaban unos pasos, aunque sí se detuvo en una ocasión para mirar fascinado los enmarañados restos de la bitácora y su aguja. Una bala de mosquete golpeó contra la cubierta junto a sus pies con un ruido sordo y él se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos. Tendría que haber llamado a un teniente de abajo para que sustituyera a Haskell, pero en cambio decidió no hacerlo. Si caía, sus hombres sabían lo que tenían que hacer. Simplemente luchar. Era lo único que podía hacerse en aquellos momentos. Sólo luchar, y el hecho de que Chase viviera o muriera no iba a influir en el resultado, mientras que los tenientes, al mando de los cañones, estaban haciendo algo útil.
Los servidores de las dos carronadas de babor, que no tenían ningún objetivo a la vista, estaban quitando de en medio la carronada desmontada de estribor con unas palancas, para así poder arrastrar hasta allí uno de sus dos cañones para reemplazarla. Chase dio unos saltitos para no estorbar y entonces vio al guardiamarina Collier en la cubierta de intemperie, repartiendo las naranjas que sacaba de su enorme red.
—¡Tíreme una, muchacho! —le gritó al chico.
Collier pareció alarmado al recibir la orden, como si temiera arrojarle algo a su capitán, pero lanzó la naranja sin levantar el brazo, por encima del hombro, como si estuviera lanzando una pelota de críquet, y Chase tuvo que echarse a un lado para atraparla con una sola mano. Algunos artilleros ovacionaron la parada y Chase sostuvo la naranja en alto como si fuera un trofeo antes de lanzársela a Hopper.
Los infantes de marina del capitán Llewellyn estaban disparando contra los franceses en sus protegidas cofas, pero los franceses eran más numerosos y su fuego incesante estaba mermando las filas de Llewellyn.
—Ponga a sus hombres todo lo a cubierto que pueda, Llewellyn —ordenó Chase.
—¿No podría llevarme a algunos a la cofa mayor, señor? —sugirió el galés.
—No, no, le di mi palabra a Nelson. Póngalos a cubierto. Pronto llegará su momento. Bajo la bovedilla de popa, Llewellyn. Desde allí puede disparar.
—Debería venir con nosotros, señor.
—Me apetece tomar el aire, Llewellyn —dijo Chase con una sonrisa. La verdad es que estaba aterrorizado. No dejaba de pensar en su esposa, en su casa, en los niños. En su última carta Florence le había dicho que uno de los ponis estaba enfermo, pero, ¿cuál? ¿La jaca? ¿Estaría mejor? Intentó pensar en asuntos domésticos como aquél, preguntándose si la cosecha de manzanas sería buena y si habrían vuelto a empedrar el patio del establo y por qué la chimenea del salón hacía tanto humo cuando había viento del este, pero en realidad lo único que quería era salir corriendo hacia la sombra de la toldilla para que así las tablas de madera de la cubierta de arriba lo protegieran de la mosquetería. Quería encogerse de miedo, pero su trabajo era permanecer en el alcázar. Por eso le pagaban cuatrocientas dieciocho libras y doce chelines al año. De modo que siguió andando de arriba abajo, de abajo arriba, bien visible con su bicornio y sus charreteras. Trató de dividir cuatrocientas dieciocho libras y doce chelines entre trescientos sesenta y cinco días, y los franceses lo apuntaron con sus mosquetes, de modo que Chase caminó por una franja de cubierta que había quedado aún más desigual y despedazada por el impacto de las balas. Vio que el barbero del barco, un irlandés tuerto, subía a una de las cubiertas de batería. En esos momentos, reconoció Chase, aquel hombre era más valioso para el barco que su capitán. Siguió caminando, a sabiendas de que no tardarían en alcanzarle, esperando que no doliera demasiado, lamentando profundamente su muerte y deseando poder ver a sus hijos una vez más. Tenía miedo, pero era impensable hacer otra cosa que no fuera mostrar un frío desprecio por el peligro.
Se dio la vuelta y miró hacia el oeste. La refriega en torno al Victory se había intensificado, pero pudo ver con claridad una bandera británica ondeando por encima de una tricolor francesa, lo que demostraba que al menos un barco enemigo había caído. Más al sur había un segundo tumulto, en el que la escuadra de Collingwood había interceptado la retaguardia de la flota francesa y española. Al este, más allá del Revenant, un puñado de barcos enemigos se alejaban de manera vergonzosa, mientras que al norte la vanguardia enemiga había virado por fin y avanzaba pesadamente hacia el sur para ayudar a sus atribulados compañeros. Chase creía que la batalla no podía sino empeorar, pues había una docena de barcos enemigos a cada lado que todavía tenían que entablar combate, pero ahora su lucha era contra Montmorin.
El Pucelle se estremeció cuando el Revenant chocó contra su banda. La fuerza de la colisión, costado contra costado, dos mil toneladas contra dos mil toneladas, volvió a separar a los dos barcos, pero Chase gritó a los escasos hombres que quedaban en sus cubiertas superiores que lanzaran los rezones y amarraran al Revenant. Los ganchos volaron hacia las jarcias del enemigo, pero éste había tenido la misma idea y también su tripulación estaba lanzando rezones, y los marineros que había en las jarcias francesas estaban atando las vergas bajas del Pucelle a las suyas. A la muerte entonces. Ninguno de los dos barcos podía escapar, ya sólo podían destruirse el uno al otro. Las barandas de ambas embarcaciones estaban a unos nueve metros de distancia porque la parte inferior de sus cascos sobresalía mucho, pero Chase se hallaba lo bastante cerca del Revenant como para ver la expresión de Montmorin. El francés, al ver a Chase, se quitó el sombrero y le hizo una reverencia. Chase hizo lo mismo. A Chase le entraron ganas de reírse y Montmorin sonreía, ambos sorprendidos por lo extraño de semejantes cortesías cuando estaban haciendo todo lo posible por matarse el uno al otro. Bajo sus pies con hebillas plateadas los grandes cañones golpeaban y abrían agujeros. Chase lamentó no tener una naranja para lanzársela a Montmorin, quien sin duda apreciaría el gesto, pero no vio a Collier.
Chase no lo sabía, pero su presencia en cubierta fue útil de un modo muy directo, pues los tiradores franceses apostados en las cofas estaban obsesionados con matarlo y no prestaron atención ninguna a los servidores de las carronadas, los cuales, al ver que los marineros franceses se agrupaban en el combés del Revenant, dispararon contra la muchedumbre. Algunos franceses estaban cogiendo picas de abordaje de los soportes situados en torno al palo mayor, en tanto que otros blandían hachas o alfanjes, pero una carronada de proa y otra de popa abrieron un enmarañado fuego cruzado que destruyó al grupo de abordaje. Los franceses no tenían carronadas y dependían de los hombres de las cofas para despejar una cubierta enemiga con el fuego de los mosquetes.
En el castillo de proa del Pucelle quedaban diez infantes de marina. El sargento Armstrong, que se estaba desangrando, seguía sentado junto al palo de trinquete y disparaba con torpeza su mosquete hacia las jarcias del enemigo. Clouter, cuyo negro torso estaba surcado y salpicado con la sangre de otros hombres, había asumido el mando de la carronada de estribor después de que una granada arrojada desde el palo de trinquete enemigo matara a la mitad de su dotación. Sharpe disparaba contra la cofa mayor con la esperanza de que sus balas atravesaran la madera y mataran a los tiradores franceses encaramados a la plataforma. El viento parecía haber cesado por completo, de modo que las velas y banderas colgaban lacias. El humo de la pólvora se hizo más denso entre los barcos y se elevó, ocultando y protegiendo la cubierta del Pucelle azotada por las balas. En esos momentos Sharpe se había quedado sordo, los grandes cañones le castigaban los oídos y su mundo se veía reducido a aquel pequeño pedazo ensangrentado de cubierta y a las jarcias enemigas envueltas en humo que se alzaban por encima de él. Tenía el hombro magullado a causa del mosquete, de modo que se estremecía de dolor cada vez que disparaba. Una naranja fue rodando por cubierta hasta sus pies y su cáscara marcó unos hoyuelos en la sangre que había en el entarimado. Golpeó con fuerza la naranja con la culata revestida de latón de su mosquete, con lo que la fruta se aplastó y reventó, luego se agachó y cogió un poco de la pulpa hecha papilla. Comió un poco, agradeciendo el zumo en su boca reseca, luego cogió un poco más y se la puso a Armstrong en la boca. El ojo no ensangrentado del sargento estaba vidrioso. El hombre apenas estaba consciente, pero seguía intentando recargar su mosquete. Le sobrevino una tos ronca en la que se mezcló una baba ensangrentada con el zumo de naranja que le caía por el mentón.
—Estamos ganando, ¿verdad? —le preguntó a Sharpe con seriedad.
—Estamos acabando con esos cabrones, sargento.
Para entonces los muertos yacían allí donde caían, pues no había suficientes hombres para arrojarlos por la borda, o mejor dicho, los que quedaban estaban demasiado ocupados combatiendo. Lo peor de aquel combate ocurría bajo cubierta, donde los dos barcos, enfrentándose cañón contra cañón, se destrozaban mutuamente. La cubierta inferior del Pucelle estaba oscura, pues el Revenant tapaba la luz a estribor y las portas de babor estaban cerradas. El humo inundaba la cubierta inferior y se arremolinaba bajo los baos, que la primera andanada del Revenant había dejado salpicados de sangre. Las balas enemigas abrieron agujeros en el casco, atravesaron silbando la cubierta y perforaron con estrépito el lado de babor dejando entrar unos haces de luz recién creados por los agujeros. Una espesa polvareda y un humo aún más espeso flotaban en los rayos de luz. Los cañones del Pucelle devolvieron el fuego, retrocediendo con un rugido contra las cuerdas de la recámara y llenando la cubierta con su estruendo. En aquel punto los barcos se tocaron y sus portas casi coincidieron, de manera que cuando un artillero británico intentó limpiar su cañón, un alfanje francés casi le cercenó el brazo; luego cogieron la lanada con su palo y se lo llevaron a bordo del barco francés. Los disparos franceses eran más pesados, pues contaban con cañones más grandes, pero los cañones más grandes costaban más de recargar y el fuego británico era notablemente más rápido. La tripulación de Montmorin era con toda probabilidad la mejor entrenada de toda la flota enemiga, aunque los hombres de Chase eran más rápidos. Pero entonces el enemigo arrojó granadas a través de las portas abiertas y disparó los mosquetes para entorpecer a la artillería británica.
—¡Traiga a los infantes de marina! —gritó el teniente Holderby a un guardiamarina, pero tuvo que acercarse al chico y hacer bocina con las manos en su oído—. ¡Traiga a los infantes de marina! —Una bala mató al teniente y esparció sus intestinos por las rejillas donde se almacenaban las balas de treinta y dos libras. El guardiamarina se quedó inmóvil un segundo, desorientado. Se alzaban llamas a su izquierda, entonces un artillero echó arena sobre los restos de la granada y otro vació un barril de agua para apagar el fuego. Otro artillero se arrastraba por cubierta vomitando sangre. Una mujer tiraba de la polea de un cañón mientras lanzaba maldiciones a los artilleros franceses que se hallaban tan sólo a un alfanje de distancia. Un cañón retrocedió, llenó la cubierta de humo y ruido y rompió la cuerda de la recámara, con lo que dio un giro brusco y aplastó a dos hombres cuyos gritos se perdieron en medio de aquel estruendo. Los hombres empujaban y atacaban las piezas, sus torsos desnudos brillaban con el sudor, surcado por los residuos de pólvora. Entonces todos parecían negros, aparte de estar salpicados, manchados o cubiertos de sangre. El Revenant escupía humo de pólvora sobre el Pucelle y asfixiaba a los hombres que se esforzaban por devolverle el favor.
El guardiamarina trepó por la escalera de cámara hacia la cubierta de intemperie, que temblaba con el retroceso de sus cañones de veinticuatro libras. Los restos de las jarcias estaban tirados en la parte central de la cubierta, que estaba tan llena de humo que el guardiamarina subió al castillo de proa en lugar de subir al alcázar. Le zumbaban los oídos con el ruido de los cañones y tenía la garganta seca como la ceniza. Vio a un oficial con una casaca roja.
—Se le necesita abajo, señor.
—¿Cómo? —gritó Sharpe.
—A los infantes de marina, señor, se les necesita abajo. —El chico tenía la voz ronca—. Están entrando por las portas, señor. En la cubierta inferior. —Una bala golpeó contra el suelo a sus pies, otra rebotó en la campana del barco.
—¡Infantes de marina! —bramó Sharpe—. ¡Picas! ¡Mosquetes!
Condujo a sus diez hombres por la escalera de cámara, pasó por encima de un grumete servidor de la pólvora que yacía muerto, aunque Sharpe no pudo apreciar ninguna marca visible en su cuerpo, y luego se adentraron en la oscuridad infernal y la densa penumbra de la cubierta inferior. Entonces sólo disparaban la mitad de los cañones de estribor, que se veían obstaculizados por los franceses que arremetían a través de las portas con alfanjes y picas. Sharpe disparó su mosquete por una de las portas y vio el rostro de un francés que se deshacía en sangre, corrió hacia la siguiente porta y utilizó la culata del mosquete descargado para golpear el brazo de un enemigo.
—¡Simmons! —gritó a uno de los infantes de marina—, ¡Simmons! —Simmons se lo quedó mirando con unos ojos como platos—. Vaya a la santabárbara de proa —gritó Sharpe—. ¡Traiga las granadas!
Simmons echó a correr, agradecido por tener la oportunidad de permanecer bajo la línea de flotación aunque sólo fuera por un instante. Tres de los pesados cañones del Pucelle dispararon al mismo tiempo con un estruendo que casi dejó aturdido a Sharpe, que iba de porta en porta arremetiendo contra los franceses con su alfanje. Un enorme estrépito, de una intensidad terrible y tan prolongado que pareció durar eternamente, se abrió paso en los oídos ensordecidos de Sharpe, quien supuso que un mástil se había caído por la borda, aunque no sabría decir si era otro de los del Pucelle o uno del Revenant. Vio a un francés atacando un cañón, medio asomado en la porta de enfrente, y le pinchó el brazo con el alfanje. El francés se retiró de un salto y Sharpe se apartó rápidamente al ver que el artillero llevaba el botafuego al oído de la pieza. Sharpe se dio cuenta de que los franceses no utilizaban pedernal y se sorprendió por haberse fijado en una cosa así en plena batalla; luego el cañón disparó y la baqueta, que se había quedado en el tubo, se desintegró al salir despedida por la cubierta del Pucelle. Un guardiamarina disparó una pistola contra una porta enemiga. Saltó la chispa de un pedernal y el sonido de un cañón pesado retumbó en los oídos de Sharpe. Algunos de los hombres habían perdido los pañuelos que llevaban atados alrededor de la cabeza y les sangraban los oídos. A otros les salía sangre de la nariz simplemente a causa del sonido de los cañones.
Simmons reapareció con las granadas, y Sharpe tomó un botafuego de uno de los barriles de agua que quedaban, encendió la mecha y luego esperó hasta que la caprichosa marejada pusiera a la vista una porta francesa. La mecha chisporroteó. Sharpe vio las maderas amarillas del Revenant; entonces el barco enemigo chocó contra el casco del Pucelle, una porta apareció a la vista y él arrojó la bola de cristal hacia el Revenant. Oyó una vaga explosión, vio que las llamas iluminaban el humo negro que llenaba la cubierta de batería enemiga y luego dejó que Simmons arrojara las otras granadas, mientras él volvía a dirigirse al otro extremo de la cubierta, pasando por encima de los cuerpos, evitando a los artilleros, comprobando todas las portas para asegurarse de que no hubiera más franceses intentando atravesarlas con los alfanjes o las picas. El gran cabrestante situado en medio de la cubierta, y que se utilizaba para cobrar los cabos del ancla, tenía una bala enemiga hundida en su centro de madera. Goteaba sangre de la cubierta de arriba. Un cañón, atiborrado de metralla, retrocedió y le cortó el paso; los franceses gritaron.
Y entonces otro grito penetró en sus oídos, que ya le zumbaban. Provenía de arriba, de la cubierta de intemperie, que estaba resbaladiza debido a la sangre, tan abundante que la arena ya no garantizaba a los hombres mantener el equilibrio.
—¡Rechacen a los que nos abordan! ¡Rechacen a los que nos abordan!
—¡Infantes de marina! —gritó Sharpe a los pocos hombres que tenía, aunque ninguno de ellos lo oyó con todo aquel ruido; pero él pensó que tal vez algunos lo seguirían si veían que trepaba por la escalera de cámara. Oía el sonido del acero contra el acero. No había tiempo para pensar, sólo quedaba tiempo para luchar.
Subió.
Lord William frunció en entrecejo al oír la carronada, y se encogió cuando el costado de babor del Pucelle empezó a disparar, el ruido recorrió el barco y un estruendo invadió el escondite de la dama.
—Veo que todavía seguimos en acción —dijo al tiempo que bajaba la pistola. Se echó a reír—. Valió la pena apuntarte a la cabeza con la pistola, querida, sólo para ver la expresión de tu cara. Pero, ¿fue el remordimiento o el miedo lo que accionó tu sufrimiento? —Hizo una pausa—. ¡Vamos! Quiero una respuesta.
—El miedo —contestó lady Grace con voz entrecortada.
—Y sin embargo, a mí me gustaría oírte expresar remordimiento, sólo como prueba de que posees algunos buenos sentimientos. ¿Es así? —Aguardó. Los cañones dispararon y el ruido se intensificó cuando el cañón más cercano retrocedió, dos cubiertas por encima de su refugio.
—Si tuvieras sentimientos —dijo Grace— o el más mínimo valor, estarías en cubierta compartiendo el peligro con los demás.
A lord William eso le hizo mucha gracia.
—¡Qué concepto más extraño tienes de mis aptitudes! ¿Qué podría hacer yo que le fuera útil a Chase? Mis cualidades, querida, radican en las artimañas de la política y, me atrevería a decir, de su administración. El informe que estoy escribiendo tendrá una profunda influencia en el futuro de la India y, por consiguiente, en las perspectivas de Gran Bretaña. Confío en unirme al gobierno antes de un año. En cuestión de cinco años podría ser primer ministro. ¿Voy a arriesgar ese futuro sólo para pavonearme por una cubierta con una manada de imbéciles descerebrados que creen que una pelea en el mar cambiará el mundo? —Se encogió de hombros y miró al techo del escondite de la dama—. Cuando llegue el final del combate, querida, me dejaré ver, pero no tengo intención de correr ningún riesgo innecesario o extraordinario. Dejemos que Nelson tenga su día de gloria, aunque dentro de cinco años dispondré de él a mi antojo y, créeme, ningún adúltero obtendrá honores de mí. ¿Sabes que es un adúltero?
—Lo sabe toda Inglaterra.
—Toda Europa —la corrigió lord William—. Ese hombre es incapaz de ser discreto y tú, querida, también has sido indiscreta. —La andanada del Pucelle había cesado y el barco parecía estar en silencio. Lord William miró hacia cubierta como si esperara que el ruido volviera a empezar, pero los cañones estaban en calma. El agua borboteaba a popa. Las bombas del barco empezaron a funcionar de nuevo—. No me habría importado —siguió diciendo lord William— si hubieras sido discreta. A ningún hombre le gusta ser un cornudo, pero una cosa es que la esposa se eche un amante refinado y otra muy diferente es que se acueste con el servicio. ¿Acaso te volviste loca? Eso sería una excusa caritativa, pero el mundo no te ve como si estuvieras loca, por lo que tu acción me perjudica. Optaste por aparearte con un animal, un zoquete, y sospecho que te ha dejado embarazada. Me das asco. —Se estremeció—. Todos los del barco debían de saber que estabas en celo. Creían que yo no lo sabía y me miraban desdeñosamente, y tú seguías adelante como una puta de dos peniques.
Lady Grace no dijo nada. Se quedó mirando uno de los faroles. La vela ardía con luz parpadeante y arrojaba un hilito de humo que se escapaba a través de los agujeros de ventilación del farol. Tenía los ojos enrojecidos, estaba agotada por el llanto, incapaz de defenderse.
—Debería haberme imaginado todo esto cuando me casé contigo —dijo lord William—. Uno espera, sí, tiene la esperanza de que una esposa resulte ser una mujer fiel, prudente y con un tranquilo sentido común, pero, ¿por qué iba a suponer que sería así? Las mujeres siempre han sido esclavas de sus apetitos más ordinarios. «¡Debilidad —citó—, tienes nombre de mujer!»…
»El sexo débil, ¡y por Dios que es cierto! Al principio me costó creer la carta de Braithwaite, pero cuanto más pensaba en ello, más cierto sonaba, de modo que te observé y descubrí, para mi desilusión, que no mentía. Copulaste con Sharpe y te revolcaste en su sudor.
—¡Cállate! —le suplicó.
—¿Por qué iba a callarme? —preguntó él en un tono razonable—. Yo, querida, soy el ofendido. Tú has tenido ya tu momento de asqueroso placer con un animal idiota, ¿por qué no iba a tener yo mi momento de placer ahora? Me lo he ganado, ¿no? —Volvió a levantar la pistola en el preciso instante en que el barco entero se estremeció con un golpe terrible, luego otro, unas sacudidas tan fuertes que lord William agachó la cabeza instintivamente. Los golpes continuaron, desgarrando el barco, atravesando las cubiertas y haciendo temblar al Pucelle. Lord William, cuyo miedo había desplazado momentáneamente a su ira, clavó la mirada en la cubierta de arriba como si esperara que el barco se hiciera pedazos. Los faroles se zarandearon, el ruido llenó el universo y los cañones siguieron disparando.
El estrépito que Sharpe había oído mientras estaba en la cubierta inferior había sido el del palo mayor del Revenant al caer encima de los dos barcos. Cuando llegó a la cubierta de intemperie, vio que los franceses corrían por el mástil que, junto con la verga mayor caída del Revenant, servía de puente entre las cubiertas de las dos embarcaciones. Los artilleros del Pucelle habían abandonado sus piezas para combatir a los invasores con alfanjes, espeques, atacadores y picas. El capitán Llewellyn traía a unos infantes de marina desde la toldilla de popa, pero los llevó por la pasarela de estribor que pasaba por encima de la cubierta de intemperie junto a la borda del barco. Había en esa pasarela una docena de franceses que intentaban llegar a la popa del Pucelle. En el combés del barco había más franceses profiriendo su grito de guerra y arremetiendo con los alfanjes. Su ataque, tan repentino como inesperado, había conseguido despejar la sección central de la cubierta de intemperie, donde en ese momento los invasores acuchillaban a los artilleros caídos en tanto que un oficial francés con anteojos arrojaba por la borda los atacadores y lanadas de los cañones. Otros franceses corrían por el palo mayor y la verga caídos para servir de refuerzo a sus compañeros.
La tripulación del Pucelle empezó a contraatacar. Un marinero hizo girar por los aires uno de los espeques utilizados para mover el cañón, un enorme garrote de madera que le rompió el cráneo a un francés. Otros agarraron picas y con ellas atravesaron a los franceses. Sharpe desenvainó el largo alfanje y se enfrentó a los invasores bajo la bovedilla del castillo de proa. Le asestó una cuchillada a uno, paró el golpe de otro, luego arremetió de nuevo contra el primero y lo ensartó en la hoja de su alfanje. Liberó el acero empujando con el pie al francés moribundo y a continuación blandió la hoja ensangrentada para hacer retroceder a otros dos atacantes. Uno de ellos era un hombre enorme de barba poblada que llevaba un hacha. Quiso golpear a Sharpe con ella y éste retrocedió, sorprendido por el largo alcance del hombre de la barba, el pie derecho le resbaló en un charco de sangre, cayó hacia atrás y rodó hacia un lado al tiempo que el hacha se clavaba en la cubierta junto a su cabeza. Propinó una cuchillada hacia arriba en un fallido intento por rasgarle el brazo al francés con la punta del alfanje, y luego rodó a su izquierda cuando el hacha volvía a arremeter. El francés dio a Sharpe una fuerte patada en el muslo, arrancó el hacha y la alzó por tercera vez, pero antes de que pudiera propinar el golpe mortal soltó un grito: una pica había penetrado en su vientre. Se oyó un rugido por encima de Sharpe cuando Clouter, soltando la pica, agarró el hacha de la mano del francés y siguió a la carga, frenético. Sharpe se puso en pie y lo siguió, dejando al francés barbudo retorciéndose y sacudiéndose en cubierta, con la pica todavía hundida en las tripas.
En esos momentos había unos treinta o cuarenta franceses en el combés del barco y acudían más en tropel por el mástil, pero entonces una carronada estalló desde el alcázar y vació el improvisado puente. Un hombre que quedó ileso en el mástil saltó a la cubierta del Pucelle, y Clouter, que se hallaba casi debajo de él, llevó el hacha hacia arriba entre las piernas del enemigo. A Sharpe ese grito le pareció el ruido más fuerte que había oído en todo aquel furioso día. Un alto oficial francés, sin sombrero y con el rostro manchado de pólvora, encabezó un ataque contra la amura del Pucelle. Clouter apartó de un golpe la espada de aquel hombre y luego le pegó un puñetazo tan fuerte en la cara que el oficial retrocedió y chocó contra sus propios hombres; después, un enjambre de artilleros británicos, dando gritos y propinando cuchilladas, pasaron rápidamente junto al hombre negro para despedazar a los invasores.
Abajo, los cañones retumbaban, machacando y destrozando los dos barcos. El capitán Chase estaba combatiendo en la cubierta de intemperie ala cabeza de un grupo de hombres que atacaban a los franceses desde la popa. Los infantes de marina del capitán Llewellyn habían vuelto a recuperar la pasarela y en ese momento vigilaban el mástil caído, disparándole a cualquier francés que intentara cruzar, mientras que el resto de invasores estaban atrapados entre el ataque de popa y el asalto desde la amura. Clouter volvía a hallarse en primera fila, manejando el hacha con unos golpes cortos y fuertes que derribaban a un hombre por vez. Sharpe arrinconó a un francés contra el costado del barco, bajo la pasarela. El hombre entró a fondo a Sharpe con su alfanje, su golpe fue parado sin esfuerzo y, al ver la muerte en el rostro del casaca roja, presa de la desesperación, se escurrió por una porta y se arrojó al agua entre los dos barcos. Lanzó un grito cuando el mar juntó los dos cascos. Sharpe saltó por encima del cañón, buscando a un enemigo. El combés del Pucelle estaba lleno de marineros que tajaban, acuchillaban y gritaban y que no hacían caso ninguno de los desesperados gritos pidiendo clemencia de los franceses, cuyo impetuoso intento por capturar el Pucelle se había visto frustrado por la carronada. El oficial enemigo con anteojos seguía intentando inutilizar los cañones del Pucelle arrojando por la borda sus atacadores, pero Clouter lanzó el hacha y su hoja golpeó en la cabeza de aquel hombre como un tomahawk. Su muerte pareció calmar el frenesí, o tal vez fuera la insistente voz del capitán Chase gritando que el Pucelle tenía que cesar el combate porque los franceses que quedaban intentaban rendirse.
—¡Quítenles las armas! —bramó Chase—. ¡Quítenles las armas!
Tan sólo quedaban en pie una veintena de franceses que fueron desarmados y conducidos hacia la popa.
—No los quiero abajo —dijo Chase—, podrían causar daños. Esos cabrones pueden quedarse en la popa, y que les disparen. —Sonrió a Sharpe—. ¿Se alegra de haber navegado conmigo?
—Ha sido un duro trabajo, señor —Sharpe buscó a Clouter con la mirada y lo llamó—. Me ha salvado usted la vida —le dijo al hombre alto—. Gracias.
Clouter puso cara de asombro.
—Ni siquiera le vi, señor.
—Me salvó usted la vida —insistió Sharpe.
Clouter soltó una extraña y aguda risotada.
—Pero matamos a unos cuantos, ¿verdad? ¿No matamos a unos cuantos?
—Quedan muchos por matar —intervino Chase, y a continuación hizo bocina con las manos—. ¡Vuelvan a los cañones! ¡Vuelvan a los cañones! —Vio al sobrecargo atisbando nervioso por la escalera de cámara de proa—. ¡Señor Cowper! Vaya a buscar atacadores y lanadas para esta cubierta, si es tan amable. ¡Vamos, con brío! ¡Vuelvan a los cañones!
Igual que dos boxeadores sin guantes enzarzados en su decimotercero o decimocuarto asalto, ensangrentados y aturdidos ambos pero ninguno de los dos dispuesto a ceder, los dos barcos se batían el uno al otro. Sharpe trepó al alcázar con Chase. Al oeste, allí donde las olas llegaban muy alto, el mar era todo batalla. Casi una docena de barcos luchaban allí. Al sur había otra veintena de ellos escupiéndose balas los unos a los otros. El océano estaba lleno de restos de naves. Un casco sin mástiles, sus cañones en silencio, se alejaba de la contienda arrastrado por el agua. Había unos cinco o seis pares de barcos que, al igual que el Pucelle y el Revenant, estaban enganchados e intercambiaban fuego en batallas privadas que se desarrollaban más allá de la refriega mayor. El imponente Santísima Trinidad había perdido su palo de trinquete y casi todo su palo de mesana y seguía siendo atacado por barcos británicos más pequeños. El humo de la pólvora se extendía entonces por más de tres kilómetros de océano, como una niebla artificial. El cielo se oscurecía al norte y al oeste. Algunos de los barcos enemigos, que no se atrevían a acercarse a la lucha y querían escapar, bombardearon las flotas contendientes desde cierta distancia, pero sus proyectiles supusieron el mismo peligro para los de su propio bando que para los británicos. El último de los barcos británicos, el más lento de la flota, acababa de entrar en la refriega y estaba abriendo sus frescas portas para sumar su metal a aquella carnicería.
El capitán Montmorin miró a Chase y se encogió de hombros, como si quisiera dar a entender que el fracaso de sus asaltantes era lamentable pero no grave. Los cañones franceses seguían disparando y Sharpe vio que en la cubierta de intemperie del Revenant se congregaban más atacantes. También vio al capitán Cromwell, que estaba mirando desde su refugio en la toldilla. Sharpe agarró el mosquete de un infante de marina que tenía cerca y apuntó al inglés, quien al darse cuenta de la amenaza, volvió a esconderse. Sharpe devolvió el mosquete. Chase encontró un megáfono entre los restos de la cubierta.
—¿Capitán Montmorin? ¡Debería rendirse antes de que matemos a más de sus hombres!
Montmorin hizo bocina con las manos.
—¡Iba a ofrecerle la misma oportunidad, Chase!
—Mire allí —gritó Chase al tiempo que señalaba más allá de su propia popa, y Montmorin trepó a los flechastes de su palo de mesana para mirar por encima de la toldilla del Pucelle, y allí, surcando las olas sin viento perceptible, intacto, estaba el Spartiate, un setenta y cuatro británico, el barco de construcción francesa que se rumoreaba que estaba embrujado porque navegaba más rápido de noche que de día, y que entonces, llegando tarde a la batalla, abrió sus portas de babor.
Montmorin sabía lo que estaba a punto de ocurrir y no podía hacer nada para evitarlo. Iban a barrerlo, de modo que les gritó a sus hombres que se agacharan entre los cañones, aunque eso no los iba a salvar del fuego del Pucelle. Luego él se quedó en el centro de su alcázar y aguardó.
El Spartiate lanzó toda una andanada contra el barco de Montmorin. Uno tras otro, los cañones retrocedieron con estrépito y sus balas hicieron añicos las ventanas de la alta galería de popa del Revenant y cayeron silbando sobre sus cubiertas, de la misma manera en que el Revenant había barrido anteriormente al Pucelle. El Spartiate era tan lento que exasperaba, pero eso les daba más tiempo a sus artilleros para apuntar bien y la andanada causó graves daños en el Revenant. Sus obenques del palo de mesana se rompieron con un sonido como el de las cuerdas del arpa de Satán al partirse, luego cayó el mástil entero y se astilló como un árbol monstruoso, echando por la borda vergas, velas y bandera tricolor. Sharpe oyó los gritos de los tiradores franceses que cayeron con el mástil. Los cañones se desmontaron de sus cureñas, las balas y las granadas destrozaron a los marineros, pero Montmorin siguió inmóvil, incluso cuando una bala cayó sobre la rueda del timón a sus espaldas. Sólo se giró cuando hubo estallado el último de los cañones del Spartiate y él miró al barco que lo había barrido. Debía de haber temido que metiera a sotavento y se colocara borda con borda en su flanco de estribor, pero el Spartiate siguió avanzando con presuntuosidad en busca de una víctima que fuera toda suya.
—¡Ríndase, capitaine! —gritó Chase por el megáfono.
Montmorin le dio su respuesta haciendo bocina con las manos y dirigiéndose a voz en cuello a su cubierta de intemperie.
—Tirez! Tirez! —Se dio la vuelta y saludó a Chase con una reverencia.
Chase recorrió el alcázar con la mirada.
—¿Dónde está el capitán Llewellyn? —le preguntó a un infante de marina.
—Tiene la pierna rota, señor. Ha ido abajo.
—¿Y el teniente Swallow? —Swallow era el joven teniente de los infantes de marina.
—Creo que está muerto, señor. O por lo menos gravemente herido.
Chase miró a Sharpe e hizo una pausa mientras los cañones del Revenant abrían fuego nuevamente.
—Reúna a un grupo de abordaje, señor Sharpe —le dijo Chase formalmente.
Desde que el Pucelle había visto al Revenant por primera vez frente a la costa africana, aquello iba a ser en todo momento una lucha hasta el final. Y ahora Sharpe le pondría fin.