CAPÍTULO 10

Sharpe tenía su puesto en el castillo de proa. El capitán Llewellyn y su joven teniente estaban al mando de cuarenta infantes de marina del barco apostados en la toldilla y el alcázar, en tanto que Sharpe comandaba a veinte, aunque en realidad la veintena de hombres del castillo de proa estaban a las órdenes del sargento Armstrong, un hombre retaco como un tonel y más terco que una mula. Provenía de Seahouses, en Northumberland, donde le habían imbuido una profunda desconfianza hacia los escoceses.

—Son todos unos ladrones, señor —le aseguró en confianza a Sharpe. Aun así, se las ingeniaba para que todos los escoceses que había entre los infantes de marina de Llewellyn sirvieran en su pelotón—: Porque eso me permite no sacarles el ojo de encima a esos cabrones rateros, señor.

Los escoceses se conformaban con servir a las órdenes del sargento Armstrong, pues, a pesar de que él desconfiaba de ellos, odiaba a cualquiera que proviniera del sur del río Tyne. Por lo que a Armstrong concernía, sólo los hombres de la misma Northumberland, educados para recordar a los asaltantes de ganado del norte de la frontera, eran verdaderos guerreros: el resto de la humanidad estaba formada por ladrones hijos de puta, cobardes extranjeros y oficiales. Por lo visto creía que Francia era un populoso condado situado en algún lugar tan al sur de Londres como para ser execrable, mientras que España probablemente estuviera en el mismísimo infierno. El sargento poseía una de las preciosas pistolas de siete cañones del capitán Llewellyn y la había apoyado contra el palo de trinquete.

—Ya puede quitarle los ojos de encima, señor —le había dicho a Sharpe cuando notó el interés que el arma despertaba en el oficial—, porque la reservo para cuando abordemos a uno de esos cabrones. No hay nada como un fusil de descarga múltiple para despejar una cubierta enemiga. —Armstrong recelaba instintivamente de Sharpe, pues el alférez no era un infante de marina, no era de Northumberland y no había nacido en la clase de los oficiales. En resumidas cuentas, Armstrong era feo, ignorante, estaba lleno de prejuicios y era un soldado tan bueno como cualquier otro que hubiera conocido Sharpe.

El castillo de proa se hallaba guarnecido por los infantes de marina y por dos de las seis carronadas de treinta y dos libras del barco. La de babor estaba a las órdenes de Clouter, el esclavo fugado que formaba parte de la tripulación de la barcaza de Chase. El negro grandote, al igual que sus artilleros, iba desnudo de cintura para arriba y llevaba un pañuelo atado alrededor de las orejas.

—La cosa va a ser animada, señor —le dijo a Sharpe a modo de saludo mientras señalaba con un gesto de la cabeza hacia la línea enemiga, que en aquellos instantes se encontraba apenas a una milla de distancia. Media docena de barcos estaba disparando contra el Victory y otra media docena acribillaba al Royal Sovereign a poco menos de una milla al sur. Dicho barco, que era con mucho el que se hallaba más cerca de la línea francesa y española, tenía un aspecto desaliñado, pues los disparos habían destrozado las vergas de los foques volantes y las velas colgaban como alas rotas junto a sus jarcias. Todavía no podía devolver el fuego enemigo, pero en unos pocos minutos lograría estar entre ellos y sus tres cubiertas de cañones podrían empezar a responder a la paliza que estaba soportando.

Por delante del Pucelle el mar estaba picado por los disparos, golpeado por blancas gotas de agua o azotado por las balas de cañón que pasaban casi rozando las olas, aunque de momento ninguno de esos disparos había caído cerca del propio Pucelle. El Temeraire, que no había conseguido adelantar al Victory y que entonces navegaba a cierta distancia de su aleta de estribor, estaba recibiendo disparos que atravesaban sus velas. Sharpe vio que los agujeros aparecían como por arte de magia y hacían temblar todo el despliegue de lona de la embarcación. Una estacha rota se sacudía y ondeaba en el aire. A Sharpe le daba la impresión de que el Victory y el Temeraire navegaban directos hacia el Santísima Trinidad con sus cuatro cubiertas de muerte envueltas por el humo. El sonido de los cañones enemigos ya era fuerte entonces y hendía el aire por encima del agua, a veces en estruendosos grupos, con más frecuencia cañón a cañón.

—Dentro de unos diez o quince minutos estaremos a tiro, señor —dijo Clouter, respondiendo a la pregunta no expresada de Sharpe.

—Buena suerte, Clouter.

El hombre alto sonrió.

—No hay ningún hombre blanco vivo que pueda matarme, señor. No, señor, me han hecho todo lo que han podido, y ahora nos toca el turno a mí y a mi demoledor —le dio unas palmaditas a su carronada, su «demoledor», un arma tan fea como cualquiera de las que Sharpe había visto. Se parecía a un mortero del ejército, aunque era ligeramente más largo de tubo y estaba achaparrado en su corta cureña como si fuera un cacharro de cocina deformado. La cureña no tenía ruedas, pero en cambio permitía que el tubo se deslizara hacia atrás, madera contra madera engrasada. La ancha boca del cañón estaba abierta y su vientre estaba atiborrado con una bala de treinta y dos libras y un barril de madera lleno de balas de mosquete. No era un artilugio ni bonito ni preciso, pero si lo llevabas a pocos metros de un barco enemigo podía escupir un azote de metal capaz de destripar a un batallón.

—Lo inventó un escocés. —El sargento Armstrong había aparecido junto a Sharpe. El sargento resopló al ver aquel enorme cacharro en su cureña—. Es un arma pagana, señor. Con un artillero pagano, además —añadió mirando a Clouter—. Si abordamos a un enemigo, Clouter —dijo en tono severo—, usted no se separe de mí.

—Sí, sargento.

—¿Por qué no ha de separarse de usted? —le preguntó Sharpe a Armstrong mientras se alejaban andando de la carronada.

—Porque cuando ese negro pagano empieza a pelear, señor, aún no ha nacido el hombre que se atreva a cruzarse en su camino. Es un demonio —el tono de Armstrong parecía de desaprobación, pero claro, era evidente que Clouter no era de Northumbria—. ¿Y usted, señor? —preguntó Armstrong con recelo—. ¿Abordará con nosotros? —Lo que en realidad quería saber el sargento era si Sharpe pensaba usurparle su autoridad.

Sharpe hubiera podido insistir en tomar el mando de los infantes de marina, pero se imaginaba que lucharían mejor si era Armstrong el que les daba órdenes. Eso significaba que Sharpe no tenía mucho que hacer en el castillo de proa aparte de dar ejemplo, que era lo que hacía la mayoría de oficiales subalternos cuando los mataban en batalla. Armstrong sabía lo que había que hacer, Llewellyn había entrenado a la perfección a los infantes de marina y Sharpe no tenía ninguna intención de ir andando por el castillo de proa mostrando un desprecio de caballero por el fuego enemigo. Él prefería luchar.

—Voy a ir abajo —le dijo a Armstrong— para coger un mosquete de los pañoles.

Los proyectiles enemigos seguían sin alcanzar al Pucelle cuando Sharpe bajó por la escalera de cámara y entró en la parte proel y protegida de la cubierta de intemperie, donde encontró la cocina —un lugar donde por regla general se reunían los marineros— vacía, fría y desierta. Se habían extinguido todos los fuegos del enorme horno de hierro y dos de los gatos del barco se frotaban contra el ennegrecido metal como si tuvieran curiosidad por saber por qué su fuente de calor había desaparecido. Los artilleros estaban sentados junto a sus cañones. De vez en cuando uno de los hombres alzaba una porta, dejando entrar un brillante haz de luz e inclinándose para mirar con detenimiento hacia el enemigo.

Sharpe siguió bajando hasta la cubierta inferior, que estaba oscura como una bodega, aunque por las amplias ventanas de la vacía sala de oficiales que había en la popa se filtraba un poco de luz. Los cañones más grandes del barco estaban allí apostados como bestias enseñando los dientes tras sus portas cerradas. En general los cañones se guardaban con los tubos elevados al máximo y se acercaban todo lo posible a los costados del barco, pero entonces los tubos se habían bajado en posición de combate y las cureñas se habían retirado de las portas. El sonido del cañoneo enemigo quedaba amortiguado, por lo que era poco más que un apagado retumbo. Sharpe se dejó caer por otra escalera de cámara más hacia la cubierta del sollado, que estaba iluminada por faroles cubiertos. En esos momentos se hallaba por debajo de la línea de flotación y era allí donde estaban los polvorines del barco, vigilados por infantes de marina armados con mosquetes y bayonetas y con órdenes de evitar que cualquier persona no autorizada atravesara las dobles cortinas de cuero que rezumaban agua de mar. Los grumetes servidores de la pólvora, algunos con zapatillas de fieltro, pero la mayoría descalzos, esperaban junto a la cortina exterior con sus largas latas. Sharpe pidió a uno de los chicos que le fuera a buscar una bolsa de munición para mosquete y otra de proyectiles para pistola; mientras tanto, él se dirigió hacia proa al pequeño pañol de armas y cogió un mosquete y una pistola de los soportes. El peso de la pistola le hizo pensar en Grace, que entonces se hallaba a salvo en la profunda bodega de popa. Comprobó los dos pedernales y encontró que estaban bien colocados.

Cogió las dos bolsas, le dio las gracias al chico y volvió a subir a la cubierta inferior, donde se detuvo para colgarse las bolsas de cartuchos del cinturón. El barco se elevó bruscamente con una alta ola, haciendo que Sharpe se tambaleara ligeramente, luego descendió en su seno y de pronto un terrible estrépito resonó por los maderos e hizo temblar la cubierta bajo los pies de Sharpe, que se dio cuenta de que una bala debía de haber alcanzado la obra muerta.

—Los franchutes nos tienen a tiro —dijo un hombre en la penumbra.

—Por lo que estamos a punto de recibir —entonó otro hombre, pero la voz del teniente Holderby lo interrumpió antes de que pudiera terminar la plegaria. Holderby se hallaba en su puesto junto a la escalera de cámara de popa.

—¡Abran las portas! —gritó el quinto teniente, y los cabos de mar repitieron la orden hacia el extremo proel de la cubierta.

Se alzaron las treinta portas de la cubierta inferior, que dejaron entrar a raudales la luz del sol y permitieron verlos tres mástiles del barco como tres pilares gigantescos en torno a los cuales había un hervidero de hombres semidesnudos. Los largos cañones estaban todos en su posición de retroceso, bien retirados contra las cuerdas de sus recamaras.

—¡Sáquenlos! —ordenó Holderby—. ¡Sáquenlos!

Los artilleros tiraron de los aparejos y la gruesa cubierta tembló cuando los enormes cañones se llevaron hacia delante para que sus tubos sobresalieran por los costados de la embarcación. Holderby, elegantemente vestido con medias de seda y casaca dorada, estaba agachado bajo los baos de la cubierta.

—Tienen que tumbarse entre los cañones. ¡Entre los cañones! ¡Túmbense! Descansen, caballeros, antes de que empiece la acción. ¡Túmbense!

Chase había ordenado a su tripulación que se tumbara porque los proyectiles enemigos, que venían directamente hacia la proa, podían caer sobre aquellas cubiertas con un silbido y cada uno de ellos podía derribar fácilmente a una veintena de hombres, pero si los servidores de las armas permanecían en el espacio que quedaba entre los pesados cañones estarían protegidos en su mayoría. Arriba en el alcázar Chase se estremeció y cuando Haskell alzó una ceja el capitán sonrió.

—Lo van a hacer pedazos, ¿verdad?

Haskell dio un golpe con los nudillos en la baranda del alcázar.

—Es de construcción francesa, señor, está bien construido.

—Sí, hacen buenos barcos. —Chase se puso de puntillas para ver más allá de la barrera de la batayola, allí donde el Royal Sovereign ya casi llegaba a la línea enemiga—. ¡Ha sobrevivido —exclamó con admiración— y ha estado bajo fuego durante veintitrés minutos! Una artillería terrible, ¿no le parece?

La punta del cuerno derecho de los británicos estaba a punto de lanzarse contra el enemigo; el Pucelle estaba en el cuerno izquierdo, pero eso aún quedaba un poco lejos de la línea y el enemigo todavía podía disparar sin miedo a obtener respuesta. Chase se encogió cuando una bala alcanzó sus velas y abrió una serie de agujeros. La dura prueba del Pucelle había empezado, y lo único que podía hacer ahora era seguir navegando lentamente para meterse en una tormenta de artillería cada vez mayor. Por el lado de estribor se alzó un chorro de agua que salpicó a uno de los grupos de artilleros que servían las carronadas.

—Está fría el agua ¿eh, muchachos? —les comentó Chase a los artilleros de pecho desnudo.

—No vamos a nadar en ella, señor.

Una de las gavias tembló cuando un proyectil alto la atravesó. Los barcos que iban por delante del Pucelle estaban recibiendo un vapuleo más serio, pero el Pucelle se acercaba cada vez más, impulsado por las grandes olas y empujado por un viento imperceptible, y cada segundo que pasaba lo llevaba más cerca de los cañones. Chase supo que no tardaría en hallarse bajo un cañoneo mucho más intenso, y en el preciso instante en que lo pensaba una pesada bala alcanzó la serviola de estribor y lanzó un remolino de siniestras astillas de roble por todo el castillo de proa. De pronto Chase se dio cuenta de que los dedos le tamborileaban nerviosamente contra el muslo derecho y forzó la mano para que se estuviera quieta. Su padre, que había combatido contra los franceses treinta años antes, se hubiera horrorizado ante aquella táctica. En los tiempos del padre de Chase los navíos de línea se juntaban, costado con costado, teniendo infinito cuidado de no exponer nunca sus vulnerables proas y popas a un barrido; en cambio, aquella flota británica se dirigía obstinadamente hacia el enemigo. Chase se preguntó si los mamposteros habrían entregado la lápida en memoria de su padre y si ésta se habría colocado en el coro de la iglesia, y entonces tocó el devocionario que llevaba en el bolsillo.

—Escúchanos y sálvanos —dijo entre dientes—, que no perezcamos.

—Amén —Haskell lo había oído—. Amén.

Sharpe volvió a subir al castillo de proa, donde encontró a los infantes de marina agachados junto a la batayola y a los servidores de las carronadas en cuclillas al lado de sus tubos. El sargento Armstrong estaba de pie junto al palo de trinquete y miraba con expresión preocupada la línea enemiga, que de repente parecía mucho más próxima. Sharpe miró a la derecha y vio que el Royal Sovereign había alcanzado la línea enemiga. Su tripulación había llevado las alas caídas al interior del barco y por fin sus cañones disparaban mientras la enorme embarcación penetraba en la formación enemiga. Una nube de humo sucio avanzó de su proa a su popa cuando el barco vació su costado de babor contra la popa de una nave española y los cañones de estribor contra la proa de una nave francesa. Uno de los masteleros del Royal Sovereign había caído, pero el barco había roto la línea enemiga y ahora iba a ser engullido por su flota. El siguiente barco de la columna de Collingwood, el dos puentes Belleisle, todavía estaba un buen trecho por detrás, lo que significaba que el Royal Sovereign debía combatir solo al enemigo hasta que le llegara ayuda.

Sharpe levantó la vista al oír un palmetazo por encima de su cabeza, y vio que se había agujereado la trinquete. Luego la bala había atravesado todas las velas bajas, una tras otra, antes de desaparecer por la popa. Otro golpe, cerca de sus pies, hizo que se diera la vuelta rápidamente.

—Abajo en las amuras, señor —dijo Armstrong—. Antes han alcanzado la serviola. —Ése debía de ser el primer estrépito que había oído Sharpe, que vio que el pescante de estribor, un sólido madero que sobresalía desde la proa y desde el cual se subía y bajaba el ancla, estaba casi partido por la mitad.

El corazón le latía con fuerza, tenía la boca seca y le temblaba un músculo en la mejilla izquierda. Intentó apretar las mandíbulas para calmar el músculo, pero éste siguió agitándose. Una bala aterrizó cerca de las amuras del Pucelle y salpicó de agua el espolón y el castillo de proa. La verga de la sobrecebadera bajo el palo del bauprés se agitó, uno de los extremos voló por los aires y luego cayó, roto, y se quedó colgando cerca del agua. Aquello era peor que Assaye, consideró Sharpe, pues al menos en tierra un soldado tenía la sensación de que podía moverse a derecha o izquierda e intentar evitar las balas enemigas, y en cambio allí uno sólo podía quedarse de pie mientras el barco avanzaba lentamente hacia la línea enemiga formada por una hilera de enormes baterías, pues cada barco llevaba más artillería de la que había marchado con el ejército de sir Arthur Wellesley. Sharpe veía las balas de cañón, que parecían unas cortas líneas hechas con lápiz que parpadeaban en el cielo, y cada línea de lápiz significaba que una bala se acercaba más o menos directa hacia el Pucelle. En esos momentos una docena de enemigos disparaban contra los barcos de Nelson. Apareció otro agujero en la trinquete del Pucelle, un disparo rompió el botalón de un ala, se oyó un estrépito cerca de la línea de flotación de babor y otra bala enemiga rebotó por encima de las olas y dejó una estela de espuma cerca de estribor. Un extraño sonido sibilante, casi un gemido pero con un curioso ritmo agudo, se oyó cerca del barco y a continuación cesó.

—Balas encadenadas, señor —dijo el sargento Armstrong—. Suenan como el batir de alas del diablo, ya lo creo.

El Royal Sovereign había desaparecido y sólo señalaba su posición una extensa nube de humo en medio de la cual se alzaban las velas y las jarcias de media docena de barcos contra el cielo encapotado. El ruido de aquella batalla era un trueno constante, en tanto que el sonido de los barcos que iban por delante del Pucelle era el de un cañonazo tras otro, seguidos, interminables, pues las tripulaciones francesas y españolas aprovechaban la oportunidad de disparar contra un enemigo que no podía devolver el fuego. Dos balas alcanzaron al Pucelle cerca de su línea de flotación, otra rebotó en el costado de babor e hizo una astilla tan larga como una pica de abordaje, un cuarto proyectil le dio al palo mayor y rompió uno de los aros recién pintados, y una quinta bala pasó silbando junto a una carronada de estribor, decapitó a un infante de marina, arrojó hacia atrás a otros dos en medio de una lluvia de sangre y luego pasó por encima de la borda y dejó un rastro de gotas rojas que brillaron en el aire repentinamente caliente.

—¡Arrójenlo por la borda! —gritó Armstrong a sus infantes de marina, a quienes la súbita muerte de su compañero parecía haberles paralizado. Dos de ellos cogieron el cuerpo decapitado y lo llevaron hasta la barandilla junto a la carronada, pero antes de que pudieran lanzarlo al agua Armstrong les dijo que cogieran la munición del soldado—. ¡Y miren qué lleva en los bolsillos, muchachos! ¿Sus malditas madres no les enseñaron a aprovecharlo todo para no carecer de nada? —El sargento caminó por la cubierta, recogió la cabeza cercenada por su pelo ensangrentado y la arrojó por encima del costado del barco—. ¿La están diñando? —miró a los dos hombres que yacían como muñecas de trapo en la sábana de sangre que cubría una cuarta parte de la cubierta.

—Mackay está muerto, sargento.

—¡Pues desháganse de él!

El tercer infante de marina había perdido un brazo y el disparo también le había abierto el pecho de tal manera que se le veían las costillas en una masa gelatinosa de sangre y músculo destrozado.

—No sobrevivirá —dijo Armstrong mientras se inclinaba sobre aquel hombre que parpadeaba tras una máscara de sangre y se sacudía a cada boqueada. Una bala desparramó la batayola, hizo astillas la baranda del alcázar y salió perforando la popa y sin causar heridas a ningún miembro de la tripulación. Otra rompió la verga de una gavia en el preciso instante en que otros dos proyectiles atravesaban la cubierta de intemperie para dejar el combés lleno de pedazos de madera. Una bala alcanzó uno de los cañones de la cubierta inferior y arrojó el tubo de tres toneladas fuera de su cureña, aplastando a dos artilleros e inundando el barco con un sonido que parecía el de un enorme martillo golpeando contra un yunque gigantesco.

Los barcos enemigos que había por delante estaban envueltos en humo, pero como soplaba un suave viento del oeste, la humareda se hacía jirones a través de sus jarcias y velas como un banco de niebla empujado por la brisa marina. Sin embargo, aquella niebla era alimentada continuamente y Sharpe pudo ver las bocanadas del nuevo humo gris, blanco y negro, y también el oscuro resplandor de las llamaradas de los cañones, que aparecían como fugaces puntas de lanza en la niebla. Las llamas hendían el aire, iluminando momentáneamente el interior de la nube de humo, luego desaparecían y la niebla fluía por encima de las cubiertas enemigas y las balas salían despedidas con un silbido para estrellarse contra el Victory, el Temeraire, el Neptune, el Leviathan, el Conqueror y el Pucelle, y detrás de estas embarcaciones había un hueco delante del pesado tres puentes Britannia, que todavía no se encontraba bajo fuego.

—¡Arrójenlo por la borda! —ordenó Armstrong a dos de sus hombres, señalando al tercer infante de marina que había muerto. El brazo de aquel hombre, con sus tendones, carne y músculos desgarrados y colgando de la manga roja como asaduras mojadas, había quedado olvidado bajo la pequeña estructura que sostenía la campana del barco. Sharpe lo cogió, lo llevó hasta la barandilla de babor y lo tiró al mar. Oyó que unos hombres cantaban en una de las cubiertas de batería de abajo. Uno de los infantes de marina estaba rezando de rodillas, «Santa María, madre de Dios», decía una y otra vez al tiempo que se santiguaba. Clouter escupió un pedazo de tabaco mascado por encima de la regala y a continuación se cortó otro trozo. Las balas de treinta y dos libras de las carronadas, todas ellas más grandes que una cabeza humana, se hallaban reservadas sobre una rejilla.

Sharpe volvió a su posición junto al palo de trinquete y de repente se acordó de que había olvidado cargar sus armas, y agradeció el descuido porque le daba algo que hacer. Abrió el cartucho de un mordisco y vio que arrojaban un cuerpo por el alcázar del Conqueror. Estaba cebando el mosquete cuando una bala pasó tan cerca de su cabeza que notó en su cuero cabelludo la fuerza del viento que levantó a su paso. La bala no alcanzó ningún objetivo: pasó a través de las jarcias del Pucelle y cayó al agua a lo lejos, a popa. Tres fuertes golpes en rápida sucesión hicieron temblar la madera del barco cuando las balas abrieron un surco en la doble capa de roble que formaba su casco. Los marineros treparon a toda prisa por los flechastes para cambiar las estachas rotas. Para entonces, la vela mayor ya tenía seis grandes agujeros, y se sacudió cuando se hizo el séptimo. Chase se encontraba de pie junto a la destrozada baranda del alcázar y daba la impresión de estar tan calmado como si estuviera llevando el Pucelle hacia un vacío mar interior. Cuando Sharpe atacó el mosquete apareció entre sus pies un hilito de sangre procedente del río que había provocado la bala que había matado a los tres infantes de marina. Dicho hilo parecía muy rojo contra el blanco de la madera restregada. Cuando el barco se inclinó ligeramente a babor, el hilito de sangre se desvió hacia la izquierda, cuando se alzó la popa con el siguiente movimiento del mar, el hilito se precipitó hacia adelante y cuando la marejada levantó las amuras vaciló; luego el riachuelo rojo se deslizó a la derecha cuando el barco se inclinó a estribor, y Sharpe finalmente lo hizo desaparecer frotándolo con el pie antes de volver a introducir la baqueta en sus aros. Cargó la pistola. Una bala alcanzó el palo de trinquete e hizo temblar las jarcias; una astilla pintada de color plateado cayó dando vueltas al mar al tiempo que Juana de Arco era alcanzada en el vientre. El estruendo de los cañones era tal que a Sharpe le dolían los tímpanos. Había sangre en la cubierta de intemperie, allí donde una bala que rebotaba había alcanzado a la tripulación, y por todas partes se oían los desgarradores sonidos agudos y sibilantes de las balas encadenadas y las palanquetas que pasaban como una exhalación entre los mástiles cortando estachas y rasgando velas. Un estrépito hendió el aire cuando una pesada bala rompió la cubierta de la toldilla; Sharpe vio que el capitán Llewellyn arrastraba un cuerpo hacia la baranda de popa. Se oyó otro golpe abajo, y otro, y otro más, y luego los gritos fueron un estridente contrapunto al fragor de los cañones enemigos. Las naves enemigas que tenían delante seguían formando grupos y allí donde estaban juntas parecían islas de cañones. O islas de humo atravesado por las llamaradas de la artillería. Otro ruido hiriente y desgarrador brotó de estribor; al asomarse Sharpe vio una brillante astilla de madera sobresaliendo de una de las franjas pintadas de negro del casco. Por una de las portas apareció un cuerpo que fue empujado al mar. Le siguió un segundo cadáver. El interior de las portas estaba pintado de rojo. Una de ellas estuvo colgando de una sola bisagra hasta que un marinero la arrancó y la dejó caer.

Una bala se abrió camino a través de la sangre húmeda que había en el castillo de proa, rebotó hacia arriba y abrió un agujero en la baranda posterior del castillo antes de perforar la vela mayor por la parte de abajo. En aquellos momentos tres de las alas colgaban de las vergas y los marineros de Chase estaban intentando meterlas dentro. Una palanqueta, dos pedazos de hierro unidos por un corto vástago también de hierro, se estrelló en el palo de trinquete cerca de la cubierta y se quedó allí clavada, hundida en la madera por la fuerza del impacto. El Victory ya se encontraba cerca de la humareda, pero a Sharpe le daba la sensación de que el barco iba directo a una pared de llamas, humo y ruido. El Royal Sovereign se perdió en la nube de humo, rodeado por el enemigo, luchando desesperadamente mientras el flojo viento tardaba en prestar su ayuda. De pronto, un trozo de la baranda delantera del castillo de proa desapareció hecha astillas, serrín y esquirlas de madera que daban vueltas por los aires. Un infante de marina cayó hacia atrás cuando una de las astillas le atravesó los pulmones.

—¡Hodgkinson! ¡Llévelo abajo! —gritó Armstrong.

Una astilla también había desgarrado el brazo a otro de los infantes de marina: tenía la manga empapada de sangre, que también le goteaba de la muñeca, a pesar de lo cual se negó a irse.

—Tan sólo es un rasguño, sargento.

—Mueva los dedos, muchacho —el hombre los movió obedientemente—. Puede apretar un gatillo —admitió Armstrong—. ¡Pero véndeselo, por Dios, véndeselo! En los próximos minutos no tiene nada que hacer, de modo que véndeselo. No quiero que vaya chorreando sangre en una bonita cubierta limpia.

Un proyectil rompió la cuaderna de proa que sujetaba las escotas del estay de la cofa de trinquete. Otro golpeó contra el saltillo de proa y con un silbido lanzó al aire trozos de madera. Luego un sonido susurrante como de rotura, de desgarro, hizo que Sharpe levantara la vista: el mastelerillo de mayor, la parte más alta y fina del palo mayor, caía arrastrando con él una maraña de jarcias y el juanete mayor. Unos pesados bloques de madera se estrellaron contra la cubierta con unos golpes sordos. Algunos barcos habían colocado una red por encima del alcázar para evitar que aquellos fortuitos proyectiles rompieran más de una cabeza, pero a Chase no le gustaban esas sauve-têtes porque, según afirmaba él, protegían a los oficiales en el alcázar mientras que dejaban desprotegidos a los marineros de proa.

—Todos debemos correr los mismos riesgos —le había dicho a Haskell cuando el primer teniente había sugerido lo de la red, aunque a Sharpe le daba la sensación de que los oficiales del alcázar corrían más peligro que la mayoría porque su indefensa posición y el brillo de sus uniformes con incrustaciones doradas los hacía perfectamente distinguibles para el enemigo. De todas formas, Sharpe suponía que si les pagaban más, debían arriesgar más. Una driza de una vela de estay se rompió y la vela se vino abajo y se quedó arrastrando sobre el mar hasta que unos marineros corrieron por el bauprés hacia la proa para recogerla y atarle una nueva driza. Uno, dos, tres golpes más en el casco que hicieron temblar al Pucelle. Sharpe se preguntó cómo podía ver nada el enemigo a la hora de apuntar los cañones con aquel humo de pólvora tan espeso que envolvía sus cascos. Los marineros cantaban mientras volvían a izar la vela de estay.

En lo alto del palo mayor había más marineros encargados de las velas que intentaban asegurar los restos del mastelerillo. La vela mayor ya tenía al menos una docena de agujeros. Los barcos que iban por delante del Pucelle estaban dañados de manera similar. Los mástiles estaban astillados, las vergas rotas y las velas colgaban formando pliegues, pero todavía quedaba lona suficiente para conducirlos lentamente hacia adelante. Junto al Pucelle flotaban tres cadáveres que habían sido arrojados por la borda del Temeraire o del Conqueror. En torno a todas las naves que iban en cabeza, el agua se levantaba con los chapuzones de lo que caía al mar.

—¡Ahí va Su Majestad! —gritó Armstrong. Estaba claro que el sargento estaba confundido sobre el verdadero rango de Nelson y eximió al almirante de toda antipatía considerándolo un honorario de Northumbria que en aquellos momentos llevaba su buque insignia hacia la línea enemiga. Sharpe oyó el estrépito de sus andanadas y vio las llamas que parpadeaban por su lado de estribor cuando tres cubiertas de cañones con doble carga abrieron fuego contra la proa de una de las naves francesas que tanto rato llevaba atormentándolo. El palo de trinquete del francés, todo entero, hasta cubierta, se balanceó a izquierda y derecha y luego se cayó lentamente. Los cañones del Victory habrían retrocedido en el interior del barco y los artilleros estarían limpiándolos con la lanada y recargándolos, atacándolos y empujándolos, respirando humo y polvo y resbalando en la sangre fresca mientras sacaban los cañones por las portas.

El juanete de proa del Pucelle se vino abajo cuando una bala rompió las cadenas que sujetaban la verga. El Conqueror también estaba sufriendo. Sus alas se iban arrastrando por el agua, aunque los hombres de Pellew estaban trabajando para subirlas a bordo. Su mastelero de proa estaba inclinado en un ángulo forzado y tenía marcas en la pintura de los lados. Los barcos británicos, ahora que tenían las portas abiertas, se hallaban salpicados de cuadrados rojos que rompían el negro y amarillo de sus franjas. El aire vibraba con el estrépito de los cañones, silbaba con el paso de las balas, y las altas olas atlánticas elevaban y conducían las lentas embarcaciones derechas al fuego enemigo.

Sharpe estaba observando el barco que había justo delante. Era español y su enseña roja y blanca era tan grande que casi rozaba el agua. Una ráfaga de viento lo liberó del humo y cuando se balanceó con el oleaje Sharpe vio la luz del día al otro lado de sus portas, pero entonces volvió a balancearse y media docena de esas portas hendieron el aire con una llamarada. Las balas atravesaron las jarcias del Pucelle con un silbido, haciendo temblar las velas y cortando estachas. El casco rojo y negro del barco español quedaba oculto por el humo, que se hizo más denso cuando dispararon más cañones. Una bala surcó el castillo de proa, otra dio en lo alto del palo de trinquete y una tercera alcanzó la línea de flotación del lado de babor.

Sharpe iba contando mientras observaba la popa del barco español desde donde habían disparado los cañones. Pasó un minuto y el humo se estaba disipando. Dos minutos y los cañones todavía no habían vuelto a disparar. Lentos, pensó, lentos, pero que un artillero fuera lento no impedía que pudiera matar. Sharpe vio a hombres con mosquetes en las jarcias enemigas. Un proyectil pasó aullando por encima de su cabeza y desapareció a popa. La redondeada proa del Britannia, que relucía con el mascarón que representaba a Britania sosteniendo su escudo y su tridente, de pronto se encontró atravesando la cortina de agua que había levantado una bala enemiga al no alcanzar su objetivo. El infante de marina seguía rezando, apelando a la madre de Cristo para que lo protegiera y haciendo la señal de la cruz una y otra vez.

El Victory casi había desaparecido entre la humareda. Entonces estaba atravesando la línea enemiga y el humo de los cañones parecía hervir a su alrededor, aunque Sharpe sólo podía ver la alta popa dorada del buque insignia, que reflejaba la débil luz del sol que penetraba la niebla hecha por el hombre. Le daba la impresión de que los barcos enemigos se estaban agrupando alrededor de Nelson; el sonido de sus cañones hacía temblar el mar y hacía que a Sharpe le repiquetearan los dientes, ensordeciéndolo. El Temeraire, el segundo buque de la columna de Nelson, se abrió camino a la fuerza lenta y pesadamente hacia un hueco de la línea enemiga y abrió fuego, vertiendo su andanada contra la popa de una nave francesa. Sharpe miró hacia la derecha y vio que los primeros barcos detrás del Royal Sovereign de Collingwood habían alcanzado por fin al enemigo. Allí el mar parecía hervir del vapor que había. Un mástil cayó en la humareda. Se estaba abriendo un hueco enorme en la línea enemiga al norte de donde Collingwood había realizado su ataque, lo que indicaba que los barcos británicos estaban atrapando y castigando al enemigo al sur del Royal Sovereign; en cambio, los barcos franceses y españoles situados al norte del buque insignia de Collingwood siguieron avanzando hacia el lugar donde el Victory de Nelson estaba tendiendo una segunda trampa.

Todo ocurría muy despacio. A Sharpe le resultaba difícil de soportar. No era como el combate terrestre, donde la caballería podía atravesar el campo con un retumbo dejando tras de sí una columna de polvo y la artillería montada podía ir dando giros bruscos y levantando una lluvia de tierra. Aquella batalla se desarrollaba a una velocidad letárgica y existía un extraño contraste entre la majestuosa y lenta belleza de los barcos con todos los aparejos y el estrépito de sus cañones. Se dirigían hacia la muerte con mucha elegancia, con toda la belleza de los mástiles tensados y las velas extendidas por encima de los cascos pintados. Avanzaban sigilosamente hacia la muerte. El Leviathan y el Neptune ya se hallaban en la batalla, atravesando la línea enemiga un poco al sur del Victory. Una bala abrió un surco en la cubierta del castillo de proa del Pucelle, otra alcanzó el palo de mesana y lo sacudió, una tercera martilleó todo a lo largo de la cubierta de intemperie, atravesó proa y popa y, milagrosamente, no tocó nada en su trayectoria. Los hombres seguían agachados entre los cañones. Chase estaba de pie junto al palo de mesana, con las manos apretadas a la espalda. El Pucelle se encontraba a una distancia de tres esloras de la línea enemiga y Chase estaba eligiendo el lugar al que dirigiría su barco para atravesarla.

—Una cuarta a estribor —gritó, y la rueda del timón crujió cuando el timonel empujó sus radios. Se oyeron unos gritos procedentes de la cubierta inferior: una bala enemiga había perforado la madera de roble, había rebotado en el palo mayor y había alcanzado a los agachados servidores de un cañón—. Manténgase así —dijo Chase—, manténgase así.

Un zumbido pasó rápidamente junto al oído de Sharpe, que pensó que era un insecto, aunque enseguida vio una pequeña astilla que salía despedida de la cubierta y supo que eran disparos de mosquete que provenían de las jarcias de los barcos que había más adelante. Se obligó a quedarse quieto. El barco español que estaba justo delante había desaparecido en medio del humo y en su lugar había uno francés, y muy cerca, detrás de él, había otro barco, aunque Sharpe no podía asegurar si ése era francés o español, pues la bandera quedaba oculta por su velamen intacto. Las velas parecían sucias. Era un dos puentes, más pequeño que el Pucelle, y su mascarón de proa mostraba a un monje con una mano alzada que sostenía una cruz. Así pues, era español. Sharpe buscó al Revenant con la mirada pero no lo vio. Por lo visto Chase apuntaba a las proas de los barcos españoles más pequeños, llevando al Pucelle a través del hueco cada vez más estrecho que había entre él y el barco francés que tenía delante, en tanto que la nave española intentaba interceptar al Pucelle tratando de ponerse al pairo a la proa de aquél, y estaba tan cerca del francés que el botalón de foque, la parte exterior del bauprés, estuvo a punto de tocar el palo de mesana francés. Los cañones franceses arrojaron sus balas contra el casco del Pucelle. Las balas de mosquete golpetearon contra las velas. Las jarcias del barco francés quedaron salpicadas de humo de pólvora y su casco envuelto en él.

Chase calibró el hueco. Podía hacer virar el barco y enfrentarse a la embarcación francesa costado contra costado, pero tenía órdenes de atravesar la línea, aunque el hueco se estaba estrechando peligrosamente. Si calculaba mal, y si el barco español conseguía colocar su casco de banda a banda frente a la proa del Pucelle, entonces los dons agarrarían su bauprés, lo amarrarían a su propio barco y lo retendrían allí mientras barrían, bombardeaban y convertían la embarcación en astillas ensangrentadas. Haskell se dio cuenta del peligro y se volvió hacia Chase con una ceja alzada. Una bala de mosquete golpeó en cubierta entre los dos y a continuación una bala de cañón rompió el borde de la cubierta de la toldilla justo por encima de Chase antes de desperdigar las teleras construidas contra el coronamiento de popa, de modo que el Pucelle de pronto fue arrastrando una ristra de banderas de vivos colores. Una bala de mosquete se hundió en la rueda del timón, otra rompió el farol de la bitácora. Chase miró hacia el espacio cada vez menor y sintió la tentación de dirigirse hacia la popa del barco español, pero que lo asparan si dejaba que el capitán español dictara su batalla.

—¡Mantenga el rumbo! —le dijo al timonel—. ¡Mantenga el rumbo! —Antes arrancaría el bauprés del casco de la nave española que ceder el paso—. ¡Que se pongan en pie los servidores, señor Haskell! —dijo Chase.

Haskell lanzó un grito hacia la cubierta de intemperie.

—¡En pie! ¡En pie! ¡A sus cañones!

Guardiamarinas y tenientes repitieron la orden hacia la cubierta inferior: «¡En pie! ¡En pie!». Los hombres se agruparon alrededor de sus cañones, miraron a través de las portas abiertas y observaron los irregulares agujeros que ya se habían hecho en la doble plancha de madera de roble del casco. Los pedernales de los cañones se amartillaron y los artilleros se agacharon a un lado con las cuerdas de disparo preparadas.

Un infante de marina soltó una maldición y luego se tambaleó en el castillo de proa: una bala de mosquete le había atravesado el hombro y había ido directa al vientre.

—Váyase a ver al cirujano —le dijo Armstrong—, y no arme un escándalo. —Levantó la vista hacia el palo de mesana del barco francés, donde un puñado de hombres disparaban sus mosquetes contra el Pucelle—. Es hora de enseñarles unos cuantos modales a esos cabrones —gruñó. El bauprés del Pucelle, maltrecho con su verga rota, avanzaba hacia el hueco entre los dos barcos. Los artilleros que había bajo cubierta todavía no podían ver al enemigo, pero sabían que estaba cerca por el humo de sus cañones, que flotaba sobre el mar como si fuera niebla y que luego se hizo más denso, cuando el enemigo volvió a disparar, aunque en esos momentos el Pucelle estaba tan cerca que sus disparos se dirigieron a las embarcaciones situadas detrás de él.

—¡Venga, adelante! —le gritó Chase a su barco—. ¡Sigue adelante!

Porque ahora había llegado el glorioso momento de la venganza. Había llegado el momento en que el Pucelle, si conseguía abrirse camino, llevaría sus costados a unos escasos palmos de una desprotegida popa enemiga y una desprotegida proa enemiga. Entonces, tras haber soportado el castigo durante tanto tiempo, podía barrer dos barcos a la vez, arrancando sangre, hueso y madera con su propio metal conducido por el fuego.

—¡Que hablen de una vez las balas! —gritó Chase—. ¡Háganlas hablar!

«Que se desangren esos cabrones», pensó vengativamente. Que lamentasen haber nacido y que fuesen condenados a un feroz infierno por el daño que ya habían hecho a su barco. Se oyó un ruido de algo destrozado o astillado cuando el bauprés del Pucelle se enredó con el bauprés del barco español, pero entonces el botalón de foque de la embarcación española se rompió del todo y la maltrecha proa del Pucelle se colocó en el hueco, la verga rota de su sobrecebadera rasgó la bandera francesa y el primero de sus cañones pudo cumplir con su función.

—¡Y ahora mátenlos! —gritó Chase con una sensación de alivio que le recorrió el cuerpo, pues al fin podía defenderse—. ¡Ahora mátenlos!

Lord William se había negado a permitir que la doncella de su esposa se refugiara en el «escondite de la dama» y le había dicho a la chica en tono perentorio que buscara un lugar más a proa en la bodega del Pucelle.

—Bastante malo es —le dijo a su esposa— estar obligados a permanecer en este lugar como para tener que compartirlo con sirvientes.

El escondite de la dama era el extremo popel de la bodega del Pucelle, un espacio triangular hecho allí donde el casco aguantaba el timón. Su mamparo delantero lo formaban las estanterías en las que se almacenaba el equipaje vacío de los oficiales, lugar donde Malachi Braithwaite había buscado el memorándum el día de su muerte. El suelo lo constituían los abruptamente inclinados costados del barco y, aunque el capitán Chase había ordenado que se colocara un pedazo de vela vieja en el agujero para que proporcionara un rudimentario confort, lord William y lady Grace seguían viéndose obligados a sentarse incómodamente contra las planchas inclinadas, bajo la pequeña escotilla que conducía a la santabárbara de la cubierta del sollado que estaba arriba. Era en la santabárbara donde normalmente se guardaban los pedernales de los cañones y donde podían repararse las pequeñas armas del barco. En esos momentos estaba vacía, aunque el cirujano tal vez la utilizara como lugar para poner a los moribundos.

Lord William se había empeñado en tener dos faroles, que colgó de unos ganchos oxidados que había en el techo del escondite de la dama. Desenfundó su pistola, se la puso en el regazo y la utilizó para apoyar en ella el lomo de un libro que se sacó del bolsillo de la casaca.

—Estoy leyendo la Odisea —le dijo a su esposa—. Pensaba que tendría tiempo libre para leer mucho durante esta travesía, pero el tiempo ha pasado volando. ¿Te ha dado a ti la misma impresión?

—Sí —respondió ella sin ánimo. El sonido de los cañones enemigos quedaba muy amortiguado bajo la línea de flotación.

—Pero me ha complacido descubrir —siguió diciendo lord William—, en los pocos momentos que he podido dedicar a Homero, que mi griego está fresco como siempre. Había unas cuantas palabras que se me escapaban, pero el joven Braithwaite sí las recordaba. No era de gran utilidad, Braithwaite, pero su griego era excelente.

—Era un hombre odioso —dijo lady Grace.

—Ignoraba que te hubieras fijado en él… —dijo lord William, y movió el libro para que la luz del farol cayera sobre la página. Siguió las líneas con el dedo al tiempo que articulaba las palabras en silencio.

Lady Grace prestó atención a los cañones y se sobresaltó cuando el primer disparo alcanzó al Pucelle e hizo temblar todas las maderas del barco. Lord William se limitó a alzar una ceja y de inmediato prosiguió con su lectura. Más proyectiles alcanzaron su objetivo, su sonido apagado por las cubiertas de más arriba. Enfrente de lady Grace, allí donde el forro del casco se unía a una cuaderna, el agua entraba por una juntura y cada vez que una ola pasaba bajo el casco el agua llenaba la juntura y luego corría hacia abajo hasta desaparecer en la bodega, más allá de las estanterías para el equipaje. Ella reprimió el impulso de poner el dedo en la juntura, que se había rellenado con una tira estrecha de estopa deshilachada, y recordó que Sharpe le había contado que cuando era niño en la inclusa lo habían obligado a deshacer grandes esteras de cuerda embreada que se habían utilizado como defensas en los muelles de Londres. Su trabajo había consistido en extraer las hebras de cáñamo, que luego se vendían a los astilleros, que las utilizaban para calafatear las planchas. Todavía tenía las uñas negras y desastradas, aunque eso, le había dicho él, era el resultado de disparar un mosquete de chispa. Pensó en sus manos, cerró los ojos y se sorprendió ante la locura que la había embargado. Seguía siendo esclava de aquella locura. El barco volvió a sacudirse y de pronto le sobrevino el terror a quedar atrapada en aquel abarrotado espacio mientras el Pucelle se hundía.

—Estoy leyendo sobre Penélope —dijo lord William sin hacer caso del estruendo producido cada vez que una bala enemiga golpeaba al Pucelle, lo que sucedía con frecuencia—. Es una mujer extraordinaria, ¿verdad?

—Siempre lo he pensado —respondió lady Grace abriendo los ojos.

—¿Tú no dirías que es la quintaesencia de la fidelidad? —preguntó lord William. Grace miró a su marido a los ojos. Estaba sentado a su izquierda, apoyado en el lado opuesto de aquel estrecho espacio. Parecía divertirse.

—Siempre se ha alabado su fidelidad —respondió ella.

—¿Te has preguntado alguna vez, querida, por qué te llevé a la India? —inquirió lord William mientras cerraba el libro tras marcar cuidadosamente el punto con lo que parecía ser una carta doblada.

—Espero que porque podía serte de utilidad —contestó ella.

—Y lo fuiste —dijo lord William—. Nuestras necesarias visitas fueron atendidas como es debido y no tengo ni una sola queja sobre el modo en que organizaste nuestra casa.

Grace no dijo nada. El timón, que tan cerca estaba a sus espaldas, crujía en sus pinzotes. El cañoneo enemigo era una constante sucesión de apagados golpes sordos que en ocasiones se elevaban en un estruendoso crescendo para volver a decrecer de nuevo a unos estallidos más regulares.

—Pero, por supuesto —siguió diciendo lord William—, un sirviente puede llevar una casa igual de bien que una esposa, si no mejor. No, querida, confieso que no fue por ese motivo por lo que deseaba que me acompañaras, sino más bien, y perdóname, porque temía que te resultara difícil imitar a Penélope si te dejaba en casa por un periodo tan largo de tiempo.

Grace, que hasta ese momento había estado mirando el agua brotar y derramarse por la juntura, miró entonces a su marido.

—Me estás ofendiendo —dijo ella en tono gélido.

Lord William hizo caso omiso de sus palabras.

—Al fin y al cabo, Penélope —continuó— permaneció fiel a su marido durante todos los años de su largo exilio, pero, ¿demostraría la misma paciencia una mujer moderna? —Lord William fingió reflexionar sobre la cuestión—. ¿Tú qué crees, querida?

—Creo —replicó ella agriamente— que debería estar casada con Odiseo para responder a esa pregunta.

Lord William se rió.

—¿Y eso te gustaría, querida? ¿Te gustaría estar casada con un guerrero? Aunque, ¿es realmente Odiseo un guerrero tan magnífico? A mí siempre me pareció que más que soldado es un embaucador.

—Es un héroe —insistió Grace.

—Tal como lo son, no me cabe duda, todos los maridos para sus mujeres —dijo lord William en tono apacible, y levantó la vista hacia los baos de cubierta cuando un doble golpe sacudió el barco. Una ola levantó la popa y le obligó a extender una mano para no perder el equilibrio. Unos pies se arrastraban por la cubierta de arriba, allí donde los primeros heridos del barco pasaban por el cuchillo del cirujano. Luego un estallido particularmente fuerte que sonó muy cerca hizo que lady Grace soltara un grito. Se oyó un sonido que no presagiaba nada bueno: el del agua entrando a borbotones. El sonido cesó de pronto cuando el carpintero encontró el agujero en la línea de flotación del barco y a golpes de martillo colocó un tapa-balazos con la forma adecuada en el agujero que había abierto el proyectil. Lady Grace se preguntó a qué distancia de la línea de flotación se encontrarían. ¿A un metro y medio, quizá? El capitán Chase tenía la certeza de que ninguna bala podía penetrar en el escondite de la dama y había explicado que el agua del mar disminuía la velocidad de las balas de forma instantánea, pero aquellos terribles sonidos sugerían que cualquier parte del Pucelle podía resultar dañada. Las bombas del barco traqueteaban, aunque cuando el Pucelle abriera fuego los hombres iban a estar demasiado atareados con los cañones como para molestarse con las bombas. El barco estaba lleno de ruidos: el crujido de las raíces de los mástiles en la bodega, el borboteo del agua, las succiones de la bomba, los quejidos de los tensos maderos, el chirrido del timón en sus enganches metálicos, el estallido de los cañones enemigos y el destructivo estrépito de las balas que alcanzaban su objetivo. Lady Grace, agredida por aquella cacofonía, tenía una mano en la boca y otra apretada contra el vientre donde llevaba al hijo de Sharpe.

—Aquí estamos completamente seguros —tranquilizó lord William a su esposa—. El capitán Chase me ha asegurado que nadie muere bajo la línea de flotación. Aunque ahora que lo pienso, querida, eso precisamente fue lo que le ocurrió al pobre Braithwaite. —Lord William juntó las manos con fingida devoción—. Lo mataron bajo la línea de flotación —entonó.

—Se cayó —dijo lady Grace.

—¿Ah, sí? —preguntó lord William en un tono que daba a entender lo mucho que estaba disfrutando con aquella conversación. Un golpe atronador sacudió el barco y a continuación se oyó el ruido de algo que raspaba con fuerza y rapidez contra el casco. Lord William se puso más cómodo—. Debo confesar que a veces me he preguntado si, en efecto, se cayó.

—¿Y de qué otro modo pudo haber muerto? —preguntó lady Grace.

—Ésa sí que es una pregunta contundente, querida. —Lord William fingió pensar en ello unos momentos—. Por supuesto, la muerte de ese desventurado podría interpretarse de modo completamente distinto si descubriéramos que alguien de a bordo le tenía especial antipatía. Como tú, por ejemplo. Me dijiste que era odioso.

—Lo era —dijo lady Grace con amargura.

—Pero no creo que hubieras podido matarlo tú —añadió lord William con una sonrisa—. Tal vez tenía otros enemigos… Unos enemigos que podrían hacer que su muerte pareciera un accidente… En el improbable caso de que pudiera haberse encontrado con el joven Braithwaite, Odiseo seguramente no hubiera tenido ningún problema en ocultar un asesinato como ése.

—Se cayó —insistió lady Grace en tono cansado.

—Y no obstante, no obstante… —dijo lord William con el ceño fruncido y en actitud pensativa—. Confieso que Braithwaite no me caía muy bien. Su patética ambición resultaba demasiado manifiesta para mi gusto. Era poco delicado y no podía disimular su ridícula envidia de la clase privilegiada. Una vez en Inglaterra me hubiera visto obligado a prescindir de sus servicios. Sin embargo, debía de merecerle mejor opinión que la que yo tenía de él, porque decidió confiar en mí.

Lady Grace miró a su esposo. Al balancearse, los faroles hacían que las sombras a ambos lados de su cuerpo se movieran de manera inquietante. Una bala de cañón alcanzó con un golpe sordo la cubierta inferior que se hallaba encima de ellos y las cuadernas del barco llevaron el áspero sonido hasta el escondite de la dama, pero por una vez lady Grace no se estremeció con el ruido. Arañaba unas briznas de esparto con la mano derecha mientras intentaba imaginarse cómo se sentiría un niño pequeño en una fría inclusa.

—Quizá no fuese exactamente que confiara en mí —dijo lord William en tono pedante—, porque, por supuesto, yo no di pie a intimidad ninguna, pero él tenía el presentimiento de que iba a morir. ¿Crees que tal vez poseía facultades premonitorias?

—No sé nada de él —repuso Grace con frialdad.

—Casi siento lástima por él —dijo lord William—, porque vivía atemorizado.

—Una travesía por mar puede engendrar nerviosismo —comentó lady Grace.

—Tenía tanto miedo —prosiguió lord William ignorando con despreocupación las palabras de su esposa— que antes de morir dejó una carta sellada entre mis papeles. «Para ser abierta en caso de mi fallecimiento», se leía en la carta —dijo con aire despectivo—. Una instrucción muy dramática, ¿no te parece? Tan dramática que dudé en obedecerla, pues esperara que no contuviera nada más que sus patéticos rencores y justificaciones. La verdad es que me aterraba tanto la idea de saber de Braithwaite después de muerto que me faltó muy poco para arrojar la carta por la borda, pero un cristiano sentido del deber hizo que le prestase atención, y confieso que lo que escribió no carecía de interés. —Lord William sonrió a su esposa y a continuación sacó con delicadeza el papel doblado de entre las páginas de su Odisea—. Aquí, querida, está el legado de Braithwaite a nuestra felicidad conyugal. Léelo, por favor, pues tenía muchas ganas de conocer tu interpretación del contenido. —Le tendió la carta, y aunque lady Grace vaciló y el alma pareció que le huía, supo que debía obedecer. O eso o escuchar mientras su marido leía la carta en voz alta, de modo que, sin decir ni una palabra, cogió el papel.

Su esposo cerró la mano en torno a la empuñadura de su pistola.

El bauprés del Pucelle rompió el botalón de foque del barco español.

Y lady Grace leyó su sino.

La popa del barco francés estaba tan cerca que Sharpe tuvo la sensación de que si alargaba la mano la podría tocar. Llevaba el nombre escrito en letras de oro y estaba situado sobre una franja negra y entre dos juegos de ventanas de popa magníficamente doradas: Neptune. Los británicos tenían un Neptune en la batalla, un barco de tres puentes con noventa y ocho cañones y aquel Neptune era un dos puentes, aunque Sharpe tenía la impresión de que era más grande que el Pucelle. Su popa se alzaba unos treinta centímetros o más por encima del castillo de proa del Pucelle y los marineros franceses armados con mosquetes se alineaban en ella. Sus balas estallaban en cubierta o se hundían en las batayolas. Justo debajo del humo de los cañones enemigos había un escudo tallado en el coronamiento de popa. El escudo estaba coronado por una águila y a ambos lados del emblema había unos haces de banderas de madera, todas ellas, al igual que el propio escudo, pintadas con los tres colores de Francia, pero la pintura se había desgastado y Sharpe vio los desvaídos trazos dorados de la vieja flor de lis de los monárquicos por debajo del rojo, el blanco y el azul. Disparó su mosquete y el humo emborronó la vista; entonces Clouter, que había esperado a propósito a que su carronada pudiera disparar directamente sobre la línea de crujía del Neptune francés, tiró de la cuerda de disparo.

Ése fue el primer cañón del Pucelle que disparó; tras disparar, retrocedió sobre su cureña con un chirrido y soltando una nube de humo negro. Los infantes de marina franceses desaparecieron, envueltos en una ensangrentada niebla por el barril lleno de balas de mosquete que se había cargado sobre la bala maciza, que destrozó el escudo pintado y luego alcanzó el palo de mesana con un estallido que quedó ahogado por los primeros cañones disparados desde las cubiertas inferiores del Pucelle.

Dichos cañones estaban cargados con dos proyectiles y en todos ellos se había atacado un montón de metralla encima de las balas gemelas; dispararon directamente contra las ventanas de popa del barco francés. Los cristales y sus marcos desaparecieron cuando los pesados misiles cruzaron a toda velocidad toda la eslora de las dos cubiertas de batería del Neptune. Los tubos de los cañones fueron arrojados fuera de sus cureñas, los hombres quedaron destripados y los disparos siguieron sucediéndose, cañón tras cañón, mientras el Pucelle, lenta, muy lentamente, avanzando al paso de un anciano, pasó poco a poco junto a la popa para que las sucesivas portas de babor apuntaran a su objetivo. Los cañones de estribor disparaban contra la proa del barco español, destrozando la pesada madera y enviando sus mortíferas balas contra sus cubiertas de batería. El Pucelle repartía muerte a diestro y siniestro, y de sus costados salían unas nubes de humo que empezaban en la proa y llegaban hasta la popa.

El palo de mesana del Neptune cayó por encima de la borda. Sharpe oyó los gritos de los tiradores que había en las jarcias, los vio caer y atacó otra bala en su mosquete. La carronada de estribor, que al igual que la de Clouter estaba cargada con balas de mosquete y una bala enorme, había despejado de marineros el castillo de proa de la nave española. La sangre chorreaba por sus imbornales, y el mascarón de proa del monje con la cruz había quedado hecho trizas. Había un gran crucifijo sujeto al palo de mesana del barco español, pero cuando las carronadas de popa de Chase arremetieron contra la más pequeña eslora del barco, arrancaron el brazo izquierdo del Cristo que colgaba y luego le rompieron las piernas.

El Pucelle había desgarrado parte de la bandera de la embarcación francesa mientras que el resto estaba en el agua con el palo de mesana caído. Chase quería hacer virar su barco a babor, abarloar al Neptune y convertirlo en una ruina ensangrentada, pero la nave española, más pequeña, chocó contra el Pucelle e inadvertidamente lo hizo girar a estribor. Se oyeron sonidos de desgarro, chirridos y crujidos cuando los dos cascos rozaron el uno contra el otro; entonces el capitán español, temiendo un abordaje, puso las gavias en facha y el barco más pequeño quedó rezagado a popa. Se habían cerrado sus portas de estribor, pero se abrieron unas cuantas cuando los artilleros supervivientes acudieron desde babor. Los cañones abrieron fuego contra el Pucelle. Los infantes de marina del capitán Llewellyn disparaban hacia las jarcias de la nave española. El humo oscureció el barco más pequeño. Chase pensó en meter a barlovento y acercarse a él, pero ya había pasado de largo, de modo que le gritó al timonel que virara en dirección norte, hacia el caldero de fuego y humo que rodeaba al Victory. El casco del buque insignia no se veía entre aquella hedionda niebla, pero Chase creía, a juzgar por los mástiles, que tenía a un barco francés a cada lado.

—Recojan las alas —ordenó. Dichas velas, que sobresalían a ambos lados del barco, sólo resultaban útiles con viento de popa, y el Pucelle iba a virar para que la suave brisa viniera de babor. Los marineros de las velas se movieron en tropel por las vergas. Uno de ellos, alcanzado por una bala de mosquete, se vino abajo en la verga mayor y a continuación cayó dejando un largo reguero de sangre en la vela mayor.

Debido a que llevaba a rastras el palo de mesana, la velocidad del Neptune francés había disminuido. Su tripulación cortaba las jarcias caídas con hachas para tratar de soltar el mástil roto y que cayera por la borda. El Pucelle se hallaba entonces frente a su aleta y los artilleros de babor de Chase habían recargado y arrojado una bala tras otra contra el barco francés, disparando a través de la persistente humareda de su primera andanada. El ruido de los cañones inundaba el cielo, hacía temblar el mar, zarandeaba el barco. Clouter había recargado la carronada de babor, una tarea lenta; sin embargo, no había ningún objetivo cerca y no estaba dispuesto a malgastar la gigantesca bala contra el Neptune, que por fin se había desprendido de los restos de su mástil y se alejaba. Atacó otro barril de balas de mosquete dentro del corto tubo y aguardó a que otro objetivo se pusiera al alcance de la corta arma.

De pronto, el Pucelle se encontró en una zona de mar abierto sin ningún enemigo cercano. Había atravesado la línea, pero el Neptune se había ido hacia el norte y el barco español había desaparecido en medio del humo a popa; al frente no había ninguna embarcación excepto una fragata enemiga que estaba a un cuarto de milla de distancia, y los navíos de línea no se rebajan a luchar contra fragatas cuando hay buques de guerra con los que combatir. Una larga línea de barcos de guerra franceses y españoles se acercaba desde el sur, pero ninguno de ellos estaba a tiro, de modo que Chase siguió adelante hacia la arremolinada humareda, iluminado por las llamaradas de los cañones, que señalaban el lugar en el que se encontraba el atribulado buque insignia de Nelson. Era posible recibir honores al derrotar a un buque insignia, y el Victory, al igual que el Royal Sovereign, atraía a los barcos enemigos como a moscas. Otros cuatro barcos británicos combatían cerca del Victory, pero el enemigo contaba con siete u ocho y durante un buen rato no llegaría más ayuda, porque el Britannia era muy lento. El Neptune francés parecía avanzar para unirse a la refriega, de modo que Chase lo siguió. Los marineros de las velas, que eran pocos porque la mayoría estaban a los cañones, cazaron escotas al tiempo que el Pucelle viraba. El mar estaba lleno de restos flotantes. Dos cadáveres pasaron empujados por la corriente. Una gaviota se posó sobre uno de ellos; de vez en cuando picoteaba el rostro de aquel hombre desgarrado por los disparos y que el mar había dejado blanco.

A los heridos del Pucelle los llevaban abajo y a los muertos los echaban por la borda. El tubo del cañón que había sido desmontado de su cureña se amarró bien para que no se moviera con el balanceo del barco y aplastara a algún marinero. Los tenientes redistribuyeron a los artilleros entre las dotaciones de los cañones asignando más efectivos a aquellas en las que había habido más muertos o heridos. Chase miró hacia popa, al barco español.

—Tendría que haberme puesto a su lado —le dijo a Haskell con arrepentimiento.

—Habrá otros, señor.

—¡Por Dios y todos los santos que hoy quiero una presa! —exclamó Chase.

—Hay más que suficientes, señor.

En aquellos momentos el barco enemigo más próximo era un dos puentes situado al lado del Victory, una embarcación más grande. Chase vio salir el humo de los cañones del Victory por el estrecho espacio que había entre los dos barcos y se imaginó el horror de las cubiertas inferiores de la nave francesa cuando las tres andanas de cañones británicos destrozaban hombres y madera, pero también vio que las cubiertas superiores del barco francés estaban abarrotadas de gente. Por lo visto, el capitán francés había abandonado del todo las cubiertas de batería y había reunido a toda su tripulación en el castillo de proa, la cubierta de intemperie y el alcázar, donde estaban armados con mosquetes, picas, hachas y alfanjes.

—¡Quieren abordar el Victory! —exclamó Chase señalando con el dedo.

—Por Dios, señor, es cierto.

Chase no veía el nombre del barco francés porque el humo de la pólvora se arremolinaba en torno a su popa, pero estaba claro que su capitán era un hombre audaz, puesto que estaba dispuesto a perder su propio barco si de ese modo podía capturar el buque insignia de Nelson. Sus marineros habían enganchado al más grande, el Victory, con los rezones y tiraban de él para acercarlo, sus artilleros habían cerrado las portas y agarrado sus alfanjes y entonces los franceses buscaron la manera de pasar a la cubierta de Nelson. El Victory era más alto que la embarcación francesa y los entrantes de los costados de ambos barcos hacían que, aunque sus cascos se tocaran, las barandas siguieran estando a unos nueve metros o más de distancia. Los cañones del Victory seguían vapuleando el casco del barco francés, que tenía a montones de hombres en las jarcias, unos hombres que lanzaban un mortífero fuego de mosquete contra las expuestas cubiertas del buque insignia. Casi habían despejado esas cubiertas, por lo que entonces los británicos luchaban desde sus cubiertas inferiores mientras los franceses buscaban la manera de cruzar alas prácticamente desprotegidas cubiertas superiores del buque insignia. El capitán francés pretendía arrojar a cientos de hombres sobre el Victory. Lograría fama, sería almirante antes de acabar el día y se llevaría a Nelson prisionero a Cádiz.

Chase había trepado unos cuantos palmos por los obenques del palo de mesana para ver lo que ocurría y lo que vio lo dejó consternado. No veía al almirante ni al capitán Hardy. Unos cuantos infantes de marina con casaca roja estaban agachados a cubierto de las carronadas y respondían con un débil fuego al azote de la mosquetería que seguía cayendo desde los mástiles franceses, en tanto que en el extremo más alejado del Victory otro barco enemigo disparaba contra su casco.

Chase bajó de las jarcias.

—Una cuarta a estribor —le dijo al timonel, y entonces cogió un megáfono de la destrozada baranda—. ¡Clouter! ¿Tiene cargadas balas de mosquete?

—¡Hasta los topes, señor!

El barco enemigo se hallaba a un centenar de metros de distancia. Ahora que los artilleros de Hardy habían elevado sus tubos todo lo posible, el fuego de artillería del Victory rompía sus cubiertas en sentido ascendente. Se abrieron agujeros en la parte alta de estribor del dos puentes francés: las balas, disparadas contra el lado de babor del barco, lo habían atravesado limpiamente. No obstante, los artilleros británicos estaban disparando a ciegas y los asaltantes se estaban reuniendo en el lado más próximo al Victory, donde no podían llegar los cañones británicos. El capitán francés gritó a sus hombres que bajaran la verga mayor, puesto que eso les serviría de puente hacia la gloria. Sus jarcias se habían enredado con las del Victory, pero las suyas estaban plagadas de marineros y las del Victory estaban vacías. El sonido de los mosquetes crepitaba como espinos ardiendo. Los cañones del Victory producían un profundo estruendo. La madera de la cubierta y el costado del barco francés se astilló cuando los proyectiles se estrellaron contra ella.

Quedaban unos cincuenta metros. El viento era suave y soplaba en contra. El mar estaba cubierto de nubes de humo como cuando se rompe la niebla. El oleaje empujaba al Pucelle hacia el este.

—Una cuarta a babor, John —le dio Chase al timonel—, a babor. Lléveme junto a su aleta. —El humo de la popa del barco francés se hizo menos espeso y Chase vio el nombre del dos puentes que amenazaba con abordar al Victory: el Redoutable. «Muerte al Redoutable», pensó, y en aquel preciso momento los marineros franceses soltaron las drizas de la verga mayor del Redoutable y el gran palo cayó con estrépito sobre las destrozadas batayolas del Victory. Quedó como un tronco envuelto en lona sobre el combés del Redoutable, pero el extremo de babor sobresalía por encima de la cubierta de intemperie del Victory. Era un puente estrecho, pero a los franceses les bastaba.

À l’abordage! —gritó el capitán francés. Era un hombre pequeño con una voz muy potente. Había desenvainado la espada—. À l’abordage!

Sus hombres profirieron una aclamación al tiempo que cruzaban por la verga en multitud. El Pucelle se alzó con una ola.

—¡Ahora! —gritó Chase dirigiéndose al castillo de proa—. ¡Ahora, Clouter, ahora!

Y Clouter vaciló.