Después de anochecer la flota británica viró por avante; la señal se pasó de barco a barco por medio de faroles colgados en las jarcias. En lugar de navegar hacia el norte, la flota puso entonces rumbo al sur, manteniéndose paralela a los barcos enemigos pero fuera de su vista. El viento había amainado, pero un largo oleaje proveniente de la oscuridad del oeste hacía que los lentos y pesados cascos se alzaran y descendieran. Fue una noche larga. Sharpe subió a cubierta en una ocasión. Vio los faroles de popa del Conqueror que se reflejaban en el mar que tenía delante, y luego miró hacia el este cuando una brillante llamarada apareció brevemente en el horizonte. El teniente Peel, abrigado contra el frío, consideró que sería una de las fragatas, que lanzaba luces de bengala para confundir al enemigo.
—Manteniéndolos despiertos, Sharpe, los mantenemos preocupados. —Peel dio unas palmadas con sus manos enguantadas y golpeó los pies contra la cubierta.
—¿Por qué nos dirigimos hacia el sur? —preguntó Sharpe. Estaba temblando. Había olvidado cómo podía llegar a cortar el frío.
—Sólo Dios lo sabe —respondió Peel alegremente—, y no va a decírmelo. No van a hacer frente a una fuerza invasora en el canal, eso seguro. Probablemente se dirigen al Mediterráneo, lo cual significa que mantendrán el rumbo hacia el sur hasta que hayan dejado atrás los bajíos del cabo Trafalgar, luego pueden dirigirse al este hacia los estrechos. ¿Ha mejorado usted con el ajedrez?
—No —respondió Sharpe—, hay demasiadas reglas. —Se preguntó si lady Grace se arriesgaría a acudir a su camarote, aunque lo dudaba, pues el barco, al que la noche envolvía, se hallaba anormalmente concurrido porque los hombres se estaban preparando para la mañana siguiente. Un marinero le trajo una taza de café escocés; él se bebió aquel líquido amargo y luego masticó las endulzadas migas de pan que daban el sabor al café.
—Debo confesar que ésta será mi primera batalla —dijo Peel de pronto.
—Y mi primera batalla en el mar —informó Sharpe.
—Eso te hace pensar —dijo Peel en tono nostálgico.
—Es mejor una vez ha empezado —sugirió Sharpe—. Es la espera lo que se hace difícil.
Peel se rió en voz baja.
—Algún cabrón ingenioso dijo una vez que nada concentra tanto la mente como la perspectiva de que te vayan a colgar por la mañana.
—Dudo que lo supiera —dijo Sharpe—. Además, mañana nosotros vamos a ser los verdugos.
—Sí, es verdad, es verdad —comentó Peel, aunque no podía ocultar los temores que le atormentaban—. Claro que podría ser que no pasara nada —dijo—. Tal vez esos cabrones logren zafarse de nosotros. —Se fue a mirar la aguja y dejó a Sharpe contemplando la oscuridad. Sharpe se quedó en cubierta hasta que ya no pudo aguantar más el frío y se fue a temblar confinado en su catre, que tan horriblemente se asemejaba a un ataúd.
Se despertó justo antes del alba. Las velas se agitaban. Sacó la cabeza por la puerta de su camarote y le preguntó al mayordomo de Chase qué estaba ocurriendo.
—Viramos por redondo, señor. Vamos de nuevo hacia el norte, señor. Ahora viene el café, señor. Café auténtico. Reservé un puñado de granos porque al capitán le gusta su café. Le traeré el agua para que se afeite, señor.
En cuanto se hubo afeitado, Sharpe se puso la ropa, se echó la capa que le habían prestado sobre los hombros y se fue a cubierta, donde se encontró con que, en efecto, la flota había vuelto a virar hacia el norte. El teniente Haskell, que en aquellos momentos era el oficial de guardia, creía que Nelson se había dirigido hacia el sur para perderse de vista al enemigo y que así éste no utilizara la excusa de su presencia para volver a Cádiz, pero cuando los primeros rayos de luz grisácea se filtraron por el horizonte oriental, el almirante había hecho virar a su flota en un intento por situarse entre el enemigo y el puerto español.
El viento seguía siendo suave, de modo que la línea de grandes barcos avanzaba pesadamente hacia el norte a un ritmo más lento que el paso de un hombre. El cielo se iluminó, bruñendo las largas olas con cambiantes franjas en tonos plateados y escarlatas. El Euryalus, la fragata que había perseguido a la flota enemiga desde que ésta había salido de puerto, volvía a estar con la flota, mientras que al este, casi alineándose con el ardiente cielo por donde salía el sol, había una franja de sucias nubes que asomaban por el horizonte: eran las gavias del enemigo, que la distancia hacía borrosas.
—¡Dios mío! —El capitán Chase había aparecido en cubierta y había divisado las lejanas embarcaciones. Parecía cansado, como si hubiera dormido mal, pero iba vestido para la batalla, rindiendo honor al enemigo al haberse ataviado con su mejor uniforme, que normalmente estaba guardado en el fondo de un arcón. El hilo dorado de las charreteras gemelas relucía. Su sombrero adornado con borlas había sido cepillado hasta quedar brillante. Las medias blancas eran de seda, su casaca no estaba descolorida por el sol ni emblanquecida por la sal y la vaina de su espada estaba bruñida, así como las hebillas de sus limpios zapatos—. ¡Dios mío —repitió—, esos pobres hombres!
Las cubiertas de las embarcaciones británicas estaban abarrotadas de marineros, todos ellos mirando hacia el este. El Pucelle había visto a la flota francesa y española el día anterior, pero aquélla era la primera vez que la veían los miembros de la tripulación de los otros barcos de Nelson. Habían cruzado el Atlántico buscando a su enemigo, habían regresado desde las Antillas y, en los últimos días, habían virado por avante y por redondo, habían navegado hacia el este y hacia el oeste, hacia el norte y hacia el sur, y algunos se habían preguntado si el enemigo realmente se había hecho a la mar, pero entonces, como si los hubiera convocado un demonio marino, treinta y cuatro navíos de línea enemigos se asomaron en el horizonte.
—No volverá usted a ver nada parecido —le dijo Chase a Sharpe al tiempo que hacía un gesto con la cabeza hacia la flota enemiga. Su mayordomo había llevado al alcázar una bandeja con tazas de auténtico café y Chase indicó con un ademán que sus oficiales debían servirse primero, luego él tomó la última taza. Levantó la vista hacia las velas, que se tensaban con el viento y a continuación se aflojaban, cuando las intermitentes rachas pasaban—. Nos llevará horas acercarnos a ellos —dijo de mal humor.
—Quizá se acerquen ellos a nosotros —comentó Sharpe, intentando levantarle los ánimos a Chase, que parecían haberse apagado con el amanecer y el penoso viento.
—¿Contra esto que no merece llamarse brisa? Lo dudo —Chase sonrió—. Además, no querrán entrar en combate. Han estado atracados en el puerto, Sharpe. No manejarán bien las velas, tendrán los cañones oxidados y la moral embarrada por los suelos. Preferirán huir.
—¿Y por qué no lo hacen?
—Porque si se dirigen al este desde aquí acabarán en los bancos de arena del cabo de Trafalgar y si huyen hacia el norte o el sur saben que los interceptaremos y los haremos pedazos, y eso significa que no tienen adónde ir. No tienen adónde ir, Sharpe. Nosotros tenemos los indicadores del tiempo, y eso es como dominar el terreno más elevado. Sólo ruego que los alcancemos antes de anochecer. Nelson combatió de noche en el Nilo y fue un triunfo, pero yo preferiría luchar a la luz del día. —Se terminó el café—. ¿De verdad eran los últimos granos? —le preguntó al camarero.
—Sí, señor, aparte de los que se humedecieron en Calcuta, señor, y se están enmoheciendo.
—De todas formas, ¿no se podrían moler? —sugirió Chase.
—Yo no se los daría ni a los cerdos, señor.
El Victory había izado una señal que ordenaba a la columna británica formar en el debido orden, lo cual sirvió para animar a los barcos más lentos a desplegar más velas y cerrar los huecos de la línea, pero entonces aquella señal se arrió y otra ondeó en su lugar.
—Prepárense para la batalla, señor —informó el teniente Connors, aunque no era necesario puesto que todos y cada uno de los hombres de a bordo, excepto los marineros de agua dulce como Sharpe, habían reconocido la señal. Y el Pucelle, al igual que los demás buques de guerra, ya se estaba preparando; de hecho, los marineros llevaban toda la noche preparando su barco.
Se esparció arena por las cubiertas para que los pies descalzos de los artilleros se afirmaran mejor en el suelo. Los coyes de los marineros, como cada mañana, se enrollaron bien apretados y se llevaron a cubierta, donde se colocaron en las batayolas que coronaban la borda. Las hamacas apiñadas, sujetas entre las redes y amarradas bajo una lona que las protegía de la lluvia, servirían de baluarte contra el fuego de mosquete enemigo. Arriba, en la arboladura, un contramaestre dirigía a una docena de hombres que aseguraban las grandes vergas del barco, de las que colgaban las enormes velas con trozos de cadena. Otros marineros manejaban drizas y escotas de repuesto, con lo que a través de las jarcias no dejaban de caer pesados rollos de cuerda que golpeaban contra la cubierta.
—Les gusta destrozarnos los aparejos —le dijo el capitán Llewellyn a Sharpe—. Tanto a los dons como a los franchutes, les gusta disparar contra los mástiles, ¿sabe? De modo que las cadenas evitan que se caigan las vergas y las escotas de repuesto están ahí si los proyectiles rompen las otras. Pero, claro, perderemos uno o dos palos antes de que termine la jornada, Sharpe. ¡Durante la batalla llueven poleas y palos rotos, ya lo creo! —Llewellyn anticipaba aquel peligroso chaparrón con entusiasmo—. ¿Lleva el alfanje afilado?
—No le vendría mal tener mejor filo —admitió Sharpe.
—A proa, en la cubierta de intemperie —dijo Llewellyn—, hay un marinero con una rueda de pedal. Estará encantado de afilárselo.
Sharpe se unió a una cola de marineros. Algunos llevaban alfanjes, otros llevaban hachas y muchos de ellos habían ido a buscar las picas de abordaje que estaban en sus soportes en torno a los mástiles de las cubiertas superiores. Las cabras, que notaban que su rutina había cambiado, balaban lastimeramente. Las habían ordeñado por última vez y en aquellos momentos un marinero se arremangaba antes de sacrificarlas con un largo cuchillo. Estaban desmantelando el pesebre, con su paja peligrosamente combustible, y las reses se envasarían con sal para comerlas en un futuro. El primero de los animales se resistió brevemente; luego el olor a sangre se abrió camino entre el habitual hedor del barco.
Algunos marineros invitaron a Sharpe a que se pusiera el primero de la cola, pero él esperó su turno, mientras los artilleros que había por allí se burlaban de él.
—¿Ha venido a ver una batalla de verdad, señor?
—Nunca ganarán nada sin un verdadero soldado, muchachos.
—Éstos ganarán por nosotros, señor —dijo uno de ellos al tiempo que daba unas palmaditas en la recámara de su veinticuatro libras, sobre la cual alguien había escrito con tiza el mensaje: «Una píldora para Boney». Las mesas de la sala de oficiales, en las que comían los artilleros, las bajaron desmontadas a la bodega. Se estaba sacando de las cubiertas que quedaban por encima del agua todo el mobiliario de madera que se podía sacar para que no quedase reducido a astillas, que revoloteaban mortíferamente con cada golpe de proyectil enemigo. También se llevaron el arcón y el catre de Sharpe, así como el elegante mobiliario de las dependencias de Chase. Los preciosos cronómetros y el barómetro los habían empaquetado con paja y los habían bajado a la bodega. Algunas embarcaciones izaban su mobiliario valioso a las jarcias con la esperanza de que allí estaría seguro, en tanto que otras lo confiaban a los botes, que se echaban al agua y se remolcaban a popa para mantenerlos alejados del cañoneo enemigo.
Un cabo de artillería le afiló el alfanje en la muela, comprobó el filo contra su pulgar y a continuación ofreció a Sharpe una sonrisa desdentada.
—Eso les proporcionará a esos cabrones un afeitado que no olvidarán nunca, señor.
Sharpe le dio seis peniques de propina y regresó nuevamente a cubierta, justo a tiempo de ver cómo bajaban trabajosamente los paneles que formaban las paredes de las dependencias de Chase por las escaleras del alcázar de camino a la bodega. Ya se habían desmontado los más sencillos mamparos de madera de los camarotes y la sala de los oficiales situados a popa de la cubierta de intemperie, por lo que entonces Sharpe pudo ver el barco en toda su longitud por primera vez, desde sus amplias ventanas de popa hasta el lugar donde los marineros barrían hasta la última brizna de paja del pesebre, en la proa de la embarcación. Estaban despojando al Pucelle de todos sus detalles y lo estaban convirtiendo en una máquina ofensiva. Subió al alcázar y vio que se hallaba igualmente vacío. El amplio espacio bajo la alargada toldilla, en lugar de albergar camarotes, era entonces una ancha extensión de cubierta abierta desde la rueda del timón hasta las ventanas del camarote de Chase. El comedor del capitán había desaparecido, las dependencias de Sharpe también, los cuadros los habían llevado abajo y el único artículo de lujo que quedaba era la alfombra de lona con recuadros blancos y negros sobre la que se asentaban los dos cañones de dieciocho libras.
Connors, apostado en la toldilla para observar las señales del buque insignia que la fragata Euryalus repetía, lanzó un grito dirigido a Chase.
—Vamos a virar en redondo sucesivamente y a seguir el rumbo del buque insignia, señor —Chase se limitó a asentir con la cabeza y miró al Victory que, en cabeza de la línea, giraba a estribor, de modo que entonces se dirigía directo al enemigo. El viento, si así se le podía llamar, soplaba directamente por detrás de él y el capitán Hardy, obedeciendo sin duda órdenes de Nelson, ya tenía a algunos hombres en las vergas para que extendieran las finas astas de las que colgaría sus alas.
Nueve barcos por detrás del Pucelle, otro tres puentes viró a estribor. Aquél era el Royal Sovereign, el buque insignia del almirante Collingwood, el segundo al mando de Nelson. Su brillante cobre relucía con la luz matinal; las embarcaciones que iban detrás lo seguían hacia el este. Chase desvió la mirada del Victory al Royal Sovereign, y luego volvió a mirar al Victory.
—Dos columnas —dijo en voz alta—, eso es lo que está haciendo. Está formando dos columnas.
Incluso Sharpe lo comprendió. La flota enemiga formaba una línea desigual que se extendía a lo largo de unas cuatro millas por el horizonte oriental y ahora la flota británica estaba virando para dirigirse directa hacia esa línea. Los barcos giraron sucesivamente, los que se encontraban al frente de la flota describiendo una curva para alinearse detrás del Victory y los que estaban detrás siguiendo la estela del Royal Sovereign, de modo que las dos cortas hileras de embarcaciones se dirigían directamente hacia el enemigo como un par de cuernos arremetiendo contra un escudo.
—Cuando hayamos virado largaremos las alas, señor Haskell —dijo Chase.
—A la orden, mi capitán.
El Conqueror, el quinto barco de la columna de Nelson y que iba inmediatamente por delante del Pucelle, viró hacia el enemigo, mostrándole a Sharpe su largo costado pintado con franjas negras y amarillas. Las portas del Conqueror, situadas todas en las franjas amarillas, estaban pintadas de negro, lo que le daba un aspecto semejante a un damero.
—Sígalo, timonel —dijo Chase, y a continuación se dirigió hacia la mesa que había detrás de la rueda del timón, donde estaba abierto el cuaderno de bitácora. Mojó la pluma en la tinta y realizó una nueva entrada. «6:49 de la mañana. Viramos al este hacia el enemigo». Chase dejó la pluma, luego se sacó del bolsillo un pequeño cuaderno de notas y un lápiz—. ¡Señor Collier!
—¿Señor? —El guardiamarina estaba pálido.
—Voy a pedirle, señor Collier, que tome esta libreta y este lápiz y copie todas las señales que vea durante el día de hoy.
—¡A la orden, mi capitán! —respondió Collier a la vez que tomaba el cuaderno y el lápiz de manos de Chase.
El teniente Connors, el oficial de señales, oyó la orden desde su posición en la cubierta de toldilla. Pareció ofendido. Era un joven inteligente, tranquilo, concienzudo y pelirrojo. Chase, al advertir su descontento, subió junto a él.
—Sé que anotar las señales es responsabilidad suya, Tom —le dijo en voz baja—, pero no quiero que el joven Collier dé demasiadas vueltas a la cabeza. Manténgalo ocupado, ¿de acuerdo? Deje que piense que está haciendo algo útil y así no se preocupará tanto por si lo matan.
—Por supuesto, señor —dijo Connors—. Lo siento, señor.
—Buen chico —repuso Chase dándole unas palmaditas en la espalda. Luego volvió a bajar corriendo al alcázar y miró al Conqueror que acababa de completar su viraje—. ¡Ahí va Pellew! —exclamó—. ¿Ve lo bien que extienden las alas sus marineros? —Los foques volantes del Conqueror, que sobresalían a ambos lados de sus enormes velas de cruz, no pudieron atrapar la brisa y los cazaron.
—Ahora es una carrera —dijo Chase—: maricón el último. ¡Vamos, con brío! ¡Con brío! —gritó a los marineros de la verga mayor, que habían sido muy lentos al soltar las vergas del ala del Pucelle. Sin duda Chase estaba pensando que Israel Pellew, el hombre de Cornualles que estaba al mando del Conqueror, lo estaría observando con ojo crítico, pero las vergas se soltaron con bastante destreza y, una vez finalizado el giro hacia el este, las velas cayeron con un gran golpeteo antes de que los marineros de cubierta las izaran y las tensaran. El enemigo aún se encontraba más abajo del horizonte y el viento era apenas un susurro—. Va a ser un camino largo y difícil —dijo Chase compungido—, un camino muy largo y muy difícil. ¿Está seguro de que no quedan más granos de café? —le preguntó al mayordomo.
—Sólo los que están enmohecidos, señor.
—Pues pruébelos, pruébelos.
Las enseñas británicas aparecieron en las popas de las embarcaciones. Aquel día, satisfaciendo los deseos de Nelson, todos y cada uno de los barcos llevaban la enseña blanca. Chase estaba preparado para izar la enseña roja en el palo de mesana, pues el comandante del puesto en las Indias Orientales había sido contralmirante de los rojos, pero al ver romper el blanco en la popa del Conqueror ordenó que se trajera esa bandera del almacén. Incluso Collingwood, vicealmirante de los azules, había izado la bandera blanca querida por Nelson en el palo de mesana del enorme tres puentes Royal Sovereign. Las banderas de la Unión se izaron en el mastelerillo de proa y en el estay del mastelero mayor, de modo que cada barco enarbolaba tres banderas. Tal vez los disparos echaran abajo dos mástiles, pero la bandera de Gran Bretaña seguiría ondeando.
Los infantes de marina desenrollaban las cuerdas de los rezones que habían colgado de las batayolas. Los rezones eran unos ganchos de tres púas que podían arrojarse contra las jarcias del enemigo para acercarlo y abordarlo. Las tinas de madera de cubierta, en las que normalmente se dejaban las velas escotas enrolladas, se estaban trasladando abajo. Algunos barcos habían arrojado las suyas por la borda, pero Chase consideraba que eso era un despilfarro.
—Pero a la puesta de sol, si Dios quiere, poseeremos el suficiente aprovisionamiento francés y español como para equipar dos buques de guerra. —Se dio la vuelta y se quitó el sombrero para saludar a lady Grace, que había aparecido en cubierta acompañada de su marido—. Le pido disculpas, señora, por haber desmantelado su camarote.
—Parece ser que hoy Gran Bretaña tiene una manera mejor de aprovechar el espacio… —repuso ella, divertida.
—Volverán a tener intimidad en cuanto nos hayamos ocupado de esos tipos —dijo Chase señalando con un gesto de la cabeza hacia la flota enemiga—, aunque cuando estemos al alcance de los cañones, señora, deberé insistir en que se retire bajo la línea de flotación.
—Preferiría ofrecer mis servicios al cirujano —repuso lady Grace.
—La bañera puede caer bajo fuego, señora —dijo Chase—, sobre todo si el enemigo baja sus cañones. Sería negligente por mi parte si no insistiera en que se refugiara en la bodega. Haré que le preparen un sitio.
—Irás a la bodega, Grace —dijo lord William—, tal como te ordena el capitán.
—Y tal como debería hacer también usted, milord —añadió Chase.
Lord William se encogió de hombros.
—Sé disparar un mosquete, Chase.
—No tengo ninguna duda de ello, milord, pero debemos evaluar si es usted más valioso para Gran Bretaña vivo o muerto.
Lord William asintió con un movimiento de cabeza.
—Si usted lo dice, Chase… —¿Estaba aliviado? Sharpe no lo sabía, pero lo que estaba claro es que lord William no estaba haciendo ningún esfuerzo para convencer a Chase de que lo dejara quedarse en cubierta—. ¿Cuánto falta para acercarse a ellos? —preguntó lord William.
—Cinco horas al menos —respondió Chase—, probablemente seis. —Un marinero estaba echando la corredera, que traía malas noticias cada vez que la lanzaban. Dos nudos se deslizaban entre sus dedos, a veces tres, pero la embarcación iba muy lenta a pesar de que Chase estaba atiborrando los mástiles de velas. Sharpe se quedó a unos diez pasos de lady Grace, sin atreverse a mirarla pero sumamente consciente de su presencia. ¡Embarazada! Sintió que el corazón le daba un vuelco con una extraña alegría, pero a continuación se estremeció, al darse cuenta de que pronto se separarían, ¿y qué le pasaría a su hijo entonces? Tenía la mirada fija en la cubierta de intemperie, donde dos artilleros colocaban los pedernales en los cañones. Otro artillero obtuvo permiso para subir al alcázar y armar los doce cañones de dieciocho libras y las cuatro carronadas de treinta y dos libras. Había otras dos brutales carronadas apostadas en el castillo de proa. Tenían un tubo corto y una boca ancha, y eran capaces de arrojar una terrible embestida de balas de cañón y de mosquete contra una cubierta enemiga.
En aquellos momentos había una docena de artilleros en las dependencias de Chase, que estaban maravillados ante los baos dorados y las ventanas delicadamente grabadas. Junto a cada uno de los cañones se colocaron unas pequeñas tinas de agua para limpiar las piezas o aplacar la sed de los servidores. Otros hombres arrojaban agua en las cubiertas y en los costados del barco para que la madera húmeda no se incendiara con facilidad. Se habían dispuesto unas tinas medio llenas de agua y cubiertas con una tapa perforada a través de la cual se colgaba una mecha de combustión lenta por si acaso se rompía un pedernal. Abajo, en la cubierta del sollado, los marineros enrollaban el cable de un ancla para construir una cama gigantesca donde pudieran yacer los heridos mientras esperaban para ser visitados por Pickering, el cirujano, que cantaba mientras disponía sus cuchillos, sierras, sondas y tenazas. El carpintero estaba colocando tapabalazos por toda la cubierta del sollado. Los tapabalazos eran unos grandes conos de madera, untados con una gruesa capa de sebo, que podían introducirse en cualquier agujero que se hiciera cerca de la línea de flotación. Se prepararon cuerdas de recambio para el timón de manera que, si un proyectil rompía la rueda del mismo o una bala de cañón cortaba la cuerda de la caña, el barco pudiera gobernarse desde la cubierta de intemperie. Unos cubos de cuero contra incendios, la mayoría de ellos llenos de arena, habían sido colocados en grupos. Los grumetes servidores de la pólvora, unos chicos de diez u once años, llevaban las primeras cargas desde los pañoles. Chase había ordenado traer las bolsas azules, que eran el tamaño medio de carga. Las cargas de pólvora más grandes, que iban en bolsas de color negro, se utilizaban para disparar de lejos, las azules eran más que adecuadas para un combate a corto alcance, en tanto que las bolsas rojas, que contenían la carga más pequeña y que normalmente se utilizaban para hacer señales, podían lanzar un proyectil contra el costado de un barco a quemarropa.
—Al final de la jornada —dijo Chase en tono nostálgico—, es probable que estemos poniendo doble carga de bolsas rojas. —De pronto se le iluminó el rostro—. ¡Dios mío, es mi cumpleaños! ¡Señor Haskell! ¡Me debe diez guineas! ¿Recuerda nuestra apuesta? Dije que alcanzaríamos al Revenant el día de mi cumpleaños, ¿verdad que sí?
—Le pagaré con mucho gusto, señor.
—No pagará usted nada, señor Haskell, nada de nada. Si Nelson no hubiera estado ahí, el Revenant se nos habría escapado. No es justo que un capitán gane una apuesta con la ayuda de un almirante. ¡Este café sabe bien! El moho lo hace más sabroso, ¿no le parece?
En la cocina se preparó un último burgoo, en cantidad abundante, con grandes pedazos de carne de cerdo y de ternera que flotaban en la avena grasienta. Sería la última comida caliente que disfrutarían los hombres antes de la batalla, pues los fuegos de la cocina deberían sofocarse por si un disparo enemigo alcanzaba el horno y extendía el fuego por una cubierta de batería donde las bolsas de pólvora esperaban para ser cargadas. Los marineros comieron sentados en cubierta, mientras los segundos contramaestres distribuían una ración doble de ron. Una banda empezó a tocar Conqueror.
—¿Dónde está nuestra banda? —quiso saber Chase—. ¡Que toquen! ¡Que toquen! Me gustaría tener un poco de música.
Pero antes de que pudiera reunirse la banda, el Victory hizo una señal al Pucelle, una señal que el Euryalus repitió.
—¡Nuestro número, señor! —gritó el teniente Connors, y entonces vio la fragata, que daba un amplio rodeo por el lado de babor de la columna de Nelson—. Lo invitan a desayunar con el almirante, señor.
—¿Ah, sí? —Chase parecía estar encantado—. Informe a su señoría de que voy de camino.
Se convocó a la tripulación de la barcaza, mientras ésta, que ya iba a remolque detrás del barco, se alzaba a babor. Lord William, que sin duda esperaba acompañar a Chase al Victory, dio un paso adelante, pero el capitán se volvió hacia Sharpe.
—¿Viene, Sharpe? ¡Pues claro que viene!
—¿Yo? —Sharpe parpadeó, asombrado—. ¡No voy vestido para conocer a un almirante, señor!
—Va bien, Sharpe. Quizá un poco andrajoso, pero bien. —Chase, que con total despreocupación hizo caso omiso de la mal disimulada indignación de lord William, bajó la voz—. Además, esperarán que lleve a un teniente, pero si llevo a Haskell, Peel nunca me lo perdonará, y si llevo a Peel, Haskell se sentirá ofendido, de modo que usted tendrá que servir. —Chase sonrió, pues le agradaba la idea de presentarle a Sharpe a su querido Nelson—. Y usted lo divertirá, Sharpe. Es un hombre perverso, le gustan los soldados. —Chase condujo a Sharpe hacia delante mientras la tripulación de la barcaza, a las órdenes del enorme Hopper, descendía por las escaleras construidas en el costado del Pucelle—. Usted primero, Sharpe —dijo Chase—. Los muchachos se encargarán de que no tome usted un baño.
En aquel entonces, el costado de un barco de guerra se inclinaba abruptamente hacia el interior, pues los barcos estaban construidos para que sobresalieran cerca de la línea de flotación. Esa generosa inclinación hizo que los primeros escalones le resultaran a Sharpe muy fáciles, pero cuanto más se acercaba a la línea del agua, más empinados se volvían los estrechos peldaños. Además, aunque apenas había viento, el Pucelle subía y bajaba con las grandes olas, y también la barcaza bajaba y subía, y Sharpe notaba que las botas resbalaban por los travesaños de madera, resbaladizos a causa de las vegetaciones.
—Quédese ahí, señor —gruñó Hopper, y a continuación gritó—: ¡Ahora! —y dos pares de manos agarraron a Sharpe por los pantalones y la casaca sin ningún miramiento y lo bajaron sin ningún percance a la barcaza. Clouter, el esclavo huido, fue uno de los que le ayudaron y, cuando Sharpe se encontró a sus pies, le sonrió.
Chase descendió ágilmente los escalones, miró una vez hacia la barcaza que cabeceaba y puso los pies con gracia en el último banco de remeros.
—Habrá que darle duro a los remos, Hopper.
—Será muy fácil, señor, muy fácil.
El propio Chase tomó la caña del timón, en tanto que Hopper tomaba asiento en uno de los remos. En realidad, el recorrido era largo, y sería una dura boga, pero la barcaza se fue deslizando junto a los barcos intermedios, y Sharpe pudo levantar la mirada hacia sus descomunales costados listados. Desde la barcaza blanca y roja, allí abajo entre el oleaje, las embarcaciones parecían enormes, pesadas e indestructibles.
—También lo he traído —le dijo Chase a Sharpe con una sonrisa burlona— porque sé que el incluirlo a usted molestará a lord William. Sin duda, él cree que tendría que haber sido invitado, pero, ¡por Dios, cómo hubiera aburrido a Nelson! —Chase saludó con la mano a un oficial que se hallaba en lo alto de la popa de un setenta y cuatro—. Ése es el Leviathan —le dijo a Sharpe—, a las órdenes de Harry Bayntun. Un tipo excelente, ¡excelente! Serví con él en el viejo Bellona. Yo no era más que un jovencito, pero fueron unos tiempos felices, ya lo creo. —La marejada levantó la popa del Leviathan y dejó al descubierto una extensión de cobre verdoso y algas trepadoras—. Además —prosiguió—, Nelson puede serle útil.
—¿Útil?
—Usted a lord William no le cae bien —dijo Chase, sin importarle que lo oyeran Hopper y Clouter, que tenían los dos remos más próximos a la popa—, y eso significa que intentará obstaculizar su carrera. Pero yo sé que Nelson es amigo del coronel Stewart y Stewart es uno de sus extraños fusileros, de modo que tal vez su señoría podría interceder por usted. Claro que lo hará, es la generosidad personificada.
Tardaron media hora en alcanzar al buque insignia, pero al fin Chase condujo la barcaza hacia el costado de babor del Victory y uno de sus marineros se enganchó a sus cadenas de modo que el pequeño bote quedara sujeto justo bajo otra escalera igual de empinada y peligrosa que aquella por la que Sharpe había descendido en el Pucelle. A media escalera había una entrada, pero la puerta estaba cerrada, lo que quería decir que Sharpe habría de trepar hasta arriba del todo.
—Usted primero, Sharpe —dijo Chase—. ¡Salte y agárrese ahí!
—Que Dios me ayude —murmuró Sharpe. Se puso de pie sobre una bancada de remo, giró el alfanje para que no le molestara y saltó hacia la escalera cuando una ola hizo ascender la barcaza. Se agarró con desesperación y luego trepó dejando atrás el marco dorado de la entrada. Desde la cubierta de intemperie una mano lo agarró y tiró de él a través del portalón de entrada, donde una hilera de segundos contramaestres aguardaba para darle la bienvenida a Chase con sus silbatos.
Chase trepó por el costado con una sonrisa en los labios. Un teniente inmaculadamente uniformado lo saludó y luego inclinó la cabeza cuando le presentaron a Sharpe.
—Es usted muy bien recibido, señor —le dijo el teniente a Chase—. Otro setenta y cuatro hoy es como una bendición del cielo.
—Es muy amable por su parte dejar que me sume a las celebraciones —dijo Chase a la vez que se quitaba el sombrero para saludar al alcázar. Sharpe se apresuró a seguir su ejemplo mientras los silbatos del contramaestre emitían su extraño sonido gorjeante. Las cubiertas superiores del Victory estaban atiborradas de artilleros, infantes de marina y marineros encargados de las velas, quienes no hicieron ningún caso de los visitantes, si bien un hombre mayor, un velero a juzgar por las grandes agujas que tenía clavadas en el cabello gris, que llevaba atado en lo alto de la cabeza, sí hizo una reverencia cuando Chase fue conducido al alcázar. Chase se detuvo y chasqueó los dedos—. Prout, ¿verdad? Usted estaba conmigo en el Bellona.
—Lo recuerdo, señor —dijo Prout al tiempo que se apartaba el pelo que le caía por la frente—, y usted no era más que un muchacho, señor.
—Nos hacemos viejos, Prout —dijo Chase—. ¡Nos hacemos viejos, maldita sea! Pero no tanto como para que no podamos darles una paliza a los franceses y a los dons, ¿verdad?
—Los derrotaremos, señor —respondió Prout.
Chase dedicó una sonrisa radiante a su antiguo camarada de a bordo y a continuación se dirigió al alcázar. Éste se hallaba atestado de oficiales, que se descubrieron con educación. A Sharpe lo hicieron pasar junto a la rueda del timón y fue conducido bajo la popa hacia las dependencias del almirante, vigiladas por un único infante de marina vestido con una casaca roja corta sobre la que se cruzaban un par de cinturones blanqueados con caolín. El teniente abrió la puerta sin llamar y acompañó a Chase y a Sharpe por un pequeño dormitorio que había sido despojado de su mobiliario y entonces, de nuevo sin llamar, a un enorme camarote que abarcaba toda la anchura del barco y que estaba iluminado por el amplio despliegue de ventanas de estribor. También habían vaciado de mobiliario aquel camarote, por lo que únicamente quedaba una mesa en el suelo de lona a cuadros blancos y negros. Había dos enormes cañones ya equipados con su pedernal, uno a cada lado de la mesa.
Sharpe vio la silueta de dos hombres perfilada contra la ventana de popa, pero no pudo saber cuál era el almirante hasta que Chase se puso el sombrero bajo el brazo y le hizo una reverencia al más pequeño de los dos, que estaba sentado a la mesa. La luz brillaba por detrás del almirante, Sharpe seguía sin poder verlo con claridad pero se quedó atrás porque no quería importunar. Entonces Chase se dio la vuelta y le indicó con gestos que se acercara.
—Permítame que le presente a un amigo especial, milord. El señor Richard Sharpe. Va de camino para incorporarse a los Rifles, pero hizo un alto lo bastante largo en su camino como para evitarme un episodio bochornoso en Bombay, por lo que le estoy enormemente agradecido.
—¿Usted, Chase? ¿Un episodio bochornoso? ¡Seguro que no! —Nelson se rió y ofreció a Sharpe una sonrisa—. Le estoy de lo más agradecido, Sharpe: no me gusta que mis amigos pasen vergüenza. ¿Cuánto tiempo hace, Chase?
—Cuatro años, milord.
—Él era uno de mis capitanes de fragata —le dijo Nelson a su compañero, un capitán que estaba de pie a su lado—. Estuvo al mando del Spritely y tomó el del Bouvines al cabo de una semana de no estar a mis órdenes. No tuve la oportunidad de felicitarlo, Chase, pero lo hago ahora. Fue una acción encomiable. ¿Conoce usted a Blackwood?
—Me honra conocerlo —dijo Chase con una inclinación de cabeza dirigida al honorable Henry Blackwood, que estaba al mando de la fragata Euryalus.
—El capitán Blackwood ha estado pegado a las faldas del enemigo desde que salieron de Cádiz —dijo Nelson afectuosamente—, y ahora nos ha reunido, Blackwood, de manera que su trabajo ya está hecho.
—Confío en que tendré el honor de hacer algo más, milord.
—Sin duda, lo tendrá, Blackwood —respondió Nelson, y señaló las sillas—. Siéntese, Chase. Y usted también, señor Sharpe. Café tibio, pan duro, carne fría y naranjas frescas; no es un gran desayuno, me temo, pero me han dicho que la cocina está cerrada. —La mesa estaba puesta y entre los platos y cuchillos descansaba la espada del almirante dentro de su vaina adornada con piedras preciosas—. ¿Cómo está de provisiones, Chase?
—Se están agotando, señor. Hay agua y carne de ternera para dos semanas, tal vez.
—Tiempo suficiente, tiempo suficiente. ¿Y de tripulación?
—Me llevé a una veintena de buenos marineros de un barco de la Compañía de las Indias Orientales, milord, y me bastan.
—Bien, bien —dijo el almirante, y entonces, en cuanto su mayordomo hubo traído el café y la comida a la mesa, le preguntó a Chase sobre su viaje y la persecución del Revenant. Sharpe, sentado a la izquierda del almirante, lo observaba. Sabía que había perdido la visión de un ojo, pero resultaba difícil decir de cuál, aunque al cabo de un rato vio que el ojo derecho tenía una pupila anormalmente grande y oscura. Tenía un cabello cano y alborotado que enmarcaba un rostro delgado y extraordinariamente expresivo, que reaccionó a la historia de Chase con preocupación, placer, diversión y sorpresa. Rara vez interrumpió a Chase, aunque sí detuvo el relato en una ocasión para pedirle a Sharpe que trinchara la ternera—. Y quizá podría cortarme también un poco de pan, señor Sharpe, si es usted tan amable. Es por mi brazo, ¿comprende? —y se tocó la manga derecha, que estaba vacía y prendida a una casaca en la que brillaban unas estrellas de piedras preciosas—. Es usted muy amable —le dijo cuando Sharpe obedeció—. Prosiga, Chase.
Sharpe había esperado sentirse intimidado por el almirante, quedarse mudo ante su presencia, pero en lugar de eso se encontró con que experimentaba un sentimiento protector hacia aquel hombrecillo que desprendía un aire de frágil vulnerabilidad. Aun estando sentado, no cabía duda de que era un hombre menudo y muy delgado, y su pálido rostro surcado de arrugas sugería que era propenso a la enfermedad. Tenía un aspecto tan frágil que Sharpe tuvo que recordarse que aquel hombre había conducido a sus flotas victoria tras victoria, y que en todos los combates había estado en lo más reñido de la batalla. Sin embargo, daba la impresión de que la más suave de las brisas podría tumbarlo.
Si la aparente fragilidad del almirante fue lo que causó a Sharpe una impresión más inmediata, fue la mirada del almirante lo que le produjo una sensación más fuerte, porque cada vez que lo miraba, aunque sólo fuera para solicitarle un pequeño favor, como otro pedazo de pan con mantequilla, parecía que Sharpe se convirtiera en la persona más importante del mundo en aquel momento. Daba la impresión de que su mirada excluía a todas las demás personas y cosas, como si Sharpe y el almirante estuvieran en connivencia. Nelson no poseía la frialdad de Wellesley, ni se mostraba condescendiente, y tampoco daba la impresión de creerse superior; en realidad a Sharpe le parecía que en aquellos momentos, mientras la flota avanzaba pesadamente hacia el enemigo, Horatio Nelson no le pedía nada a la vida excepto estar sentado allí con sus buenos amigos Chase, Blackwood y Richard Sharpe. En un momento de la conversación le tocó el hombro a Sharpe:
—Esta charla debe de resultarle aburrida a un soldado, ¿verdad, Sharpe?
—No, milord —respondió Sharpe. La discusión había derivado hacia el tema de la táctica del almirante aquella jornada, y aunque Sharpe no podía comprender la mayoría de las cosas, no le importaba. Bastaba con hallarse ante la presencia de Nelson, y Sharpe se vio arrastrado por el contagioso entusiasmo del hombrecillo. Por Dios que aquel día no solamente iban a vencer a la flota enemiga, pensó Sharpe, sino que iban a reducirla a astillas; les propinarían tal paliza que ningún barco francés o español se atrevería a surcar nuevamente los mares del mundo. Vio que Chase reaccionaba de la misma manera, casi como si temiera que Nelson se pusiese a llorar si no luchaba con más encono que nunca.
—¿Pone usted a sus hombres en los topes? —preguntó Nelson mientras intentaba con torpeza pelar una naranja con su única mano.
—Sí, señor.
—Tengo miedo de que el relleno de los mosquetes prenda fuego a las velas —dijo el almirante con suavidad—, de modo que preferiría que no lo hiciera.
—Pues claro que no, milord —contestó Chase, cediendo inmediatamente a su modesta sugerencia.
—Al fin y al cabo las velas no son más que tela de lino —dijo Nelson, que sin duda deseaba explicarse mejor por si su orden había ofendido a Chase—. ¿Y qué ponemos dentro de las cajas de yesca? ¡Lino! Que es terriblemente inflamable…
—Respetaré gustosamente sus deseos, milord.
—¿Y comprende cuál es mi mayor propósito? —preguntó el almirante, refiriéndose a su anterior discusión sobre la táctica.
—Sí, milord, y lo aplaudo.
—No me contentaré con menos de veinte presas, Chase —dijo Nelson con dureza.
—¿Tan pocas, milord?
El almirante se rió y luego se puso en pie, al entrar otro oficial en el camarote. Nelson era al menos quince centímetros más bajo que Sharpe, quien, al ponerse de pie como los demás, tuvo que agacharse bajo los baos. En cambio, el recién llegado, que fue presentado como el capitán del Victory, Thomas Hardy, era a su vez unos quince centímetros más alto que Sharpe y, cuando hablaba con Nelson, se inclinaba sobre el pequeño almirante como si fuera un gigante protector.
—Por supuesto, Hardy, por supuesto —dijo el almirante, y sonrió a sus invitados—. Hardy me dice que ya es hora de desmontar esos mamparos. Nos están desalojando, caballeros. ¿Nos retiramos al alcázar? —Él fue delante para guiar a sus invitados y entonces, al ver que Sharpe se quedaba rezagado, se dio la vuelta y lo tornó por el codo.
—¿Sirvió usted a las órdenes de sir Arthur Wellesley en la India, Sharpe?
—Sí, milord.
—Me reuní con él a su regreso y disfruté de una memorable conversación, aunque confieso que me pareció que daba bastante miedo. —El tono del almirante hizo reír a Sharpe, lo que complació a Nelson—. Así que va a incorporarse al 95.º, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¡Eso es espléndido! —Por alguna razón, la noticia parecía agradar particularmente al almirante. Lo hizo salir por la puerta y luego lo acompañó junto a las batayolas de babor del alcázar—. Es usted muy afortunado, señor Sharpe. Conozco a William Stewart y lo cuento entre mis más queridos e íntimos amigos. ¿Sabe por qué su regimiento de fusileros es tan bueno?
—No, milord —contestó Sharpe. Siempre había pensado que el moderno 95.º probablemente estuviera constituido por las sobras del ejército y que iban vestidos de verde porque nadie quería malgastar una buena tela roja con aquellos soldados.
—Porque son inteligentes —dijo el almirante con entusiasmo—. ¡Inteligentes! Ésta es una cualidad que lamentablemente los militares desprecian, pero la inteligencia tiene su utilidad —levantó la mirada hacia el rostro de Sharpe y escudriñó las diminutas motas azules que Sharpe tenía en la mejilla de la cicatriz—. Tiene marcas de pólvora, señor Sharpe, y observo que todavía es un alférez. ¿Le ofendo si me imagino que tiempo atrás sirvió como soldado raso?
—Sí, serví en la tropa, señor.
—En ese caso tiene usted mi más calurosa admiración, por supuesto que la tiene —dijo Nelson enérgicamente, y su admiración parecía sincera del todo—. Usted debe de ser un hombre excepcional —añadió el almirante.
—No, milord —respondió Sharpe, y quiso decir que era Nelson quien merecía admiración, pero no supo como expresar el cumplido.
—Es usted modesto, señor Sharpe, y eso no está bien —comentó Nelson en tono severo. Sharpe advirtió con sorpresa que se hallaba a solas con el almirante. Chase, Blackwood y los demás oficiales estaban de pie a estribor, y Nelson y Sharpe paseaban de un lado a otro bajo las batayolas de babor. Una docena de marineros, que sonrieron a su almirante, habían empezado a echar abajo los mamparos de los paneles para que ningún disparo enemigo pudiera convertirlos en mortíferas astillas que pudieran barrer el alcázar—. No soy partidario de la modestia —dijo Nelson, y una vez más el almirante dejaba abrumado a Sharpe con su halagadora familiaridad—, aunque seguro que le parece sorprendente, ¿no? Nos dicen, ¿verdad?, que la modestia se cuenta entre las virtudes, pero la modestia no es una virtud para un guerrero. Usted y yo, Sharpe, nos hemos visto obligados a ascender desde un lugar humilde y eso no lo conseguimos ocultando nuestros talentos. Yo soy hijo de un clérigo rural y mire ahora. —Señaló hacia la flota enemiga con su única mano y a continuación se la llevó inconscientemente a las cuatro brillantes estrellas, las condecoraciones con piedras preciosas de sus órdenes de caballería que relucían en la delantera izquierda de su casaca—. Enorgullézcase de lo que ha hecho —le dijo a Sharpe—, y luego vaya y hágalo mejor.
—Tal como hará usted, milord.
—No —repuso Nelson con brusquedad, y por un momento volvió a adquirir un aspecto desesperadamente frágil—. No —repitió—, porque al reunir a estas dos flotas, Sharpe, habré hecho el trabajo de mi vida. —Parecía tan triste que Sharpe sintió un ridículo impulso de consolar al almirante—. Si acabamos con esos barcos —prosiguió Nelson, haciendo un gesto hacia la flota enemiga que llenaba el horizonte oriental—, Bonaparte y sus aliados nunca podrán invadir Inglaterra. Habremos enjaulado a la bestia en Europa y entonces, ¿qué le quedará por hacer a un pobre marinero, eh? —sonrió—. Pero habrá trabajo para los soldados y usted, estoy seguro, es un buen soldado. ¡Sin embargo, recuerde que debe usted odiar a los franceses como al mismísimo diablo! —el almirante pronunció aquellas palabras con una fuerza cargada de veneno, demostrando su temple por primera vez—. No se separe nunca de ese sentimiento, señor Sharpe —añadió—, ¡nunca! —Se volvió hacia los oficiales que aguardaban—. Estoy reteniendo al capitán Chase fuera de su barco. Y usted pronto tendrá que irse, Blackwood.
—Me quedaré un poco más, si se me permite, milord —dijo Blackwood.
—Por supuesto. Gracias por venir, Chase. Estoy seguro de que tiene asuntos más importantes que atender, pero ha sido usted muy amable. ¿Me aceptará unas naranjas como obsequio? Recién salidas de Gibraltar.
—Me sentiré honrado, milord, muy honrado.
—Es usted quien me honra uniéndose a nosotros, Chase. De modo que abarloe su barco y ataque. Ataque. ¡Haremos que lamenten haber visto nuestras naves!
Chase descendió a su barcaza sumido en una especie de trance. Una red llena de naranjas, suficientes para alimentar a medio regimiento, descansaba sobre las tablas del fondo de la barcaza. Durante un rato, mientras Hopper remaba de vuelta junto a la hilera de buques de guerra, Chase permaneció sentado en silencio, pero llegó un momento en el que ya no pudo contenerse más.
—¡Qué hombre! —exclamó—. ¡Qué hombre! ¡Dios, hoy sí que vamos a hacer una carnicería! ¡Vamos a asesinarlos, a asesinarlos!
—Amén —dijo Hopper.
—Alabado sea el Señor —terció Clouter.
—¿Qué piensa usted de él, Sharpe?
Sharpe meneó la cabeza, casi sin saber que decir.
—¿Qué fue lo que dijo usted, señor? ¿Que seguiría a ese hombre por el cuello del infierno? Por Dios, señor, que yo seguiría a ese hombre por la tripa del infierno y por los intestinos y todo.
—Y si él nos dirigiera —dijo Chase con reverencia—, ganaríamos allí también, igual que vamos a ganar hoy.
Si es que llegaban a entablar combate. Porque el viento seguía siendo suave, extremadamente suave, y la flota avanzaba con la misma lentitud que un almiar. Sharpe tenía la sensación de que nunca alcanzarían al enemigo y en ese momento estaba seguro de ello, pues al cabo de una hora de que Chase y él alcanzaran de nuevo la cubierta del Pucelle, la combinada flota enemiga viró torpemente y volvió a poner rumbo al norte. Se dirigían a Cádiz en un último intento de escapar de Nelson, cuyos barcos, con sus alas blancas desplegadas, se deslizaban imperceptiblemente hacia el infierno con una brisa tan suave que parecía que el mismísimo cielo estuviera conteniendo la respiración.
Con más entusiasmo que habilidad la banda del Pucelle tocó Hearts of Oak, Nancy Dawson, Hail Britannia, Drops of Brandy y una docena más de canciones, la mayoría de las cuales Sharpe no conocía. Tampoco se sabía la mayoría de las letras. Los marineros las cantaban a voz en cuello sin molestarse en disimular las estrofas más groseras, a pesar de que lady Grace se hallaba en el alcázar. Cuando una canción particularmente obscena resonó desde la cubierta de intemperie, lord William se quejó al capitán Chase, pero Chase señaló que algunos de sus hombres estaban a punto de callar para siempre y que no estaba de humor para atarles la lengua.
—Ahora la señora podría bajar a la bodega…
—No estoy ofendida, capitán —dijo lady Grace—. Sé cuándo hacer oídos sordos.
Lord William, que había optado por ponerse una delgada espada y que llevaba una pistola de cañón largo enfundada en la cintura, se dirigió muy ofendido hacia la barandilla de estribor y se quedó mirando la columna del almirante Collingwood, que se hallaba a poco menos de una milla hacia el sur. El gran tres puentes de Collingwood, el Royal Sovereign, que acababa de llegar de Inglaterra con el fondo recién revestido de cobre, navegaba más rápido que los demás barcos y se había abierto un hueco entre él y el resto de la escuadra de Collingwood.
Los franceses y españoles no parecían estar más cerca, aunque cuando Sharpe desplegó su catalejo y miró a la flota enemiga vio que sus cascos se encontraban entonces por encima del horizonte. Todavía no enarbolaban ninguna bandera y sus portas seguían cerradas, pues aún faltaban dos o tres horas para la batalla, si es que ésta llegaba a producirse. Algunos de los barcos estaban pintados de amarillo y negro igual que la flota británica, otros eran blancos y negros, había dos que eran completamente negros y algunos estaban ribeteados de rojo. El teniente Haskell había comentado que trataban de formar una línea de batalla, aunque sus intentos eran torpes, pues Sharpe vio que quedaban unos huecos enormes en la flota, que se veía como una suma de distintos grupos de barcos a lo largo del horizonte. Una de las naves sí destacaba: a un tercio quizá del camino hasta la parte delantera de la línea, estaba situada una imponente embarcación con cuatro cubiertas de batería.
—El Santísima Trinidad —explicó Haskell a Sharpe—, con al menos ciento treinta cañones. Es el barco más grande del mundo. —Incluso a aquella distancia, el casco del buque español parecía un acantilado, pero un acantilado agujereado con portas. Sharpe siguió la línea francesa buscando al Revenant, pero había tantos barcos de dos puentes pintados de negro y amarillo que no pudo distinguirlo.
Algunos de los hombres estaban escribiendo cartas, utilizando sus cañones a modo de escritorio. Otros redactaban testamentos. Eran pocos los que sabían escribir, pero los que sí sabían escribían lo que les dictaban los demás, y las cartas se llevaban a la zona segura que era la cubierta del sollado. El viento seguía siendo débil; de hecho, Sharpe tenía la sensación de que las grandes olas que provenían del oeste empujaban el barco con más fuerza que el viento. Aquellos mares eran monstruosamente altos y daban la impresión de ser colinas grandes y lisas que se extendían silenciosas y verdes hacia el enemigo.
—Me temo —comentó Chase acercándose a Sharpe— que nos aguarda una tormenta.
—¿Puede notarlo?
—Detesto esas olas vidriosas —dijo Chase—, y el cielo tiene un tinte que no augura nada bueno. —Miró por detrás del barco, donde el cielo se oscurecía; en cambio, por encima de sus cabezas el azul estaba surcado por franjas blancas como de plumas—. De todos modos —continuó—, puede que aguante lo suficiente para nuestra empresa de hoy.
La banda que tocaba en el castillo de proa llegó al final de uno de sus más desiguales esfuerzos y Chase se dirigió a la barandilla del alcázar y alzó una mano para que guardaran silencio. El capitán todavía no había ordenado al tambor que ejecutará el toque de preparación para la batalla, de modo que la mayor parte de los hombres de la cubierta inferior se hallaban en la cubierta de intemperie, y entonces toda aquella muchedumbre levantó la vista hacia Chase con expectación; luego, cuando él se quitó el sombrero, se pusieron respetuosamente en pie. Los oficiales los imitaron.
—¡Hoy vamos a propinarles una paliza a los franchutes y a los dons, marineros —dijo Chase—, y sé que harán que me sienta orgulloso de ustedes! —se oyó el murmullo de asentimiento de los hombres que se amontonaban en torno a los cañones—. Pero antes de que emprendamos la tarea —prosiguió Chase— me gustaría encomendar todas nuestras almas a Dios Todopoderoso. —Se sacó un devocionario del bolsillo y lo hojeó buscando la «Plegaria para pronunciarse antes de un combate marítimo contra cualquier enemigo». El capitán no era aparentemente un hombre religioso, pero tenía una despreocupada fe en Dios que casi era tan firme como su confianza en Nelson. Leyó la plegaria con voz fuerte, mientras su cabello rubio se mecía con la suave brisa—. «Despierta tu fuerza, Señor, y acude en nuestra ayuda. No dejes que nuestros pecados clamen venganza contra nosotros, óyenos, a tus pobres sirvientes, rogando clemencia e implorando tu ayuda, que seas para nosotros una defensa contra el enemigo. ¡Oh, Señor de los Ejércitos!, lucha por nosotros. No dejes que nos hundamos bajo el peso de nuestros pecados o la violencia del enemigo. ¡Oh, Señor, levántate, ayúdanos y líbranos en tu nombre!» —Los marineros gritaron amén y algunos de ellos se santiguaron. Chase se puso el sombrero—. ¡Vamos a tener una gloriosa victoria! ¡Hagan caso de sus oficiales: no desperdicien las balas! ¡Les aseguro que voy a abarloar el barco con el enemigo! ¡Luego dependerá de ustedes, y sé que esos desgraciados lamentarán el día en que se encontraron con el Pucelle! —Sonrió y luego movió la cabeza para señalar a la banda—. Creo que podríamos soportar Hearts of Oak una vez más, ¿verdad?
Los marineros lo aclamaron y la banda empezó a tocar de nuevo. Algunos de los artilleros bailaron el baile de los marineros. En la cubierta de intemperie apareció una mujer que llevaba un recipiente lleno de agua a los servidores de uno de los cañones. Era una joven baja y fornida, que estaba pálida por haber permanecido escondida tanto tiempo bajo cubierta y que iba andrajosamente vestida con una falda larga y un raído chal. Su cabello pelirrojo le caía lacio y sucio. Los hombres, encantados de verla, la provocaron mientras ella se abría paso por la abarrotada cubierta. Los oficiales fingieron no darse cuenta de su presencia.
—¿Cuántas mujeres hay a bordo? —lady Grace se había acercado y se había quedado de pie junto a Sharpe. Llevaba un vestido azul, un sombrero de ala ancha y una larga capa marinera de color negro. Sharpe dirigió una mirada culpable a lord William, pero su señoría estaba enfrascado en una conversación con el teniente Haskell.
—Chase me ha dicho que al menos hay media docena —contestó Sharpe—. Están escondidas.
—¿Y podrán refugiarse durante la batalla?
—No contigo.
—No me parece justo.
—La vida es injusta —dijo Sharpe—. ¿Qué tal te encuentras?
—Sana —respondió ella, y la verdad es que tenía un aspecto deslumbrante. Le brillaba la mirada y sus mejillas, tan pálidas la primera vez que Sharpe la vio en Bombay, estaban llenas de color. Le rozó levemente el brazo—. ¿Tendrás cuidado, Richard?
—Tendré cuidado —prometió él, aunque dudaba que aquel día el hecho de vivir o morir estuviera en sus manos.
—Si apresan el barco… —empezó a decir lady Grace con cierta vacilación.
—Eso no ocurrirá —la interrumpió Sharpe.
—Si ocurre —dijo ella con seriedad—, no quiero topar con otro hombre como ese teniente del Calliope. Sé utilizar una pistola.
—¿Y no tienes ninguna?… —preguntó Sharpe. Ella negó con la cabeza y Sharpe sacó su propia pistola y se la tendió. Estaban muy juntos en la barandilla del alcázar y nadie a sus espaldas pudo ver aquel obsequio, que lady Grace aceptó y que luego introdujo en un bolsillo de la pesada capa—. Está cargada —le advirtió Sharpe.
—Iré con cuidado —le prometió ella—. Dudo que la necesite, pero me reconforta tenerla. Es algo tuyo, Richard.
—Ya tienes algo mío —precisó él.
—Que voy a proteger —añadió ella—. Que Dios te bendiga, Richard.
—Ya ti, mi señora.
Se alejó de él bajo la atenta mirada de su marido. Sharpe fijó la vista al frente de manera obstinada. Podía pedirle prestada otra pistola al capitán Llewellyn, cuyos infantes de marina se hallaban alineados junto a la baranda del castillo de proa y de vez en cuando se asomaban por la borda para ver al lejano enemigo.
Chase había reunido a sus oficiales y Sharpe, curioso, se acercó a escuchar. El capitán les estaba resumiendo lo que Nelson le había dicho a bordo del Victoria. La flota británica, informó Chase, no iba a formar una línea paralela al enemigo, que era el método aceptado de llevar a cabo una batalla naval, sino que tenía intención de hacer avanzar a sus dos columnas directamente hacia la línea enemiga.
—Cortaremos su línea en tres partes —dijo Chase— y los destruiremos poco a poco. Si caigo, caballeros, entonces su única obligación es resistir, atravesar su línea y después abarloar el barco con un enemigo.
El capitán Llewellyn se estremeció y luego se llevó a Sharpe a un lado.
—No me gusta —dijo el galés—. No es asunto mío, por supuesto, yo no soy más que un marinero, pero seguramente se habrá dado cuenta, Sharpe, de que no tenemos cañones en la proa del barco…
—Me he dado cuenta, sí —respondió Sharpe.
—Los cañones más adelantados pueden disparar un poco hacia la proa, pero no directamente hacia ella, ¡y lo que el almirante propone, Sharpe, es que naveguemos directos hacia el enemigo, que tendrá sus costados apuntando hacia nosotros! —Llewellyn movió la cabeza con tristeza—. No es necesario que le explique los detalles, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
Llewellyn se los explicó de todas formas.
—¡Ellos podrán disparar contra nosotros y nosotros no podremos devolver el fuego! Nos barrerán, Sharpe. ¿Sabe lo que es eso? Barres a un enemigo cuando tu costado se halla frente a su indefensa popa o proa, y ésa es la manera más rápida de reducir un barco a leña. ¿Y durante cuánto tiempo permanecerá indefenso bajo sus cañones? A esta velocidad, Sharpe, por lo menos veinte minutos. ¡Veinte minutos! Pueden acribillarnos con las balas macizas, pueden destrozarnos las jarcias con balas encadenadas y palanquetas, pueden dejarnos sin mástiles, ¿y qué podemos hacer nosotros a cambio?
—Nada, señor.
—Veo que ha captado la idea —dijo Llewellyn—. Pero, tal como le he dicho, no es asunto mío. Aunque las cofas sí que lo son, Sharpe. ¿Sabe qué ha ordenado el capitán?
—Que no haya ningún hombre en las cofas —respondió Sharpe.
—¿Cómo puede ordenar una cosa así? —quiso saber Llewellyn, indignado—. Los franchutes tienen hombres en las jarcias como arañas en su tela, nos lanzarán cosas muy desagradables, ¿y nosotros hemos de limitarnos a encogernos de miedo en cubierta? Eso no está bien, Sharpe, no está bien. ¡Y si no puedo poner hombres en los mástiles, no puedo utilizar mis granadas! —parecía ofendido—. Son demasiado peligrosas para dejarlas en cubierta, de manera que las he guardado en el pañol de pólvora de proa. —Se quedó mirando a la flota enemiga, que en aquellos momentos se hallaba a menos de dos millas de distancia—. De todos modos —continuó Llewellyn— los venceremos.
El Britannia, que iba siguiendo al Pucelle, era una embarcación lenta, por lo que se había abierto un enorme hueco entre ambos barcos. Había huecos similares en ambas columnas, pero ninguno tan ancho como el que mediaba entre el Royal Sovereign de Collingwood y el resto de su escuadra.
—Tendrá que luchar solo durante un rato —dijo Llewellyn antes de darse la vuelta, porque Connors, el oficial de señales, había gritado que el buque insignia mandaba un mensaje.
Era una señal enormemente larga, tanto que cuando el Euryalus repitió el mensaje hubo que ondear banderas de los tres mástiles de la fragata donde los gallardetes salpicaban las velas de vivos colores.
—¿Y bien? —le preguntó Chase a Connors.
—El teniente de señales esperó a que el débil viento extendiera algunos banderines, y entonces hizo una pausa mientras intentaba recordar el código de señales. Era un código reciente y bastante sencillo, puesto que cada bandera correspondía a una letra, pero algunas combinaciones de banderas se utilizaban para transmitir órdenes completas o a veces frases; había más de tres mil de estas combinaciones para memorizar, y estaba claro que aquella larga señal, que requería nada menos que treinta y dos banderas, empleaba algunas de las palabras más crípticas del sistema. Connors frunció el ceño y luego lo entendió de repente.
—Es del almirante, señor. Inglaterra espera que todos los hombres cumplan con su deber.
—¡Faltaría más, maldita sea! —exclamó Chase con indignación.
—¿Y qué hay de los galeses? —preguntó Llewellyn igual de indignado, y a continuación sonrió—. Claro, es que los galeses no necesitan que los animen para cumplir con su deber. Es a sus malditos ingleses a los que hay que empujar.
—Pase el mensaje a los marineros —ordenó Chase a sus oficiales; a diferencia de la resentida recepción que había tenido en el alcázar, el mensaje provocó los vítores de la tripulación.
—Debe de estar aburrido —dijo Chase— para mandar mensajes como éste. ¿Lo ha apuntado en su cuaderno, señor Collier?
El guardiamarina asintió moviendo la cabeza con entusiasmo.
—Está anotado, señor.
—¿Apuntó la hora?
Collier se sonrojó.
—Lo haré, señor, lo haré.
—Las once y treinta y seis minutos, señor Collier —dijo Chase consultando su reloj de bolsillo—. Y si no está seguro de la hora de algún mensaje encontrará que el reloj de la sala de oficiales se ha colocado convenientemente bajo la toldilla, en el lado de babor. Y cuando consulte dicho reloj, señor Collier, quedará usted oculto para el enemigo y así tal vez evite que le arranquen la cabeza con una bala bien apuntada.
—No tengo una cabeza muy grande, señor —repuso Collier con valentía—, y mi sitio está a su lado, señor.
—Su sitio, señor Collier, está donde pueda ver tanto las señales como el reloj. Le sugiero que permanezca bajo la bovedilla de popa.
—Sí, señor —respondió Collier, preguntándose cómo iba a ver las señales si permanecía a cubierto del saltillo de popa.
Chase miraba fijamente al enemigo y mientras tanto tamborileaba con los dedos sobre la barandilla. Estaba nervioso, aunque no más que cualquier otro hombre a bordo del Pucelle.
—¡Mire el Saucy! —dijo Chase al tiempo que señalaba hacia delante, donde el Temeraire intentaba adelantar al Victory, pero éste había desplegado las alas del juanete y de este modo mantuvo la delantera—. La verdad es que no debería ser el primero en atravesar la línea —dijo Chase con el ceño fruncido, y acto seguido se dio la vuelta—. ¡Capitán Llewellyn!
—¿Señor?
—Creo que su tambor ya puede tocar la orden para que la tripulación ocupe sus puestos de servicio.
—A sus órdenes, mi capitán —respondió Llewellyn. Éste le hizo una señal con la cabeza a su tambor, que se enganchó el instrumento, alzó los palos y marcó el ritmo de la canción Hearts of Oak.
—Y que Dios nos guarde a todos —dijo Chase mientras los hombres que se apiñaban en la cubierta de intemperie empezaban a desaparecer por las escotillas para encargarse de los cañones de la cubierta inferior. El tambor siguió tocando mientras descendía los escalones del alcázar. El muchacho tocaría la llamada a las armas por todo el barco, aunque a ningún marinero de los que estaban a bordo le hacía falta el aviso. Hacía rato que estaban preparados.
—¿Abrimos las portas, señor? —preguntó Haskell.
—No, esperaremos, esperaremos —respondió Chase—, pero dígales a los artilleros que carguen otro proyectil encima del primero y que luego pongan una carga de metralla.
—A sus órdenes, mi capitán.
Los cañones del Pucelle llevarían entonces doble carga, con un grupo de nueve balas pequeñas encima del proyectil más grande. Una carga así, le explicó Chase a Sharpe, era mortífera a corto alcance.
—Y no podemos disparar hasta que estemos en medio de todos ellos, por lo que más vale que les causemos graves daños con nuestra primera andanada. —El capitán se volvió hacia lord William—. Milord, creo que debería usted ir abajo.
—¿Ya? —fue lady Grace quien respondió—. Nadie ha disparado.
—Pronto —dijo Chase—, pronto.
Lord William puso mala cara, como si desaprobara que su esposa cuestionara las órdenes del capitán, pero lady Grace se limitó a mirar fijamente al frente, al enemigo, como si estuviera memorizando la extraordinaria visión de un horizonte lleno de navíos de línea. El teniente Peel estaba haciendo a escondidas un bosquejo de la mujer en su cuaderno de notas, intentando reproducir la inclinación de su perfilado rostro y su expresión de concentrada fascinación.
—¿Cuál es el barco del almirante enemigo? —le preguntó a Chase.
—No lo sabemos, señora. No han puesto las banderas.
—¿Quién es el almirante enemigo? —preguntó lord William.
—Villeneuve, milord —respondió Chase—, o eso es lo que cree Nelson.
—¿Es un hombre competente? —quiso saber lord William.
—Comparado con Nelson, milord, nadie es competente, pero me han dicho que Villeneuve no es ningún idiota.
Los miembros de la banda se habían ido a sus puestos, por lo que el barco estaba extrañamente silencioso mientras avanzaba cabeceando en las grandes olas. El viento hinchaba las velas, aunque en cada intervalo de calma, o cuando el oleaje empujaba la embarcación con más rapidez que el aire, la lona caía antes de volver a tensarse perezosamente. Chase miró hacia el sur al Royal Sovereign, que en esos momentos se hallaba muy por delante de los demás barcos de Collingwood y se dirigía, con todas las velas que se podían desplegar, hacia una solitaria batalla en medio de la flota enemiga.
—¿A qué distancia se encuentra del enemigo? —preguntó.
—¿A unos mil metros, quizá? —calculó Haskell.
—Yo diría que sí —dijo Chase—. El enemigo no tardará en abrir fuego sobre él.
—A Bounce no le hará ninguna gracia —dijo el teniente Peel con una sonrisa.
—¿Bounce? —preguntó Chase—. ¡Ah! El perro de Collingwood —sonrió—. Detesta los cañonazos, ¿verdad? Pobre perro. —Se volvió a mirar más allá de sus propias amuras. En aquel momento ya era posible calcular en qué punto toparía el Pucelle con la línea enemiga y Chase calculaba cuántos barcos podrían atacarle mientras él conducía su proa indefensa hacia ellos—. Cuando estemos bajo fuego, señor Haskell, ordenaremos a la tripulación que se tumbe en el suelo.
—A la orden, mi capitán.
—Faltarán todavía unos tres cuartos de hora —dijo Chase, y frunció el ceño—. Odio esperar. ¡Enviadme viento! ¡Enviadme viento! ¿Qué hora es, señor Collier?
—Faltan diez minutos para las doce, señor —gritó Collier desde debajo de la toldilla.
—Así pues deberíamos vernos bajo su fuego a las doce y media —dijo Chase—, y hacia la una estaremos entre ellos.
—¡Han abierto fuego! —Fue Connors quien gritó aquellas palabras al tiempo que señalaba hacia el sur de la línea enemiga, donde uno de los barcos estaba envuelto en una humareda gris y blanca que brotaba y ocultaba totalmente su casco.
—¡Apúntelo en el cuaderno de bitácora! —ordenó Chase, y en aquel preciso momento llegó el sonido de la andanada como un murmullo de truenos por el mar. Unas blancas salpicaduras agujerearon las olas frente a la proa del Royal Sovereign, demostrando que la salva inicial del enemigo se había quedado corta, pero al cabo de un momento abrieron fuego otra media docena de barcos.
—Suena exactamente igual que los truenos —dijo lady Grace con asombro.
El Victory todavía estaba demasiado alejado de la parte más septentrional de la flota enemiga como para que valiera la pena disparar contra él, por lo que la amplia mayoría de los barcos franceses y españoles permanecieron en silencio. Sólo aquellos seis barcos siguieron disparando y sus proyectiles azotaban el mar, que espumaba frente al buque insignia de Collingwood. Tal vez fuera el sonido de aquellos cañones lo que indujo al enemigo a revelar por fin sus banderas, puesto que, una tras otra, sus insignias se dejaron ver y los británicos que se aproximaban pudieron distinguir entre sus enemigos. La bandera tricolor francesa parecía brillar más que la bandera real española, que era de color blanco y rojo oscuro.
—Allí, señora —dijo Chase al tiempo que señalaba hacia adelante—, ¿ve la bandera del almirante francés? En el calcés del barco que va detrás del Santísima Trinidad.
El Royal Sovereign debía de estar recibiendo disparos, porque de pronto abrió fuego con dos de sus cañones de proa para que su humo ocultara el casco, aunque la suave brisa lo disipaba. Sharpe sacó el catalejo, lo enfocó hacia el buque insignia de Collingwood y vio que una vela se agitaba después de que un proyectil atravesara la lona, luego distinguió otros agujeros en las velas y supo que el enemigo debía de estar disparando contra sus jarcias en un intento por detener su valiente avance. Sin embargo, siguió adelante, con las alas desplegadas, ensanchando el hueco entre él y el Belleisle, el Mars y el Tonnant, las tres embarcaciones que tenía a popa. Las salpicaduras provocadas por los disparos enemigos empezaron a caer entonces sobre aquellos barcos. Ninguno de ellos podía devolver los disparos y ninguno podía esperar abrir fuego por lo menos hasta al cabo de veinte minutos. Debían limitarse a soportarlo con la esperanza de corresponder al ataque cuando alcanzaran la línea.
Chase se dio la vuelta.
—Señor Collier…
—¿Señor?
—Escoltará a lord William y a lady Grace hasta la «escotilla de las damas». Utilice la escotilla de popa en la santabárbara. Su doncella les acompañará, señora.
—No estamos bajo fuego, capitán —objetó lady Grace.
—Me hará usted un favor, señora —insistió Chase.
—Vamos, Grace —dijo lord William. Todavía llevaba su espada y su pistola, pero no hizo ningún intento por quedarse en cubierta—. Deseo que todo vaya bien, capitán.
—Le agradezco mucho sus buenos deseos, milord. Gracias.
Lady Grace dirigió una última mirada a Sharpe, que no se atrevió a responderle con una sonrisa por si lord William se daba cuenta, pero sus miradas se cruzaron y él sostuvo la suya hasta que ella se dio la vuelta. Cuando desapareció por los escalones del alcázar, Sharpe sintió una terrible sensación de pérdida.
El Pucelle ya estaba alcanzando al Conqueror y Chase lo condujo hacia el costado de babor de dicha embarcación. Observó al enemigo a través de su anteojo y de pronto llamó a Sharpe.
—Nuestro viejo amigo, Sharpe.
—¿Señor?
—Allí, mire —señaló—. ¿Ve el Santísima Trinidad? ¿El barco grande?
—Sí, señor.
—Seis barcos más atrás. Es el Revenant.
Sharpe enfocó su catalejo y contó los barcos que había a popa del enorme buque de guerra español de cuatro puentes, y allí, de repente, apareció el familiar casco negro y amarillo. Mientras lo estaba mirando, vio que se abrían las portas y asomaban los cañones. Entonces el Revenant desapareció en la humareda.
El Victory estaba bajo fuego y el enemigo no podía esperar escapar hacia Cádiz porque, a pesar del caprichoso viento, habría una batalla. Treinta y cuatro embarcaciones enemigas se enfrentarían a veintiocho británicas. Dos mil quinientos sesenta y ocho cañones enemigos, manejados por treinta mil marineros franceses y españoles se encararían a dos mil ciento cuarenta y ocho cañones servidos por diecisiete mil marineros británicos.
—A sus puestos, caballeros —ordenó Chase a los oficiales que había en el alcázar—. A sus puestos, por favor. —Tocó el devocionario que llevaba en el bolsillo—. Y que Dios nos proteja, caballeros, que nos proteja a todos y a cada uno de nosotros.
Porque había empezado la contienda.