Siguieron los días felices.
El distante barco era, en efecto, el Revenant. Chase nunca había visto de cerca al buque de guerra francés y, por mucho que lo intentara, no podía acercar el Pucelle lo bastante como para leer su nombre, pero algunos de los marineros embarcados del Calliope reconocieron el corte de la vela cangreja. Sharpe miró por su catalejo y no vio nada extraño en esa vasta vela que colgaba en la popa del barco enemigo, pero los marineros estaban seguros de que la habían reparado mal y, en consecuencia, estaba torcida. En esos momentos el barco francés le estaba echando una carrera al Pucelle de regreso a casa. Las embarcaciones casi eran gemelas, ninguna de las dos podría aventajar a la otra sin la ayuda del tiempo y el dios de los vientos se los mandaba a partes iguales.
El Revenant se hallaba al oeste y los dos barcos navegaban rumbo noroeste para salvar el gran saliente africano. Chase creía que podía colocar al Pucelle en una posición ventajosa en cuanto estuvieran al norte del ecuador, pues entonces el barco francés tendría que virar hacia el este para avistar tierra. Por la noche Chase estaba preocupado por si perdía a su presa, pero ésta seguía estando allí cada mañana, siempre en la misma marcación, a veces más abajo del horizonte, otras veces más cerca. Ninguna de las artes de navegación que poseía Chase podía salvar el espacio que los separaba más de lo que podían aumentarlo las habilidades de Montmorin. Si Chase viraba poco a poco hacia el oeste para intentar reducir la distancia entre ellos, el barco francés avanzaba lentamente y Chase volvía al rumbo anterior y maldecía el terreno perdido. Constantemente rogaba que Montmorin virara hacia el este y entablara combate, pero Montmorin resistió la tentación. Llevaría su barco a Francia, o al menos a un puerto perteneciente al aliado de Francia, España, y los hombres a los que transportaba estimularían a los franceses para llevar a cabo otro intento de convertir la India en un cementerio británico.
—Todavía ha de superar nuestro bloqueo —dijo Chase una noche después de cenar, tras lo cual se encogió de hombros y moderó su optimismo—. Aunque eso no debería resultarle difícil.
—¿Por qué no? —preguntó Sharpe.
—El bloqueo no está muy cerca de las costas de Cádiz —explicó Chase—. Los barcos grandes se mantienen bien apartados mar adentro, más allá del horizonte. Sólo habrá un par de fragatas hacia la costa y Montmorin se las quitará de encima. No: tenemos que alcanzarlo. —El capitán frunció el ceño—. ¡No puede mover un peón de lado, Sharpe!
—¿Ah, no? —Estaban conversando durante la primera guardia, que, contra toda lógica, iba de las ocho de la tarde hasta la medianoche, unas horas durante las cuales Chase anhelaba compañía y Sharpe se había acostumbrado a compartir un brandy con el capitán, que le estaba enseñando a jugar al ajedrez. Lord William y lady Grace eran con frecuencia sus invitados; ella disfrutaba con el juego y estaba claro que se le daba bien, puesto que siempre hacía que Chase adoptara una expresión preocupada y se moviera inquieto mientras miraba el tablero. Lord William prefería leer después de cenar, aunque en una ocasión sí se dignó a jugar contra Chase y en menos de quince minutos le dio jaque mate. Holderby, el primer teniente, era muy buen jugador, y cuando lo invitaban a cenar le gustaba ayudar a Sharpe a jugar contra Chase. Durante aquellas noches, Sharpe y lady Grace no harían caso escrupulosamente el uno del otro.
Los vientos alisios los llevaban hacia el norte y el sol brillaba; Sharpe recordaría siempre esas semanas como de una felicidad absoluta. Con Braithwaite muerto y lord William Hale enfrascado en un informe que estaba escribiendo para el gobierno británico, Sharpe y lady Grace eran libres. Actuaban con cautela, porque no tenían otro remedio, pero Sharpe sospechaba que la tripulación del barco sabía lo de sus encuentros. No se atrevía a ir al camarote de ella por miedo a que lord William exigiera entrar en él, pero ella acudía al suyo: se deslizaba por el oscurecido alcázar envuelta en una capa negra y normalmente esperaba a la breve confusión del cambio de guardia antes de entrar sigilosamente por la puerta de Sharpe. La puerta no estaba cerrada con llave y quedaba lo bastante cerca de las dependencias del primer teniente, donde dormía lord William, como para que la gente imaginara que era allí adonde se dirigía, aunque de todos modos era difícil que no la vieran los timoneles. Johnny Hopper, el contramaestre de la tripulación de Chase, sonreía a Sharpe de una manera cómplice, y Sharpe tenía que fingir que no se daba cuenta, aunque también creía que con la tripulación el secreto estaba a salvo, porque él les caía bien y en cambio todos sentían antipatía por el despectivo lord William. Sharpe y Grace se decían que estaban siendo discretos, pero noche tras noche, e incluso a veces durante el día, se arriesgaban a que los descubrieran. Aquello era una imprudencia, pero ninguno de los dos podía resistirse. Sharpe estaba loco de amor, y aún la amaba más al ver que ella restaba importancia al enorme abismo que los separaba. Una tarde en que yacía con él, y un pequeño haz de luz que atravesaba una grieta de la portilla de la lumbrera garabateaba una forma oval en el mamparo de enfrente, ella se puso a sumar mentalmente el número de habitaciones de su casa de Lincolnshire.
—Treinta y seis —dictaminó—, aunque sin incluir el vestíbulo ni las dependencias del servicio.
—En casa tampoco los contamos nunca —dijo Sharpe, y soltó un gruñido como respuesta al codazo que le dio ella en las costillas. Estaban tumbados sobre unas mantas extendidas en el suelo, pues el catre colgante les resultaba demasiado estrecho—. ¿Cuántos criados tienes? —le preguntó.
—¿En el campo? Veintitrés, creo, pero eso es sólo en la casa. Yen Londres, catorce, y luego están los cocheros y los mozos de cuadra. No tengo ni idea de cuántos habrá. Seis o siete, tal vez.
—Yo también he perdido la cuenta de los míos —comentó Sharpe, e inmediatamente se encogió—. ¡Eso me ha dolido!
—¡Schh! —susurró—. Nos va a oír Chase. ¿Has tenido alguna vez algún criado?
—Un chiquillo árabe —respondió Sharpe— que quería venir a Inglaterra conmigo. Pero murió. —Se quedó callado, maravillándose por el tacto de la piel de la mujer contra la suya—. ¿Qué cree tu doncella que estás haciendo?
—Que he ido a tumbarme a oscuras con órdenes de que no se me moleste. Digo que el sol me da jaqueca.
Él sonrió.
—Y dime, ¿qué harás cuando llueva?
—Diré que la lluvia me da jaqueca, por supuesto. A Mary le da igual. Está enamorada del mayordomo de Chase, así que se alegra cuando no la necesito. Lo ronda en su despensa. —Grace deslizó un dedo por el vientre de Sharpe—. Quizá se escapen y se hagan juntos a la mar…
En ocasiones Sharpe tenía la sensación de que Grace y él se habían escapado y se habían hecho juntos a la mar, que jugaban a un juego en el que fingían que el Pucelle era su barco privado y la tripulación sus criados, y que navegarían para siempre por mares indulgentes y bajo cielos soleados. Nunca hablaban de lo que les esperaba al final del viaje, ya que entonces Grace debería regresar a su fastuoso mundo y Sharpe a su lugar, y no sabía si volvería a verla nunca más.
—Tú y yo somos como niños —decía Grace de vez en cuando con un dejo de asombro en la voz—, unos niños irresponsables y despreocupados.
Por las mañanas Sharpe se entrenaba con los infantes de marina, por la tarde dormía y por la noche cenaba con Chase. Luego aguardaba con impaciencia hasta que lord William se sumergía en su sueño de láudano y Grace podía acudir a su puerta. Hablaban, dormían, hacían el amor, volvían a hablar…
—No he tomado un baño desde Bombay —dijo ella una noche, estremeciéndose.
—Yo tampoco.
—Pero yo estoy acostumbrada a bañarme —repuso ella.
—A mí me parece que hueles bien.
—Apesto —replicó Grace—. Apesto, el barco entero apesta. Y echo de menos caminar. Me encanta caminar por el campo. Si pudiera hacer lo que quisiera nunca volvería a ver Londres.
—El ejército te gustaría —dijo Sharpe—. No paramos de dar largas caminatas.
Ella se quedó unos instantes tumbada en silencio, luego le acarició el pelo.
—A veces sueño con la muerte de William —le dijo en voz baja—. No cuando estoy dormida, sino despierta. Es una cosa espantosa.
—Es humano —dijo Sharpe—. Yo también lo pienso.
—Ojalá se cayera por la borda —dijo ella—. O resbalara por una escalera. Aunque eso no ocurrirá. —A menos que alguien lo ayudara, pensó Sharpe, y apartó esa idea de su cabeza. Una cosa era matar a Braithwaite (el secretario privado era un chantajista), pero lord William no había hecho nada aparte de mostrarse altanero y estar casado con una mujer a la que Sharpe amaba. Sin embargo, Sharpe sí que pensaba en matarlo, aunque no sabía cómo podría hacerse. Era muy poco probable que lord William bajara a la bodega y nunca estaba en cubierta en la oscuridad de la noche, cuando podría empujarse a un hombre por uno de los costados—. Si muriera —dijo Grace en voz queda— yo sería rica. Vendería la casa de Londres y viviría en el campo. Tendría una gran biblioteca con una chimenea, sacaría a pasear a los perros y tú podrías vivir conmigo. Sería la señora de Richard Sharpe.
Por un instante Sharpe pensó que no había entendido bien, luego sonrió.
—Echarías de menos la alta sociedad —comentó.
—Detesto la alta sociedad —replicó ella con vehemencia—. Conversación insulsa, gente estúpida y rivalidad sin límites. Sería una ermitaña, Richard, con libros desde el suelo hasta el techo.
—¿Y qué haría yo?
—Hacerme el amor —dijo ella— y fulminar con la mirada a los vecinos.
—Creo que podría arreglármelas —dijo Sharpe, consciente de que aquello era un sueño, aunque lo único que haría falta para que el sueño se convirtiera en realidad sería la muerte de un hombre—. ¿Hay alguna porta en el camarote de tu marido? —preguntó, a sabiendas de que no debería hacerlo.
—Sí, ¿por qué?
—Por nada —contestó, pero se había estado preguntando si podría entrar en el camarote de lord William por la noche, dejarlo sin sentido y arrojarlo por la porta, aunque luego descartó esta idea. El camarote de lord William, al igual que el de Sharpe, se hallaba bajo la toldilla y cerca de la rueda del timón, y Sharpe dudaba que pudiera cometer un asesinato y deshacerse del cadáver sin alertar al oficial de guardia. Hasta el chirrido de la porta al abrirse sería demasiado fuerte.
—Nunca se pone enfermo —dijo Grace otra tarde en que se había arriesgado a ir al camarote de Sharpe—. Nunca está enfermo.
Sharpe sabía lo que estaba pensando, y él también lo pensaba, pero dudaba que lord William tuviera la decencia de morir a causa de alguna oportuna dolencia.
—Quizá lo maten durante el combate con el Revenant —dijo Sharpe.
Grace sonrió.
—Se quedará abajo, mi amor, a salvo bajo la línea de flotación.
—¡Es un hombre! —exclamó Sharpe, sorprendido—. Tendrá que luchar.
—Es un político, querido, y él asesina, no lucha. Me dirá que su vida es demasiado valiosa para arriesgarla, ¡y se lo creerá de verdad! Aunque cuando lleguemos a Inglaterra afirmará modestamente haber tomado parte en la derrota del Revenant y yo, como esposa fiel, permaneceré allí sentada y sonreiré mientras los presentes lo admiran. Es un político.
Sonaron unos pasos fuera del camarote, en el espacio que había detrás del timón y bajo el saliente de la toldilla.
Sharpe escuchó con aprensión, esperando que los pasos se alejaran como ocurría normalmente, pero aquella vez se acercaron a su puerta. Grace lo agarró de la mano y se estremeció cuando sonó un golpe en la puerta. Sharpe no respondió, y a continuación la puerta, que tenía echado el pestillo, se sacudió como si alguien intentara abrirla a la fuerza.
—¿Quién es? —gritó Sharpe, que fingió haber estado durmiendo.
—El guardiamarina Collier, señor.
—¿Qué quiere?
—El capitán lo llama a sus aposentos, señor.
—Dígale que estaré allí en un minuto, Harry —dijo Sharpe. El corazón le latía aceleradamente.
—Tienes que ir —susurró Grace.
Sharpe se visitó, se abrochó el cinturón de la espada, se inclinó para darle un beso y a continuación salió por la puerta con sigilo. Chase estaba de pie junto a los obenques de babor, mirando ese punto en el horizonte que era el Revenant.
—¿Me llamaba, señor? —preguntó Sharpe.
—Yo no, Sharpe, yo no —respondió Chase—. Es lord William quien quiere verle.
—¿Lord William? —Sharpe no pudo disimular la sorpresa en su voz.
Chase alzó una ceja como para insinuar que el problema se lo había buscado él mismo y luego señaló hacia su comedor con un movimiento de la cabeza. Sharpe sintió que le invadía el pánico y lo contuvo diciéndose que Braithwaite no había dejado ninguna maldita carta. Se arregló la casaca roja y a continuación se dirigió al comedor del capitán, situado bajo la cubierta de toldilla.
La voz de lord William lo invitó a entrar, Sharpe obedeció y aquél le indicó despreocupadamente por señas que tomara asiento en una silla. Lord William estaba solo en la habitación, sentado a la larga mesa, llena de libros y papeles. Estaba escribiendo y el roce de su pluma no parecía augurar nada bueno. Siguió escribiendo un buen rato, haciendo caso omiso de Sharpe. La lumbrera situada encima de la mesa estaba abierta y el viento agitaba los papeles. Sharpe miró los cabellos canos de su señoría, ni uno fuera de sitio.
—Estoy escribiendo un informe —lord William rompió el silencio, haciendo que Sharpe diera un salto de culpable sorpresa— sobre la situación política en la India. —Mojó la plumilla en un tintero, escurrió la tinta con cuidado y escribió otra frase antes de colocar la pluma en un pequeño soporte de plata. Sus fríos ojos estaban vidriosos y tenían bolsas, probablemente a causa del láudano que tomaba todas las noches, pero seguían llenos de su habitual desagrado por Sharpe—. Normalmente no pediría ayuda a un oficial subalterno, pero en las presentes circunstancias no tengo muchas alternativas. Me gustaría conocer su opinión, Sharpe, sobre las habilidades de combate de los mahratta.
Sharpe sintió una punzada de alivio. ¡Los mahratta! Desde que entró en el camarote no había dejado de pensar en Braithwaite y en su afirmación sobre que había escrito una maldita carta, ¡pero lo único que quería lord William era una opinión sobre los mahratta!
—Son unos hombres valientes, milord —dijo Sharpe.
Lord William se estremeció.
—Supongo que me merezco una opinión vulgar, puesto que se la he solicitado —comentó con aspereza, a continuación extendió los dedos separándolos y miró a Sharpe por encima de sus bien cuidadas uñas—. Me parece evidente, Sharpe, que al final asumiremos la administración de todo el continente indio. Con el tiempo el gobierno también lo verá claro. El mayor obstáculo para tal ambición son los estados mahratta que quedan aún, particularmente los que gobierna Holkar. Permítame ser más preciso: ¿pueden dichos estados impedir que nos anexionemos su territorio?
—No, milord.
—Sea más explícito, por favor. —Lord William se había acercado una hoja de papel en blanco y ya estaba preparado pluma en mano.
Sharpe respiró hondo.
—Son hombres valientes, señor —dijo, exponiéndose a una mirada de irritación—, pero eso no basta. No entienden nuestra manera de combatir. Creen que el secreto está en la artillería, de manera que lo que hacen, señor, es alinear todos sus cañones en una enorme hilera y colocar la infantería detrás de ellos.
—¿Y nosotros no hacemos eso? —preguntó lord William, que pareció sorprendido.
—Nosotros colocamos los cañones a los lados de la infantería, señor. De este modo, si la otra infantería ataca, podemos barrerla con fuego cruzado. Así se matan más hombres, milord.
—Y usted —repuso lord William en tono mordaz, mientras su pluma avanzada sobre el papel— es un experto en matar… Continúe, Sharpe.
—Al disponer sus cañones en el frente, señor, crean la impresión a su propia infantería de que está protegida. Y cuando los cañones caen, señor, que siempre lo hacen, la infantería se desanima. Además, señor, nuestros muchachos disparan los mosquetes bastante más deprisa que ellos, de modo que una vez sobrepasados los cañones ya sólo es cuestión de ir matándolos. —Sharpe observó el roce de la pluma, aguardó hasta que su señoría volvió a sumergirla en el tintero—. Nos gusta acercarnos, milord. Ellos disparan descargas desde la distancia, y eso no es bueno. Tienes que avanzar y acercarte, acercarte mucho, hasta que puedas olerlos, y entonces empezar a disparar.
—¿Está diciendo que su infantería carece de la disciplina de la nuestra?
—Carecen del entrenamiento, señor —pensó en ello—. Y no, no son tan disciplinados.
—E indudablemente —añadió lord William lanzando una clara indirecta—, no utilizan el látigo. Pero, ¿y si su infantería estuviera adecuadamente dirigida, dirigida por europeos?
—Entonces podría llegar a ser buena. Nuestros cipayos son igual de buenos, pero los mahratta no toleran bien la disciplina. Son salteadores. Piratas. Contratan infantería de otros estados, y un soldado nunca combate tan bien cuando no lo está haciendo por él mismo. Y se requiere tiempo, milord. Si me diera una compañía de mahrattas necesitaría todo un año para prepararlos. Podría hacerlo, pero a ellos no les gustaría. Ellos prefieren ser jinetes, milord. Caballería irregular.
—¿De modo que piensa que no debemos tomarnos demasiado en serio la misión de monsieur Vaillard en París?
—No sabría decirle, milord.
—No, claro. ¿Reconoció usted a Pohlmann, Sharpe?
La pregunta cogió a Sharpe totalmente desprevenido.
—No —le espetó con demasiada indignación.
—Pero tuvo que haberlo visto —lord William hizo una pausa para revisar los papeles— en Assaye. —Encontró el nombre que, se imaginaba Sharpe, nunca había olvidado.
—Sólo a través de un catalejo, milord.
—Sólo a través de un catalejo —lord William repitió las palabras lentamente—. Sin embargo, Chase me ha asegurado que lo identificó con mucha seguridad. ¿Por qué otro motivo estaría este buque de guerra atravesando el Atlántico a toda velocidad?
—Parecía lo más lógico, milord —contestó Sharpe sin convicción.
—El funcionamiento de su mente es un constante misterio para mí, Sharpe —dijo lord William, que seguía escribiendo mientras hablaba—. Por supuesto, cuando llegue a Londres voy a contrastar sus opiniones hablando con hombres de más rango, pero sus cándidas ideas harán posible un primer borrador. Tal vez hable con el primo lejano de mi esposa, sir Arthur —la pluma siguió garabateando—. ¿Sabe usted dónde está mi esposa esta tarde, señor Sharpe?
—No, milord —respondió Sharpe. Estuvo a punto de preguntar que cómo iba él a saberlo, pero se mordió la lengua por si acaso escuchaba la respuesta equivocada.
—Tiene la costumbre de desaparecer —dijo lord William, que en ese momento tenía la vista clavada en Sharpe.
Sharpe no dijo nada. Se sentía como un ratón bajo la mirada de un gato.
Lord William volvió la vista hacia el mamparo que separaba el comedor del camarote de Sharpe. Tal vez estuviera mirando el cuadro de la antigua fragata de Chase, el Spritely, que estaba allí colgado.
—Gracias, Sharpe —dijo cuando finalmente volvió a mirarlo—. Cierre bien la puerta al salir, ¿quiere? El pestillo no está bien alineado con el cajetín.
Sharpe se marchó. Estaba sudando. ¿Acaso lord William lo sabía? ¿Sería verdad que Braithwaite había escrito una carta? ¡Dios!, pensó, ¡Dios! Estaba jugando con fuego.
—¿Y bien? —El capitán Chase se había acercado a él con una expresión divertida en el rostro.
—Quería saber cosas sobre los mahratta, señor.
—¿Y no es lo que queremos todos? —preguntó Chase con dulzura. Levantó la vista hacia las velas, luego se inclinó para mirar la aguja y sonrió—. Esta noche la orquesta del barco va a dar un concierto en el castillo de proa y estamos todos invitados a asistir después de la cena. ¿Sabe cantar, Sharpe?
—La verdad es que no, señor.
—El teniente Peel canta. Es un placer oírle. El capitán Llewellyn, como galés, debería saber cantar, pero no sabe, y los servidores de los cañones de babor de la cubierta inferior forman un coro espléndido, aunque tendré que ordenarles que no canten la cancioncilla de la mujer del almirante por miedo a ofender a lady Grace, pero incluso así será una noche maravillosa.
Grace ya no estaba en su camarote. Sharpe cerró la puerta, después cerró los ojos y notó que el sudor le corría bajo la camisa. Estaba jugando con fuego.
Dos mañanas después se divisó una isla por el sudoeste, a lo lejos. El Revenant debía de haber pasado muy cerca de esa isla por la noche, pero al amanecer ya se hallaba bastante al norte de ella. Una nube se cernía sobre la pequeña mancha grisácea, que era lo único que Sharpe podía ver de la cumbre de la isla a través de su anteojo.
—Se llama Santa Elena —le dijo Chase— y pertenece a la Compañía de las Indias Orientales. Si no tuviéramos otro compromiso, Sharpe, haríamos una parada para adquirir agua y verduras.
Sharpe miró hacia aquel pedacito de tierra que se recortaba aislado en un océano inmenso.
—¿Quién vive allí?
—Unos cuantos desgraciados oficiales de la Compañía, un puñado de familias taciturnas y algunos desdichados esclavos negros. Clouter fue esclavo allí. Debería preguntarle sobre ello.
—¿Usted lo liberó?
—Se liberó él mismo. Una noche vino nadando hacia nosotros, trepó por el cable del ancla y permaneció escondido hasta que zarpamos. Seguro que a la Compañía de las Indias Orientales le gustaría recuperarlo, pero ya pueden esperar sentados. Es un marinero demasiado bueno.
Había a bordo una veintena de marineros negros como Clouter, otra veintena de lascars y unos cuantos americanos, holandeses, suecos, daneses e incluso dos franceses.
—¿Y por qué llamarían «Clouter» a alguien? —preguntó Sharpe.
—Porque una vez le propinó un tortazo tan fuerte a un tipo que éste no se despertó en una semana —respondió Chase, divertido. Luego tomó el megáfono que había en la baranda y llamó a Clouter, que se hallaba entre los hombres que holgazaneaban en el castillo de proa—. ¿Le gustaría que hiciera escala en Santa Elena, Clouter? Podría visitar a sus viejos amigos.
Clouter hizo la mímica de cortarse el cuello y Chase se echó a reír. Eran los pequeños gestos como aquél, pensaba Sharpe, los que hacían del Pucelle un barco alegre. Chase ejercía el mando con indulgencia, pero ésta no mermaba su autoridad, sino que hacía que los hombres trabajaran más duro. Estaban orgullosos de su barco, orgullosos de su capitán, y Sharpe no dudaba que lucharían por él como demonios, pero el capitán Louis Montmorin tenía la misma reputación, por lo que seguro que el encuentro entre los dos barcos constituiría un sangriento y denodado combate. Sharpe observaba a Chase, pues consideraba que todavía tenía mucho que aprender sobre el sutil trabajo de los dirigentes. Vio que el capitán no aseguraba su autoridad recurriendo al castigo, sino que prefería esperar un buen comportamiento y recompensarlo. También ocultaba sus dudas. Chase no podía estar seguro de que el criado de Pohlmann fuera realmente Michel Vaillard y, aunque el francés estuviera a bordo, no tenía la certeza de poder alcanzar al Revenant, pero si fallaba, los lores del almirantazgo verían con malos ojos su iniciativa de llevar al Pucelle tan lejos de su posición. Sharpe sabía que a Chase le preocupaban todas esas cosas y, sin embargo, a la tripulación nunca le llegaba ni el más mínimo indicio de las dudas de su capitán. Para ellos estaba convencido, resuelto y seguro de sí mismo, y por lo tanto confiaban en él. Sharpe tomó nota y decidió imitarlo, y entonces se preguntó si realmente se quedaría en el ejército. Tal vez lord William muriera. Quizá lord William tendría una noche de insomnio y decidiera pasear por la cubierta de la toldilla en la oscuridad.
¿Y entonces qué?, se preguntó Sharpe. ¿Una biblioteca con una chimenea? Grace feliz con los libros, ¿y él con qué? Y mientras se hacía estas preguntas evitaba sus respuestas, pues implicaban un asesinato que Sharpe temía. Uno podía matar a un secretario y hacer ver que se había caído de una escalera, pero no se acababa tan fácilmente con un par de Inglaterra. Además, Sharpe tampoco tenía ningún derecho a matar a lord William. Probablemente lo haría, pensó, si se le presentaba la oportunidad, pero sabía que eso estaría mal y vagamente intuía que semejante mala acción dejaría una marca en su futuro. A menudo se sorprendía al darse cuenta de que tenía conciencia. Conocía a muchos hombres, docenas de ellos, que matarían por lo que valía una jarra de cerveza, pero él no se contaba entre ellos. Tenía que haber un motivo, y el egoísmo no era suficiente. Ni siquiera el amor era suficiente.
¿Provocar a lord William para batirse en duelo? Pensó en ello, pero se imaginó que lord William nunca se rebajaría a batirse con un mero alférez. Las armas de lord William eran más sutiles: memorandos dirigidos al Horse Guards, cartas escritas a oficiales superiores, unas quedas palabras en los oídos adecuados y cuando terminara Sharpe no sería nada. «De modo que olvídalo —se dijo Sharpe para sus adentros—, deja escapar el sueño», y trató de enfrascarse en la actividad del barco. Llewellyn y él estaban celebrando una competición entre los infantes de marina para ver quién podía realizar más disparos de mosquete en tres minutos. Los hombres estaban mejorando, aunque ninguno había igualado aún a Sharpe. Él los adiestraba, los animaba, les lanzaba maldiciones, y cada mañana ellos llenaban de humo de pólvora la cubierta del castillo de proa, hasta que por fin Sharpe consideró que los infantes de marina eran tan buenos como cualquier compañía de casacas rojas. Practicó con el alfanje, enfrentándose a Llewellyn de un extremo a otro de la cubierta de intemperie, dando tajos y tirando estocadas, parando y arremetiendo hasta que el sudor le corría por el rostro y el pecho. Algunos infantes de marina practicaban con picas de abordaje, unas varas de madera de fresno de casi dos metros y medio de longitud con unas finas puntas de acero que, según afirmaba Llewellyn, eran maravillosamente efectivas para despejar los pasadizos estrechos en los barcos enemigos. El galés también alentaba a utilizar hachas de abordaje, que tenían unas siniestras hojas en unos mangos cortos.
—Son toscas —admitió Llewellyn—, pero por Dios que asustan a los franchutes. Un hombre no pelea mucho rato con una de ésas hundida en el cráneo, Sharpe. Se lo aseguro. Enfrían su ardor, ya lo creo.
Cruzaron el ecuador. Como todo el mundo a bordo ya lo había cruzado antes, no hubo necesidad de hacer pasar a nadie por la terrible experiencia de que lo vistieran con ropa de mujer, lo afeitaran con un alfanje y lo metieran en agua de mar. No obstante, uno de los marineros se disfrazó de Neptuno y recorrió el barco con un improvisado tridente exigiendo el tributo tanto de marineros como de oficiales. Chase ordenó una doble ración de ron, desplegó un ala más grande que había cosido el velero y observó al Revenant en el horizonte del noroeste.
Entonces llegó la calma chicha. Durante una semana los dos barcos recorrieron apenas cuarenta millas. Simplemente, estaban en medio de un mar vítreo en el que sus reflejos eran casi tan perfectos como en un espejo. Las velas colgaban y el humo de la pólvora producido por la práctica con las armas formaba una nube inmóvil alrededor de uno y otro barco, de manera que, desde lejos, el Revenant parecía una masa de niebla aparejada con mástiles y velas. El teniente Haskell intentó cronometrar las descargas del barco francés observando el movimiento en la nube a través de su catalejo.
—Sólo un disparo cada tres minutos y veinte segundos —concluyó finalmente.
—No se están esforzando demasiado —comentó Chase—. Montmorin no va a dejar que me entere de lo bien entrenados que están sus hombres. Puede estar seguro de que son mucho más rápidos.
—¿Y nosotros cuán rápidos somos? —le preguntó Sharpe a Llewellyn.
El galés se encogió de hombros.
—¿En un buen día, Sharpe? Tres andanadas en cinco minutos. No es que disparemos nunca una andanada propiamente dicha. ¡Dispare toda la andana, Sharpe, y el maldito barco caerá hecho pedazos! Lo que hacemos es disparar sucesivamente, ¿sabe? Un cañón tras otro. Es algo bonito de ver, ya lo creo, y después de eso los cañones van disparando a medida que se cargan. Los servidores más rápidos pueden llegar a efectuar tres disparos en cinco minutos sin ningún problema, aunque los cañones más grandes son más lentos. No obstante, nuestros muchachos son buenos. No hay muchos franceses que puedan hacer tres disparos en cinco minutos.
Algunos días Chase intentaba remolcar el barco para acercarlo más al Revenant, pero el francés también utilizaba sus botes para remolcarse, de modo que los enemigos mantuvieron sus posiciones. Un día una insólita brisa casi llevó al Revenant más allá del horizonte, dejando atrás al Pucelle, pero al día siguiente le tocó a la embarcación británica ser empujada hacia el norte mientras el Revenant permanecía encalmado. El Pucelle fue avanzando con un viento casi imperceptible, acercándose cada vez más al enemigo. Las ondulaciones que provocaba a su paso apenas alteraban aquel mar que parecía un cristal y, palmo a palmo, metro a metro, cable a cable, acortó las distancias respecto al Revenant pese a todos los esfuerzos de los remeros franceses que iban por delante en los botes de su barco. El Pucelle siguió salvando distancias hasta que al final el capitán Chase ordenó quitar el tapón de boca del veinticuatro libras situado a popel de babor. El cañón ya estaba cargado, pues todas las piezas se dejaban cargadas, y el artillero sacó la cubierta de plomo del oído e introdujo un pedernal en su sitio. El capitán se había ido al extremo de proa de la cubierta de intemperie, donde estaba el redil con las cabras del Pucelle, y se agachó junto a la porta abierta.
—Después del primer disparo, cargaremos con balas encadenadas —decidió.
A primera vista las balas de Chase parecían normales y corrientes, pero estaban divididas en dos mitades que se separaban cuando el proyectil abandonaba el cañón. Las mitades estaban unidas por un corto tramo de cadena y los dos hemisferios giraban por los aires, con la cadena entre ellos, para cortar y desgarrar los aparejos del enemigo.
—Está muy lejos para las balas encadenadas —le dijo el artillero a Chase.
—Nos acercaremos —señaló Chase. Tenía la esperanza de inutilizar las velas del Revenant, luego acercarse y acabar con él con balas macizas—. Nos acercaremos —repitió al tiempo que se inclinaba hacia el cañón y miraba al enemigo que ya casi estaba a tiro. La luz del sol se reflejaba en el dorado de la popa. La bandera tricolor pendía laxa de la cangreja y la baranda de la embarcación estaba abarrotada de hombres que debían de estarse preguntando por qué el viento era tan caprichoso como para favorecer a los británicos. Sharpe miraba por un catalejo, esperando vislumbrar el cabello largo y la casaca azul de Peculiar Cromwell, o a Pohlmann y a su criado, pero no podía distinguir a los individuos que permanecían observando cómo el Pucelle se acercaba deslizándose. Veía el nombre del barco en su popa, veía el agua que bombeaban de la sentina y el cobre, que entonces era de un color verde pálido, en su línea de flotación.
De pronto, a los botes que remolcaban al Revenant los llamaron de vuelta. Chase soltó un gruñido.
—Probablemente planeen hacer girar la proa —sugirió—, para mostrarnos el costado. ¡Tambor!
Un chico de los infantes de marina dio un paso adelante.
—¿Señor?
—Dé el toque de preparación para la batalla —dijo Chase y acto seguido levantó una mano—. ¡No, espere! ¡Deténgase!
Después de todo, el viento no era tan caprichoso, y a los botes del Revenant no se les había dado la orden de retirarse para darle la vuelta al barco, sino porque Montmorin había visto que una vacilante brisa rizaba el agua a popa. Entonces sus velas se izaron, se desplegaron y se tensaron y de pronto el barco francés se deslizó hacia delante, fuera del alcance de los cañones.
—Maldita sea —dijo Chase en tono suave—, maldita sea su suerte francesa del demonio. —Se desmontó el pedernal, el tampón de boca se introdujo en la boca, se cerró la porta y se aseguró el veinticuatro libras.
Al día siguiente el Revenant, beneficiándose de una injusta brisa, volvió a tomar la delantera, y a finales de la semana de calma chicha las dos embarcaciones volvían a estar a un horizonte de distancia, aunque el barco francés se hallaba entonces justo delante del Pucelle.
—Está lo bastante lejos —dijo Chase con amargura como para verlo entrar a salvo en el puerto.
Los días que prosiguieron hubo unas corrientes contrarias y unos fuertes vientos del nordeste, de modo que ambas embarcaciones ciñeron el viento todo lo que pudieron. Chase llamaba a esto «navegar de bolina» y el Pucelle demostró ser el mejor navegante, con lo que lenta, muy lentamente, empezó a recuperar el terreno perdido. El barco batía con fuerza contra las olas, rompiendo el mar en pedazos que caían en cubierta y en el velamen. En ocasiones los chubascos emborronaban la visión que el Pucelle tenía del Revenant, pero éste reaparecía siempre; a través de su catalejo, Sharpe lo vio cabecear, como el Pucelle. Una vez, mientras miraba el barco de guerra negro y amarillo, vio unas tiras de lona que se agitaban en su proa y durante unos segundos pareció que el barco se acercaba a él, pero al cabo de unos instantes más la embarcación francesa había izado una vela nueva en sustitución de la que se había roto.
—Lona desgastada —comentó el primer teniente—. Supongo que es por eso por lo que nosotros vamos más rápidos con el viento de bolina. Tiene las velas del trinquete raídas.
—O sus estays no están lo bastante tensos —murmuró Chase al tiempo que observaba cómo retomaba el Revenant su rumbo anterior—. Pero han cambiado esa vela con mucha rapidez —admitió en tono compungido.
—Es probable que tuvieran la nueva preparada, señor —sugirió Haskell.
—Es lo más probable —coincidió Chase—. Es bueno nuestro Louis, ¿no?
—Seguramente tiene sangre inglesa —dijo Haskell muy en serio.
Pasaron las islas de Cabo Verde, que eran unos meros borrones en un horizonte difuminado por la lluvia y, al cabo de una semana, durante otro temporal de lluvias, divisaron las Canarias. Por allí había un montón de embarcaciones del lugar, pero al ver a los dos buques de guerra salieron disparadas a refugiarse.
Quedaba tan sólo una semana, tal vez un día menos, para llegar a Cádiz.
—Llegará a puerto el día de mi cumpleaños —dijo Chase mientras miraba por su catalejo, luego lo plegó y se dio la vuelta para ocultar su amargura puesto que, a menos que ocurriera un milagro, sabía que se enfrentaba a un completo fracaso. Tenía una semana para alcanzar al barco francés, pero el viento había rolado al oeste y durante los días siguientes el Revenant conservó la delantera, de modo que la bandera tricolor descolorida por el sol que ondeaba en su popa representaba un constante insulto a sus perseguidores.
—¿Qué hará Chase si no lo alcanza? —le preguntó aquella noche Grace a Sharpe.
—Seguir navegando hasta Inglaterra —respondió él. Hasta Plymouth, probablemente, y se imaginó desembarcando una lluviosa tarde de otoño en un muelle de piedra donde se vería obligado a mirar cómo lady Grace se marchaba en un coche de alquiler.
—Te escribiré —dijo ella, leyéndole el pensamiento—, si sé adónde hacerlo.
—A Shorncliffe, en Kent. El cuartel. —No pudo ocultar su sufrimiento. Los sueños estúpidos de un ridículo amor se desvanecían para dar paso a una cruda realidad, igual que se desvanecían las esperanzas de Chase de alcanzar al Revenant.
Grace estaba tumbada a su lado, miraba hacia la cubierta y escuchaba el siseo de la lluvia al caer sobre la lumbrera del camarote. Iba vestida, porque ya casi era la hora de que saliera por la puerta y bajara a su propio camarote sin que la vieran, pero se aferró a Sharpe y él vio la antigua tristeza en sus ojos.
—Hay una cosa —dijo ella en voz baja— que no iba a contarte.
—¿Que no ibas a contarme? —preguntó él—. Lo que significa que me la vas a contar…
—No iba a contártelo porque no se puede hacer nada.
Se imaginó lo que iba a decirle, pero dejó que lo dijera ella.
—Estoy embarazada —dijo Grace, y parecía triste.
Él le apretó la mano y no dijo nada. Sabía lo que le iba a decir, pero no le sorprendió.
—¿Estás enfadado? —preguntó ella con nerviosismo.
—Estoy contento —respondió Sharpe, y puso una mano en su vientre plano. Era cierto. Estaba rebosante de júbilo, aun a sabiendas de que aquella dicha no tenía futuro.
—Es hijo tuyo —dijo ella.
—¿Estás segura?
—Lo estoy. Tal vez sea el láudano, pero… —Se detuvo y se encogió de hombros—. Es tuyo. Pero William pensará que es suyo.
—No si no puede…
—¡Él creerá lo que yo le diga! —le interrumpió ella con brusquedad; a continuación se echó a llorar y apoyó la cabeza en su hombro—. Es tuyo, Richard, y daría cualquier cosa para que el niño te conociera.
Pero pronto estarían en casa, ella se marcharía y Sharpe nunca vería al niño, porque Grace y él eran amantes ilícitos y no había futuro para ellos. Ninguno. Estaban condenados.
Ya la mañana siguiente todo cambió.
Era un día frío y lluvioso. El viento era del nornoroeste, por lo que el Pucelle iba completamente de bolina. La lluvia barría el mar, bullía en cubierta y goteaba por las velas. El agua estaba verde y gris, surcada de espuma y azotada por el viento. Los oficiales que había en el alcázar tenían un aspecto poco habitual porque iban ataviados con gruesos abrigos impermeables y Sharpe, que sentía el frío por primera vez desde que se había ido a la India, temblaba. El barco daba sacudidas y se estremecía, luchando contra el mar y el viento, y a veces se escoraba mucho cuando una ráfaga de viento tensaba las velas. Siete hombres manejaban la doble rueda del timón; para mantener el rumbo del pesado barco contra el viento era necesaria la fuerza de todos ellos.
—Se nota el otoño en el ambiente —le dijo el capitán Chase a Sharpe a modo de saludo. El bicornio de Chase estaba cubierto de lona y lo llevaba atado por debajo del mentón—. ¿Ha desayunado?
—Sí, señor. —El desayuno no era gran cosa porque las provisiones empezaban a escasear en el Pucelle, y los oficiales, al igual que los marineros, subsistían con escasas raciones de carne de ternera, galleta de barco y café escocés, que era un brebaje repugnante de pan quemado disuelto en agua caliente y endulzado con azúcar.
—Estamos acortando las distancias —dijo Chase, indicando con un gesto de la cabeza hacia el distante Revenant, que sin duda lo estaba pasando igual de mal que el Pucelle, pues rompía el mar con su proa redondeada y las gotas de agua bañaban su casco mientras avanzaba todo lo al norte que el timonel podía conducirlo. El Pucelle iba cerrando el cerco de manera implacable, como siempre hacía cuando los barcos navegaban con el viento de bolina. Sin embargo, justo después de la segunda campanada de la guardia antes del mediodía, la brisa roló a sudsudoeste y el Revenant ya no tuvo el viento en contra sino que pudo navegar con las lonas extendidas a la traicionera amabilidad del aire y así mantener la delantera. Después, al cabo de una media hora, viró de pronto hacia el este, lo cual significaba que se dirigía hacia el estrecho de Gibraltar en lugar de hacia Cádiz.
—¡A estribor, a estribor! —le gritó Chase al timonel.
Haskell subió corriendo al alcázar, mientras los siete marineros hacían girar el timón del Pucelle. Los hombres que manejaban las velas se apresuraban por cubierta soltando las escotas. Las velas se agitaron y salpicaron la cubierta con agua de lluvia.
—¿Ha vuelto a romper las velas del trinquete? —gritó Haskell por encima del ruido de la batiente lona.
—No —respondió Chase. El francés avanzaba entonces con más rapidez y soltura, deslizándose por las olas y dejando una irregular estela de agua blanca en su popa—. ¡Se dirige a Toulon! —dedujo Chase, pero aún no había terminado de decirlo cuando el Revenant retomó su anterior rumbo y los marineros de servicio del Pucelle, que acababa de aflojar las escotas, tuvieron que volver a halarlas.
—¡Síganlo! —le gritó Chase al timonel, y volvió a desplegar su catalejo, destapó la lente y miró al barco francés—. ¿Qué diablos está haciendo? ¿Se está mofando de nosotros? ¿Sabe que está a salvo y quiere burlarse? ¡Maldito sea!
La respuesta llegó a los diez minutos, cuando un vigía exclamó que había un buque a la vista. Al cabo de veinte minutos más aparecieron dos barcos en el horizonte y el más próximo de los dos fue identificado como una fragata británica.
—No puede ser la escuadra de bloqueo —dijo Chase, desconcertado—, porque estamos demasiado al sur. —Al cabo de un momento el segundo barco pudo verse con más claridad: también se trataba de una fragata de la armada británica.
Estaba claro que el Revenant había cambiado el rumbo para evitar a aquellas dos embarcaciones cuando, al divisar sus gavias, temió que fueran navíos británicos de línea; luego, cuando vio que se enfrentaba a dos simples fragatas, había decidido abrirse camino hasta Cádiz a la fuerza.
—No tendrá ningún problema para quitárselos de encima —dijo Chase con pesimismo—. La única esperanza que tienen de detenerlo es interponerse en su camino.
De pronto unas señales ondearon en la brisa. Sharpe ni siquiera veía las lejanas fragatas, pero Hopper, el contramaestre de la tripulación de Chase, no tan sólo las veía, sino que además pudo identificar la embarcación más cercana.
—¡Es el Euryalus, señor!
—Henry Blackwood, por Dios —dijo Chase—. Es un buen hombre.
Tom Connors, el oficial de señales, se encontraba a mitad de camino en el flechaste del palo de mesana y desde allí observó con un catalejo al Euryalus, que hacía ondear una ristra de banderas de vivos colores desde su verga de mesana.
—¡La flota ha zarpado, señor! —gritó Connors con excitación, y acto seguido enmendó su informe—. El Euryalus quiere que nos identifiquemos, señor. Pero dice también que las flotas francesa y española han salido.
—¡Dios mío! ¡Válgame Dios! —Chase, cuyo rostro se desprendió de pronto de todo su cansancio y decepción, se volvió hacia Sharpe—. ¡La flota ha zarpado! —Parecía incrédulo y exultante al mismo tiempo—. ¿Está seguro, Tom? —le preguntó a Connors, que en aquellos momentos subía corriendo hasta las teleras situadas en la toldilla—. Pues claro que lo está. ¡Han zarpado! —Chase no pudo resistirse a dar dos o tres pasos de baile a modo de celebración que resultaron torpes a causa del pesado abrigo de lona impermeabilizada que llevaba—. ¡Los franchutes y los dons han zarpado! ¡Por Dios, han zarpado!
Haskell, que en general era muy adusto, tenía cara de estar encantado. La noticia se extendió por el barco a toda velocidad e hizo subir a cubierta a los marineros que no estaban de servicio. Incluso Cowper, el sobrecargo, que normalmente permanecía en las profundidades del barco como si fuera un topo, subió al alcázar, saludó a Chase de forma precipitada y luego miró hacia el norte como si esperara ver a la flota enemiga en el horizonte. Pickering, el cirujano, que habitualmente no salía de su catre hasta bien pasado el mediodía, subió pesadamente a cubierta, echó un vistazo a las distantes fragatas, luego murmuró que iba a ponerse fuera del campo de tiro y regresó abajo. Sharpe no acababa de entender la excitación y la sorpresa que habían causado a la tripulación; lo cierto, en su opinión, es que la noticia era desalentadora. El teniente Peel le dio una palmada de alegría en la espalda, y entonces vio la confusa expresión del rostro del soldado.
—¿No comparte usted nuestra alegría, Sharpe?
—Pero el hecho de que la flota haya zarpado ¿no son malas noticias, señor?
—¿Malas noticias? ¡Por Dios, no! No habrían zarpado sin nuestro permiso, Sharpe. Los retenemos con un estrecho bloqueo, de manera que si han salido significa que les hemos dejado salir, y eso quiere decir que nuestra propia flota se encuentra en algún lugar por aquí cerca. Ahora el monsieur Franchute y el señor Don bailan al son que les tocamos nosotros, Sharpe. ¡Al que les tocamos nosotros! Y éste será un baile muy animado.
Al parecer Peel estaba en lo cierto, pues cuando el Pucelle izó una hilera de banderas que lo identificaban y describían su misión se produjo una larga espera mientras las fragatas británicas pasaban el mensaje a otros barcos que sin duda se hallaban más allá del horizonte, y si había otros barcos al otro lado de aquella línea gris eso sólo podía significar que la flota británica también había zarpado. Todas las flotas habían zarpado. Los buques de guerra de Europa se habían hecho a la mar y el alcázar de Chase se regocijaba por ello. El Revenant siguió navegando, sin que lo importunaran las dos fragatas que tenían peces más gordos que pescar que aquel solitario setenta y cuatro francés. El Pucelle continuó persiguiéndolo con diligencia, pero entonces otra ráfaga de color apareció entre las velas del Euryalus y todos los que estaban en el alcázar volvieron la vista hacia el oficial de señales, quien a su vez miró por un catalejo a la fragata.
—¡Dese prisa! —dijo Chase entre dientes.
—El vicealmirante Nelson le manda saludos, señor —dijo el teniente Connors, que apenas podía contener su entusiasmo—, y vamos a virar rumbo nornoroeste para unirnos a su flota.
—¡Nelson! —Chase pronunció el nombre con sobrecogimiento—. ¡Nelson! ¡Dios mío, Nelson!
Los oficiales incluso le dedicaron una ovación. Sharpe se los quedó mirando asombrado. Durante más de dos meses habían perseguido al Revenant, recurriendo hasta la última pizca del arte de la navegación para acercarse a él, y sin embargo ahora, que les ordenaban abandonar la persecución, se ponían a dar gritos de entusiasmo… ¿Iba el barco enemigo a alejarse sin más?
—Somos un regalo del cielo, Sharpe —le explicó Chase—. ¿Un navío de línea? Pues claro que Nelson nos quiere. ¡Sumamos cañones! ¡Vamos a enzarzarnos en una batalla, por Dios, sí señor! ¡Nelson contra los franchutes y los dons, eso es el paraíso!
—¿Y el Revenant? —preguntó Sharpe.
—¿Qué importa si no lo alcanzamos? —preguntó Chase como si nada.
—Tal vez importe en la India.
—Eso será problema del ejército —replicó Chase quitándole importancia—. ¿No lo entiende, Sharpe? ¡La flota enemiga ha zarpado! ¡Vamos a bombardearlos hasta convertirlos en astillas! Nadie puede culparnos por abandonar una persecución para unirnos a la batalla. Además, la decisión es de Nelson, no mía. ¡De Nelson, Dios mío! ¡Ahora sí que estamos bien acompañados! —Ejecutó otro breve y torpe baile de marineros antes de coger su megáfono para dar las órdenes que harían virar al Pucelle hacia la flota británica que estaba más allá del horizonte, pero antes de que pudiera coger aire siquiera, un grito procedente de las crucetas del palo mayor anunció que se divisaba otra flota en el horizonte septentrional.
—Mantenga el rumbo —ordenó Chase al timonel y salió corriendo hacia los obenques del palo mayor seguido por media docena de oficiales. Sharpe fue más despacio. Trepó por los flechastes empapados de agua, salvó la boca de lobo y enfocó su catalejo hacia el norte, pero no vio nada aparte de un mar azotado por el viento y una masa de nubes en el horizonte.
—El enemigo. —El capitán Llewellyn, de los infantes de marina, había llegado al enjaretado de la cofa mayor y se había situado al lado de Sharpe. Musitó las palabras—. Dios mío, es el enemigo.
—¡Y el Revenant se unirá a ellos! —dijo Chase—. Eso es lo que creo. Se alegrarán tanto de la compañía de Montmorin como Nelson se ha alegrado de la nuestra. —Se volvió hacia Sharpe con una sonrisa—. ¿Lo ve? ¡Puede que no lo hayamos perdido después de todo!
¿El enemigo? Sharpe seguía sin ver nada más que nubes y mar, pero entonces se dio cuenta de que lo que había tomado por una franja de nubes de un blanco sucio en el horizonte era en realidad una concentración de gavias. En aquel horizonte había una flota de barcos que navegaban directamente hacia su anteojo y sus velas se fusionaban de manera que se hacían borrosas. ¡A saber cuántos barcos habría!, pero Chase había dicho que las armadas de Francia y España se habían hecho a la mar conjuntamente.
—Yo veo treinta —afirmó el teniente Haskell sin demasiada seguridad—, o tal vez más.
—Y vienen hacia el sur —comentó Chase, desconcertado—. Creía que esos granujas tenían que ir hacia el norte para cubrir la invasión…
—Son navegantes franceses —dijo el teniente Peel, el hombre rechoncho que tan bien había cantado en el concierto—. Creen que Gran Bretaña está frente a las costas de África.
—Con tal de que los atrapemos pueden navegar hasta la China si quieren —comentó Chase, quien plegó su catalejo y desapareció por las arraigadas. Sharpe se quedó en la cofa mayor hasta que un chubasco emborronó la distante flota.
El Pucelle viró al oeste, pero el caprichoso viento cambió con él, por lo que tuvo que abrirse camino hacia el Atlántico batiendo las aguas, golpeando las frías olas que rociaban las cubiertas restregadas con la piedra sagrada. La flota enemiga no tardó en perderse de vista, pero el rumbo fijado por Chase llevó al Pucelle a pasar junto a dos fragatas más que formaban la frágil cadena que conectaba la flota de Nelson con el enemigo. Las fragatas eran los exploradores, la caballería, y, habiendo encontrado al enemigo, se quedaban con él y mandaban mensajes que recorrían los largos y ventosos eslabones de su cadena. Connors observó las banderas de vivos colores y transmitió la información. El enemigo, informó, seguía navegando hacia el sur y el Euryalus había contado treinta y tres navíos de línea y cinco fragatas, aunque al cabo de dos horas la cifra total había aumentado con otro barco de línea, porque al Revenant, tal como había previsto Chase, le habían ordenado unirse a la flota enemiga.
—¡Treinta y cuatro presas de guerra! —exclamó Chase, jubiloso—. ¡Por Dios que vamos a machacarlos!
El último eslabón de la cadena no era una fragata de una sola cubierta, sino un navío de línea que, para asombro de Sharpe, fue identificado antes incluso de que su casco asomara por encima del horizonte.
—Es el Mars —dijo el teniente Haskell mientras miraba por su catalejo—. Reconocería esa gavia de mesana en cualquier sitio.
—¿El Mars? —En aquellos momentos los ánimos de Chase se elevaban hacia los cielos—. ¡Con que Georgie Duff! Él y yo fuimos guardiamarinas juntos, Sharpe. Es escocés —añadió, como si creyera que eso era relevante—. Es un tipo grandote, ya lo creo que sí, ¡lo bastante grande como para ser boxeador profesional! Recuerdo su apetito: el pobre nunca tenía comida suficiente para calmarlo.
Una hilera de banderas apareció en el palo de mesana del Mars.
—Nuestro número, señor —informó Connors, y esperó unos segundos—. ¿Qué le trae a casa con tanta prisa?
—Salude de mi parte al capitán Duff —dijo Chase alegremente— y dígale que sabía que pronto iba a necesitar un poco de ayuda. —El oficial de señales sacó unas banderas de la telera, un guardiamarina las sujetó a la driza y un marinero las izó.
—El capitán Duff le asegura, señor, que no permitirá que suframos ningún daño —informó Connors al cabo de un momento.
—¡Vaya, es un buen tipo! —dijo Chase, encantado con el insulto—. Un buen tipo.
Al cabo de una hora apareció otra nube de velas, sólo que ésta se hallaba en el horizonte occidental y pasó de ser una mancha borrosa a ser el concentrado velamen de una flota. Veintiséis navíos de línea, sin contar al Mars ni al Pucelle, navegaban hacia el norte. Chase llevó su barco hacia la cabeza de la línea; mientras tanto, sus oficiales se amontonaban en la baranda de sotavento y miraban los distantes barcos. Lord William y lady Grace, ambos envueltos en unos pesados abrigos, habían subido a cubierta para ver a la flota británica.
—¡Ahí está el Tonnant! —festejó Chase—. ¿Lo ve? Un barco precioso ¡Precioso! Un ochenta y cuatro. Fue capturado en el Nilo. Dios, recuerdo que después lo vi entrar en Gibraltar, sin masteleros de gavia y con sangre seca en los imbornales, pero no me diga que ahora no se ve hermoso, ¿eh? ¿Quién lo tiene?
—Charles Tyler —respondió Haskell.
—¡Es muy buen tipo, sin duda! ¿Y ése es el Swiftsure?
—Sí, señor.
—Dios mío, también estaba en el Nilo. Entonces lo tenía Ben Hallowell. El querido Ben. Ahora lo maneja Willy Rutherford —le dijo a Sharpe, como si tuviera que sonarle el nombre—, un buen tipo, ¡un tipo estupendo! ¡Mire el cobre del Royal Sovereign! Es nuevo. Navegará tan rápido como quiera. —Estaba señalando a uno de los buques de guerra más grandes, una enorme bestia con tres cubiertas de batería; Sharpe, que miraba por su catalejo, veía el reluciente brillo de su casco recién revestido de cobre cada vez que la embarcación se inclinaba con el viento. Cuando se ladeaban con la brisa, los demás barcos mostraban siempre una franja de cobre que se había vuelto verde debido al mar, pero la parte inferior del casco del Royal Sovereign brillaba como el oro—. Es el buque insignia del almirante Collingwood —le dijo Chase a Sharpe—. Él es un buen tipo. No tan bueno como su perro, pero un buen tipo.
Para Chase todos eran unos buenos tipos. Estaba Billy Hargood, que gobernaba el Belleisle, un setenta y cuatro que había sido capturado a los franceses; Jimmy Morris, del Colossus, y Bob Moorsom, del Revenge.
—He aquí un tipo que sabe cómo adiestrar a la tripulación de un barco —comentó Chase con afecto—. ¡Aguarde a verlo en batalla y ya verá, Sharpe! Puede disparar andanadas más rápido que nadie.
—El Dreadnought es más rápido —sugirió Peel.
—¡El Revenge es mucho más rápido! —exclamó Haskell, irritado por el comentario del subteniente.
—El Dreadnought es rápido, no hay duda, es rápido —Chase trató de mediar entre sus dos tenientes de más categoría. Le señaló el Dreadnought a Sharpe, que vio otros tres puentes—. Sus cañones son rápidos —dijo Chase—, pero es terriblemente lento navegando de bolina. Lo tiene John Conn, ¿no es cierto?
—Sí, señor —respondió Peel.
—¡Qué buen tipo es! No me gustaría apostar ni un cuarto de penique a ver cuál de ellos es más rápido con sus cañones. Conn o Moorsom. Compadezco a los barcos a los que les toque como pareja de baile… ¡Mire, el Orion! Estaba en el Nilo. Ahora lo tiene Edward Codrington. ¡Qué buen tipo es! Y su esposa, Jane, es una mujer encantadora. ¡Mire! ¿No es ése el Prince? Sí, claro que lo es. ¡Navega como un almiar! —Señalaba a otro tres puentes que se abría camino a golpes hacia el norte—. Dick Grindall. Es un tipo de primera.
Por detrás del Prince había otro setenta y cuatro, que, incluso para la no instruida mirada de Sharpe, mostraba el mismo aspecto que el Revenant o el Pucelle.
—¿Es francés? —preguntó al tiempo que lo señalaba.
—Sí, lo es —respondió Chase—. Es el Spartiate, y está embrujado, Sharpe.
—¿Embrujado? .
—Navega más rápido por la noche que durante el día.
—Eso es porque está hecho con maderos robados —opinó el teniente Holderby.
—Lo tiene sir Francis Laforey —dijo Chase—, que es un tipo estupendo. ¡Mire, ahí hay uno pequeñito! ¿Cuál es?
—El Africa —contestó Peel.
—Sólo sesenta y cuatro cañones —dijo Chase—, pero está a las órdenes de Harry Digby ¡y no hay un tipo mejor que él en la flota!
—Ni más rico —intervino Haskell con sequedad, y a continuación explicó a Sharpe que el capitán Henry Digby había sido escandalosamente afortunado en lo referente al botín de guerra.
—Un ejemplo para todos nosotros —comentó Chase en tono piadoso—. ¿No es ése el Defiance? ¡Por Dios, sí que lo es! Quedó muy maltrecho en Copenhague, ¿verdad? ¿Quién es ahora su capitán?
—Philip Durham —dijo Peel, y a continuación movió los labios para articular las cuatro siguientes palabras de Chase.
—¡Es un tipo estupendo! —explicó Chase—. ¡Y mire, el Saucy!
—¿El Saucy? —preguntó Sharpe.
—El Temeraire. —Chase dignificó el enorme tres puentes con su nombre propio—. Noventa y ocho cañones. ¿Quién lo tiene ahora?
—Eliab Harvey —respondió Haskell.
—Así es, así es. Un nombre extraño, ¿eh? ¿Eliab? No lo conozco, pero seguro que es un tipo excelente, ¡excelente! ¡Y mire! ¡El Achille! Lo tiene Dick King, que es un tipo magnífico. ¡Y mire, Sharpe, el Billy Ruffian! ¡Si el Billy Ruffian está aquí todo va bien!
—¿El Billy Ruffian? —preguntó Sharpe, desconcertado por aquel nombre asignado sin duda a un setenta y cuatro de dos puentes que por otro lado no tenía nada de especial.
—El Bellerophon, Sharpe. Fue el buque insignia de Howe y del Glorioso Primero de Junio, y estuvo en el Nilo, ¡por Dios! Allí mataron al pobre Henry Darby, que en paz descanse. Era irlandés y un hombre excelente, ¡excelente! Ahora lo tiene John Cooke, que es un tipo robusto como nunca hubo otro en Essex.
—Heredó un dinero —dijo Haskell— y se mudó a Wiltshire.
—¿Ah, sí? ¡Me alegro por él! —comentó Chase, y a continuación enfocó de nuevo al Bellerophon con su catalejo—. Es una embarcación rápida —dijo con envidia, aunque su Pucelle era igual de rápido—. Un barco muy bonito. Construido en Medway. ¿Cuándo lo botaron?
—En el ochenta y seis —respondió Haskell.
—Y costó treinta mil doscientas treinta y dos libras, catorce chelines y tres peniques —terció Collier, quien luego pareció avergonzarse de su interrupción—. Lo siento, señor —le dijo a Chase.
—No lo sienta, muchacho. ¿Está seguro? Claro que sí, su padre es perito en el astillero de Sheerness, ¿verdad? Y dígame, ¿en qué se gastaron los tres peniques?
—No lo sé, señor.
—En un clavo de medio penique, probablemente —intervino lord William mordazmente—. La especulación en los astilleros de Su Majestad es sencillamente escandalosa.
—¡Lo que es escandaloso —replicó Chase, a quien la protesta había molestado— es que el gobierno permita que se entreguen barcos mal preparados a buenos marineros! —Dio la espalda a lord William con el ceño fruncido, pero recuperó su buen humor cuando volvió a ver los cascos negros y amarillos de la flota británica.
Sharpe no hacía más que mirar a la flota con sobrecogimiento, dudando que alguna vez volviera a ver una cosa semejante. Aquélla era la flota de su majestad británica, su flota en alta mar, una procesión de majestuosas baterías de cañones, inmensa, lenta, pesada y terrible. Avanzaban tan despacio como unas carretas cargadas hasta los topes con la cosecha, con sus popas redondeadas sometiendo los mares y la belleza de sus costados negros y amarillos ocultando los cañones en sus oscuras entrañas.
Sus rodas eran doradas y sus mascarones de proa una profusión de escudos, tridentes, pechos desnudos y desafío. Sus velas, de color amarillo, crema y blanco, formaban un banco de nubes y sus nombres eran una lista de triunfos: Conqueror y Agamemnon, Dreadnought y Revenge, Leviathan y Thunderer, Mars, Ajax y Colossus. Aquellos eran los barcos que habían acobardado a los daneses, vencido a los holandeses, diezmado a los franceses y perseguido a los españoles por los mares. Aquellos barcos gobernaban las olas, pero entonces una última flota enemiga los desafiaba y ellos avanzaban para presentar batalla.
Sharpe miró a lady Grace: una mujer alta, de pie junto a los obenques del palo de mesana. Le brillaban los ojos, había color en sus mejillas y sobrecogimiento en su rostro mientras miraba fijamente la majestuosa hilera de barcos. Parecía contenta, pensó Sharpe, contenta y hermosa. Entonces vio que lord William también la miraba, pero con una expresión sardónica en el rostro. Luego lord William volvió la vista hacia Sharpe, que se apresuró a dirigir de nuevo la mirada hacia la flota británica.
La mayor parte de los barcos eran de dos puentes. Dieciséis de ellos, como el Pucelle, llevaban setenta y cuatro cañones, y en cambio había tres, como el Africa, que sólo tenían sesenta y cuatro cañones cada uno. Uno de los dos puentes, el barco francés capturado, el Tonnant, llevaba ochenta y cuatro cañones; los otros siete barcos de la flota eran los imponentes tres puentes, con unos noventa y ocho o cien cañones. Dichas embarcaciones eran los brutales asesinos de las profundidades, las baterías de cañones de costados largos y planos que podían lanzar una mortífera cantidad de metal, pero Chase, sin demostrar ninguna alarma ante la perspectiva, le contó a Sharpe que había un famoso cuatro puentes español, el mayor barco del mundo, que llevaba más de ciento treinta cañones.
—Esperemos que esté con su flota —dijo— y que podamos ponernos al pairo costado con costado. ¡Piense en el dinero del botín!
—Piense en la carnicería… —dijo lady Grace en voz baja.
—Eso no hay ni que pensarlo, señora —respondió Chase diligentemente—, no hay ni que pensarlo, pero le garantizo que cumpliremos con nuestro deber. —Se llevó el telescopio al ojo—. ¡Ah! —exclamó al tiempo que observaba el barco británico que iba en cabeza, un tres puentes con unos adornos dorados que trepaban y envolvían su enorme popa—. Y ahí está el mejor tipo de todos. ¡Señor Haskell! Un saludo de diecisiete cañones, si es tan amable.
El barco que iba en cabeza era el Victory, una de las tres embarcaciones de la flota británica con cien cañones y también el barco insignia de Nelson. A Chase se le llenaron los ojos de lágrimas mirando al Victory.
—¡Qué no haría yo por ese hombre! —exclamó—. Nunca he luchado por él y creía que nunca iba a tener la oportunidad de hacerlo. —Chase se secó los ojos con los puños de las mangas cuando el primero de los cañones del Pucelle disparó con estrépito desde la cubierta de intemperie para saludar a lord Horatio Nelson, vizconde y barón Nelson del Nilo y de Burnham Thorpe, barón Nelson del Nilo y de Hilborough, caballero de la Honorabilísima Orden de Bath y vicealmirante de los Blancos—. Se lo aseguro, Sharpe —dijo Chase, todavía con lágrimas en las mejillas: navegaría por el cuello del infierno por ese hombre.
El Victory había estado haciendo señales al Mars, el cual, a su vez, pasaba los mensajes por la cadena de fragatas hasta el Euryalus, que era el barco que se encontraba más cerca del enemigo, pero entonces la señal del buque insignia descendió y se izó en su mesana una nueva hilera de brillantes banderas ondulantes. Los cañones del Pucelle seguían disparando el saludo y los proyectiles silbaban y caían al océano vacío por el lado de estribor.
—¡Nuestro número, señor! —le gritó el teniente Connors al capitán Chase—. Nos da la bienvenida, señor, y dice que tenemos que pintar los aros de los mástiles de amarillo. ¿De amarillo? —parecía desconcertado—. Sí, amarillo, señor, dice amarillo, y tenemos que tomar posición a popa del Conqueror.
—Acuse recibo —dijo Chase, y se volvió a mirar al Conqueror, un setenta y cuatro que navegaba a cierta distancia por delante de un tres puentes, el Britannia—. Es una embarcación lenta —comentó entre dientes Chase acerca del Britannia. Luego esperó a que sonara el último de los diecisiete cañones antes de coger el megáfono—. ¡Listos para cambiar de bordada!
Tenía por delante una delicada maniobra del arte de la navegación, que debería realizar bajo la mirada de una flota que valoraba dicho arte tanto como valoraba la victoria. El Pucelle tenía las velas amuradas a estribor y debía virar de bordo para poder unirse a la columna de barcos que se dirigían hacia el norte con las velas amuradas a babor, pero cuando virara contra el viento no podría evitar perder velocidad y, si Chase calculaba mal, acabaría encalmado y avergonzado con el Conqueror tapándole el viento. Tenía que hacer virar su barco, dejar que cogiera velocidad y hacer que se deslizara suavemente en su lugar; si lo hacía demasiado rápido podía abordar al Conqueror y si lo hacía demasiado lento se quedaría bamboleándose inmóvil bajo la desdeñosa mirada del Britannia.
—Ahora, timonel, ahora —dijo, y los siete marineros tiraron de la enorme rueda del timón, en tanto que los tenientes bramaban a los que manejaban las velas que soltaran las escotas—. Israel Pellew tiene el Conqueror —le comentó Chase a Sharpe—, es un tipo estupendo y un marino sensacional. ¡Un marino sensacional! Es de Cornualles, ¿sabe? Parece que nazcan con sal en las venas, esta gente de Cornualles. ¡Vamos, cariño, vamos! —Le hablaba al Pucelle, que había girado su popa redondeada contra el viento y por un segundo dio la impresión de que iba a quedarse así, sin poder hacer nada, pero entonces Sharpe vio que el bauprés se movía de cara a aquel desfile de embarcaciones británicas y que los marineros corrían por cubierta, agarrando velas nuevas e izándolas en su sitio. Las velas se agitaban como enloquecidas, luego se tensaron con el viento y el barco se inclinó, cogió velocidad y se dirigió dócilmente hacia el espacio abierto detrás del Conqueror. La maniobra se había realizado a la perfección.
—Bien hecho, timonel —dijo Chase, fingiendo que no había sentido ninguna aprensión durante la maniobra—. ¡Bien hecho, miembros del Pucelle! ¡Señor Holderby! ¡Forme un grupo de trabajo y traiga un poco de pintura amarilla!
—¿Por qué amarilla? —preguntó Sharpe.
—Todos los demás barcos tienen los aros de los mástiles pintados de amarillo —respondió Chase, señalando con un gesto hacia la larga línea de embarcaciones—, mientras que los nuestros son como los de los franceses, negros. —Solamente los mástiles más altos estaban hechos de troncos enteros de pino, en tanto que los más bajos estaban formados por largos palos de madera agrupados, unidos y asidos por dichos aros de hierro—. En combate —dijo Chase— quizá sea lo único en lo que se fijen. Verán aros negros, pensarán que somos un barco franchute y nos dispararán dos o tres andanadas de buena artillería británica en las tripas. ¡No podemos permitirlo, Sharpe! ¡Y menos si sólo depende de unas pinceladas de pintura! —Se dio la vuelta como un bailarín, incapaz de contener su euforia, pues su barco estaba en la línea de batalla, el enemigo se había hecho a la mar y Horatio Nelson era su jefe.