CAPÍTULO 7

A la mañana siguiente seguía sin hacer apenas viento y el Pucelle parecía estar prácticamente inmóvil en un mar de aspecto grasiento que se deslizaba con unas olas largas y bajas desde el oeste. Volvía a hacer calor, por lo que los marineros iban desnudos de cintura para arriba. Algunos mostraban una lívida trama de cicatrices allí donde sus espaldas habían estado sometidas al látigo.

—Algunos las lucen como un signo de orgullo —le dijo Chase a Sharpe—, aunque espero que en este barco no sea así.

—¿Usted no azota?

—Debo hacerlo —respondió Chase—, aunque pocas veces, muy pocas veces. Tal vez lo haya hecho en dos ocasiones desde que tomé el mando. Eso quiere decir dos veces en tres años. La primera vez fue por un robo y la segunda por golpear a un cabo de mar que probablemente se lo merecía, pero la disciplina es la disciplina. Al teniente Haskell le gustaría que azotara más, él piensa que eso nos haría más eficientes, pero yo no lo considero necesario. —Miró las velas con aire taciturno—. ¡Ni un maldito soplo de viento, nada de nada! ¿Qué diablos cree Dios que está haciendo?

Si Dios no mandaba viento, Chase practicaría con los cañones. Al igual que muchos capitanes de la marina, llevaba pólvora y balas de más, compradas con dinero de su propio bolsillo, para que su tripulación pudiera practicar. Tuvo los cañones funcionando toda la mañana, con todas las portas abiertas, incluso las de su gran cabina, de modo que el barco estuvo rodeado constantemente de un acre humo gris blanquecino a través del cual se movía con una exasperante lentitud.

—Esto podría significar mala suerte —le dijo Peel, el subteniente, a Sharpe. Era un hombre agradable, de cara redonda y cintura redondeada, que siempre estaba alegre. Era también una persona descuidada, lo que irritaba mucho al primer teniente, y la hostilidad entre Peel y Haskell hacía de la sala de oficiales un lugar tenso y desagradable. Sharpe notaba el descontento, sabía que aquello disgustaba a Chase y era consciente de que el barco prefería a Peel, que era de trato mucho más fácil que el alto y adusto Haskell.

—¿Mala suerte por qué?

—Los cañones amainan el viento —explicó Peel con seriedad. Llevaba una guerrera de color azul mucho más raída que la casaca roja de Sharpe, aunque se rumoreaba que el subteniente era rico—. Es un fenómeno para el que no existe explicación —dijo Peel—: los disparos de cañón calman el viento. —Como prueba de ello señaló la gran enseña roja en lo alto de la botavara, que, en efecto, colgaba lacia. La bandera no se izaba cada día, pero en ocasiones como aquélla, cuando el viento estaba perezosamente cansado, Chase creía que una enseña servía para señalar las pequeñas variaciones de la brisa.

—¿Por qué es roja? —preguntó Sharpe—. Ese balandro que vimos llevaba una azul.

—Depende del almirante para el que sirvas —explicó Peel—. Nosotros recibimos órdenes de un contralmirante de los rojos, pero si fuera de los azules enarbolaríamos una bandera azul, y si fuera de los blancos, blanca, y si fuera de los amarillos no estaría al mando de ningún barco. La verdad es que es simple. —Esbozó una sonrisa burlona. La enseña roja, que tenía una bandera de la unión en la esquina superior, se agitó lentamente cuando una excepcional bocanada de aire caliente movió sus pliegues. Al este, de donde provenía el viento, había montones de nubes que, según Peel, estaban situadas encima de África—. Y se habrá fijado en que el agua está amarillenta —añadió al tiempo que señalaba por encima de la borda a un mar ocre como el barro—, lo cual significa que estamos frente a la desembocadura de un río.

Chase cronometraba a los servidores de los cañones, prometiendo un trago extra de ron al hombre más rápido. Los cañones hacían un ruido asombroso, que retumbaba en los oídos y hacía temblar el barco antes de desvanecerse lentamente en la inmensidad del mar y el cielo. Los artilleros se ataban unos pañuelos alrededor de las orejas para disminuir el impacto del ruido, pero muchos de ellos ya estaban prematuramente sordos. Sharpe, presa de la curiosidad, bajó a la cubierta inferior, donde acechaban los grandes treinta y dos libras, y se quedó allí de pie, maravillado, mientras se disparaban los cañones. Se tapaba los oídos con los dedos y, aun así, todo aquel oscuro espacio, salpicado de brillantes haces de una luz llena de humo que atravesaban las portas abiertas, retumbaba a cada disparo de cañón. El sonido parecía golpearle en el abdomen, le resonaba en la cabeza, inundaba el mundo. Uno tras otro, los cañones retrocedían con una sacudida. Cada uno de aquellos tubos tenía casi tres metros de longitud, cada cañón pesaba cerca de tres toneladas y con cada disparo el braguero quedaba tirante como una barra de hierro. El braguero era un enorme cable sujeto a la cuaderna del barco mediante unos pernos, que pasaba a través de un aro situado en la recámara del cañón. Los artilleros, medio desnudos y con la piel brillante por el sudor, se abalanzaban para limpiar los grandes tubos mientras el jefe de artilleros tapaba el oído de la pieza con el pulgar enfundado en cuero. Los hombres introducían los saquetes de pólvora y las balas, los atacaban y luego sacaban la boca del arma por la porta mediante el sistema de cuerdas y poleas colocado a ambos lados de la cureña.

—¡No están apuntando a nada! —tuvo que gritarle Sharpe al quinto teniente, que estaba al mando de un grupo de cañones.

—No somos tiradores —le respondió también gritando el teniente, que se llamaba Holderby—. ¡Si llegamos a entablar combate, estaremos tan cerca de esos cabrones que no podremos fallar! A unos veinte pasos como mucho, y normalmente menos. —Holderby caminó por la cubierta de batería, agachando la cabeza bajo los baos y tocando a los hombres en el hombro de forma aleatoria—. ¡Está muerto! —gritaba—. ¡Está muerto! —Los elegidos sonreían y se sentaban, agradecidos, en las rejillas de las balas. Holderby menguaba a los servidores de las armas, tal como se verían menguados en batalla, y observaba si los «supervivientes» manejaban bien sus grandes piezas.

Los cañones, como los del Calliope, se disparaban con una llave de chispa. La artillería de campaña del ejército, que no contaba con cañones tan grandes como aquéllos, se disparaba con un botafuego, un palo con una mecha de combustión lenta que ardía al rojo vivo. Pero ningún capitán de la marina osaría tener un botafuego incandescente en una cubierta de batería donde había tanta pólvora esperando a explotar. En lugar de eso los cañones tenían llaves de chispa pero, por si la llave fallaba, había un botafuego suspendido en una cuba cercana medio llena de agua. El gatillo de la llave de chispa era una cuerda de disparo de la que tiraba un artillero, caía el pedernal, se producía la chispa, entonces el canutillo lleno de pólvora insertado en el oído silbaba y una llama de unos diez o doce centímetros ascendía como una lengua antes de que el mundo quedara anulado por el ruido cuando otra llama, el doble de larga que el tubo del cañón, hendía la instantánea nube de humo al tiempo que la pieza retrocedía con estrépito.

Sharpe subió a cubierta y de ahí a la cofa mayor, pues sólo desde allí podía ver algo más allá de la gran masa de humo hacia donde caían las balas. Caían de forma desigual: algunas parecían recorrer hasta una milla antes de caer al mar sombrío, mientras que otras raspaban la superficie y convertían el agua en rocío a tan sólo unos centenares de metros del barco. Tal como había dicho el teniente, Chase no estaba entrenando a sus hombres para ser tiradores, sino para ser rápidos. A bordo de la embarcación había artilleros que se vanagloriaban de poder lanzar una bala sobre una tina que hacía de blanco flotante a media milla de distancia, pero el secreto de la batalla, insistía Chase, era acercarse y soltar una tormenta de proyectiles.

—No hace falta apuntar —le había dicho a Sharpe—. Yo utilizo el barco para apuntar. Coloco los cañones al costado del enemigo y dejo que machaquen a ese cabrón. Rapidez, rapidez, rapidez, Sharpe. La rapidez gana batallas.

Sharpe se dio cuenta de que sucedía lo mismo que con la mosquetería. En tierra los ejércitos se acercaban el uno al otro y, la mayoría de las veces, el bando que podía disparar sus mosquetes con más rapidez era el que ganaba. Los soldados no apuntaban los mosquetes, porque eran muy poco precisos. Orientaban sus mosquetes y luego disparaban, de manera que la suya era solamente una entre una nube de balas escupidas contra el enemigo. Si se disparaban balas suficientes, el enemigo se debilitaría. De la misma manera, si acercabas dos barcos, el que disparara más deprisa sería el ganador, de modo que Chase acosaba a sus artilleros, alabando a los rápidos y metiendo prisa a los rezagados. Durante toda la mañana, el agua de alrededor del barco no dejó de temblar con la vibración de los cañones. El barco dejaba una prolongada estela en forma de una temblorosa humareda de pólvora que se iba disipando, prueba de que iba avanzando un poco, aunque a una velocidad tan lenta que exasperaba. Sharpe se había subido el catalejo al mástil, y lo enfocó hacia el oeste con la esperanza de divisar tierra, pero lo único que vio fue una sombra oscura bajo la nube. Acortó el tubo, dirigió la lente hacia abajo y vio a Malachi Braithwaite paseando de un lado a otro del alcázar, estremeciéndose cada vez que estallaba un cañón.

¿Qué iba a hacer con Braithwaite? La verdad es que Sharpe sabía muy bien qué hacer; el problema era hacerlo en un barco abarrotado con más de setecientas personas. Plegó el catalejo, se lo metió en el bolsillo y entonces, por primera vez, trepó desde la cofa mayor por encima de la gavia hacia la cruceta, una plataforma mucho más pequeña que la cofa mayor, donde se acomodó bajo el juanete mayor. Por encima de esta última todavía se alzaba otra vela más, el sobrejuanete, que se alzaba hacia el cielo, aunque no estaba tan alta como para que los hombres no treparan a ella, puesto que había un vigía suspendido por encima de la verga de sobrejuanete, mascando tabaco con satisfacción al tiempo que miraba hacia el oeste. Desde allí arriba la cubierta parecía pequeña, pequeña y estrecha, pero el aire era fresco, pues la siempre presente fetidez del barco y el hedor a huevos podridos del humo de la pólvora no llegaban tan alto.

El elevado mástil tembló cuando dos cañones dispararon al mismo tiempo. Una insólita ráfaga de viento se llevó el humo y Sharpe vio que el mar se rizaba formando un frenético abanico en dirección contraria al estallido de los cañones. La hierba hacía lo mismo frente a un cañón de campaña, sólo que la hierba se chamuscaba y en ocasiones ardía. El mar se asentó y el humo se hizo más denso.

—¡Barco a la vista! —bramó en dirección a cubierta el hombre que estaba por encima de Sharpe, con una exclamación tan fuerte y repentina que éste dio un salto del susto—. ¡Barco por el través de babor!

Sharpe tuvo que pensar qué lado del barco era babor y cuál estribor, pero se acordó y enfocó su catalejo hacia el oeste. No vio nada, aparte de una línea neblinosa allí donde el cielo se juntaba con el mar.

—¿Qué es lo que ve? —gritó Haskell, el primer teniente, a través de un megáfono.

—¡Sobrejuanetes, juanetes y gavias! —exclamó el hombre—. ¡Lleva el mismo rumbo que nosotros, señor!

Los disparos de cañón cesaron, pues en esos momentos Chase tenía otra cosa de que preocuparse. Se cerraron las portas y las grandes piezas se amarraron bien, mientras media docena de hombres subían a toda prisa por las jarcias para sumar sus ojos a los del vigía. Sharpe seguía sin ver nada en el horizonte del lado oeste, ni siquiera con la ayuda del catalejo. Estaba orgulloso de su vista, pero para estar en el mar se necesitaba otro tipo de visión que para buscar enemigos en tierra. Movió el anteojo a la izquierda y a la derecha, todavía incapaz de encontrar el barco desconocido, y entonces un repentino y diminuto borrón de un blanco sucio apareció en el horizonte; lo perdió de vista, pero volvió a mover el catalejo poco a poco y allí estaba. Sólo un borrón, nada más que un borrón, y sin embargo el hombre situado por encima de él, sin catalejo, lo había visto y podía distinguir una vela de otra.

Un marinero se acomodó junto a Sharpe en la cruceta.

—Es un francesito —dijo.

Sharpe vio que se trataba de John Hopper, el contramaestre grandullón de la barcaza del capitán.

—No me diga que puede apreciarlo desde esta distancia… —comentó Sharpe.

—El corte de las velas, señor —dijo Hopper en tono confidencial—. Es inconfundible.

—¿Qué pasa, Hopper? —Chase, con la cabeza descubierta y en mangas de camisa, subió a la plataforma.

—Podría ser él, señor, y tanto que podría serlo —respondió Hopper—. Es francés, de eso no hay duda.

—¡Condenado viento! —dijo Chase—. ¿Me permite, Sharpe? —Alargó la mano para tomar el catalejo y lo enfocó hacia el oeste—. Maldita sea, Hopper, tiene usted razón. ¿Quién lo avistó?

—Pearson, señor.

—Triplique su ración de ron —dijo Chase, y a continuación plegó el catalejo, se lo devolvió a Sharpe y volvió a bajar a cubierta deslizándose de una manera que a Sharpe le dio pavor—. ¡Botes! —gritó Chase al tiempo que corría hacia el alcázar—. ¡Botes!

Hopper siguió a su capitán. Sharpe se quedó observando mientras se hacían descender los botes por el costado de la embarcación y se llenaban de remeros. Iban a remolcar el barco no rumbo al oeste hacia el buque desconocido, sino hacia el norte, para intentar tomarle la delantera.

Los hombres remaron durante toda la tarde. Sudaron y atoaron hasta que el dolor en los brazos fue insoportable. Unas leves ondas en el costado del Pucelle indicaban que estaban avanzando un poco pero, a juicio de Sharpe, no lo suficiente como para hacer algún progreso hacia el lejano buque. Las pequeñas ráfagas de viento que en las primeras horas del día habían aliviado el calor parecían haber amainado completamente, por lo que las velas colgaban sin vida y el barco estaba inmerso en un extraño silencio. Los ruidos más fuertes que se oían eran las pisadas de los oficiales en el alcázar, los gritos de los hombres que animaban a los cansados remeros y el crujido de la rueda del timón cuando giraba de un lado a otro con el perezoso oleaje.

Lady Grace, atendida por su doncella y con una sombrilla para protegerse del sol ardiente, apareció en el alcázar y miró hacia el oeste. El capitán Chase afirmaba que el buque desconocido ya era visible desde cubierta, pero ella no lo veía, ni siquiera con un anteojo.

—Es probable que no nos hayan visto —sugirió Chase.

—¿Por qué no? —preguntó ella.

—Nuestras velas tienen nubes detrás —señaló con un gesto hacia los enormes cúmulos de nubes que se amontonaban por encima de África; con un poco de suerte nuestra lona se fundirá con el cielo.

—¿Cree que es el Revenant?

—No lo sé, señora. Podría tratarse de un mercante neutral. —También Chase intentó parecer neutral, pero su contenida excitación dejaba claro que, en efecto, pensaba que aquel distante barco era el Revenant.

Braithwaite estaba de pie bajo la bovedilla de popa, pendiente de si Sharpe se reunía con la señora, pero Sharpe no se movió. Miró hacia el este y vio que el agua se rizaba, los primeros indicios de un viento refrescante. Las ondas se perseguían y se deslizaban por el largo oleaje, negándose tenazmente a acercarse al Pucelle, pero en un determinado momento parecieron juntarse todas y resbalar sobre el mar, y de pronto las velas se hincharon, las jarcias crujieron y los cabos de remolque se hundieron en el agua.

—¡Viento de tierra! —dijo Chase—. ¡Ya era hora! —Se acercó al timonel que manejaba la rueda del timón y que al fin tenía cierto dominio sobre él—. ¿Lo nota?

—Sí, sí, señor. —El timonel hizo una pausa para escupir un chorro de jugo de tabaco en una gran escupidera de latón—. Aunque no es mucho —añadió—, no más que si una viejecita soplara en las velas, señor.

El viento decayó, con lo que las velas temblaron, luego volvieron a atraparlo perezosamente y Chase se dio la vuelta para mirar hacia el mar.

—¡Suba los botes, señor Haskell!

—¡Sí, mi capitán!

—¡Un trago de ron para los remeros!

—¡Sí, mi capitán! —Haskell, que creía que Chase consentía a sus hombres, no pareció aprobarlo.

—¡Un trago doble de ron para los remeros —dijo Chase para irritar a Haskell—, el viento para nosotros y muerte a los franceses! —Se le había levantado el ánimo al creer que había encontrado a su presa. Ahora tenía que acecharla—. Nos iremos aproximando a él durante la noche —le dijo a Haskell—. ¡Hasta el último centímetro de lona! Y no quiero luces a bordo. Y vamos a humedecer las velas. —Se colocó una manguera de lona en una bomba y se utilizó para rociar las velas con agua de mar. Chase le explicó a Sharpe que las velas mojadas aprovechaban más el viento suave que las secas, y, en efecto, sí parecía que la lona empapada funcionara mejor. El barco se movía perceptiblemente, aunque bajo cubierta, donde el humo de los cañones persistía, ningún viento limpió la atmósfera.

Al atardecer el viento empezó a soplar más fuerte y una vez más el Pucelle quedó a merced de su impulso. Cayó la noche y los oficiales recorrieron el barco para asegurarse de que no hubiera ni un solo farol encendido a bordo, aparte de la débil luz de la lantía con cubierta roja que permitía que el timonel pudiera ver la brújula. Se modificó el rumbo unas cuantas cuartas hacia el oeste con la esperanza de acercarse al lejano barco. El viento aumentó aún más, por lo que se podía oír el mar corriendo por los costados negros y amarillos de la embarcación.

Sharpe se durmió, se despertó, volvió a dormirse. Nadie lo molestó durante la noche. Se levantó antes de amanecer y se encontró con que el resto de los oficiales del barco, incluso aquellos que deberían estar durmiendo, se hallaban en el alcázar.

—Nos va a ver antes de que lo veamos nosotros —dijo Chase, refiriéndose a que al salir el sol las gavias del Pucelle se recortarían contra el horizonte. Durante unos minutos consideró la posibilidad de despertar a la guardia que estaba fuera de servicio para que ayudara a los juaneteros a replegar todo lo que estuviera por encima de las velas mayores, pero le pareció que la pérdida de velocidad sería un resultado aún peor, por lo que mantuvo desplegadas las lonas altas. Los hombres con mejor vista estaban todos en lo alto de las jarcias—. Si tenemos suerte —le confió Chase a Sharpe— tal vez lo alcancemos al caer la noche.

—¿Tan pronto?

—Si tenemos suerte —repitió el capitán, luego alargó la mano y tocó la baranda de madera.

El cielo del este tenía en ese momento un color grisáceo, y estaba veteado de nubes, pero el gris no tardó en quedar bañado de un tono rosado, como el del tinte de una casaca roja que calara los pantalones del uniforme bajo la lluvia. El barco se estremecía a merced del mar, dejaba tras de sí una estela blanca, avanzaba a toda velocidad. El rosa se volvió rojo y el rojo se intensificó, resplandeciente como un horno sobre África.

—A estas alturas ya nos habrán visto —comentó Chase, y tomó un megáfono de la baranda—. ¡Agucen la vista! —les gritó a los vigías, y torció el gesto—. No era necesario —se reprendió. Luego reparó el daño alzando de nuevo el megáfono y prometiendo las raciones de ron de toda una semana al primero que divisara al enemigo—. Merece caer borracho como una cuba —dijo Chase.

El este estalló en un resplandor tal que llegó a ser excesivo para poder mirarlo, en tanto que por fin el sol se alzaba poco a poco por encima del horizonte. La noche se había ido, el mar se extendía desnudo bajo el cielo ardiente y el Pucelle estaba solo.

Pues el distante buque había desaparecido.

El capitán Llewellyn estaba enojado. Todo el mundo a bordo estaba irritado. El hecho de perder al otro barco había hecho que la moral cayera en picado en el Pucelle, de modo que constantemente se estaban cometiendo pequeños fallos. Los segundos contramaestres daban golpes con los extremos de sus cuerdas, los oficiales gruñían, la tripulación se mostraba huraña, pero el capitán Llewellyn Llewellyn estaba enfadado e inquieto de verdad.

Antes de que el barco zarpara de Inglaterra había subido a bordo un cajón de granadas.

—Son francesas —le dijo a Sharpe—, de modo que no tengo ni idea de lo que llevan dentro. Pólvora, claro está, y algún tipo de fulminante. Están hechas de vidrio: las tiras y rezas para que maten a alguien. Son unas cosas diabólicas, diabólicas de verdad.

Pero las granadas se habían perdido. Se suponía que estaban en el pañol de pólvora de proa, abajo en la cubierta del sollado, pero el teniente de Llewellyn y dos sargentos habían buscado y no habían podido encontrar los artefactos. Para Sharpe la pérdida de las granadas tan sólo era otro golpe de mala suerte en un día que parecía malhadado para el Pucelle, pero Llewellyn creía que era mucho más grave que eso.

—Algún idiota debe de haberlas puesto en la bodega —dijo—. Se las compramos al Viper mientras lo estaban reparando. Las capturaron durante una acción frente a las costas de Antigua y su capitán no las quería. Le parecían demasiado peligrosas. Si Chase las encuentra en la bodega me crucificará, y no lo culpo. Su sitio está en un pañol de pólvora.

Una docena de infantes de marina se organizaron en un grupo de búsqueda y Sharpe se unió a ellos en la profundidad de la bodega, gobernada por las ratas y donde el hedor del barco se concentraba hasta lo insoportable. No había ninguna necesidad de que Sharpe estuviera allí, Llewellyn ni siquiera le había pedido que echara una mano, pero él prefería hacer algo útil a soportar la malhumorada decepción que agriaba la cubierta desde el alba.

Tardaron tres horas, pero al final un sargento encontró las granadas en una caja que tenía la palabra «galleta» pintada con plantilla en la tapa.

—¡Pues a saber lo que habrá en los pañoles de pólvora! —comentó Llewellyn con ironía—. Probablemente estén llenos de carne de ternera salada. ¡Ese jodido Cowper! —Cowper era el sobrecargo del barco, encargado de los suministros del Pucelle. El sobrecargo no era exactamente un oficial, pero normalmente se le trataba como si lo fuera, y se le tenía una profunda antipatía—. Es el destino de los sobrecargos —le había dicho Llewellyn a Sharpe—, que los odien. Por eso Dios los puso en la tierra. Se supone que tienen que suministrar cosas, pero rara vez pueden hacerlo y, si lo hacen, las cosas suelen ser del tamaño, color o forma equivocados. —Los sobrecargos, al igual que los vivanderos del ejército, podían comerciar por su cuenta y eran famosos por su corrupción—. Probablemente Cowper las escondió —dijo Llewellyn— pensando que podría vendérselas a algún salvaje ignorante. ¡Condenado! —Una vez hubo maldecido al sobrecargo, el galés tomó una de las granadas de la caja y se la dio a Sharpe—. Está llena de pedacitos de metal, ¿lo ve? ¡Este trasto podría estallar como un bote de metralla!

Sharpe nunca había tenido una granada en las manos. Las antiguas granadas británicas, que hacía tiempo que habían sido descartadas por no resultar efectivas, se parecían a un proyectil de cañón en miniatura que se lanzaba desde un accesorio en forma de tazón en la parte anterior del mosquete, pero aquella arma francesa estaba hecha de un cristal de color verde oscuro. Había poca luz en la bodega, pero Sharpe sostuvo la granada cerca de uno de los faroles de los infantes de marina y vio que el interior de la esfera de cristal, que tenía aproximadamente el mismo tamaño que un pastel de riñones decente, estaba lleno de trozos de metal. Una mecha sobresalía por un lado, sellada con un anillo de cera fundida.

—Enciendes la mecha, arrojas este maldito trasto y supongo que el contenedor de cristal se rompe al caer. La mecha encendida entra en contacto con la pólvora y eso es el final de un francés. —Hizo una pausa, mirando la bola de cristal con el ceño fruncido—. Espero. —Volvió a tomar la granada y la acarició como si fuera un bebé—. Me pregunto si el capitán Chase nos dejaría probar una. Tal vez si pusiéramos a unos hombres cerca con cubos de agua…

—¿Y dejarle una sucia marca a su magnífica cubierta limpia? —preguntó Sharpe.

—Supongo que no nos dejaría —dijo Llewellyn con tristeza—. De todas formas, si llegamos a entablar combate, les daré unas cuantas a los chicos de los mástiles para que puedan arrojarlas contra las cubiertas enemigas. Para algo tienen que servir.

—Láncelas por la borda —le aconsejó Sharpe.

—¡Dios mío, no! ¡No quiero herir a los peces, Sharpe!

Llewellyn, enormemente aliviado por el hallazgo, hizo que llevaran las valiosas granadas al pañol de pólvora de proa. Sharpe siguió a los infantes de marina por la escalera que subía a la cubierta del sollado, la cual, al hallarse por debajo de la línea de flotación, estaba casi tan oscura como la bodega. Los marinos se dirigieron hacia la proa. En cambio, Sharpe fue a popa con la intención de subir al comedor de Chase para el almuerzo, pero no pudo utilizar la escalera de cámara que llevaba a la cubierta inferior porque un hombre envuelto en un descolorido abrigo negro descendía de manera insegura por ella. Instintivamente, Sharpe aguardó, y entonces vio que era Malachi Braithwaite quien con tanta cautela bajaba los peldaños. Sharpe retrocedió rápidamente y se escondió en la cabina del cirujano, donde las paredes pintadas de rojo y la mesa esperaban las bajas de la batalla. Desde allí pudo ver que Braithwaite tomaba un farol de un gancho que había junto a la escalera de cámara. El secretario hurgó en una caja de yesca, sopló sobre el chamuscado lino para conseguir una llama y encendió la lámpara de aceite. La colocó en el suelo y resopló al alzar la escotilla de popa de la bodega, que liberó un hedor a agua de pantoque y podredumbre. Braithwaite se estremeció, se armó de valor, tomó el farol y descendió hacia las profundidades de la embarcación.

Sharpe fue tras él. Pensó que había momentos en la vida en que el destino jugaba en sus manos. Había vivido otro momento semejante cuando conoció al sargento Hakeswill y se alistó en el ejército, y otro en el campo de batalla de Assaye cuando habían desmontado a un general. Ahora Braithwaite estaba solo en la bodega. Sharpe se quedó de pie junto a la escotilla y vio que el farol que sostenía Braithwaite se meneaba mientras el secretario descendía poco a poco por la escalera y a continuación iba hacia popa, dirigiéndose al lugar en el que se almacenaba el equipaje de los oficiales.

Sharpe bajó la escalera y con cuidado cerró la escotilla tras él. Avanzó a hurtadillas, aunque el ruido que pudieran hacer sus zapatos sobre los peldaños quedaba tapado por el crujido de los grandes palos de pino que atravesaban todas las cubiertas y se clavaban en la madera de olmo de la quilla. El sonido de los flexibles palos quedaba amplificado en la bodega, donde resonaban también el ruido de succión de las seis bombas del barco, el sonido del mar y el chirrido del timón al girar sobre sus pinzotes.

Aquella parte posterior de la bodega quedaba aislada de la parte anterior del barco por un montón enorme de toneles de agua y barriles de vinagre que se alzaba desde el entablado de encima de la sentina hasta los baos de la cubierta del sollado a más de tres metros y medio por encima de la cabeza. Dichos baos se apoyaban en unos grandes maderos de roble que, bajo la tenue luz del farol, parecían los pilares de una extraña iglesia oscurecida por el humo. Braithwaite se abrió paso entre las columnas de roble, subiendo la suave pendiente del casco de la embarcación hacia unos estantes situados al fondo de la bodega que protegían un pequeño espacio a popa que se conocía como el escondite de la dama, porque constituía el lugar más seguro a bordo durante una batalla. En los estantes no se guardaba nada de valor, simplemente el equipaje que los oficiales no necesitaban, pero lord William había traído tantos bultos al Pucelle que algunos de ellos habían tenido que almacenarse allí, y Sharpe, agachado a la sombra de algunos toneles de ternera salada de acre olor, vio que el secretario subía por una corta escalera para coger una maleta de cuero, que bajó del estante superior y llevó torpemente de vuelta a cubierta. Sacó una llave del bolsillo y abrió la maleta, que resultó estar atiborrada de papeles. Allí no había nada, pensó Sharpe, que pudiera robar algún marinero de manos largas, aunque no dudaba que algunos hombres ya habrían abierto la cerradura de la maleta con la esperanza de hallar un botín mejor. Braithwaite hojeó los papeles, encontró lo que buscaba, volvió a cerrar la maleta con llave y la llevó de nuevo escalera arriba, donde la empujó con torpeza por encima de la barra de madera que evitaba que el contenido de los estantes cayera con la mala mar. El secretario iba rezongando solo y a Sharpe le llegaron algunos fragmentos de sus palabras.

—¡Soy un hombre de Oxford, no un esclavo! Podía haber esperado hasta que llegáramos a Inglaterra. ¡Metete ahí, maldita sea!

Finalmente la maleta quedó guardada y Braithwaite bajó la escalera, se guardó la hoja de papel en el bolsillo, recogió su farol y empezó a andar de nuevo hacia otra escalera mayor situada a lo largo del palo de mesana y que conducía a la escotilla cerrada. No vio a Sharpe. Pensó que estaba solo en la bodega hasta que de repente una mano lo agarró por el cuello de la camisa.

—Hola, hombre de Oxford —dijo Sharpe.

—¡Dios mío! —renegó Braithwaite, y se estremeció.

Sharpe cogió el farol de la laxa mano del secretario y lo colocó encima de un tonel, luego hizo girar a Braithwaite y le dio un empujón tan fuerte que cayó al suelo.

—El otro día tuve una interesante conversación con la señora Grace —dijo Sharpe—. Al parecer la está chantajeando.

—Se comporta usted de modo absurdo, Sharpe, muy absurdo. —Braithwaite retrocedió bruscamente hasta que ya no pudo alejarse más y entonces se sentó con la espalda apoyada en los toneles de agua, donde se sacudió el polvo de los pantalones y el abrigo.

—¿Enseñan a hacer chantaje en Oxford? —preguntó Sharpe—. Creía que sólo enseñaban cosas inútiles como latín y griego, pero me equivoco, ¿verdad? ¿Les dan clases de chantaje y de cómo entrar a robar en las casas, quizá? ¿O de rajar bolsillos como trabajo extra, tal vez?

—No sé de qué me está hablando.

—Sí sabe de lo que estoy hablando, Braithwaite —replicó Sharpe. Cogió el farol y fue andando lentamente hacia el aterrorizado secretario—. Usted le está haciendo chantaje a lady Grace. Quiere sus joyas, ¿no? ¿Y algo más, quizá? Le gustaría tenerla en su cama, ¿no es cierto? Le gustaría estar allí donde yo ya he estado, Braithwaite.

Braithwaite puso unos ojos como platos. Estaba asustado, pero no tanto como para pasar por alto lo que entrañaban las palabras de Sharpe. Sharpe había admitido el adulterio, y ello significaba que Braithwaite estaba a punto de morir, pues Sharpe no podía permitir que viviera y contara la historia.

—Sólo he venido a buscar un memorándum, Sharpe —balbució con aparente terror—, eso es todo. Vine a buscar este papel. No es más que un memorándum, Sharpe, para el informe de lord William. Permítame enseñárselo —se llevó la mano al bolsillo para coger el papel pero no sacó un memorándum, sino una pequeña pistola. Era la clase de arma diseñada para llevar en un monedero o un bolsillo y utilizarla contra asesinos o salteadores de caminos. Braithwaite, a quien le temblaba la mano, echó hacia atrás el pedernal—. Llevo esto encima desde que me amenazó, Sharpe —su voz sonó más confiada al empuñar la pistola.

Sharpe dejó caer el farol. Golpeó en la cubierta, hubo un titileo de luz, luego el sonido del cristal que se hacía añicos y a continuación una oscuridad total. Sharpe giró hacia un lado, medio esperando oír el chasquido de la pistola, pero Braithwaite conservó el valor suficiente para no abrir fuego.

—Tiene usted un disparo, hombre de Oxford —le dijo Sharpe—. Un disparo, luego me toca a mí.

Silencio, aparte del traqueteo de las bombas de agua, el ruido de los palos y el roce de las patas de las ratas por la sentina.

—Estoy acostumbrado a esto —dijo Sharpe—. Ya me he movido otras veces en la oscuridad, Braithwaite, y he matado a hombres. Les corté las mollejas. Lo hice en las afueras de Gawilghur, en una noche oscura. Les corté el cuello a dos hombres, Braithwaite, los rajé hasta la espina dorsal. —Estaba agazapado tras un tonel, de modo que si Braithwaite abría fuego el secretario simplemente infligiría una herida a un barril de carne de ternera salada. Sharpe mantuvo su cuerpo detrás del tonel, alargó la mano izquierda y raspó con las uñas la madera de cubierta—. Les rajé las mollejas, hombre de Oxford.

—Podemos llegar a un acuerdo, Sharpe —dijo Braithwaite con nerviosismo. No se había movido desde que la bodega había quedado a oscuras. Sharpe lo sabía, de lo contrario lo hubiese oído. Le parecía que Braithwaite estaba esperando a que se acercara para dispararle. Igual que en los combates entre dos barcos. Deja que el cabrón se acerque, luego dispara.

—¿Qué clase de acuerdo, hombre de Oxford? —preguntó Sharpe, y volvió a raspar la cubierta, haciendo unos ruiditos que el miedo del secretario amplificaría. Encontró un trozo de cristal del farol roto y raspó con él la madera.

—Usted y yo deberíamos ser amigos, Sharpe —dijo Braithwaite.

—¿Usted y yo?

—Nosotros no somos como ellos. Mi padre es clérigo. No gana mucho dinero. Trescientas al año, quizá. Eso a usted puede parecerle aceptable, pero en realidad no es nada, Sharpe, nada. En cambio, hay personas como William Hale que nacen con una fortuna. Abusan de nosotros, Sharpe, nos oprimen. Creen que somos una mierda.

Sharpe volvió a dar unos golpecitos con el trozo de cristal contra el metal del farol y luego rascó con él la madera para hacer un ruido como el de las patas de las ratas.

Alargó la mano todo lo que pudo, golpeando el cristal más cerca de Braithwaite. El secretario estaría escuchando, intentando descifrar los ruiditos, tratando de contener un terror cada vez mayor.

—¿Qué justificación hay —preguntó Braithwaite, con un tono de voz más elevado— para que un mero nacimiento le confiera a un hombre tan buena suerte y se la niegue a otro? ¿Acaso somos menos personas porque nuestros padres eran pobres? ¿Tenemos que inclinarnos para siempre porque sus antepasados eran unos brutos con armadura que robaron una fortuna? Usted y yo deberíamos unirnos, Sharpe. Se lo ruego, piense en ello.

En aquellos momentos Sharpe estaba tumbado boca abajo sobre la cubierta, acercándose hacia Braithwaite, raspando con el cristal las toscas tablas de madera, llevando el sonido aún más cerca del secretario, que intentó ver algo, nada, en aquella oscuridad estigia.

—No escribí al coronel Wallace como me ordenaron —dijo Braithwaite, desesperado—. Eso fue un favor que le hice, Sharpe. ¿Es que no se da cuenta de que estamos en el mismo bando? —Hizo una pausa, esperando una respuesta que llegara de la negrura, pero allí sólo se oía el ruidito de algo que raspaba en la cubierta delante de él—. ¡Diga algo, Sharpe! —le rogó Braithwaite—. O mate a lord William —Braithwaite ya casi sollozaba de miedo—. La señora se lo agradecerá, Sharpe. Eso le gustaría, ¿no? ¿Sharpe? ¡Respóndame, Sharpe, por el amor de Dios, respóndame!

Sharpe daba golpecitos en la cubierta con el fragmento de cristal. Oía la ronca respiración de Braithwaite. El secretario estiró un pie hacia delante con la esperanza de encontrar a Sharpe, pero no tocó nada.

—¡Se lo ruego, Sharpe, piense en mí como en un amigo! No quiero hacerle ningún daño. ¿Cómo iba a hacerle daño si admiro tanto sus logros? La señora malinterpretó mis palabras, nada más. Tiene los nervios de punta, ¡y yo soy su amigo, Sharpe, su amigo! Sharpe lanzó el pedazo de cristal y éste repiqueteó entre los toneles en algún punto del lado de estribor de la bodega. Braithwaite soltó un grito de terror, pero no disparó; luego sollozó, mientras oía más ruiditos.

—Hábleme, Sharpe. No somos unos animales, usted y yo. Tenemos cosas en común, deberíamos hablar. ¡Dígame algo!

Sharpe reunió un puñado de pedazos del cristal roto, hizo una pausa y a continuación los arrojó hacia el secretario, quien, cuando los fragmentos lo alcanzaron, lanzó un grito, empuñó la pistola a ciegas y apretó el gatillo. La pequeña arma emitió un destello cegador en la bodega y la bala alcanzó una cuaderna sin causar ningún daño.

Sharpe se puso en pie y avanzó, aguardando a que el eco del disparo se fuera apagando.

—Una bala, hombre de Oxford —dijo—: luego me tocaba a mí.

—¡No! —Braithwaite se agitó con furia en la oscuridad, pero Sharpe le propinó una fuerte patada y cayó sobre él, le inmovilizó los brazos y obligó al secretario a dar la vuelta de manera que quedara boca abajo.

Sharpe se sentó en el lomo de Braithwaite.

—Y ahora dígame, hombre de Oxford —le dijo en voz baja—, ¿qué es lo que quería de lady Grace?

—Lo he estado anotando todo, Sharpe.

—¿Anotado el qué, hombre de Oxford? —Sharpe sujetaba con fuerza los brazos de Braithwaite.

—¡Todo! Sobre usted y lady Grace. He dejado la carta entre los papeles de lord William con instrucciones para que se abra si algo me ocurre.

—No le creo, hombre de Oxford.

Braithwaite dio un repentino tirón para intentar soltar los brazos.

—No soy idiota, Sharpe. ¿Cree que no iba a tomar precauciones? He dejado una carta, por supuesto —hizo una pausa—. Suélteme —prosiguió— y podemos discutirlo.

—Si lo suelto —dijo Sharpe sin dejar de sujetar a Braithwaite por los brazos—, ¿recuperará la carta de lord William?

—Por supuesto que lo haré. Lo prometo.

—¿Y se disculpará con lady Grace? ¿Le dirá que sus sospechas eran infundadas?

—Pues claro que lo haré. ¡Encantado! ¡Con mucho gusto!

—Pero resulta que no son infundadas, hombre de Oxford —dijo Sharpe al tiempo que se inclinaba para acercarse a la cabeza de Braithwaite—, ella y yo somos amantes. Desnudez y sudor en la oscuridad, hombre de Oxford. No puedo permitir que mienta a la señora diciéndole que nunca ocurrió nada, ¿verdad? Y ahora usted conoce mi secreto, y no estoy seguro de que pueda dejarlo marchar después de todo.

—¡Pero hay una carta, Sharpe!

—Miente usted como un bellaco, Braithwaite. No hay ninguna carta.

—¡Sí la hay! —gritó Braithwaite, desesperado.

Sharpe sujetaba los brazos al secretario por encima de la espalda, empujándoselos dolorosamente hacia delante, y entonces se los empujó con fuerza para dislocarle los hombros. Braithwaite gimoteó de dolor y luego gritó pidiendo ayuda, y Sharpe lo agarró de una oreja y le hizo girar la cabeza hacia un lado. Sharpe intentó agarrarle la cara a Braithwaite con la mano derecha y éste trató de morderle, pero Sharpe le dio un puñetazo, luego le agarró un mechón de pelo y un trozo de oreja y le hizo girar la cabeza con fuerza.

—Vete a saber cómo lo hicieron —dijo Sharpe— esos malditos jettis, pero yo los vi, de modo que es posible. —Volvió a retorcerle la cabeza y las frenéticas protestas del secretario se acallaron cuando la garganta le quedó oprimida. Respiraba con roncos jadeos, pero seguía resistiéndose e intentando sacarse de encima a Sharpe. Éste, asombrado por lo sencillo que parecía cuando lo hacían los jettis, le sujetó de nuevo la cabeza con las dos manos y se la retorció con todas sus fuerzas. La respiración del secretario se convirtió en un quejido áspero que apenas se oía por encima de la cacofonía de crujidos y ruidos metálicos de la bodega, pero Braithwaite seguía sacudiéndose, de modo que Sharpe respiró hondo, retorció por segunda vez y su esfuerzo se vio recompensado por un pequeño crujido chirriante que le pareció que era la espina dorsal del cuello de Braithwaite al descoyuntarse con la sacudida.

El secretario ya no se movía. Sharpe le puso a Braithwaite un dedo en el cuello para ver si tenía pulso y no se lo encontró. Esperó. Seguía sin haber pulso, ni tics, ni respiración, así que Sharpe palpó a tientas la cubierta hasta que encontró la pistola y se la metió en el bolsillo. Luego se puso de pie, levantó al muerto, se lo echó al hombro y avanzó tambaleándose, impulsado a izquierda y derecha por el movimiento del barco, hasta que llegó dando tumbos a la escalera del palo de mesana. Dejó el cuerpo allí, subió por la escalera y abrió la escotilla, para asombro de un marinero que pasaba en ese momento. Sharpe lo saludó con la cabeza, cerró la escotilla sobre el cadáver y las ratas que escarbaban en la oscuridad y luego salió a la luz del día. Arrojó la pistola al mar por la lumbrera de su camarote. Nadie se dio cuenta.

La comida consistió en carne de cerdo salada, guisantes y galletas. Sharpe comió bien.

El capitán Chase supuso que el Revenant, si es que era en efecto el Revenant el barco que habían divisado en el horizonte, había visto las gavias del Pucelle el día anterior a pesar del banco de nubes y que por eso había virado hacia el oeste durante la noche.

—Eso lo obligará a ir más lento —insistió, recuperando un poco de su optimismo habitual. El viento era favorable, y aunque el Pucelle se había alejado de la costa lo suficiente como para perder la ventaja de la corriente, se hallaban en unas latitudes donde soplaban los alisios del sudeste—. El viento no puede sino aumentar —dijo Chase— y el barómetro está subiendo, lo cual es bueno.

Los peces voladores se alejaban del casco del Pucelle. La sensación de derrota que había invadido el barco toda la mañana se disipó bajo el cálido sol y el renovado optimismo del capitán.

—Sabemos que no va más rápido que nosotros —comentó Chase—, y nos encontramos en el interior de la curva de aquí a Cádiz.

—¿Eso queda muy lejos? —preguntó Sharpe. Estaba tomando el aire en el alcázar tras haber compartido la comida con Chase.

—Un mes más —respondió Chase—, pero aún no se han resuelto nuestros problemas. Deberían irnos bien las cosas hasta el ecuador, aunque a partir de ahí podríamos quedarnos inmóviles por falta de viento. —Tamborileó con los dedos en la barandilla—. Pero si Dios quiere lo atraparemos antes.

—¿No habrá visto usted a mi secretario, Chase? —Lord William apareció en cubierta e interrumpió la conversación.

—No lo he visto por ninguna parte —respondió Chase alegremente.

—Lo necesito —dijo lord William con petulancia. Lord William había convencido a Chase para que le permitiera utilizar su comedor a modo de oficina. Al principio Chase se había resistido a ceder la habitación, con su magnífica mesa, pero luego había decidido que era mejor tener contento a lord William que tenerlo andando por el barco contrariado y con cara de pocos amigos.

Chase se volvió hacia el quinto teniente, Holderby.

—¿El secretario de su señoría comió en la sala de oficiales? —preguntó.

—No, señor —respondió Holderby—, no lo he visto desde el desayuno.

—¿Usted lo ha visto, Sharpe? —inquirió su señoría con frialdad. No le gustaba hablar con Sharpe, pero se dignó a preguntárselo.

—No, milord.

—Le pedí que fuera a buscar un memorándum sobre nuestro acuerdo original con Holkar. ¡Maldita sea, lo necesito!

—Quizá lo esté buscando —sugirió Chase.

—O se ha mareado, señor —añadió Sharpe—. El viento sopla más fuerte.

—Ya he mirado en su camarote —se quejó lord William— y no está.

—¡Señor Collier! —Chase llamó al guardiamarina que andaba de un lado a otro por la cubierta de intemperie—. Hemos perdido a un secretario. El tipo alto y lúgubre que viste de negro. Búsquelo bajo cubierta, ¿quiere? Dígale que se le requiere en mi comedor.

—Sí, mi capitán —dijo Collier, y bajó para iniciar su búsqueda.

Lady Grace, acompañada por su doncella, se acercó paseando a cubierta y se quedó a una deliberada distancia de Sharpe. Lord William se dirigió a ella.

—¿Has visto a Braithwaite?

—No desde esta mañana —respondió lady Grace.

—Ese desgraciado ha desaparecido.

Lady Grace se encogió de hombros, dando a entender que lo que le sucediera a Braithwaite no le preocupaba en absoluto, y a continuación se dio la vuelta para mirar los peces voladores deslizándose sobre las olas.

—Espero que el infeliz no se haya caído por la borda —dijo Chase—. Si es así tendrá que nadar un buen trecho.

—No tenía nada que hacer en cubierta —repuso lord William con enojo.

—Dudo que se haya ahogado, milord —le dijo Chase en tono tranquilizador—. Si se hubiera caído alguien lo hubiera visto.

—¿Y qué hacen en esos casos? —preguntó Sharpe.

—Detener el barco y llevar a cabo el rescate —contestó Chase—, si podemos. ¿Le he contado alguna vez lo de Nelson en el Minerva?

—Aunque lo hubiera hecho —dijo Sharpe—, me lo volvería a contar.

Chase se rió.

—En el año noventa y siete, Sharpe, Nelson comandaba el Minerva. ¡Una fragata estupenda! Lo perseguían dos navíos de línea españoles y una fragata cuando un imbécil va y se cae al agua. Tom Hardy estaba a bordo, un hombre maravilloso que ahora capitanea el Victory, y Hardy cogió un bote para rescatar a aquel tipo. ¿Se hace una idea, Sharpe? El Minerva huyendo para salvar la vida, perseguido de cerca por tres barcos españoles, y Hardy y la tripulación de su bote, con el tipo mojado a bordo, sin poder remar con fuerza suficiente para alcanzarlo… ¿Y qué hace Nelson? Pone las gavias en facha. ¿Puede creerlo usted? ¡Pone las gavias en facha! «Por Dios que no voy a perder a Hardy», dijo. Y los dons no entienden nada. ¿Por qué se detiene? Creen que deben de estar llegándole refuerzos, así que los muy idiotas viran. ¡Hardy alcanza el barco, sube a bordo y el Minerva sale como gato escaldado! ¡Qué grande es Nelson!

Lord William frunció el ceño y miró hacia el oeste. Sharpe levantó la vista hacia la vela mayor, tratando de seguir con la mirada una cuerda desde el principio, pasando a través de garruchas y cuadernales, bajando por las cabillas que había junto a la borda. Los coyes se aireaban encima de las batayolas de malla, en los que se metían durante la batalla para parar las balas de mosquete. Un solitario pájaro marino, blanco y de largas alas, describió una curva acercándose al barco, tras lo cual remontó el vuelo y se perdió en el azul del cielo. El señor Cowper, el sobrecargo, contaba las picas de abordaje colocadas alrededor del palo mayor. Chupó un lápiz, anotó algo en un libro, lanzó una asustada mirada a Chase y se alejó andando como un pato. Holderby, que tenía la cubierta, ordenó a un segundo contramaestre que se dirigiera a proa para hacer sonar la campana del barco. Chase, que todavía estaba pensando en Nelson, sonreía.

—¡Capitán! ¡Señor! ¡Capitán! —Era Harry Collier, que apareció de pronto en la cubierta de intemperie por debajo del alcázar.

—Tranquilícese, señor Collier —dijo Chase—. ¿Acaso hay un incendio en el barco?

—No, señor. Es el señor Braithwaite, señor: ¡está muerto, señor! —Todos los que estaban en cubierta miraron al muchacho.

—Continúe, señor Collier —dijo Chase—. ¡No puede haber muerto así sin más! La gente no se muere así sin más. Bueno, el oficial de derrota lo hizo, pero él era viejo. Braithwaite era joven. ¿Se cayó? ¿Lo estrangularon? ¿Se suicidó? Dígame…

—Se cayó en la bodega, señor, y al parecer se rompió el cuello. Se cayó de la escalera, señor.

—¡Vaya descuidado! —dijo Chase, y se marchó.

Lord William puso mala cara. No sabía qué decir, así que giró sobre sus talones y regresó al comedor del capitán, luego se lo pensó mejor y volvió corriendo a la baranda.

—¿Guardiamarina?

—¿Señor? —Collier se quitó su bicornio—. ¿Milord?

—¿Tenía un trozo de papel en la mano?

—No me fijé, señor.

—Pues entonces le ruego que lo mire, señor Collier, le ruego que lo mire —dijo lord William—, y tráigamelo al camarote si lo encuentra. —Volvió a alejarse de nuevo. Lady Grace miró a Sharpe, quien cruzó la mirada con ella, mantuvo una expresión neutra y luego se volvió a mirar hacia el palo mayor.

Subieron el cuerpo a cubierta. Estaba claro que el pobre Braithwaite había resbalado y se había caído de la escalera, rompiéndose el cuello en la caída, pero era extraño, comentó el cirujano con el ceño fruncido, que el secretario se hubiera dislocado ambos brazos.

—Tal vez le quedaron atrapados en los peldaños de la escalera… —sugirió Sharpe.

—Podría ser, podría ser —admitió Pickering. No parecía convencido de ello, pero tampoco se sentía inclinado a esclarecer el misterio—. Al menos fue un final rápido.

—Uno así lo espera —comentó Sharpe en tono piadoso.

—Probablemente se golpeó la cabeza contra un tonel —Pickering giró la cabeza del cadáver buscando una señal, pero no encontró ninguna. Se puso de pie y se sacudió el polvo de las manos.

—En cada viaje ocurre una vez —dijo alegremente—, a veces más. Tenemos a unos bromistas, señor Sharpe, a quienes les gusta embadurnar los peldaños con jabón. Normalmente lo hacen cuando piensan que el sobrecargo podría utilizar determinada escalera. Por lo general la cosa termina con una pierna rota y mucha hilaridad, pero nuestro señor Braithwaite fue menos afortunado. —Volvió a colocar los brazos dislocados en su sitio de un tirón—. Un tipo feo, ¿verdad?

Desnudaron a Braithwaite, lo colocaron en su jergón y el velero cosió un viejo pedazo de lona deshilachada a modo de tapa para el improvisado ataúd. La última puntada, tal como era costumbre, se cosió atravesándole la nariz al cadáver para asegurarse de que estuviera realmente muerto. En el ataúd se habían colocado tres balas de cañón de dieciocho libras y luego éste se había dispuesto en una plancha junto al portalón de entrada de estribor.

Chase leyó el oficio de difuntos. Los oficiales del Pucelle, con la cabeza descubierta, se hallaban de pie en actitud respetuosa junto al improvisado ataúd, que se había cubierto con una bandera británica. Lord William y lady Grace estaban junto al portalón de entrada.

—«Por lo tanto, entregamos su cuerpo a las profundidades —leyó Chase en tono solemne— para que se corrompa, esperando a la resurrección de los cuerpos cuando el mar entregue a sus muertos gracias a nuestro señor Jesucristo, quien con su venida transformará nuestro cuerpo vil, que será como su cuerpo glorioso, según sus poderosas obras por medio de las cuales es capaz de someter todas las cosas.» —Chase cerró el devocionario y miró a lord William, que hizo un movimiento con la cabeza en señal de agradecimiento y luego pronunció unas palabras bien escogidas que describían el excelente carácter moral de Braithwaite, su diligencia como secretario de confianza y las fervientes esperanzas de lord William de que Dios Todopoderoso acogería el alma del secretario en una vida de dicha eterna.

—Su pérdida —terminó diciendo lord William— es un triste golpe, muy triste.

—Lo es —dijo Chase, y les hizo un gesto con la cabeza a los dos marineros que estaban agachados junto a la plancha, quienes la levantaron obedientemente para que el ataúd se deslizara por debajo de la bandera. Sharpe oyó que el borde del catre golpeaba contra el antepecho del portalón de entrada y luego el ruido que producía al chocar contra el agua.

Sharpe miró a lady Grace, que le devolvió una mirada inexpresiva.

—Pónganse los sombreros —dijo Chase.

Los oficiales se fueron a cumplir con sus obligaciones, mientras los marineros se llevaban la bandera y la plancha. Lady Grace se volvió hacia las escaleras del alcázar y Sharpe, que estaba solo, se dirigió hacia la baranda y se quedó mirando al mar.

—El Señor nos lo da —de pronto lord William Hale se hallaba al lado de Sharpe— y el Señor nos lo quita. Bendito sea el nombre del Señor.

Sharpe, asombrado de que su señoría se dignara a hablar con él, se quedó en silencio unos segundos.

—Lamento lo de su secretario, señor.

Lord William miró a Sharpe, quien de nuevo se sentía sorprendido por el parecido de su señoría con sir Arthur Wellesley: la misma mirada fría, la misma nariz aguileña que semejaba el pico de un halcón. Pero en aquellos momentos el rostro de lord William tenía algo que sugería cierto regocijo, como si su señoría tuviera conocimiento de una información que Sharpe no poseía.

—¿De verdad lo lamenta, Sharpe? —preguntó lord William—. Eso está muy bien por su parte. Acabo de hablar bien de él, aunque ¿qué otra cosa podía decir? La verdad es que era un hombre intolerante, envidioso, incompetente y que no estaba a la altura de sus obligaciones, y dudo que el mundo lamente demasiado su fallecimiento. —Lord William se puso el sombrero, como si fuera a marcharse y se volvió hacia Sharpe—. Se me ocurre, Sharpe, que aún no le he dado las gracias por lo que hizo por mi esposa en el Calliope. Fue una negligencia por mi parte y le pido disculpas. También le agradezco este favor, y se lo agradeceré aún más si no volvemos a hablar de ello.

—Por supuesto, milord.

Lord William se marchó. Sharpe lo observó mientras se alejaba y se preguntó si no estaría tramando algo de lo que él no era consciente. Recordó la afirmación de Braithwaite de que había dejado una carta entre los papeles de lord William, pero descartó la idea considerándola una falsedad. Sharpe pensó que estaba viendo peligro donde no había ninguno, se encogió de hombros y se olvidó de la conversación. Subió primero al alcázar y luego a la toldilla, donde se quedó de pie junto al coronamiento de popa y observó la estela que se desvanecía en el mar.

Oyó unos pasos a su espalda y supo a quién pertenecían antes de que ella llegara a la baranda, donde, al igual que él, se quedó mirando al mar.

—Te he echado de menos —le dijo en voz baja.

—Y yo a ti —respondió Sharpe. Miró la estela del barco que se rizaba en el lugar donde un cuerpo envuelto se hundía bajo una corriente de burbujas hacia una oscuridad sin fin.

—¿Se cayó? —preguntó lady Grace.

—Eso parece —respondió Sharpe—, pero debió de ser una muerte muy rápida, y eso es una bendición.

—En efecto, lo es —dijo ella, y entonces se volvió hacia Sharpe—. Encuentro que el sol se hace muy pesado de aguantar.

—Tal vez deberías ir abajo. En mi camarote se está más fresco, creo.

Ella asintió con la cabeza, lo miró a los ojos unos segundos y de pronto se dio la vuelta y se marchó.

Sharpe esperó cinco minutos y la siguió.

Si alguien hubiera podido contemplarlo desde allí donde los peces voladores se zambullían en las olas, el Pucelle habría mostrado un bonito aspecto aquella tarde. Los barcos de guerra no eran elegantes. Tenían unos cascos enormes, lo cual hacía que sus mástiles parecieran desproporcionadamente cortos, pero el capitán Chase había desplegado todas las velas al viento, y las alas, monterillas y sobrejuanetes añadían arriba el peso suficiente como para equilibrar el gran casco amarillo y negro. El dorado de la popa y la pintura plateada del mascarón de proa reflejaban la luz del sol, el amarillo de sus costados era intenso, la cubierta fregada tenía un color pálido y estaba limpia, en tanto que el agua rompía blanca en su popa, que dejaba atrás su breve espuma. Sus setenta y cuatro grandes cañones estaban ocultos.

La podredumbre, la humedad, el óxido y la pestilencia no se percibían desde el exterior, y dentro del barco el hedor ya no se notaba. En el castillo de proa se estaban ordeñando las tres últimas cabras del barco para la cena del capitán. El agua se inclinaba en la sentina. Las ratas nacían, luchaban y morían en la profunda oscuridad de la bodega. En la santabárbara un artillero cosía saquetes de pólvora para los cañones sin hacer ningún caso de la prostituta que ejercía su oficio entre las dos cortinas de cuero que protegían la puerta del pañol de pólvora de alguna chispa descarriada. En la cocina, el cocinero, que era tuerto y sifilítico, se estremeció ante el olor de un trozo de ternera que no estaba bien salada, aunque de todos modos la echó al caldero, mientras que el capitán Llewellyn, en su camarote situado en la popa de la cubierta de intemperie, soñaba con ir a la cabeza de sus infantes de marina en una gloriosa carga que capturaría al Revenant. Sonaron cuatro campanadas indicando el turno de guardia de la tarde. En el alcázar un marinero soltó la corredera, un trozo de madera, y dejó que el cordel se deslizara rápidamente del carretel. Contó los nudos del cordel mientras desaparecían por encima de la baranda, anunciando las cifras en voz alta en tanto que un oficial miraba detenidamente un reloj de bolsillo. El capitán Chase se fue a su camarote y le dio unos golpecitos al barómetro. Seguía subiendo. Los miembros de la guardia que estaban fuera de servicio dormían en sus coyes, que se balanceaban juntos como si fueran capullos. El carpintero ensamblaba un trozo de madera de roble en la cureña de un cañón, mientras que en el dormitorio de Chase un alférez y una dama yacían el uno en brazos del otro.

—¿Lo mataste? —le preguntó lady Grace a Sharpe en un susurro.

—¿Importaría si lo hubiera hecho?

Ella recorrió con el dedo la cicatriz que Sharpe tenía en la cara.

—Lo odiaba —susurró ella—. Desde el día en que entró al servicio de William no hacía más que observarme. Se le caía la baba. —De pronto se estremeció—. Me dijo que si acudía a su camarote no diría nada. Me entraron ganas de abofetearlo. Estuve a punto de hacerlo, pero pensé que si lo golpeaba se lo contaría todo a William, de modo que me limité a marcharme. Lo odiaba.

—Y yo lo maté —dijo Sharpe en voz baja.

Ella se quedó un rato sin decir nada y luego le besó la punta de la nariz.

—Ya lo sabía. En cuanto William me preguntó si sabía dónde estaba, supe que lo habías matado. ¿Fue rápido de verdad?

—No mucho —admitió Sharpe—. Quería que supiera por qué iba a morir.

Ella lo pensó unos instantes y decidió que no importaba si Braithwaite había tenido un final lento y doloroso.

—Nadie había matado nunca por mí —dijo.

—Por ti me abriría camino a cuchilladas a través de un maldito ejército, señora —respondió Sharpe. De nuevo recordó que Braithwaite había dicho que había dejado una carta para lord William, y de nuevo desechó sus miedos, considerando que su afirmación no había sido más que el desesperado intento de un hombre condenado de aferrarse a la vida. No se lo mencionaría a lady Grace.

El sol se iba desplazando hacia el oeste y proyectaba la intrincada sombra de obenques, drizas, velas y mástiles sobre el océano verdoso. La campana del barco daba las medias horas. Tres marineros fueron conducidos ante la presencia del capitán Chase, acusados de varias ofensas, y a los tres se les suspendieron las raciones de ron durante una semana. Un tambor de los infantes de marina se cortó la mano jugando con un alfanje y el cirujano se la vendó y luego le dio un tortazo por haber sido un idiota redomado. Los gatos de a bordo dormían junto al fogón de la cocina. El sobrecargo olió un barril de agua, retrocedió ante el hedor que desprendía, pero hizo una marca de tiza en el tonel decretando que era potable.

Y cuando el sol acababa de ponerse, cuando el oeste era como un horno resplandeciente, un último rayo luminoso se reflejó en una vela lejana.

—¡Buque por la aleta de babor! —gritó el vigía—. ¡Buque por la aleta de babor!

Sharpe no oyó el grito. En aquel momento no hubiera oído ni las trompetas anunciando el fin del mundo, pero el resto del barco oyó la noticia y pareció temblar de emoción. Porque la caza no estaba perdida, seguía adelante, y la presa de nuevo quedaba a la vista.