Sharpe se dirigió al camarote del capitán mientras el Revenant hacía descender el primero de sus botes. La puerta del camarote estaba entreabierta, pero Cromwell no estaba dentro. Sharpe intentó levantar la tapa del enorme arcón, pero estaba cerrado con llave. Regresó al alcázar. El capitán tampoco estaba allí y el primer bote francés ya avanzaba hacia el Calliope.
Sharpe regresó corriendo al camarote del capitán, donde encontró a lord William en actitud indecisa. A su señoría le desagradaba hablar con Sharpe, pero se obligó a mostrarse cortés.
—¿Ha visto a Cromwell?
—Ha desaparecido —contestó Sharpe de manera cortante, mientras se inclinaba sobre el arcón. El gran tamaño del ojo de la cerradura indicaba que ésta era de fabricación india, lo cual ya estaba bien, pues las cerraduras indias eran fáciles de abrir, pero Sharpe sabía que también podía tratarse de una cerradura europea con la placa frontal india, lo que podía resultar más difícil. Rebuscó en el bolsillo y sacó un corto trozo de acero doblado que insertó en la cerradura.
—¿Qué es eso? —preguntó lord William.
—Una ganzúa —dijo Sharpe—. Siempre llevo una. Antes de volverme respetable me ganaba la vida de esta manera.
Lord William soltó un resoplido desdeñoso.
—No es precisamente algo de lo que alardear, Sharpe —hizo una pausa, esperando que Sharpe contestara, pero el único sonido que se oyó fue el leve roce de la ganzúa contra las palancas de la cerradura—. Quizá deberíamos esperar a Cromwell, ¿no? —sugirió lord William.
—En este arcón tiene objetos de valor que son míos —dijo Sharpe, que seguía tanteando con el acero para dar con las palancas—. Y esos malditos franchutes pronto estarán aquí. ¡Muévete, jodida cabrona! —Esto último iba dirigido a la primera palanca, y no a lord William.
—Ahí dentro encontrará una bolsa con dinero, Sharpe —dijo lord William—. Era demasiado grande para esconderla, de modo que permití que Cromwell… —su voz se fue apagando al darse cuenta de que estaba explicando demasiadas cosas. Vaciló cuando la primera palanca dio un débil chasquido y luego miró a Sharpe, quien, al mismo tiempo que sujetaba dicha palanca con la hoja de su navaja plegable, manipulaba la segunda—. ¿Y dice usted que le confió objetos de valor a Cromwell? —inquirió sorprendido lord William, como si no pudiera imaginar que Sharpe poseyera nada que mereciera semejante protección.
—Sí, lo hice —respondió Sharpe—, ¡idiota de mí! —La segunda palanca se deslizó y Sharpe levantó la pesada tapa del arcón. Lo invadió un hedor a vieja ropa sucia. Hizo una mueca y luego arrojó a un lado una mugrienta capa marinera y varias pilas de camisas sucias y ropa interior.
Por lo visto Cromwell no lavaba nada a bordo del Calliope, sino que se limitaba a dejar que la ropa sucia se amontonara en el arcón hasta que alcanzaban la costa. Sharpe echó a un lado más y más prendas hasta que llegó al fondo del arcón. No había piedras preciosas. No había diamantes, ni rubíes, ni esmeraldas. No había ninguna bolsa con dinero.
—¡Hijo de puta! —exclamó con amargura, y apartó bruscamente a lord William para ir a buscar a Cromwell a cubierta.
Llegó demasiado tarde. El capitán ya estaba en el portalón de entrada de la cubierta principal recibiendo a un alto oficial de la marina francesa que iba resplandecientemente vestido con una casaca azul y dorada, un chaleco rojo, bombachos azules y medias blancas. El francés se quitó el bicornio manchado de sal como gesto de cortesía hacia Cromwell.
—¿Rinde usted el barco? —preguntó en un buen inglés.
—Me parece que no tengo muchas más alternativas —dijo Cromwell ala vez que echaba un vistazo al Revenant, que había abierto cuatro de sus portas para disuadir a cualquiera de los que iban a bordo del Calliope de intentar una resistencia inútil—. ¿Quién es usted?
—Soy el capitán Montmorin —el francés hizo una reverencia—. El capitán Louis Montmorin, y le expreso mis condolencias. ¿Y usted es…?
—Cromwell —gruñó Cromwell.
Montmorin, el capitán francés de quien el capitán Joel Chase había hablado con tanta admiración, dijo algo a los marineros que habían subido con él por el costado del Calliope y que ahora llenaban el combés del barco. Cuando les hubo dado las órdenes, volvió a mirar a Cromwell.
—¿Tengo su palabra, capitán, de que ni usted ni sus oficiales van a intentar ninguna imprudencia? —Aguardó hasta que Cromwell asintió con la cabeza a regañadientes, y luego sonrió—. Entonces su tripulación se dirigirá al castillo de proa, usted y sus oficiales se retirarán a sus aposentos y todos los pasajeros regresarán a sus camarotes. —Dejó a Cromwell junto al portalón de entrada y subió al alcázar—. Les pido disculpas por todas las molestias, damas y caballeros —dijo cortésmente—, pero deben retirarse a sus camarotes. Ustedes, caballeros —se había vuelto para mirar a Sharpe y a Dalton, que eran los únicos que llevaban uniforme militar en el alcázar—, ¿son oficiales británicos?
—Yo soy el comandante Dalton —Dalton dio un paso adelante y luego señaló a Sharpe, que se había quedado junto a la rueda del timón— y éste es mi colega el señor Sharpe.
Dalton había empezado a desenfundar su claymore para ofrecer una rendición formal, pero Montmorin frunció el ceño y negó con la cabeza como para indicar que no era necesario semejante gesto.
—¿Me da usted su palabra de que obedecerá mis órdenes, comandante?
—Sí —respondió Dalton.
—Entonces pueden quedarse con sus espadas. —Montmorin sonrió, pero su elegante cortesía adquirió un tono amenazador cuando tres marineros con casacas azules subieron al alcázar y apuntaron a Dalton con sus mosquetes.
El comandante retrocedió y con un gesto indicó a Sharpe que fuera con él.
—Quédese conmigo —le dijo en voz baja.
Montmorin se había percatado de la presencia de lady Grace y la saludó quitándose el sombrero y ofreciéndole una amplia reverencia.
—Lamento causarle molestias, señora. —Lady Grace no pareció hacer caso de la presencia del francés. En cambio, lord William estuvo hablando con Montmorin en un francés fluido y, le dijera lo que le dijera, aquello le hizo gracia al capitán francés, que se inclinó por segunda vez ante lady Grace—. Nadie —anunció Montmorin en voz alta—, será molestado. Siempre y cuando cooperen con la tripulación de presa. Y ahora, damas y caballeros, si son tan amables de dirigirse a sus camarotes…
—¡Capitán! —gritó Sharpe. Montmorin se dio la vuelta y aguardó a que Sharpe hablara—. Quiero a Cromwell —dijo Sharpe, y empezó a andar hacia las escaleras del alcázar. Cromwell pareció alarmado, pero entonces un marinero francés le bloqueó el paso.
—Vaya a su camarote, monsieur —insistió Montmorin.
—¡Cromwell! —llamó Sharpe, e intentó apartar al marinero por la fuerza, pero pronto se vio frente a una segunda bayoneta. Lo hicieron retroceder.
De todos los pasajeros de popa, Pohlmann y Mathilde eran los únicos que no habían estado presentes en el alcázar cuando los franceses subieron a bordo. Aparecieron ahora, y con ellos iba el criado suizo, que ya no vestía de sombrío gris sino que llevaba una espada como cualquier caballero. Saludó a Montmorin en un francés fluido y el capitán del Revenant contestó con una profunda reverencia al supuesto criado. Luego Sharpe ya no vio nada más porque los marineros franceses obligaron a los pasajeros a abandonar la cubierta y Sharpe siguió a Dalton de mala gana hasta el camarote del comandante, que era el doble de grande que los aposentos de Sharpe y cuyas particiones eran de madera en lugar de lona. Estaba amueblado con una cama, un escritorio, un arcón y una silla. Dalton indicó con un gesto a Sharpe que se sentara en la cama, colgó la espada y el cinturón detrás de la puerta y descorchó una botella.
—Brandy francés —dijo sin alegría—, para consolarnos por una victoria de Francia. —Sirvió dos vasos—. Pensé que estaría más cómodo aquí que abajo en la bodega.
—Muy amable por su parte, señor.
—Y, si he de serle franco —dijo el anciano comandante—, también yo agradeceré tener compañía. Me temo que las próximas horas probablemente van a ser tediosas.
—Me temo que sí, señor.
—Claro que nos pueden tener aquí encerrados una eternidad… —Le pasó a Sharpe un vaso de brandy y a continuación miró por la portilla—. Llegan más botes, más hombres. Unos granujas de aspecto horrible. Yo no sé a usted, Sharpe, pero a mí me pareció que Cromwell no se esforzaba demasiado por escapar del Revenant. No es que yo sea marinero, por supuesto, pero Tufnell me dijo que hay otras velas que podríamos haber alzado. Monterillas, creo que las llaman. ¿Puede ser? ¿Monterillas y alas?
—No creo que Peculiar lo intentara en absoluto, señor —dijo Sharpe, taciturno. En realidad, Sharpe creía que aquel lugar vacío en medio de un vacío océano había sido una cita, que Cromwell había perdido deliberadamente el convoy y que luego había navegado ex profeso hasta allí a sabiendas de que el Revenant lo estaría esperando. El capitán inglés había representado, no muy convincentemente, un intento de huida y unas escasas muestras de desafío cuando Montmorin subió a bordo, pero Sharpe seguía creyendo que el Calliope estaba vendido mucho antes de que el Revenant se mostrara ante ellos.
—Pero ni usted ni yo somos marineros —dijo Dalton, y luego frunció el ceño, cuando se oyeron los fuertes pasos de unas botas por la cubierta de arriba, evidentemente dentro de los aposentos de Pohlmann en los camarotes del alcázar. Algo pesado se cayó en cubierta y después se oyó un sonido como si arrastraran algo—. ¡Vaya por Dios! —dijo Dalton—, ahora nos saquean… —suspiró—. Sabe Dios cuánto tardaremos en salir bajo fianza. ¡Y yo que tenía tantas esperanzas de poder estar en casa en otoño!
—Hará frío en Edimburgo, señor —dijo Sharpe.
Dalton sonrió.
—Ya he olvidado lo que es sentir frío. Y usted, ¿a qué lugar llama usted su casa, Sharpe?
Sharpe se encogió de hombros.
—Sólo he vivido en Londres y en Yorkshire, señor, y no sé cuál de las dos es mi casa. Mi verdadero hogar es el ejército.
—Pues no es un mal hogar, Sharpe. Podría ser mucho peor.
El brandy hizo que a Sharpe le diera vueltas la cabeza y rehusó un segundo vaso. El barco, extrañamente silencioso, se mecía con el oleaje. Sharpe se acercó a la portilla y vio que los marineros franceses se habían llevado los mástiles de repuesto de la cubierta principal del Calliope y que en esos momentos trasladaban los largos maderos flotando por el agua hasta el Revenant, remolcándolos detrás de los botes, mientras que otra embarcación se llevaba barriles de vino, agua y comida. El barco de guerra francés tenía la mitad de eslora que el Calliope y sus cubiertas eran mucho más altas. En aquellos momentos todas sus portas estaban cerradas, pero seguía teniendo un aspecto siniestro mientras subía y bajaba con el balanceo del mar. El cobre de su línea de flotación estaba brillante, lo que indicaba que le habían limpiado la carena recientemente.
Se oyeron unos pasos en el estrecho pasillo y luego unos golpes en la puerta.
—¡Adelante! —dijo el comandante Dalton, que creía que sería uno de sus compañeros del pasaje. Pero era el capitán Louis Montmorin, que entró agachando la cabeza por la baja puerta, seguido por un hombre aún más alto que él y vestía el mismo uniforme rojo, azul y blanco. Aquellos dos altos franceses hacían que el camarote pareciera muy pequeño.
—¿Es usted el oficial inglés de más rango de a bordo? —le preguntó Montmorin a Dalton.
—Escocés —respondió Dalton irritado.
—Pardonnez-moi. —A Montmorin aquello le hizo gracia—. Permítame que le presente al teniente Bursay. —El capitán señaló al hombretón que se erguía justo al otro lado de la puerta—. El teniente Bursay será el capitán de la tripulación de presa que llevará este barco hasta Mauricio. —El teniente era un hombre de aspecto ordinario y con un rostro inexpresivo en el que primero la viruela y luego las armas habían dejado su marca. En la mejilla derecha tenía unas señales azuladas por quemaduras de pólvora, el cabello grasiento le caía lacio sobre el cuello de la guerrera y llevaba el uniforme manchado de algo que parecía ser sangre seca. Tenía unas manos enormes con las palmas ennegrecidas, lo que indicaba que tiempo atrás se había ganado la vida en lo alto de las jarcias; de un costado colgaba un alfanje de hoja ancha y una pistola de largo cañón. Montmorin le dijo algo en francés al teniente y a continuación se volvió hacia Dalton—. Le he dicho, comandante, que en todo lo relacionado con los pasajeros tiene que consultar con usted.
—Merci, capitaine —dijo Dalton, y entonces miró al enorme Bursay—. Parlez-vous anglais?
Durante unos segundos Bursay fijó una alicaída mirada en Dalton.
—Non —respondió finalmente con un gruñido.
—Pero usted habla francés, ¿no? —preguntó Montmorin a Dalton.
—Pasablemente —admitió Dalton.
—Eso está bien. Y puede estar seguro, monsieur; de que ningún pasajero sufrirá ningún daño, siempre y cuando todos obedezcan las órdenes del teniente Bursay. Las órdenes son muy sencillas. Han de permanecer bajo cubierta. Pueden ir al lugar que quieran del barco, excepto a cubierta. Habrá hombres armados vigilando todas las escotillas, y tienen órdenes de disparar si alguien desobedece estas sencillas órdenes —sonrió—. ¿Cuánto tardaremos en llegar a Mauricio? ¿Tres, quizá cuatro días? Más, me temo, si el viento no mejora. Y permítame que le diga, monsieur, que lamento sinceramente causarle molestias. C’est la guerre.
Montmorin y Bursay se marcharon y Dalton negó con la cabeza.
—Esto es muy triste, Sharpe, muy triste.
El ruido que se oía por encima de sus cabezas, proveniente de los camarotes de Pohlmann, había cesado y Sharpe levantó la vista.
—¿Le importa si hago un reconocimiento, señor?
—¿Un reconocimiento? Espero que no sea en cubierta. Por Dios, Sharpe, ¿cree que de verdad nos dispararían? Parece muy poco civilizado, ¿no le parece?
Sharpe no contestó. En lugar de eso salió al pasillo y, seguido de Dalton, subió por las estrechas escaleras hacia los camarotes del alcázar. La puerta del comedor estaba abierta y en su interior Sharpe encontró a un desconsolado teniente Tufnell contemplando una habitación prácticamente vacía. Se habían llevado las sillas, habían quitado las cortinas de algodón estampado y la araña ya no estaba. Sólo quedaba la mesa, que estaba sujeta a cubierta y que al parecer era demasiado pesada para moverla a toda prisa.
—El mobiliario era del capitán —dijo Tufnell—, y lo han robado.
—¿Qué más han robado? —preguntó Dalton.
—A mí nada —dijo Tufnell—. Se han llevado cordaje y palos, claro, y algo de comida, pero han dejado la carga. Pueden venderla, ¿sabe?, en Mauricio.
Sharpe volvió al pasillo y se acercó a la puerta de Pohlmann, que aunque estaba cerrada no tenía echada la llave; todas sus sospechas quedaron confirmadas cuando abrió la puerta, pues el camarote estaba vacío. Los dos sofás tapizados de seda habían desaparecido, así como el arpa de Mathilde y la mesa baja, y solamente la cama y el aparador, ambos monstruosamente pesados, seguían clavados al suelo de cubierta. Sharpe se dirigió hacia el aparador y al abrir las puertas se encontró con que lo habían sacado todo excepto unas cuantas botellas vacías. Las sábanas, mantas y almohadas ya no estaban en la cama, en la que quedaba tan sólo un colchón.
—¡Maldito sea! —dijo Sharpe.
—¿Maldito sea quién? —Dalton había seguido a Sharpe al interior del camarote.
—El barón Von Dornberg, señor —Sharpe decidió no revelar la verdadera identidad de Pohlmann, pues sin duda Dalton exigiría saber por qué Sharpe no había desenmascarado antes al impostor, y Sharpe no creía que pudiera responder satisfactoriamente a esa pregunta. Tampoco sabía si semejante revelación podría haber salvado el barco, pues Cromwell era tan culpable como Pohlmann. Sharpe condujo al comandante y a Tufnell por las escaleras que bajaban a los aposentos de Cromwell, y allí se encontraron con que los habían limpiado igual de bien que el camarote de Pohlmann. La ropa sucia ya no estaba, se habían llevado los libros de los estantes y el cronómetro y el barómetro ya no se hallaban en el armarito. El enorme cofre había desaparecido—. ¡Y maldito sea Cromwell también! —exclamó Sharpe—. ¡Así arda en el infierno! —Ni siquiera se molestó en mirar en el camarote que ocupaba el «criado» de Pohlmann, puesto que sabía que estaría tan vacío como aquél—. Vendieron el barco, señor —le dijo a Dalton.
—¿Que hicieron qué? —el comandante puso cara de consternación.
—Vendieron el barco. El barón y Cromwell. ¡Malditos sean! —Sharpe dio una patada a la pata de la mesa—. No puedo demostrarlo, señor, pero no fue casualidad que perdiéramos el convoy, como tampoco fue casualidad que encontráramos al Revenant. —Se frotó el rostro, con gesto cansado—. Cromwell cree que la guerra está perdida. Piensa que vamos a tener que vivir sufriendo a los franceses, si no gobernados por ellos; de modo que se vendió a los ganadores…
—¡No! —protestó el teniente Tufnell.
—No me lo puedo creer, Sharpe —dijo el comandante, pero su rostro indicaba que sí se lo creía—. Bueno, del barón sí me lo creo. Es un extranjero. ¿Pero, Cromwell?
—No tengo ninguna duda de que fue idea del barón, señor. Probablemente habló con todos los capitanes del convoy mientras estaban esperando en Bombay, y en Cromwell encontró a su hombre. Y ahora les han robado las joyas a los pasajeros, han vendido el barco y han desertado. ¿Por qué, si no, se ha ido el barón al Revenant? ¿Por qué no se ha quedado con el resto de los pasajeros? —Estuvo a punto de llamarlo Pohlmann, pero se acordó justo a tiempo.
Dalton se sentó en la mesa vacía.
—Cromwell me guardaba un reloj —dijo con tristeza—. Un reloj bastante valioso que pertenecía a mi querido padre. No funcionaba demasiado bien, pero para mí tenía un valor inestimable.
—Lo lamento, señor.
—No podemos hacer nada —repuso Dalton sombríamente—. ¡Nos han desplumado, Sharpe, desplumado del todo!
—¡No puede haber sido Cromwell! —exclamó Tufnell asombrado—. ¡Estaba tan orgulloso de ser inglés!
—Lo que ocurre es que ama el dinero más que a su país —dijo Sharpe con acritud.
—Usted mismo me comentó que podía haberse esforzado más en eludir al Revenant —le señaló Dalton a Tufnell.
—Sí, podría haberlo hecho, señor, podría haberlo hecho —reconoció Tufnell, horrorizado por la traición de Cromwell.
Luego se dirigieron al camarote de Ebenezer Fairley. El mercader lanzó un gruñido al oír la historia de Sharpe, pero no pareció excesivamente sorprendido.
—He visto a algunos tipos arruinar a sus propias familias para sacar tajada de algo. Y Peculiar siempre fue un hombre codicioso. Entren, entren los tres. Tengo brandy, vino, ron y arrack que habría que beberse antes de que esos jodidos franceses lo encuentren.
—Espero que Cromwell no le estuviera guardando ningún objeto de valor —comentó Dalton solícitamente.
—¿Tengo pinta de ser burro? —preguntó Fairley—. ¡Lo intentó! Incluso llegó a decirme que debía darle mis objetos de valor porque ésas eran las normas de la Compañía, pero yo le dije que no fuera idiota.
—Bien hecho —dijo Dalton, pensando en el reloj de su padre. Sharpe no comentó nada.
La esposa de Fairley, una mujer regordeta y maternal, manifestó su esperanza en que los franceses les dieran de cenar.
—No será nada lujoso, mamá —advirtió Fairley a su mujer—, nada parecido a lo que nos daban en el comedor del capitán. Será burgoo, ¿no le parece, Sharpe?
—Supongo que sí, señor.
—¡Sabe Dios cómo les va a sentar eso a sus señorías! —dijo Fairley, y movió la cabeza hacia arriba para señalar el camarote de lord William antes de dirigir a Sharpe una mirada pícara—. Aunque no parece que a la señora le importe ensuciarse.
—Dudo que le gusten las gachas —dijo Dalton con seriedad.
Casi había oscurecido cuando los franceses terminaron de vaciar el Calliope de todo lo que querían. Se llevaron pólvora, cordaje, palos, comida, agua y todos los botes del Calliope, pero dejaron la carga intacta porque, al igual que el propio barco, pensaban venderla en Mauricio. El último de los botes remaba de regreso al buque de guerra. Luego el barco francés desplegó las gavias y unos marineros que canturreaban izaron las velas de proa para tomar el viento y hacer girar el barco hacia el oeste mientras se largaban las demás velas. Los hombres saludaron con la mano desde el alcázar mientras la embarcación amarilla y negra se iba alejando.
—Se dirige hacia el Cabo de Buena Esperanza —dijo Tufnell con aire taciturno—. En busca de los mercaderes chinos, sin duda.
El Calliope, que ahora enarbolaba la bandera tricolor francesa por encima de la enseña de la Compañía, empezó a moverse. Al principio avanzaba despacio, pues la tripulación de presa era escasa y tardaron más de media hora en largar todas las velas del barco de la Compañía de las Indias Orientales. Sin embargo, al anochecer la enorme embarcación navegaba suavemente hacia el este con un ligero viento.
A dos de los marineros del propio Calliope se les permitió servirles la cena a los prisioneros, y Fairley invitó al comandante, a Tufnell y a Sharpe a comer en su camarote. La comida consistió en una olla de copos de avena hervidos espesados con grasa de ternera salada y pescado seco. Fairley declaró que era lo mejor que había comido desde que estaba a bordo, aunque notó que a su esposa le desagradaba.
—Cosas peores comiste cuando nos casamos, mamá.
—¡Cuando nos casamos era yo la que cocinaba para ti! —contestó ella con indignación.
—¿Crees que se me ha olvidado? —preguntó Fairley, y a continuación se metió otra cucharada de burgoo en la boca.
Mientras cenaban fue oscureciendo en el camarote. Dado que ningún miembro de la tripulación de presa se molestó en comprobar si alguno de los pasajeros utilizaba faroles, Fairley encendió todas las lámparas que pudo encontrar y las colgó en las ventanas de popa.
—Se supone que hay barcos ingleses en este océano —declaró—, así que dejemos que nos vean…
—Deme algunos faroles —dijo Sharpe— y los colgaré en la ventana del barón.
—Buen chico —dijo Fairley.
—Y también podría quedarse a dormir allí, Sharpe —dijo el comandante—. Puedo darle una manta.
—Le daremos una manta, muchacho, y sábanas —insistió Fairley, y su esposa abrió un arcón de viaje y entregó a Sharpe un montón de ropa de cama. Fairley fue a buscar dos faroles al pasillo y luego regresó al camarote—. ¿Necesita una caja de yesca?
—Tengo una —dijo Sharpe.
—Al menos disfrutará de un buen camarote durante uno o dos días —dijo Fairley—, porque sabe Dios cómo nos irá en Mauricio. Chinches y piojos franceses, diría yo. Una vez pasé una noche en Calais y nunca he visto una habitación más asquerosa que aquélla. ¿Te acuerdas, mamá? Después te pasaste una semana estreñida.
—¡Henry! —lo reprendió la señora Fairley.
Sharpe subió las escaleras y tomó posesión del gran camarote vacío de Pohlmann. Encendió los dos faroles, los colocó en el asiento de popa y a continuación hizo la cama. Las cuerdas de la caña del timón crujían. Abrió una de las ventanas, para lo cual tuvo que golpear el marco porque la madera estaba hinchada. Su mirada descendió hacia la llana estela del Calliope. Una fina luna iluminaba el mar y teñía de plata algunas pequeñas nubes, pero no había ningún barco a la vista. Por encima de él, un francés se rió en la cubierta de popa. Sharpe se quitó el sable y la casaca, pero estaba demasiado nervioso para poder dormir y se limitó a permanecer tumbado en la cama con la vista clavada en las planchas pintadas de blanco que había sobre él. Pensó en Grace, que estaba en la habitación de al lado. Imaginó que su marido y ella dormirían separados, como habían hecho alguna que otra noche, y se preguntó cómo podía hacerle saber que ahora estaba instalado en un camarote de lujo.
Entonces Sharpe oyó unas voces subidas de tono que provenían de los aposentos vecinos; salió de la cama y se agachó a escuchar junto a la delgada mampara de partición de madera. Al menos había tres hombres en el camarote proel, y todos hablaban en francés. Sharpe distinguió la voz de lord William, que parecía enojada, pero no tenía ni idea de lo que estaban diciendo. Quizá su señoría se estuviera quejando por la comida, pensó Sharpe, y la idea le hizo sonreír. Volvió a la cama y en ese preciso momento lord William gritó. Fue un sonido extraño, como el de un perro. Sharpe volvió a levantarse, afirmando el pie para contrarrestar el lento balanceo del barco. Se hizo el silencio. Sharpe se agachó una vez más junto a la endeble mampara de partición de madera y oyó una voz en francés que no dejaba de repetir una palabra. «Bi-yu», parecía decir. Habló lord William y su voz sonó amortiguada; luego soltó un gruñido, como si le hubieran golpeado en el vientre y se hubiera quedado sin respiración.
Sharpe oyó que la puerta que comunicaba las dos cámaras de lord William se abría y se volvía a cerrar. Hubo un ruidito seco cuando el gancho del pestillo se dejó caer en su ojo. Volvió a oírse una voz en francés, en esta ocasión proveniente del camarote de popa que compartía la amplia ventana con los aposentos provisionales de Sharpe. Lady Grace le contestó en francés; primero pareció que protestaba y luego gritó.
Sharpe se puso en pie. Esperaba oír intervenir a lord William, pero se hizo el silencio. A continuación lady Grace dio un segundo grito, que fue reprimido de repente, y entonces Sharpe se arrojó contra la mampara. Hubiera podido salir al pasillo y volver a entrar por la puerta de la cabina de al lado, pero echar abajo la mampara era el modo más rápido de llegar a Grace, de modo que la golpeó con el hombro, la delgada madera se hizo astillas y Sharpe la atravesó bramando como si entrara en combate.
Y eso hizo, porque el teniente Bursay se hallaba en la cama, donde mantenía inmovilizada a lady Grace. El alto teniente le había rasgado el vestido por el cuello y en esos momentos estaba intentando desgarrarlo aún más, al mismo tiempo que le tapaba la boca con la otra mano. Se dio la vuelta y vio a Sharpe, pero fue demasiado lento, porque Sharpe ya se había colocado sobre la ancha espalda del teniente y tenía su mano izquierda enredada en el grasiento cabello de Bursay. Le echó al francés la cabeza hacia atrás y le dio un golpe en el cuello con el canto de la mano derecha. Lo golpeó una, dos veces, pero entonces Bursay logró sacarse a Sharpe de encima con gran esfuerzo y se giró agitando un puño enorme. Alguien aporreaba la puerta de la cabina, pero Bursay la había cerrado.
Bursay se había sacado la casaca y el cinturón de la espada, pero agarró el mango del alfanje, tiró de la hoja para liberarla y arremetió contra Sharpe. Lady Grace permanecía ovillada en la cabecera de la cama, apretando lo que quedaba de su vestido contra el cuello. Había perlas esparcidas por la cama. Estaba claro que Bursay había ido a saquear las posesiones de lord William y había juzgado que Grace era la más deliciosa.
Sharpe volvió a arrojarse contra los restos del mamparo. También él tenía el sable en la cama; lo desenvainó y blandió la hoja mientras el francés pasaba a través de los astillados paneles. Bursay paró el golpe y entonces, mientras el sonido de las hojas seguía resonando en la cabina, cargó contra Sharpe.
Sharpe intentó clavarle el sable en el vientre a Bursay, pero el teniente apartó desdeñosamente el acero de una sacudida y golpeó a Sharpe en la cabeza con la empuñadura del alfanje. El golpe hizo que Sharpe se tambaleara y cayera de espaldas, mientras ante sus ojos aparecía un manto de chispas y oscuridad. Luego rodó desesperadamente hacia su derecha y el alfanje se clavó en cubierta, y a continuación arremetió con el sable con un revés torpe y hecho al azar que no causó daños, pero que hizo retroceder a Bursay. Sharpe se levantó apresuradamente, todavía le zumbaba la cabeza. Oyó que echaban abajo la puerta cerrada entre las dos cabinas de lord William.
Bursay sonrió. Era tan alto que tenía que agacharse bajo los baos del techo, pero estaba confiado, pues había herido a Sharpe, que se tambaleaba ligeramente. La empuñadura del alfanje le había hecho sangre, y ésta le resbalaba por la frente y la mejilla. Sacudió la cabeza para intentar aclararse la vista, a sabiendas de que aquel bruto era igual de rápido y salvaje que él. El teniente agachó la cabeza bajo un bao y arremetió de nuevo contra Sharpe, quien detuvo el golpe. Entonces Bursay lanzó un gruñido y atacó; el alfanje se balanceaba como una hoz y Sharpe volvió a lanzarse contra el mamparo frontal de la cabina. El francés creyó que había ganado, pero entonces Sharpe rebotó en la pared mientras sostenía el sable como si fuera una lanza, y se estiró hacia delante de manera que la punta curva del arma le rasgó la garganta a Bursay. Sharpe giró rápidamente hacia la derecha para evitar la pesada estocada del alfanje, pensando que su arremetida no había causado verdadero daño, puesto que no había notado resistencia con la hoja. Sin embargo, Bursay se tambaleaba y la sangre le caía sobre la casaca. El brazo derecho del francés cayó de manera que la punta del alfanje golpeó el suelo de la cubierta. Miró a Sharpe con una expresión de desconcierto y se llevó la mano izquierda al cuello, donde la sangre negra salía a borbotones, y entonces, dando una sacudida, cayó de rodillas e hizo un ruido gutural. Un infante de marina atravesó el destrozado mamparo a patadas y con unos ojos como platos se quedó mirando al enorme teniente, quien a su vez miraba a Sharpe con una ligera sorpresa. Entonces, como si lo hubieran noqueado, Bursay se desplomó con fuerza hacia delante y un charco de sangre se derramó por cubierta y desapareció entre las rendijas.
El infante de marina alzó su mosquete, pero en ese preciso momento una voz autoritaria dijo algo en francés y el hombre bajó el arma. El comandante Dalton apartó al marinero y vio el cuerpo de Bursay, que todavía se sacudía.
—¿Usted ha hecho esto? —preguntó el comandante mientras se arrodillaba; levantó la cabeza del teniente y rápidamente la soltó de nuevo, cuando vio que salía más sangre de la herida del cuello.
—¿Qué otra cosa iba a hacer con él? —preguntó Sharpe en tono agresivo. Limpió la punta del sable en el dobladillo de su casaca, apartó de un empujón al infante de marina, miró a través del mamparo roto y vio que lady Grace seguía acurrucada en la cama con las manos en el cuello, temblando—. No pasa nada, señora —dijo—, ya ha terminado todo.
Ella lo miró fijamente. Dalton le dijo algo en francés al infante de marina, sin duda una orden de que fuera a informar al alcázar, luego lord William echó un vistazo a la destrozada mampara, vio el cadáver y levantó la mirada hacia el rostro ensangrentado de Sharpe.
—¿Qué…? —empezó a decir, pero se quedó sin palabras. Lord William tenía un rasguño en la mejilla, allí donde lo había golpeado Bursay. El francés ya no se movía. Lady Grace seguía sollozando, respiraba a grandes bocanadas y lloriqueaba.
Sharpe arrojó el sable sobre la cama de Pohlmann y pasó junto a lord William.
—No pasa nada, señora —repitió—; está muerto.
—¿Muerto?
—Sí, muerto.
De los pies de la cama colgaba un batín de seda bordada, que debía de pertenecer a lord William, y Sharpe se lo tiró a lady Grace. Ella se lo echó sobre los hombros y empezó a temblar de nuevo.
—Lo lamento —sollozó—, lo lamento.
—No tiene nada que lamentar, señora —dijo Sharpe.
—Ahora va a abandonar usted este camarote, Sharpe —le dijo lord William con frialdad. Temblaba levemente y un hilo de sangre le recorría la mandíbula.
Lady Grace se volvió hacia su marido.
—¡No hiciste nada! —le espetó—. ¡No hiciste nada!
—Estás histérica, Grace, histérica. ¡Ese hombre me golpeó! —protestó ante cualquiera que quisiera escucharle—. ¡Intenté detenerle, pero él me golpeó!
—¡No hiciste nada! —repitió lady Grace.
Lord William llamó a la doncella de lady Grace, quien, al igual que él, había quedado bajo la vigilancia del infante de marina en el otro camarote.
—¡Intente calmarla, por el amor de Dios! —le dijo a la chica, y a continuación hizo un gesto con la cabeza para indicarle a Sharpe que debía abandonar la habitación.
Sharpe retrocedió a través del destrozado mamparo y se encontró con que la mayor parte de los pasajeros de la gran cabina habían subido arriba y estaban mirando el cadáver de Bursay. Ebenezer Fairley movió la cabeza con asombro.
—Cuando usted hace algo, muchacho —dijo el mercader—, lo hace a conciencia. ¡No debe de quedarle ni una gota de sangre en el cuerpo! La mayor parte ha caído chorreando encima de nuestra cama…
—Lo siento —dijo Sharpe.
—No es la primera vez que veo sangre, muchacho. Y cosas peores ocurren en el mar, dicen.
—¡Deberían marcharse todos! —Lord William había entrado en las dependencias de Pohlmann—. ¡Váyanse! —ordenó bruscamente y con mezquindad.
—Ésta no es su habitación —gruñó Fairley—, y si fuera usted lo bastante hombre, señoría, ni Sharpe ni este cadáver estarían aquí.
Lord William se quedó mirando a Fairley boquiabierto, pero entonces lady Grace, con el cabello desgreñado, pasó por encima de las astillas del mamparo. Su marido intentó empujarla para que retrocediera, pero ella se zafó de él, bajó la mirada hacia el cadáver y luego la levantó hacia Sharpe.
—Gracias, señor Sharpe —dijo.
—Encantado de haberla podido servir, señora —contestó Sharpe. Entonces se dio la vuelta y se preparó para lo peor cuando vio que el comandante Dalton conducía a un francés hacia el abarrotado camarote.
—Éste es el nuevo capitán del barco —dijo Dalton—. Es un officier marinier, lo cual creo que equivale a nuestro suboficial de marina.
El francés era un hombre mayor que se estaba quedando calvo, con un rostro curtido y bronceado por el prolongado servicio en el mar. No llevaba uniforme, pues no pertenecía a la oficialía sino que, por lo visto, era un marinero de primera, a quien, por otra parte, la muerte de Bursay parecía dejar totalmente indiferente. Estaba claro que al infante de marina ya le habían explicado las circunstancias de lo ocurrido, puesto que no formuló ninguna pregunta y simplemente se limitó a hacer una torpe e incómoda reverencia a lady Grace y a mascullar una disculpa.
Lady Grace aceptó las disculpas con una voz que todavía temblaba de miedo.
—Merci, monsieur.
El officier marinier dijo algo a Dalton, y éste se lo tradujo a Sharpe.
—Lamenta las acciones de Bursay, Sharpe. Dice que el tipo era un animal. Era suboficial de marina hasta que Montmorin lo ascendió hace un mes. Le dijo que era su obligación moral comportarse como un caballero, pero Bursay no tenía honor.
—¿Así que estoy perdonado? —preguntó Sharpe, divertido.
—Defendió a una dama, Sharpe —respondió Dalton, frunciendo el ceño ante el tono desenfadado de Sharpe—. ¿Qué objeción podría poner a eso cualquier hombre razonable?
El francés dispuso que se clavara un trozo de lona sobre la rota mampara de partición y que se llevaran el cuerpo del teniente. También insistió en que se sacaran los faroles de la ventana.
Sharpe los dejó sobre el aparador vacío.
—Dormiré aquí —anunció Sharpe—, por si acaso otro maldito francés se siente solo. —Lord William abrió la boca dispuesto a protestar, pero se lo pensó mejor. Se llevaron el cadáver y clavaron un trozo de lona desgastada sobre la mampara de partición. Sharpe durmió en la cama de Pohlmann mientras el barco seguía navegando, llevándolo hacia el cautiverio.
Los dos días siguientes fueron tediosos. El viento era tan suave que el barco se balanceaba y avanzaba muy lentamente, tan lentamente que Tufnell calculó que tardarían casi seis días en llegar a Mauricio, y eso era bueno, pues significaba que había más tiempo para que un barco de guerra británico viera el barco de la Compañía de las Indias Orientales capturado bamboleándose con las largas olas. Ninguno de los pasajeros podía subir a cubierta y en los camarotes el calor era sofocante. Sharpe pasaba el tiempo lo mejor que podía. El comandante Dalton le prestó un libro llamado Tristam Shandy, pero Sharpe no le encontró ni pies ni cabeza. Quedarse tumbado mirando al techo le resultaba más gratificante. El abogado intentó enseñarle a jugar al backgammon, pero a Sharpe no le interesaba el juego, de modo que Fazackerly se fue en busca de una presa más dispuesta. El teniente Tufnell le enseñó a hacer unos cuantos nudos y así pasaban algunas horas entre las comidas, que siempre eran gachas salteadas con guisantes secos. La señora Fairley bordaba un chal y su marido gruñía, caminaba de un lado a otro y se preocupaba. El comandante Dalton intentaba elaborar una fiel versión de la batalla de Assaye que requería el consejo constante de Sharpe. El barco seguía navegando lentamente y durante el día Sharpe no veía a lady Grace.
La segunda noche ella fue a su camarote. Llegó mientras él dormía y lo despertó tapándole la boca con la mano para que no gritara.
—La doncella duerme —susurró, y en el silencio que siguió Sharpe oyó los ronquidos provocados por las drogas que emitía lord William al otro lado de la improvisada cortina de lona.
Se tumbó junto a Sharpe, puso una pierna encima de la de él y durante un buen rato no dijo nada.
—Cuando entró —dijo al fin en un susurro— dijo que quería mis joyas. Eso era todo. Mis joyas. Entonces me dijo que le cortaría el cuello a William si no hacía lo que él quería.
—No pasa nada. —Sharpe intentó calmarla.
Ella meneó la cabeza bruscamente.
—Y luego me dijo que detestaba a todos los aristos. Eso fue lo que dijo, «aristos», y dijo que tendrían que guillotinarnos a todos. Dijo que iba a matarnos a los dos, que diría que William lo había atacado y que yo había muerto por la fiebre.
—Ahora es él el que está alimentando a los peces —comentó Sharpe. La mañana anterior había oído el ruido de un peso al caer al agua, y supo que era el cuerpo de Bursay al que arrojaban a la eternidad.
—Tú no detestas a los aristócratas, ¿verdad? —le preguntó Grace tras una larga pausa.
—Sólo te conozco a ti, a tu marido y a sir Arthur. ¿Él también es un aristo?
Ella asintió con un movimiento de la cabeza.
—Su padre es el conde de Mornington.
—Pues dos de tres me gustan —dijo Sharpe—. No está mal.
—¿Arthur te cae bien?
Sharpe se encogió de hombros.
—No sé si me cae bien, pero me gustaría caerle bien a él. Lo admiro.
—Pero William no te gusta, ¿verdad?
—¿Y a ti?
Ella hizo una pausa.
—No. Mi padre me obligó a casarme con él. Es rico, muy rico, y mi familia no. Lo consideraron un buen partido, un buenísimo partido. Me gustaba al principio, pero luego ya no. Ahora no.
—Me odia —dijo Sharpe.
—Te tiene miedo.
Sharpe sonrió.
—Pero él es un lord, ¿no? Y yo no soy nada.
—Sin embargo, tú estás aquí —dijo Grace, y le dio un beso en la mejilla—, y no él. —Volvió a besarlo—. Y si me encontrara aquí mi reputación quedaría arruinada. Mi nombre sería una deshonra. Nunca volvería a tratar con la alta sociedad. Puede que nunca volviera a ver a nadie.
Sharpe pensó en Malachi Braithwaite y se alegró de que el secretario estuviera retenido en el entrepuente, pues allí no podría alimentar sus sospechas respecto a Sharpe y lady Grace.
—¿Quieres decir que tu marido te mataría? —le preguntó Sharpe.
—Le gustaría. Puede que lo hiciera —pensó en ello—. Pero, más probablemente, haría que me declararan loca. No es difícil. Contrataría a médicos caros que dirían que soy una lunática histérica y un juez ordenaría que me encerraran. Pasaría el resto de mi corta vida recluida en un ala de la casa de Lincolnshire, atiborrada de medicinas. Sólo que las medicinas serían ligeramente venenosas, de modo que, gracias a Dios, no viviría mucho tiempo.
Sharpe se volvió para mirarla, aunque estaba tan oscuro que apenas veía su rostro desdibujado.
—¿De verdad podría hacer eso? —preguntó.
—Por supuesto —respondió ella—, pero estaré a salvo si me comporto con suma corrección y finjo que William no va con prostitutas ni tiene amantes. Y él quiere un heredero, claro está. Se puso loco de alegría cuando nació nuestro hijo, pero desde que murió me ha odiado. Lo cual no le priva de intentar darme otro —hizo una pausa—. Por lo tanto, mi mayor esperanza de seguir con vida es darle un hijo y comportarme como un ángel juré que haría ambas cosas, pero luego te vi y pensé: ¿por qué no perder el juicio?
—Yo cuidaré de ti —prometió Sharpe.
—En cuanto bajemos de este barco —dijo ella en voz baja— dudo que nos volvamos a ver.
—No —protestó Sharpe—, no.
—Sch —susurró ella, y le tapó la boca con la suya.
Al amanecer ya se había ido. La vista desde la ventana de popa no había cambiado. No los perseguía ningún barco de guerra británico, no había más que el infinito océano Índico que se extendía hacia un brumoso horizonte. El viento había arreciado y el barco se balanceaba y daba bandazos, desplazando las piezas de ajedrez que el comandante Dalton había dispuesto en el asiento de popa de manera que formaran un plano de la batalla de Assaye.
—Tiene que explicarme —dijo el comandante— lo que ocurrió cuando desmontaron a sir Arthur.
—Creo que eso debería pedírselo a él, comandante.
—¡Pero seguro que usted sabe lo mismo que él!
—Así es —asintió Sharpe—, pero dudo que a él le guste contar la historia, o que se cuente. Haría mejor diciendo que rechazó a un grupo de enemigos y que sus ayudantes de campo lo rescataron.
—Pero, ¿es eso verdad?
—Algo de verdad hay —respondió Sharpe, dispuesto a no decir nada más. Por otro lado, no recordaba exactamente lo que había ocurrido. Recordaba haber bajado del caballo y haber arremetido con el sable como si estuviera segando heno; recordaba que sir Arthur se había quedado aturdido y había permanecido a cubierto bajo una rueda de cañón, y recordaba haber matado. Pero lo que recordaba con más claridad era al espadachín indio que merecía que lo hubiese matado, pues aquel hombre había blandido su tulwar como si fuera una guadaña y el golpe había alcanzado a Sharpe en la nuca. El golpe hubiera decapitado a Sharpe de no ser porque éste iba peinado con la cola que llevaban los soldados, con el pelo envolviendo una bolsa de cuero que normalmente estaba llena de arena, pero en la que Sharpe había escondido el gran rubí del sombrero del sultán Tippoo. La enorme piedra preciosa había detenido por entero el tulwar. Con el golpe se soltó el rubí. Sharpe recordaba que, cuando terminó el feroz combate, sir Arthur había recogido la piedra y se la había entregado con expresión desconcertada. El general estaba demasiado confundido para reconocer lo que era y probablemente pensara que no era más que un guijarro hermosamente coloreado que Sharpe había querido conservar. Ahora aquel guijarro lo tenía el maldito Cromwell.
—¿Cómo se llamaba el caballo de sir Arthur? —preguntó Dalton.
—Diomedes —respondió Sharpe—. Quería mucho a ese caballo. —Recordaba el chorro de sangre que cayó al seco suelo cuando se retiró la pica del pecho del animal.
Dalton le estuvo haciendo preguntas a Sharpe hasta bien entrada la tarde, mientras tomaba notas para su memoria.
—Tengo que hacer algo en mi retiro, Sharpe. Si es que vuelvo a ver Edimburgo.
—¿No esta usted casado, señor?
—Lo estuve. Con una dama que era un cielo. Murió. —El comandante meneó la cabeza y luego miró con añoranza por la ventana de popa—. No tuvimos hijos —añadió en voz baja. Después se oyó de repente un ruido de pasos precipitados en el alcázar, y frunció el ceño. Una voz dio un grito y al cabo de un instante el Calliope guiñó a babor y las velas golpetearon como si fueran fusiles disparando. Una a una se fueron cazando las escotas y el barco, tras bambolearse momentáneamente en el oleaje, volvió a navegar con suavidad, sólo que en aquella ocasión hurtaba el viento describiendo el rumbo más septentrional que la tripulación podía mantener—. Algo ha alborotado a los francesitos —comentó el comandante.
Nadie sabía el motivo de aquel giro hacia el norte, pues no se veía ningún otro barco desde las portillas del camarote, aunque tal vez en lo alto de las jarcias un vigía hubiera vislumbrado algunas velas en el horizonte del sur. En aquellos momentos el movimiento del barco resultaba más dificultoso porque chocaba contra las olas y escoraba. Cuando se les llevó la cena a los pasajeros, el officier marinier ordenó que no debía verse ni una sola luz, y prometió que todo aquel que le desobedeciera sería arrojado a las bodegas del barco, donde reinaban las ratas y la fétida agua de mar.
—Así pues, hay otro barco —dijo Dalton.
—Pero ¿nos habrá visto? —se preguntó Sharpe.
—Aunque así sea —dijo Dalton con pesimismo—, ¿qué podemos hacer nosotros?
Sharpe rezó para que fuera el Pucelle, el barco de guerra de construcción francesa del capitán Chase, que era rápido como el Revenant.
—Hay una cosa que sí podemos hacer —dijo.
—¿Qué?
—Necesito a Tufnell —dijo Sharpe, y bajó a las dependencias de los oficiales en la gran cabina, aporreó la puerta del teniente y, tras una breve conversación, llevó al teniente y a Dalton al camarote de Ebenezer Fairley.
El mercader iba vestido para irse a la cama y llevaba un gorro de dormir con una borla que le caía sobre el lado izquierdo de la cara, pero escuchó a Sharpe y luego sonrió.
—Entre, muchacho. ¡Mamá! Tendrás que volver a levantarte. Tenemos que hacer unas travesuras.
El problema era la falta de herramientas, pero Sharpe tenía su navaja, Tufnell una corta daga y el comandante sacó un puñal. Primero retiraron entre los tres la alfombra de lona pintada del dormitorio de Fairley y a continuación la emprendieron con una tabla del suelo.
La tabla era de roble y tenía más de cinco centímetros de grosor. Era una madera de roble vieja, curada y dura, pero Sharpe no veía más alternativa que hacer un agujero en cubierta y esperar que ése fuera el lugar adecuado. Los hombres se turnaron para dar machetazos, raspar, hendir y cortar la madera. La señora Fairley había sacado un afilador de cocina del interior de un arcón de viaje y de vez en cuando afilaba las tres hojas que lenta, muy lentamente, iban atravesando la plancha.
Realizaron dos cortes, a unos treinta centímetros de distancia el uno del otro, y les llevó hasta bien pasada la medianoche atravesar la tabla y sacar aquel trozo de suelo. Trabajaron a oscuras, pero en cuanto el agujero estuvo hecho, Fairley encendió un farol que cubrió con una de las capas de su esposa y los tres hombres escudriñaron la oscuridad que había más abajo. Al principio Sharpe no vio nada. Oía el chirrido de la cuerda de la caña del timón, pero no la veía. Cuando Fairley hizo bajar el farol por el agujero, vio por fin la gran cuerda de cáñamo, a unos treinta centímetros de distancia más o menos. Cada pocos segundos la tirante cuerda se movía un par de centímetros o más y el chirrido resonaba por la popa.
La cuerda estaba atada a la caña, que era la barra que hacía girar el gran timón del Calliope. Desde la caña del timón la cuerda salía hacia ambos lados del barco; allí pasaba a través de unas poleas antes de regresar al centro de la embarcación, donde otras dos poleas conducían la cuerda hacia la rueda del timón, que en realidad eran dos ruedas, una frente a la otra, de manera que el mayor número de hombres posible pudiera empujar sus radios cuando el barco navegaba en un mar agitado y con fuertes vientos. Las ruedas gemelas estaban conectadas mediante un pesado tambor de madera alrededor del cual estaba enrollada fuertemente la cuerda de la caña, de modo que un giro de la rueda tiraba del guardín y transfería el movimiento a la barra de la caña del timón. Si se cortara esa cuerda, el Calliope se quedaría sin timón un rato.
—¿Pero cuándo lo cortamos, eh? —preguntó Fairley.
—Esperemos a que se haga de día —sugirió Dalton.
—La cortaré un poco —dijo Sharpe, pues la cuerda tenía casi ocho centímetros de grosor. Recorría un tramo entre la cubierta principal y la inferior y Fairley volvió a poner la alfombra de lona en su sitio, no solamente para disimular el agujero, también para que las ratas no subieran a su camarote.
—¿Cuánto tardarán en cambiar esa cuerda? —le preguntó el mercader a Tufnell.
—Una buena tripulación podría hacerlo en una hora.
—Seguro que tienen algunos buenos marineros —dijo el mercader—, de modo que será mejor que no malgastemos sus esfuerzos ahora. Ya veremos qué nos trae la mañana.
Aquella noche no trajo consigo a lady Grace. Tal vez, pensó Sharpe, ella había mirado en el camarote de Pohlmann y se había encontrado con que Sharpe no estaba. O quizá lord William se mantenía despierto y vigilante, preguntándose si el Calliope, al que la noche envolvía, se hallaba próximo a un rescate. Así pues, Sharpe se tapó con una manta y durmió hasta que un puño golpeó en su puerta para anunciar el burgoo del desayuno.
—Ahora mismo hay un barco en la amura de estribor, señor —dijo en voz baja el marinero que había traído el caldero—. Desde aquí no puede verlo, pero está ahí. Además, es uno de los nuestros.
—¿De la marina?
—Creemos que sí, señor. De modo que ahora se trata de ver quién llega antes a Mauricio.
—¿Está muy cerca?
—A unas siete u ocho millas. Viento a favor, señor, y tendrá que virar por avante para cortarnos el paso, de modo que estará muy cerca, señor —bajó aún más la voz—. Los franchutes han bajado su estandarte, así que enarbolamos nuestra vieja bandera, pero eso no les servirá de nada si se trata de un barco de guerra. Se acercará a mirarnos de todos modos. Las banderas no significan nada cuando se puede obtener dinero de una presa.
La noticia se había extendido por el barco, poniendo eufóricos a los pasajeros y alarmando a la tripulación francesa, que intentó que su presa mostrara su máxima velocidad. Para los pasajeros de popa, que no podían ver al otro barco ni saber qué ocurría en la cubierta del Calliope, fue una mañana lenta y angustiosa. El teniente Tufnell sugirió que los dos barcos debían de llevar rumbos convergentes y que el Calliope tenía la ventaja del viento, pero resultaba amargamente frustrante no saberlo con seguridad. Todos querían cortar la cuerda de la caña del timón, pero sabían que si la cortaban demasiado pronto podría ser que los franceses tuvieran tiempo de repararlo.
Al mediodía no se sirvió la comida, y tal vez fuese aquella pequeña privación lo que convenció a Sharpe de que era mejor cortar por fin la cuerda.
—No sabemos cuál es el mejor momento —argumentó—, así que démosles a esos cabrones un quebradero de cabeza ahora.
Nadie puso objeciones. Fairley retiró la alfombra y Sharpe metió el sable en el agujero y movió la hoja de un lado a otro sobre la cuerda para cortarla. La cuerda no dejaba de moverse; no se movía mucho, aunque sí lo suficiente para que resultara difícil mantener el sable en el mismo sitio. Sharpe resoplaba y sudaba mientras intentaba encontrar el apalancamiento que le permitiera aplicar toda su fuerza a la hoja.
—¿Quiere que lo pruebe yo? —preguntó Tufnell.
—No, no, me las puedo arreglar —dijo Sharpe. No veía la cuerda, pero sabía que entonces la hoja estaba hundida en sus fibras, pues daba tirones a uno y otro lado con los pequeños movimientos del timón. El brazo derecho le ardía desde la muñeca al hombro, pero siguió serrando con la hoja y de pronto notó que desaparecía la tensión y el dañado cáñamo se deshilachaba. Los pinzotes del timón chirriaron, Sharpe volvió a sacar el sable por el agujero y se desplomó exhausto contra los pies de la cama de Fairley.
El Calliope, sin presión en el timón para resistir la tendencia a irse al viento, se mecía pesadamente en él. Se oyeron unos gritos desesperados en cubierta, las pisadas de unos pies descalzos que se dirigían a las escotas y luego el bendito ruido de las velas que se agitaban y golpeaban violenta e inútilmente al viento.
—Tapen el agujero —ordenó Fairley—, ¡rápido! Antes de que esos cabrones lo vean…
Sharpe apartó los pies para que pudieran dejar caer la alfombra en su lugar. El barco dio una sacudida cuando los franceses utilizaron las velas de proa para hacerlo girar, pero sin la presión del timón no era capaz de virar y las velas volvieron a golpear contra los mástiles. El timonel estaría haciendo girar la rueda, que de pronto no ofrecía resistencia. Luego se oyeron unos pasos precipitados que bajaban por las escaleras de cámara y Sharpe supo que finalmente los franceses iban a examinar las cuerdas de la caña del timón.
Llamaron a la puerta de Fairley y, sin esperar respuesta, lord William entró en el camarote.
—¿Alguien sabe —preguntó— qué está pasando exactamente?
—Hemos cortado las cuerdas de la caña del timón —dijo Fairley—, y le agradecería a su señoría que mantuviera la boca cerrada. —Lord William parpadeó al oír aquella brusca petición, pero antes de que pudiera decir nada se oyó el ruido de un cañón en la lejanía.
—Creo que ya terminó todo —dijo Fairley alegremente—. Vamos, Sharpe, vayamos a ver qué ha conseguido. —Extendió una mano grande y tiró de Sharpe para que se pusiera de pie.
Ningún miembro de la tripulación de presa les impidió subir a cubierta; es más, los franceses ya estaban arriando la enseña original del Calliope con la que habían esperado engañar a su perseguidor para que creyera que el barco de la Compañía de las Indias Orientales seguía estando bajo mando británico.
Y entonces sí que estaban bajo mando británico porque, dirigiéndose lentamente hacia el Calliope y aferrando sus velas a medida que se acercaba deslizándose, había otro enorme barco de guerra de rotundos costados pintado de amarillo y negro. Tenía por espolón un derroche de madera dorada sobre la que se apoyaba un mascarón de proa que mostraba a una dama de expresión extática adornada con una aureola, portando una espada y vestida con armadura de color plateado, aunque curiosamente su peto quedaba truncado y revelaba un rosado pecho desnudo.
—El Pucelle —dijo Sharpe con placer. Juana de Arco había acudido al rescate de los británicos.
Y el Calliope, por segunda vez en cinco días, fue apresado.