CAPÍTULO 4

Dos días después, por la mañana, se divisó un velero, el primero desde que el Calliope había abandonado el convoy. Amanecía y el cielo sobre la invisible Madagascar aún estaba oscuro cuando uno de los juaneteros vio que los primeros rayos de luz se reflejaban en una lejana vela frente a la amura de estribor. El capitán Cromwell, a quien el teniente Tufnell había ido a buscar a su camarote, parecía nervioso. Llevaba puesto un camisón de franela y tenía la larga cabellera enroscada en un moño en la nuca. Se quedó mirando las velas del barco a través de un viejo catalejo.

—No es una embarcación nativa —le oyó decir Sharpe—. Tienen unas gavias como es debido. Y ésa es una lona cristiana. —Cromwell ordenó desatar los cañones de la cubierta principal y se trajo pólvora de los polvorines. Cromwell se fue a poner su uniforme de siempre. Tufnell se dirigió a las crucetas del palo mayor equipado con un catalejo. Se quedó observando un buen rato y luego gritó que le parecía que el distante barco era un ballenero. Cromwell pareció aliviado, pero dejó las cargas de pólvora en cubierta por si resultaba que la extraña embarcación era la de un corsario.

Transcurrió casi una hora entera antes de que el lejano barco pudiera verse desde la cubierta del Calliope. Su presencia hizo subir a los pasajeros a cubierta para mirar al desconocido. Al igual que cuando se atisbó tierra, aquello suponía un cambio en la monotonía del viaje. Sharpe fue a mirar con los demás, aunque tenía ventaja sobre la mayoría de los pasajeros porque él tenía un catalejo. El instrumento era una maravilla, un hermoso anteojo fabricado por Matthew Berge, de Londres, y que tenía grabada la fecha de la batalla de Assaye. El catalejo se lo había regalado sir Arthur Wellesley, con un agradecimiento grabado encima de la fecha, aunque aquél se había mostrado distante y tímido como siempre al entregarle el anteojo.

—Quería que supiese usted que no olvido el favor que me hizo —había dicho el general, incómodo.

—Me alegro de haber estado allí, señor —había contestado Sharpe con la misma incomodidad.

Sir Arthur se había obligado a decir algo más.

—Recuerde, señor Sharpe, que los ojos de un oficial son más valiosos que su espada.

—Lo recordaré, señor —dijo Sharpe, mientras pensaba que el general estaría muerto de no ser por su sable. Aun así, supuso que aquél era un buen consejo—. Y gracias, señor —había dicho Sharpe, y recordó haberse sentido confusamente decepcionado con el catalejo. Le parecía que una buena espada hubiera sido mejor recompensa por haberle salvado la vida al general.

Sir Arthur había fruncido el ceño, pero Campbell, uno de sus ayudantes de campo, había intentado ser amable.

—Así que se marcha para unirse a los fusileros, ¿verdad, Sharpe?

—Sí, señor.

Sir Arthur había interrumpido la conversación.

—Estará muy bien allí, estoy seguro. Gracias, señor Sharpe. Que tenga un buen día.

Y de este modo Sharpe se había convertido en el ingrato poseedor de un catalejo que hubiera sido la envidia de hombres más ricos que él. Un catalejo con el que ahora estaba enfocando hacia el barco desconocido, el cual, según su vista no instruida, parecía bastante más pequeño que el Calliope. Sin duda, no era un barco de guerra; más bien parecía tratarse de un pequeño mercante.

—¡Es un Jonathon! —gritó Tufnell desde arriba.

Sharpe deslizó la lente hacia la izquierda y vio una enseña descolorida que se agitaba al viento en la popa del lejano barco. La bandera se parecía mucho al estandarte de la Compañía de las Indias Orientales, pero cuando el viento la levantó Sharpe pudo ver las estrellas en el cuadrante superior y se dio cuenta de que era un barco estadounidense.

El comandante Dalton había bajado a la cubierta principal y se encontraba entonces junto a Sharpe, quien educadamente había ofrecido al escocés usar su catalejo. El comandante miraba el barco americano.

—Está transportando pólvora y balas de cañón a Mauricio —dijo.

—¿Cómo lo sabe, señor?

—Porque es lo que hacen. Ningún mercante francés se atreve a navegar por estas aguas, de modo que los malditos americanos les suministran armamento a Mauricio. ¡Y tienen la frescura de declararse neutrales! De todos modos, estoy seguro de que sacarán buenos beneficios, que es lo único que les importa. ¡Este catalejo es magnífico, Sharpe!

—Fue un regalo, comandante.

—Un regalo muy bonito —Dalton le devolvió el anteojo y frunció el ceño—. Parece usted cansado, Sharpe.

—Últimamente no duermo bien, comandante.

—Confío en que no esté enfermando. A lady Grace también se la ve muy paliducha. Espero que no haya tifus a bordo. Recuerdo un bergantín-goleta que llegó a Leith cuando yo era niño. No habría más de tres hombres a bordo, y estaban a las puertas de la muerte. Por supuesto, no pudieron desembarcar, los pobres. Tuvieron que anclar a cierta distancia de la costa y dejar que la enfermedad siguiera su curso, con lo que todos acabaron muertos.

La embarcación estadounidense, segura de que el Calliope no suponía ninguna amenaza, se acercó al gran barco de la Compañía de las Indias Orientales y ambos buques se inspeccionaron mientras pasaban el uno junto al otro en mitad del océano. La eslora del barco americano era la mitad que la del Calliope y su cubierta principal se hallaba abarrotada con los botes que su tripulación utilizaba para acechar y matar a las ballenas.

—No hay duda de que dejará su cargamento en Mauricio —observó el comandante Dalton— y luego pondrá rumbo a los mares del sur. Una vida dura, Sharpe.

La tripulación del barco americano devolvió los saludos con la mano al Calliope. Luego el barco pasó de largo y quienes iban a bordo del Calliope pudieron leer el nombre del ballenero y el puerto de donde procedía, pues estaban pintados en color azul y dorado en unos magníficos tablones de la popa.

—El Jonah Coffin, que salió de Nantucket —dijo Dalton—. ¡Vaya nombres más extraordinarios eligen!

—¿Como Peculiar Cromwell?

—¡Ahí está! —Dalton se rió—. Pero yo no me imagino a nuestro capitán pintando su nombre en la popa de su barco, ¿y usted? Por cierto, Sharpe, he contribuido a la comida con una lengua escabechada.

—Muy generoso por su parte, señor.

—Y como le debo a usted una recompensa por toda la ayuda que me ha prestado —dijo Dalton, refiriéndose a sus largas conversaciones con Sharpe sobre la guerra contra los mahratta, sobre la cual el comandante se proponía escribir en su retiro—, ¿por qué no se une a nosotros al mediodía? ¡El capitán ha accedido a dejarnos comer en el alcázar! —Dalton parecía emocionado, como si comer al aire libre fuera a resultar algo especial.

—No quiero importunar, comandante.

—¡No importuna, no importuna! Será mi invitado. También he contribuido con un poco de vino, y usted puede ayudarnos a bebérnoslo. Casaca roja, me temo, Sharpe. Puede que la comida sea un mero refrigerio frío, pero Peculiar insiste, y con toda la razón, en que no haya mangas de camisa en el alcázar.

Sharpe disponía de una hora antes de que se sirviera la comida y se fue abajo a cepillar la casaca roja. Para su asombro, se encontró a Malachi Braithwaite sentado en su arcón de viaje. A medida que el viaje progresaba, el secretario se estaba volviendo cada vez más taciturno. En ese momento dirigió a Sharpe una mirada resentida.

—¿Acaso no encuentra sus aposentos, Braithwaite? —le preguntó Sharpe en tono brusco.

—Quería verle, Sharpe. —El secretario parecía nervioso e incapaz de mirar a Sharpe a los ojos.

—Podía haberme encontrado en cubierta —dijo Sharpe, y esperó. Pero Braithwaite no dijo nada; se limitó a observar a Sharpe mientras éste tendía la casaca sobre el extremo del catre colgante y empezaba a cepillarla enérgicamente—. ¿Y bien? —preguntó Sharpe.

Braithwaite siguió vacilando. Su mano derecha jugueteaba con un hilo suelto que colgaba de la manga de su desteñida chaqueta negra. Finalmente se armó de valor para mirar a Sharpe, abrió la boca para hablar, y entonces se acobardó y volvió a cerrarla. Sharpe restregó una mancha, y por fin el secretario encontró las palabras.

—Usted entretiene a una mujer por las noches —le espetó en tono acusador.

Sharpe se rió.

—¿Y qué si lo hago? ¿No le enseñaron nada sobre las mujeres en Oxford?

—Una mujer en particular —dijo Braithwaite con tanto resentimiento que parecía una serpiente escupiendo.

Sharpe dejó el cepillo encima de su barril de arrack y se volvió hacia el secretario.

—Si tiene algo que decir, Braithwaite, dígalo de una vez, maldita sea.

El secretario se sonrojó. Los dedos de su mano derecha tamborileaban en el borde del arcón, pero se obligó a seguir adelante con el enfrentamiento.

—Sé lo que está haciendo, Sharpe.

—Usted no sabe nada de nada, Braithwaite.

—Y si informo de ello a su señoría, que es lo que debería hacer, entonces puede estar seguro de que no hará usted carrera en el ejército de Su Majestad. —Braithwaite había necesitado casi todo su coraje para formular aquella amenaza, pero lo animó el rencor que lo devoraba por dentro como una solitaria—. ¡No tendrá carrera, Sharpe, ninguna!

Sharpe no dejó que su rostro trasluciera ninguna emoción mientras miraba fijamente al secretario, pero en su fuero interno estaba consternado de que Braithwaite hubiera descubierto su secreto. Lady Grace había estado en aquel miserable camarote dos noches seguidas: había llegado mucho después de anochecer y se había marchado mucho antes de que amaneciera, y Sharpe había creído que nadie se había dado cuenta. Ambos pensaban que estaban siendo discretos, pero Braithwaite lo había visto y ahora la envidia lo corroía. Sharpe volvió a coger el cepillo.

—¿Eso es todo lo que tiene que decir?

—También la voy a arruinar a ella —amenazó Braithwaite entre dientes, y de nuevo volvió a hablar con violencia cuando Sharpe arrojó el cepillo y se volvió hacia él—. ¡Y también sé que ha dejado objetos de valor en depósito al capitán! —el secretario siguió hablando atropelladamente, levantando las dos manos como para desviar un golpe.

Sharpe vaciló.

—¿Cómo es que sabe eso?

—Todo el mundo lo sabe. Esto es un barco, Sharpe. La gente habla.

Sharpe miró a los furtivos ojos del secretario.

—Siga —dijo en voz baja.

—Mi silencio puede comprarse —dijo Braithwaite en tono desafiante.

Sharpe asintió con un movimiento de cabeza, como si estuviera considerando el trato.

—Le diré cómo voy a comprar su silencio, Braithwaite, un silencio, por cierto, sobre nada, porque no sé de qué me está hablando. Me parece que Oxford le ha aturullado la mente, pero supongamos por un minuto que creo que sé lo que está sugiriendo. ¿Me sigue?

Braithwaite movió cautelosamente la cabeza en señal de afirmación.

—Un barco es un lugar muy pequeño, Braithwaite —dijo Sharpe, a la vez que tomaba asiento al lado del desgarbado secretario—, y no puede usted escapar de mí a bordo de este barco. Y eso significa que si abre esa sórdida boca suya para contarle algo a alguien, si dice aunque sea una maldita palabra, lo mataré.

—No lo comprende…

—Sí, lo comprendo —interrumpió Sharpe—, de modo que cierre la boca. En la India, Braithwaite, hay unos hombres llamados jettis que matan a sus víctimas retorciéndoles el cuello como si fueran pollos. —Sharpe agarró la cabeza de Braithwaite con las manos y empezó a girársela—. Lo retuercen hasta que da la vuelta entera, Braithwaite.

—¡No! —exclamó el secretario con un grito ahogado. Buscó a tientas las manos de Sharpe con las suyas, pero carecía de fuerza para soltarse.

—Lo retuercen hasta que los ojos de la víctima miran fijamente por encima de su trasero y el cuello cede con un chasquido.

—¡No! —Braithwaite apenas podía hablar, pues Sharpe le estaba retorciendo el cuello con fuerza.

—En realidad no es un chasquido —siguió diciendo Sharpe en tono despreocupado—, es más bien una especie de crujido chirriante. A menudo me he preguntado si yo podría hacerlo. No es que tenga miedo de matar, Braithwaite. No permitiré que piense eso. He matado a hombres con pistola, con espada, con cuchillo y con mis manos. He matado a más hombres, Braithwaite, de los que podría llegar a imaginar en su peor pesadilla, y sin embargo, nunca le he retorcido el cuello a nadie hasta que crujiera. Pero puedo empezar con usted. Si hace algo para perjudicarme, o para perjudicar a cualquier dama que yo conozca, le retorceré la cabeza como si fuera un corcho en una maldita botella, y le aseguro que le dolerá. ¡Por Dios que le dolerá! —Sharpe dio una repentina sacudida al cuello del secretario—. Le dolerá más de lo que se cree. Y le prometo que eso ocurrirá si llega a decir una jodida palabra. Morirá, Braithwaite, y matarlo me importará lo mismo que una cagarruta de rata. Será para mí un verdadero placer. —Hizo girar por última vez el cuello del secretario y luego lo soltó.

Braithwaite se masajeó la garganta, mientras respiraba con dificultad. Dirigió a Sharpe una mirada asustada y luego intentó ponerse de pie, pero Sharpe tiró de él y lo volvió a sentar en el arcón.

—Va usted a hacerme una promesa, Braithwaite —dijo Sharpe.

—¡Lo que quiera! —A aquel hombre ya no le quedaban ganas de pelea.

—No le dirá nada a nadie. Si lo hace, yo lo sabré, lo sabré y lo encontraré, Braithwaite. Lo encontraré y le retorceré ese cuello canijo que tiene como a un pollo.

—¡No diré ni una palabra!

—Porque sus acusaciones son falsas, ¿no es así?

—Sí —Braithwaite movió ansiosamente la cabeza en señal de afirmación—. Sí, son falsas.

—Lo ha soñado, Braithwaite.

—Sí, lo he soñado, lo he soñado.

—Márchese, entonces. Y recuerde que soy un asesino, Braithwaite. Cuando usted estaba en Oxford aprendiendo a ser un idiota de mierda, yo estaba aprendiendo a matar gente. Y aprendí muy bien.

Braithwaite se marchó a toda prisa y Sharpe se quedó sentado. «Maldición —pensó—, maldición, maldición y tres veces maldición.» Sharpe creía que había asustado lo suficiente al secretario como para silenciarlo, pero seguía asustado. Porque si Braithwaite lo había averiguado, ¿quién más podría descubrir su secreto? No es que importara por Sharpe, pero sí importaba muchísimo por lady Grace. Ella podía perder su reputación. «Estás jugando con fuego, jodido idiota», se dijo a sí mismo, y entonces volvió a coger el cepillo y acabó de limpiar la casaca.

Pohlmann pareció sorprendido de que Sharpe estuviera invitado a comer, pero lo saludó efusivamente y le gritó al mayordomo que fuera a buscar otra silla para el alcázar. Delante de la gran rueda del timón del Calliope se había colocado una mesa con caballetes cubierta con un blanco mantel de lino, sobre el que cual se había dispuesto la vajilla de plata.

—Iba a invitarle yo —le dijo Pohlmann a Sharpe—, pero con la emoción de ver al Jonathon lo olvidé por completo.

En aquella mesa no había precedencia alguna, pues el capitán Cromwell no iba a comer con sus pasajeros, pero lord William se aseguró de ocupar la cabecera y a continuación invitó cordialmente al barón a sentarse a su lado.

—Como usted sabe, mi querido barón, estoy elaborando un informe sobre la futura política del gobierno de Su Majestad para con la India, y valoraría mucho que me diera su opinión sobre los estados mahratta que quedan.

—No estoy seguro de que le pueda contar demasiadas cosas —dijo Pohlmann—, porque apenas conocía a los mahratta, pero, por supuesto, lo complaceré lo mejor que pueda. —Entonces, para evidente irritación de lord William, Mathilde ocupó la silla de su izquierda y llamó a Sharpe para que se sentara a su lado.

—Soy el invitado del comandante, señora —dijo Sharpe, para explicar su reticencia a sentarse junto a Mathilde, pero Dalton negó con la cabeza e insistió en que Sharpe tomara asiento en la silla que le ofrecían.

—¡Ahora tengo a un hombre apuesto a cada lado! —exclamó Mathilde en su excéntrico inglés, lo cual le valió una fulminante mirada de condescendencia por parte de lord William. Lady Grace, a quien se le había negado un asiento junto a su marido, se quedó de pie hasta que lord William, con un frío gesto de la cabeza, le indicó la silla de al lado de Pohlmann, lo que significaba que estaría sentada justo enfrente de Sharpe. Representando una magnífica comedia, ella echó un vistazo a Sharpe y luego arqueó las cejas hacia su marido, quien se encogió de hombros como diciendo que no podía hacer nada para paliar la desgracia de que debiera sentarse frente a un mero alférez, de modo que la tal lady Grace se sentó. Apenas ocho horas antes ella estaba desnuda en la cama colgante de Sharpe, pero ahora su desprecio hacia él era cruelmente obvio. Fazackerly, el abogado, pidió permiso para tomar asiento junto a ella, que le sonrió gentilmente como si se sintiera aliviada al tener un compañero de mesa de quien se podía esperar que mantendría una conversación civilizada.

—Sesenta y nueve millas —dijo el teniente Tufnell, que se reunió con los pasajeros y anunció los resultados de la observación de mediodía—. Esperamos hacerlo mejor, mucho mejor, pero el viento está agitado.

—Mi esposa —dijo lord William mientras sacudía la servilleta— afirma que iríamos más deprisa si navegáramos por el interior de Madagascar. ¿Tiene razón, teniente? —su tono de voz sugería que esperaba que no la tuviera.

—Sí, en efecto, tiene razón, milord —respondió Tufnell—, porque junto a la costa africana hay una prodigiosa corriente, pero los estrechos de Madagascar suelen ser muy tormentosos. Muy tormentosos. Y el capitán consideró que era posible que avanzáramos más deprisa por fuera, lo que sin duda haremos si el viento se anima.

—¿Lo ves, Grace? —lord William miró a su mujer—. Está claro que el capitán sabe lo que hace.

—Creía que teníamos prisa por ser los primeros en llegar a Londres —le comentó Sharpe a Tufnell.

El primer teniente se encogió de hombros.

—Esperábamos vientos más fuertes. Y ahora, ¿corto la carne? Comandante, ¿podría usted ir pasando la ensalada de col? ¿Sharpe? Hay chitney en esa fuente cubierta, ¿o debería decir chatna? ¿O chutney, tal vez? Barón, ¿podría servir un poco de vino? Estamos en deuda con el comandante Dalton, por el vino y por esta magnífica lengua.

Los invitados murmuraron palabras de agradecimiento por la generosidad de Dalton y luego se quedaron mirando a Tufnell mientras cortaba la carne. El primer teniente pasó los platos por la mesa y, cuando una ola más fuerte que las demás hizo que el barco se levantara, al comandante Dalton se le resbaló uno de los platos de la mano y unas gruesas tajadas de lengua en escabeche cayeron sobre la tela de lino.

Lapsus linguae —dijo Fazackerly en tono serio, y fue recompensado con unas risas instantáneas.

—¡Muy bueno! —exclamó lord William—. ¡Muy bueno!

—Su señoría es demasiado amable —agradeció el abogado con una inclinación de la cabeza.

Lord William volvió a reclinarse en su silla.

—Usted no se ha reído, señor Sharpe —comentó en tono suave—. ¿Acaso no aprueba usted los juegos de palabras?

—¿Juegos de palabras, señor? —Sharpe sabía que lo estaban dejando en ridículo, pero no vio otra salida que dejar que ocurriera.

Lapsus linguae —dijo lord William— significa una equivocación con las palabras.

—Me alegro de que me lo haya explicado —dijo una voz fuerte desde el otro extremo de la mesa—, porque yo tampoco sabía lo que significaba. Y la verdad es que tampoco hace tanta gracia cuando lo sabes. —La persona que hablaba era Ebenezer Fairley, el rico mercader que regresaba a casa con su esposa tras haber hecho fortuna en la India.

Lord William miró al nabab, que era un hombre corpulento, de opiniones francas y sencillas.

—Dudo, señor Fairley —dijo lord William—, que el latín sea un desiderátum en los negocios, pero saberlo es un atributo de caballero, al igual que el francés es el idioma de la diplomacia. Y, si este nuevo siglo ha de ser una época de paz, vamos a necesitar a todos los caballeros y toda la diplomacia que podamos reunir. El objetivo de la civilización es someter la barbarie —dirigió una mirada desdeñosa a Sharpe— y cultivar la prosperidad y el progreso.

—¿Piensa que un hombre no puede ser un caballero a menos que hable latín? —preguntó Ebenezer Fairley con indignación. Su esposa frunció el ceño, considerando tal vez que su marido no debería mostrarse agresivo con un aristócrata.

—Las artes de la civilización —dijo lord William— son los mayores logros y todo caballero debería apuntar alto. Y los oficiales —no miró a Sharpe, pero todos cuantos se hallaban alrededor de aquella mesa sabían a quién se refería— deberían ser caballeros.

Ebenezer Fairley movió la cabeza, asombrado.

—¡Imagino que no negaría usted el nombramiento del rey a hombres que no supieran latín!

—Habría que educar a los oficiales —insistió lord William—, educarlos como es debido.

Sharpe estaba a punto de decir algo completamente falto de tacto cuando un pie descendió sobre su zapato derecho y lo presionó con fuerza. Miró a lady Grace, que no le estaba haciendo caso; aun así, él sabía que era su pie.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo, querido —dijo lady Grace con su voz más gélida—: los oficiales sin educación son una deshonra para el ejército. —Su pie subió deslizándose por el tobillo de Sharpe.

Lord William, que no estaba acostumbrado a la aprobación de su esposa, pareció un tanto sorprendido, pero la premió con una sonrisa.

—Si no queremos que el ejército sea solamente chusma —decretó—, debe ser dirigido por hombres de buena cuna, con buen gusto y buenos modales.

Ebenezer Fairley hizo una mueca de disgusto.

—Si Napoleón desembarca con su ejército en Gran Bretaña, milord, le dará igual si nuestros oficiales hablan latín, griego, inglés u hotentote, siempre y cuando sepan hacer su trabajo.

El pie de lady Grace se apretó contra el de Sharpe con más fuerza, advirtiéndole que fuera cauto.

Lord William adoptó un aire despectivo.

—Napoleón no desembarcará en Gran Bretaña, Fairley. La marina se encargará de eso. No, el emperador de Francia —le confirió el título con un magnífico menosprecio— seguirá pavoneándose y adoptando poses durante más o menos un año, pero antes o después cometerá un error y entonces habrá un nuevo gobierno en Francia. ¿Cuántos ha habido en los últimos años? Hemos tenido una república, un directorio, un consulado, ¡y ahora un imperio! ¿Un imperio de qué? ¿De queso? ¿De ajo? No, Fairley. Bonaparte no durará. Es un aventurero. Un carnicero. Estará a salvo mientras siga obteniendo victorias, pero ningún simple carnicero gana siempre. Algún día será derrotado, y entonces tendremos en París hombres serios con quienes podamos hacer negocios serios. Hombres con los que podamos hacer las paces. Eso ocurrirá muy pronto.

—Confío en que su señoría tenga razón —dijo Fairley con recelo—, pero, por lo que sabemos, es posible que ese tipo, Napoleón, ya haya cruzado el canal.

—Su armada nunca se hará a la mar —insistió lord William—. Nuestra marina se encargará de que así sea.

—Tengo un hermano en la marina —comentó Tufnell en tono afable— y él dice que, si el viento sopla con demasiada fuerza del este, entonces los barcos del bloqueo corren a refugiarse y los franceses son libres de abandonar el puerto.

—No han zarpado en diez años —observó lord William—, de manera que pienso que podemos dormir seguros en nuestras camas. —El pie de lady Grace se deslizaba arriba y abajo por la pantorrilla de Sharpe.

—Pero si el emperador no invade Gran Bretaña —preguntó Pohlmann—, ¿quién derrotará a Francia?

—Yo apuesto por los prusianos. Los prusianos y los austríacos. —Lord William parecía muy seguro.

—¿Y por los británicos no? —preguntó Pohlmann.

—No se nos ha perdido nada en la ratonera de Europa —dijo lord William—. Deberíamos reservar nuestro ejército —miró a Sharpe— tal como está para proteger nuestro comercio.

—¿Cree usted que es inútil que luchemos contra los franceses? —preguntó Sharpe. El pie de lady Grace se apretó contra el suyo a modo de advertencia.

Lord William contempló a Sharpe por un momento y a continuación se encogió de hombros.

—El ejército francés destruiría al nuestro en un solo día —dijo con desdén—. Puede que haya asistido usted a algunas victorias sobre ejércitos indios, Sharpe, pero eso no es lo mismo que vérselas con los franceses, ni mucho menos…

El pie hizo más presión contra el empeine de Sharpe.

—A mí me parece que nos desenvolveríamos dignamente —afirmó el comandante Dalton—, y no hay que subestimar a los ejércitos indios, milord, no hay que subestimarlos en absoluto.

—¡Unas tropas excelentes! —exclamó Pohlmann calurosamente, y se apresuró a añadir—: O al menos eso me han dicho.

—No se trata de la calidad de las tropas —dijo lord William, irritado—, sino de sus líderes. ¡Por Dios bendito! ¡Si hasta Arthur Wellesley logró derrotar a los indios! Es un primo lejano tuyo, ¿no es cierto, querida? —No aguardó la respuesta de su esposa—. Y nunca fue muy inteligente. En la escuela era un burro.

—¿Fue usted a la escuela con él, milord? —preguntó Sharpe, interesado.

—A Eton —respondió lord William de modo cortante—. Y mi hermano pequeño estuvo allí con Wellesley, que era un condenado desastre en latín. Abandonó pronto, creo. No estaba a la altura del lugar.

—Sin embargo, aprendió a cortar cuellos —replicó Sharpe.

—¡Ya lo creo! —asintió el comandante con entusiasmo—. Usted estuvo en Argaum, Sharpe. ¿Vio usted cómo logró formar a aquellos cipayos? La línea rota, el enemigo lanzando una lluvia de balas como si fuera granizo, la caballería acechando por el flanco, y allí estaba su primo, señora, tan tranquilo, formando de nuevo a aquellos tipos en línea.

—Arthur es un primo mío muy lejano —le dijo Grace a Dalton con una sonrisa—, aunque me alegra conocer su buena opinión sobre él, comandante.

—Y la buena opinión de Sharpe, espero, ¿no? —dijo Dalton.

Lady Grace se estremeció como para sugerir que sería rebajarse considerar siquiera una opinión de Sharpe, y al mismo tiempo le dio una patada en la espinilla, de manera que él casi sonrió. Lord William miró a Sharpe con frialdad.

—A usted, Sharpe, Wellesley sólo le cae bien porque lo convirtió en oficial. Lo cual es sumamente leal por su parte, pero no constituye ni mucho menos un criterio selectivo.

—También hizo que me azotaran, milord.

Aquello sumió a la mesa en silencio. Sólo lady Grace sabía que a Sharpe lo habían azotado, porque ella había deslizado sus largos y blancos dedos por las cicatrices de su espalda, pero el resto de la mesa se lo quedó mirando como si fuera alguna extraña criatura a la que acabaran de sacar del agua con uno de los sedales de los marineros.

—¿Lo azotaron? —preguntó Dalton, atónito.

—Doscientos latigazos —dijo Sharpe.

—Estoy seguro de que se los merecía —dijo lord William, divertido.

—Tal como suele ocurrir, señor, no los merecía.

—¡Oh, vamos, vamos! —lord William frunció el ceño—. Todo el mundo dice lo mismo. ¿No es así, Fazackerly? ¿Conoce usted a algún culpable que haya reconocido la responsabilidad de su delito?

—Ninguno, milord.

—Debió de dolerle terriblemente —comentó el teniente Tufnell, comprensivo.

—Ésa —dijo lord William— es la cuestión. No puedes ganar batallas sin disciplina, y no puedes tener disciplina sin el látigo.

—Los franceses no utilizan el látigo —replicó Sharpe con suavidad, con la mirada fija en la enorme vela mayor y en la maraña de lona y jarcias que se alzaba aún más alto—, y usted decía antes, milord, que nos destruirían en un solo día.

—Es una cuestión de efectivos, Sharpe, de efectivos. Los oficiales también tendrían que saber contar.

—Yo me las arreglo hasta doscientos —comentó Sharpe, y aquello le valió otra patada.

Terminaron la comida con frutos secos y luego los hombres bebieron brandy. Sharpe pasó durmiendo gran parte de la tarde, tendido en un coy colgado bajo los palos de repuesto que estaban colocados longitudinalmente sobre la cubierta principal, y sobre los cuales se guardaban los botes del barco durante la travesía. Soñó con el combate. Corría huyendo de un gigantesco indio que lo perseguía con una lanza. Se despertó empapado en sudor e inmediatamente buscó el sol con la mirada, porque sabía que no podía encontrarse con Grace hasta que fuera de noche. Bien entrada la noche. Hasta que el barco estuviera durmiendo y sólo la guardia nocturna permaneciera en cubierta, aunque Braithwaite, él lo sabía, estaría observando y escuchando en aquella oscuridad. ¿Qué demonios iba a hacer con Braithwaite? No osaba contarle a lady Grace las acusaciones de aquel hombre, porque la aterrorizarían.

Cenó en el entrepuente y luego caminó por cubierta hasta que oscureció. Y entonces todavía tenía que esperar a que lord William hubiera terminado de jugar al whist o al backgammon, se tomara por fin sus gotas de láudano y se fuera a la cama. La campana del barco tocaba a medida que iba pasando la noche. Sharpe aguardó sumido en las oscuras sombras, entre el enorme palo mayor y el mamparo que sujetaba el extremo anterior del alcázar. Era allí donde esperaba a lady Grace, porque ella podía acudir sin que la viera ninguno de los miembros de la tripulación que había en el alcázar. Ella utilizaba las escaleras que bajaban de los camarotes de popa a la gran cabina, luego atravesaba una puerta que conducía al entrepuente de la cubierta principal, pasaba sigilosamente entre las cortinas de lona y luego salía por otra puerta que daba a la cubierta abierta. Entonces, tomándola de la mano, Sharpe la conducía hacia el cálido hedor del entrepuente de la cubierta inferior, hacia aquel estrecho catre donde, con unas ansias que a ambos les asombraban, se aferraban el uno al otro como si se estuvieran ahogando. Sólo con pensar en ella Sharpe ya se sentía mareado. Estaba obsesionado con ella, ebrio de ella, loco por ella.

Esperó. Las jarcias chirriaban. El gran mástil se movía imperceptiblemente con las ráfagas de viento. Oyó que un oficial caminaba de un lado a otro del alcázar, oyó el golpeteo de las manos sobre los radios de la rueda del timón y el chirrido de sus cuerdas. La bandera se agitaba en la popa, el mar corría junto a los flancos de la embarcación y Sharpe siguió esperando. Levantó la vista hacia las estrellas que eran visibles entre las velas y pensó que parecían las fogatas del campamento de un gran ejército acampado por el cielo.

Cerró los ojos, deseando que ella viniera y deseando que aquella travesía no terminara nunca. Deseó que fuesen amantes en un barco que navegase en una noche infinita bajo un manto de estrellas, pues en cuanto el Calliope llegara a Inglaterra ella se alejaría de él. Se iría a la casa de su marido en Lincolnshire y Sharpe se dirigiría a Kent, para unirse a un regimiento que no había visto nunca.

Entonces se abrió la puerta. Allí estaba ella, agachada junto a él bajo su amplia capa marinera.

—Ven a la cubierta de toldilla —susurró.

Quiso preguntar por qué pero se contuvo, pues había urgencia en su voz y consideró que si era importante para ella, también era importante para él, de modo que dejó que le cogiera la mano y lo llevara de vuelta al entrepuente de la cubierta principal. Aquellos camarotes costaban lo mismo que los de la cubierta inferior, pero eran más secos y aireados. Estaba oscuro como boca de lobo, pues pasadas las nueve de la noche no se permitía ninguna luz excepto en las cabinas del alcázar, donde se podían fijar unos manteletes sobre las pequeñas lumbreras. Lady Grace entrelazó sus dedos con los de él mientras se abrían camino a tientas hacia la puerta que conducía a la gran cabina y luego escaleras arriba.

—Al salir de mi camarote —le susurró a Sharpe desde lo alto de las escaleras— vi entrar a Pohlmann en el comedor del capitán.

Lo condujo hacia la puerta que daba a la parte trasera del alcázar y salieron, arriesgándose a que los vieran el timonel y el oficial de servicio, aunque si los vieron nadie comentó nada. Ascendieron hasta la cubierta de popa y lady Grace señaló la lumbrera que había encima del comedor y a través de la cual, contraviniendo las órdenes de Cromwell, brillaba una tenue luz.

Moviéndose con sigilo y sin hacer ruido, como si fueran niños que se hubieran quedado levantados mucho después de su hora de irse a la cama, Sharpe y lady Grace se acercaron a la lumbrera. Cuatro de sus diez cristales estaban abiertos y Sharpe oyó el murmullo de voces masculinas. Lady Grace dio un vistazo por el borde y luego retrocedió.

—Están ahí —le dijo al oído sólo con el movimiento de los labios.

Sharpe miró a través de uno de los sucios cristales y vio las cabezas de tres hombres inclinadas sobre la larga mesa. Uno era Cromwell, el segundo era Pohlmann y al tercero Sharpe no lo reconoció. Parecían estar examinando una carta de navegación. Pohlmann se irguió y Sharpe se escondió. A través de los cristales abiertos llegaba el olor a humo de cigarro.

Morgen früh —dijo una voz, sólo que no era Pohlmann el que hablaba en alemán, sino otro hombre. Sharpe se arriesgó a inclinarse de nuevo hacia delante y vio que se trataba del criado de Pohlmann, el hombre que hablaba francés y afirmaba ser suizo.

Morgen früh —repitió Pohlmann.

—Esas cosas no son seguras, barón —dijo Cromwell.

—Hasta ahora lo ha hecho bien, amigo mío, de modo que estoy seguro de que mañana todo irá perfectamente —respondió Pohlmann, y Sharpe oyó el entrechocar de unos vasos, y entonces él y lady Grace retrocedieron porque apareció una mano que iba a cerrar los cristales. La tenue luz se extinguió y al cabo de un momento Sharpe oyó la retumbante voz de Cromwell que hablaba con el timonel en el alcázar.

—Ahora ya podemos bajar —le susurró Grace al oído.

Se dirigieron hacia el oscuro rincón entre el cañón de señales y el coronamiento de popa y allí, agachados en la oscuridad, se besaron, y sólo entonces Sharpe le preguntó si había entendido las palabras en alemán.

—Significan «mañana por la mañana» —dijo Grace.

—Y el hombre que las dijo primero —añadió Sharpese supone que es el criado de Pohlmann. ¿Qué hace un criado bebiendo con su señor? También le he oído hablar francés, pero él dice que es suizo.

—Los suizos, querido —dijo lady Grace—, hablan alemán y francés.

—¿Ah sí? —preguntó Sharpe—. Creía que hablaban suizo. —Ella se rió. Sharpe estaba sentado con la espalda apoyada en la borda y ella a horcajadas sobre su regazo, con las rodillas a ambos lados del pecho de Sharpe—. No sé —continuó—, quizá sólo estuvieran diciendo que mañana viraremos hacia el oeste, ¿no? Hemos estado navegando con rumbo sur durante cuatro días, pronto tenemos que ir hacia el oeste.

—Que no sea demasiado pronto —dijo ella—. Me gustaría que este viaje durara para siempre. —Se inclinó y le dio un beso en la nariz—. Creía que ibas a ser terriblemente grosero con William en la comida…

—Bueno, me mordí la lengua. Pero sólo porque tengo la espinilla morada. —Le acarició el rostro con el dedo, maravillándose ante lo delicado de sus facciones—. Sé que es tu marido, mi amor, pero no dice más que tonterías. ¡Quiere que los oficiales hablen latín! ¿De qué sirve el latín?

Lady Grace se encogió de hombros.

—Si el enemigo viene a matarte, Richard, ¿quién quieres que te defienda? ¿Un caballero debidamente educado que sabe interpretar a Ovidio o algún bárbaro asesino con una espalda como una tabla de lavar?

Sharpe fingió pensárselo.

—Visto así, me quedo con el tipo de Ovidio, claro. —Ella se rió y a Sharpe le pareció que era una mujer nacida para la felicidad, no para el sufrimiento—. Te he echado de menos —le dijo.

—Te he echado de menos —contestó ella.

Sharpe deslizó las manos bajo la gran capa negra y se dio cuenta de que bajo el camisón iba desnuda, y entonces se olvidaron de la mañana siguiente, se olvidaron de Cromwell, se olvidaron de Pohlmann y del misterioso criado, porque la noche envolvía al Calliope, que navegaba bajo una luna argentada como si llevara a sus malhadados amantes a ninguna parte.

El capitán Peculiar Cromwell pasó toda la mañana siguiente en el alcázar, caminando de babor a estribor, mirando la bitácora con el ceño fruncido, volviendo a caminar. Su inquietud contagió al barco, de manera que los pasajeros se pusieron nerviosos y continuamente dirigían la mirada hacia el capitán, como si esperaran que fuera a perder los estribos. Las especulaciones recorrieron la cubierta principal hasta que al final se acordó que sin duda Cromwell esperaba una tormenta, aunque el capitán no llevaba a cabo ningún preparativo. No se arrizó ninguna vela ni se inspeccionó ninguna trinca.

Ebenezer Fairley, el nabab que había reaccionado con tanto enojo ante las aseveraciones de lord William sobre el latín, bajó a la cubierta principal buscando a Sharpe.

—Espero, señor Sharpe, que esos idiotas no le ofendieran ayer durante la comida —dijo con voz resonante.

—¿Lord William? No.

—Ese hombre es imbécil —dijo Fairley con ferocidad—, ¡decir que tendríamos que saber latín! ¿De qué sirve el latín? ¿O el griego? Hace que me avergüence de ser inglés.

—Yo no me ofendí, señor Fairley.

—¡Y su esposa no es mejor que él! Trata a la gente como si fuese basura, ¿no es cierto? A mi mujer ni siquiera le habla.

—Sin embargo, es una belleza —comentó Sharpe en tono nostálgico.

—¿Una belleza? —Fairley parecía indignado—. Bueno, supongo que sí, si te gusta llenarte de astillas cada vez que la tocas —dijo con desdén—. Pero, ¿qué han hecho cualquiera de los dos aparte de aprender latín? ¿Alguna vez han plantado un campo de trigo? ¿Han montado una fábrica? ¿Han cavado un canal? Nacieron, Sharpe, eso es lo único que les ha ocurrido: nacer —se estremeció—. Le aseguro, Sharpe, que no soy un hombre radical, ¡yo no! Pero hay veces que no me importaría ver una guillotina a las puertas del Parlamento. Le encontraría trabajo que hacer, se lo digo yo. —Fairley, que era un hombre alto y de facciones poco delicadas, echó un vistazo a Cromwell—. Peculiar está inquieto.

—La gente dice que se avecina una tormenta.

—Pues que Dios guarde al barco —dijo Fairley—, porque llevo más de mil trescientos kilos de carga en su fondo. Pero no nos pasará nada. Escogí el Calliope, señor Sharpe, porque tiene reputación. Buena reputación. Es un barco rápido y en condiciones de navegar, y Peculiar es un buen marinero a pesar de su cara de pocos amigos. Esta bodega, señor Sharpe, está cargada de objetos de valor porque el barco tiene un buen nombre. En los negocios no hay como un buen nombre. Y dígame, ¿de verdad lo azotaron?

—Lo hicieron, señor.

—¿Y se convirtió usted en oficial? —Fairley movió la cabeza con compungida admiración—. En mi época hice una fortuna, Sharpe, una fortuna poco común, y uno no hace una fortuna sin conocer alas personas. Si quiere trabajar para mí no tiene más que decírmelo. Puede que me vaya a casa para descansar el culo, pero todavía tengo un negocio que dirigir y necesito hombres buenos en los que pueda confiar. Hago negocios en la India, en China y allí donde los malditos franceses me lo permiten en Europa, y necesito hombres competentes. Sólo le puedo prometer dos cosas, Sharpe: que le haré trabajar como a un perro y que le pagaré como a un príncipe.

—¿Trabajar para usted, señor? —Sharpe se había quedado atónito.

—No habla usted latín, ¿verdad? Eso es una ventaja. Y tampoco sabe nada de comercio, pero eso se aprende con mucha más facilidad que el condenado latín.

—Me gusta ser soldado.

—Sí, eso ya lo veo. Y Dalton me ha dicho que es usted muy bueno. Pero un día, Sharpe, algún imbécil como William Hale hará las paces con los franceses porque le asusta demasiado la derrota, y ese día el ejército lo escupirá como si fuera un gorgojo en una galleta. —Buscó a tientas en un bolsillo de su chaleco, tirante sobre una panza que no había disminuido a pesar de la execrable comida del barco—. Tenga —le pasó a Sharpe un trocito de cartón—. Esto es lo que mi esposa llama una carte de visite. Venga a verme cuando quiera un trabajo. —En la tarjeta estaba la dirección de Fairley, en Pallisser Hall—. Crecí cerca de esa casa —dijo Fairley— y mi padre limpiaba sus canalones con las manos. Ahora es mía. Se la compré a su señoría. —Sonrió, complacido consigo mismo—. No se avecina ninguna tormenta. Lo que pasa es que Peculiar tiene la mosca detrás de la oreja, nada más. Y es lógico.

—¿Es lógico?

—No me alegra que hayamos perdido el convoy, Sharpe. No lo apruebo, pero a bordo del barco lo que cuenta es lo que diga Peculiar, no yo. Uno no se compra un perro y luego ladra él mismo, Sharpe. —Rebuscó en un bolsillo, sacó un reloj y abrió la tapa con un pequeño chasquido—. Es casi la hora de comer. Los restos de esa lengua, sin duda.

Llegó el mediodía y seguía sin haber nada que explicara el nerviosismo de Cromwell. Pohlmann apareció en cubierta, pero no se acercó al capitán y, al cabo de unos pocos minutos, lady Grace, acompañada por su doncella, salió a tomar el aire antes de dirigirse al comedor del capitán para el almuerzo. El viento era más suave de lo que lo había sido durante días y hacía que el Calliope se meciera con el oleaje, con lo que había algunos pálidos pasajeros aferrados a la baranda de sotavento. El teniente Tufnell fue tranquilizador. No se aproximaba ninguna tormenta, dijo, porque el barómetro del camarote del capitán indicaba que la presión se mantenía alta.

—Volverá el viento —les dijo a los pasajeros de la cubierta principal.

—¿Hoy vamos a virar hacia el oeste? —preguntó Sharpe.

—Mañana, probablemente —respondió Tufnell—, en cualquier caso, será hacia el sudoeste. Me da la impresión de que no ha valido la pena que nos arriesgáramos y que tendríamos que haber atravesado los estrechos. De todos modos, ésta es una nave rápida y deberíamos recuperar el tiempo perdido en el Atlántico.

—¡Buque a la vista! —gritó un vigía desde el palo mayor—. ¡Buque en la amura de babor!

Cromwell cogió rápidamente un megáfono.

—¿Qué tipo de barco es?

—Una gavia, señor, no veo nada más.

Tufnell puso mala cara.

—Una gavia significa un barco europeo. ¿Quizá otro Jonathon? —Levantó la vista hacia Cromwell—. ¿Quiere virar por redondo, señor?

—Vamos a seguir adelante, señor Tufnell, vamos a seguir adelante.

—¿Virar por redondo? —preguntó Sharpe.

—Alejarse de quienquiera que sea —respondió Tufnell—. No pasa nada si es un Jonathon, pero no quiero andarme con juegos con un francesito.

—¿El Revenant? —sugirió Sharpe.

—Ni siquiera pronuncie su nombre —replicó Tufnell con seriedad, al tiempo que alargaba la mano para tocar la baranda de madera y conjurar así el mal agüero de la sugerencia de Sharpe—. Pero si ahora viramos por redondo podríamos dejarlo atrás. Viene contra el viento, sea quien sea.

El vigía volvió a gritar.

—Es un barco francés, señor.

—¿Cómo lo sabe? —gritó también Cromwell.

—Por el corte de sus velas, señor.

Tufnell pareció afligido.

—¿Señor? —apeló a Cromwell.

—El Pucelle es un barco de construcción francesa, señor Tufnell —dijo Cromwell con brusquedad—. Lo más probable es que sea el Pucelle. Mantenemos el rumbo.

—¿Pólvora a cubierta, señor? —preguntó Tufnell.

Cromwell dudó y a continuación dijo que no con la cabeza.

—Probablemente sea otro ballenero, señor Tufnell, probablemente sea otro ballenero. No nos pongamos excesivamente nerviosos.

Sharpe se olvidó de la comida y subió a la cubierta de proa, donde enfocó el barco que se acercaba con su catalejo. La nave se encontraba todavía por debajo de la línea del horizonte, pero Sharpe vio que sobresalían dos hileras de velas en la lejanía y pudo distinguir la forma aplanada de las velas de proa mientras se esforzaban por atrapar el viento. Les pasó el catalejo a los marineros que se apiñaban en la cubierta de proa y a ninguno le gustó lo que vio.

—Ése no es el Pucelle —gruñó uno de ellos—. El Pucelle tiene una veta de suciedad en la gavia del trinquete.

—Podían haber lavado la vela —sugirió otro—. El capitán Chase no es un hombre que deje que se le ensucie una vela.

—Bueno, pues si no es el Pucelle —dijo el primero—, es el Revenant, y no deberíamos seguir adelante. No deberíamos seguir adelante. No tiene sentido.

Tufnell había subido a la cofa mayor con su propio anteojo.

—¡Un buque de guerra francés, señor! —gritó hacia el alcázar—. ¡Aros negros en el mástil!

—El Pucelle tiene aros negros —le respondió Cromwell a voz en grito—. ¿Ve usted la bandera?

—No, señor.

Cromwell se quedó un momento indeciso y luego dio una orden al timonel para que el Calliope virara torpemente hacia el oeste. Los marineros corrieron a ocuparse de las escotas y orientaron las velas con la nueva dirección del viento.

—¡Cambia de rumbo con nosotros, señor! —gritó Tufnell.

En aquellos momentos el Calliope iba más deprisa, su proa redondeada golpeaba contra las olas y, con cada golpe, un temblor recorría las toneladas de madera de roble de la nave. Los pasajeros permanecían en silencio. Sharpe miró por el catalejo y vio que el casco de la lejana embarcación ya estaba por encima del horizonte y estaba pintado de amarillo y negro, como una avispa.

—¡Bandera francesa, señor! —gritó Tufnell.

—Peculiar lo ha dejado para demasiado tarde, maldita sea —dijo un marinero que se encontraba cerca de Sharpe—. Ese condenado se cree que puede caminar sobre el agua.

Sharpe se dio la vuelta y dirigió la mirada por encima de la cubierta principal hacia Peculiar Cromwell. Tal vez, pensó, el capitán estuviera esperando aquello. Morgen früh, pensó Sharpe, morgen früh, sólo que la cita había venido con unos minutos de retraso, pero entonces descartó la idea. No era posible que Cromwell se lo esperara. Pero entonces Sharpe vio a Pohlmann mirando al frente con un catalejo y recordó que en otro tiempo el comandante había estado al mando de oficiales franceses. ¿Se habría mantenido en contacto con los franceses después de Assaye? ¿Estaría aliado con los franceses? No, pensó Sharpe, no. Parecía impensable, pero entonces lady Grace fue a la baranda del alcázar y miró directamente a Sharpe, luego dirigió la mirada hacia Cromwell de forma harto significativa y a continuación volvió de nuevo la vista hacia Sharpe, y supo que ella estaba pensando en aquella misma idea inconcebible.

—¿Vamos a combatir? —preguntó un pasajero.

Un marinero se rió.

—¡No podemos combatir contra un setenta y cuatro francés! Y además tiene cañones grandes, no como nuestros dieciocho libras.

—¿Y no podemos dejarlo atrás? —preguntó Sharpe.

—Eso si tenemos suerte. —El hombre escupió por encima de la borda.

Cromwell siguió dándole órdenes al timonel, exigiendo que virara una cuarta a barlovento o tres cuartas a sotavento. A Sharpe le dio la impresión de que el capitán intentaba sonsacarle las últimas reservas de velocidad al Calliope, pero los marineros de la cubierta de proa estaban disgustados.

—Lo único que consigue es que vayamos más despacio —explicó uno de ellos—. Cada giro del timón te hace reducir la velocidad. Lo que tendría que hacer es dejarlo tranquilo —miró a Sharpe—. Yo de usted escondería ese anteojo, señor. Podría ser que a algún francesito le gustara, y ese barco nos está pisando los talones.

Sharpe se fue corriendo abajo. Tendría que ir a buscar sus piedras preciosas al camarote del capitán, pero había otras cosas que también quería salvar, de manera que se metió el preciado catalejo dentro de la camisa y se anudó el fajín rojo de oficial encima; luego se puso la casaca roja, se abrochó el cinturón de la espada y se metió la pistola en el bolsillo del pantalón. Otros pasajeros intentaban también esconder sus posesiones más valiosas, los niños lloraban, y entonces, a lo lejos, amortiguado por la distancia y el casco del barco, Sharpe oyó un cañonazo.

Volvió a subir a la cubierta principal y pidió permiso a Cromwell para estar en el alcázar. Cromwell asintió con la cabeza y luego miró el sable de Sharpe con expresión divertida.

—¿Espera un combate, señor Sharpe?

—¿Puedo recuperar mis objetos de valor de su camarote, capitán? —preguntó Sharpe.

Cromwell puso mala cara.

—Todo a su tiempo, Sharpe, todo a su tiempo. Ahora estoy ocupado, y le agradecería que me dejara intentar salvar el barco.

Sharpe se acercó a la baranda. El barco francés todavía parecía estar a un buen trecho de distancia, pero ahora Sharpe vio que el mar rompía blanco contra la roda del enemigo y que una deshilachada bocanada de humo se alzaba justo por encima de su proa.

—Han disparado —el comandante Dalton, con su pesado claymore en la cintura, se reunió con Sharpe en la baranda—, pero la bala se ha quedado corta por una milla bien buena. Tufnell dice que no tenían intención de darnos, que sólo quieren que nos pongamos al pairo.

Ebenezer Fairley se situó al otro lado de Sharpe.

—Tendríamos que habernos quedado con el convoy —escupió, indignado.

—Un barco como ése —dijo Dalton mientras miraba fijamente el sólido costado del buque de guerra francés que estaba plagado de portas— podría haber hecho pedazos todo el convoy.

—Hubiéramos sacrificado la fragata de la Compañía —replicó Fairley—. Para eso está la fragata. —Tamborileó sobre la baranda con unos dedos nerviosos—. Es una nave muy rápida.

—La nuestra también —dijo el comandante Dalton.

—Ésa es más grande —le espetó Fairley en tono brusco—, y los barcos más grandes van más deprisa que los pequeños. —Se dio la vuelta—. ¡Capitán!

—Estoy ocupado, Fairley, muy ocupado. —Cromwell no miró al mercader.

—¿Puede dejarlo atrás?

—Si me dejan en paz para ejercer mi trabajo, tal vez.

—¿Qué pasa con mi dinero? —quiso saber lord William.

Se había reunido con su esposa en cubierta.

—Los franceses —determinó Cromwell— no hacen la guerra contra individuos particulares. Puede que se pierda el barco y su carga, pero respetarán la propiedad privada. Si tengo tiempo, milord, abriré mi camarote. Pero por ahora, caballeros, estaría bien que todos ustedes me dejaran gobernar este barco sin agobiarme con su cháchara.

Sharpe miró a lady Grace, pero ella no le hizo caso, y volvió la vista hacia el barco de guerra francés. Frustrado, Fairley golpeó la baranda.

—Ese maldito barco francés sacará un considerable provecho —dijo el mercader con amargura—. Este casco y la carga deben de valer unas sesenta mil libras. ¡Sesenta mil libras! Tal vez más.

Veinte para los franceses, pensó Sharpe, veinte para Pohlmann y veinte para Cromwell, un capitán que creía firmemente que la guerra estaba perdida y que los franceses iban a ganar. Un capitán que había declarado que un hombre debía hacer su fortuna antes de que los franceses dominaran el mundo. Y veinte mil libras eran una verdadera fortuna, una suma con la que uno podía vivir para siempre.

—Todavía tienen que atraparnos —Sharpe intentó tranquilizar a Fairley—, y deberán llevar el barco y su carga de regreso a Francia. Eso no va a ser fácil.

Fairley negó con la cabeza.

—No funciona así, señor Sharpe. Nos llevarán a Mauricio y allí venderán la carga. Hay un montón de neutrales dispuestos a comprar este cargamento. Y lo más probable es que vendan también el barco. Cuando se quiera dar cuenta se llamará George Washington y zarpará de Boston. —Escupió por encima de la baranda. Las cuerdas de la caña del timón chirriaron cuando Cromwell ordenó otra nueva corrección.

—¿Y qué pasa con nosotros? —preguntó Sharpe.

—Nos mandarán a casa —respondió Fairley—, finalmente. No sé qué harán con usted o el general, cuando les vean con uniforme. Puede que los metan en prisión.

—Nos dejarán en libertad condicional, Sharpe —Dalton tranquilizó al joven—, y viviremos libres en Port Louis. He oído que es un lugar muy agradable. Y un tipo joven y apuesto como usted encontrará una pléyade de jóvenes damas aburridas.

El Revenant, pues no podía tratarse de otro barco, disparó de nuevo. Sharpe vio que una monstruosa nube de humo blanco aparecía en lo alto de su proa y al cabo de unos pocos segundos el estampido del cañón llegó retumbando por el agua. Se vio una fuente de rocío blanco a unos ochocientos metros de distancia del Calliope.

—Ése se ha acercado más —se quejó Fairley.

—Deberíamos responder a sus disparos —gruñó Fairley.

—Es demasiado grande para nosotros —objetó Dalton con tristeza.

Los dos barcos llevaban una derrota convergente y el Calliope seguía en cabeza, pero los frecuentes cambios de rumbo de Cromwell lo hacían más lento.

—Unas cuantas balas en la arboladura podrían hacer que redujera la velocidad —sugirió Fairley.

—Pronto les estaremos enseñando la popa —dijo Dalton—. Los cañones no podrán apuntarle.

—Pues que muevan un cañón —replicó Fairley con enojo—. ¡Por Dios, algo habrá que podamos hacer!

El Revenant disparó de nuevo y en aquella ocasión la bala rebotó por encima de las olas como una piedra dando saltitos en una laguna y finalmente se hundió a unos cuatrocientos metros del Calliope.

—El cañón se está calentando —dijo Dalton—. Un minuto o dos más y nos dará.

De repente lady Grace cruzó la cubierta para situarse entre Dalton y Sharpe.

—Comandante —habló en voz muy alta, para que su marido supiera que hablaba con el respetable Dalton y no con Sharpe—, ¿cree usted que nos alcanzará?

—Ruego a Dios que no, señora —respondió Dalton al tiempo que se quitaba el bicornio—. Ruego a Dios que no.

—¿No entraremos en combate? —preguntó ella.

—No podemos —dijo Dalton.

Llevaba unas faldas anchas que, debido a lo cerca que estaba de Sharpe, quedaron arrugadas contra sus pantalones. Él sintió que los dedos de la mujer le daban golpecitos en la pierna, dejó caer la mano a escondidas y ella se la asió con fuerza, sin que nadie lo viera.

—¿Pero nos tratarán bien los franceses? —le preguntó a Dalton.

—Estoy seguro de que sí, señora —dijo el comandante—, y además hay un montón de caballeros a bordo de este barco dispuestos a protegerla.

Grace bajó la voz hasta apenas el susurro y, al mismo tiempo, agarró los dedos de Sharpe con tanta fuerza que a él le dolió.

—Cuida de mí, Richard —le murmuró, y a continuación se dio la vuelta y regresó con su marido.

El comandante Dalton la siguió, claramente ansioso por seguir tranquilizándola, y entonces Ebenezer Fairley le hizo una mueca a Sharpe.

—De modo que era eso, ¿eh?

—¿El qué? —preguntó Sharpe sin mirar al mercader.

—En mi familia siempre hemos tenido buen oído. Buen oído y buena vista. Usted y ella, ¿eh?

—Señor Fairley… —empezó a protestar Sharpe.

—No sea tonto, muchacho. No voy a decir nada. Pero es usted un pillo, ¿o no? Y ella también. Bien por usted, muchacho, y bien por ella también. De modo que no es tan mala como yo creía, ¿eh? —De pronto frunció el ceño: Cromwell estaba ordenando darle otro toque a la rueda del timón—. ¡Cromwell! —Fairley se volvió airado hacia el capitán—. ¡Deje de juguetear con el timón, hombre!

—Le agradecería que se fuese abajo, señor Fairley —le dijo Cromwell con calma—. Éste es mi alcázar.

—¡Una buena parte de la carga es mía!

—Si no baja, Fairley, haré que lo escolte el contramaestre.

—¡Maldita sea su insolencia! —gruñó Fairley, pero abandonó la cubierta obedientemente.

El Revenant volvió a disparar y esta vez la bala se hundió a unos pocos metros de la bovedilla del Calliope, lo bastante cerca para rociar de agua la dorada popa. Cromwell había visto que la fuente de agua se levantaba por encima de la coronadura y su proximidad le hizo cambiar de opinión.

—Arríe la bandera, señor Tufnell.

—Pero, señor…

—¡Arríe la bandera! —bramó Cromwell a Tufnell con irritación—. Colóquelo contra el viento —añadió dirigiéndose al timonel. La bandera descendió agitándose de una verga del palo de mesana y, al mismo tiempo, la proa del Calliope dio toda la vuelta contra el viento de manera que todas aquellas enormes velas golpearon contra los mástiles y las jarcias como alas enloquecidas—. ¡Arríen velas! —gritó Cromwell—. ¡Vamos, deprisa!

La rueda del timón giró sola de un lado a otro, respondiendo a la fuerza del agua que golpeaba contra aquél. Cromwell miró a sus pasajeros del alcázar con el ceño fruncido.

—Les pido disculpas —dijo con un gruñido, sin dar en absoluto la impresión de sentirse arrepentido.

—Mi dinero —exigió lord William.

—¡Está a salvo! —le espetó Cromwell—. ¡Y tengo trabajo que hacer antes de que lleguen los francesitos! —Abandonó cubierta muy ofendido.

El Revenant tardó unos minutos en alcanzar al Calliope, pero entonces el buque de guerra francés se puso al pairo frente a la aleta de estribor y bajó un bote. La baranda del barco francés estaba abarrotada de hombres que miraban su rica presa. Todos los marineros franceses soñaban con un jugoso barco de la Compañía de las Indias Orientales cargado con objetos de valor, pero Sharpe dudaba que algún francés hubiera obtenido alguna vez una presa de guerra con tanta facilidad como entonces. Aquel barco había sido entregado a los franceses. No podía demostrarlo, pero estaba seguro de ello. Se volvió para mirar a Pohlmann, quien, al cruzar la mirada con él, se encogió de hombros con expresión atribulada.

«Cabrón —pensó Sharpe—, cabrón.» Pero de momento tenía otras cosas por las que preocuparse. Debía permanecer junto a la dama y debía tener cuidado con Braithwaite, pero, por encima de todo, tenía que sobrevivir. Porque se había cometido una traición y Sharpe quería venganza.