Aquella tarde, cuando el último de los botes dejó a sus pasajeros y equipaje en el convoy, el contramaestre del Calliope gritó a los juaneteros que subieran a la arboladura. Otros treinta hombres se dirigieron a la cubierta inferior, levantaron las barras de cabrestante y luego empezaron a caminar penosamente dando vueltas y más vueltas, recogiendo poco a poco el gran cable del áncora que salía por el escobén, pasaba por la cubierta inferior y descendía hacia las entrañas de la embarcación. Del cable se desprendía un lodo maloliente que dos marineros intentaban baldear inútilmente; una gran parte de aquel barro diluido avanzó hacia la popa y entró en los compartimentos del entrepuente. Se largaron las gavias, luego se desplegaron las trinquetillas cuando el ancla se desprendió del fondo, y la proa del barco se deslizó, alejándose de tierra al tiempo que se largaban las velas mayores. A los pasajeros del entrepuente no se les permitía abandonar sus dependencias hasta que se hubieran izado las velas, y Sharpe se quedó sentado en su baúl escuchando el ruido de pasos apresurados por encima de su cabeza, el roce de las cuerdas a lo largo de la cubierta y el crujido del maderamen del barco. Media hora después de que se cobrara el ancla, Binns, el joven oficial, gritó finalmente que la cubierta estaba despejada. Sharpe pudo entonces subir las escaleras, y se encontró con que el barco todavía no había abandonado el puerto. Un sol rojo y henchido, con unas vetas de nubes negras, se cernía sobre los tejados y las palmeras de Bombay. El olor de la tierra era intenso. Sharpe se apoyó en la borda y contempló la India. Dudaba que volviera a verla jamás y le entristecía marcharse. Las jarcias chirriaban y el agua gorgoteaba en la parte inferior del costado de la embarcación. En el alcázar, donde los pasajeros más ricos tomaban el aire, una mujer saludaba con la mano hacia la lejana costa. Una fuerte ráfaga de viento hizo que el barco se inclinara hacia un lado y un cañón que había cerca de Sharpe arañó la cubierta hasta que lo frenaron las cuerdas que lo sujetaban.
El canal giraba acercándose a la costa y llevó el barco cerca de un templo que tenía una torre de vivos colores con monos, dioses y elefantes grabados. Estaban soltando la gran vela cangreja del palo de mesana y la lona se sacudió y restalló, luego se hinchó con el viento y el barco se inclinó aún más. Tras el Calliope, se alejaban del fondeadero los otros grandes buques del convoy, mostrando un agua blanca en sus rodas y llenando sus altos mástiles y enmarañadas jarcias de velas de un amarillo cremoso. Por delante del Calliope navegaba una fragata de la Compañía de las Indias Orientales que iba a escoltar al convoy hasta el Cabo de Buena Esperanza. La brillante enseña de la fragata, trece franjas de color rojo y blanco con la bandera de la Unión en el cuadrante superior cercano al astil, ondeaba fulgurante bajo el resplandor rojizo del sol. Sharpe buscó con la mirada el barco del capitán Joel Chase, pero la única embarcación de la marina británica que vio fue una pequeña goleta de cuatro cañones.
Los marineros del Calliope ponían orden en la cubierta, guardando las escotas sueltas en unas tinas de madera y comprobando los amarres de los botes almacenados sobre los palos de repuesto que se extendían como inmensas vigas entre el alcázar y el castillo de proa. Un hombre de piel oscura que navegaba en una canoa de pesca remó para apartarse del camino del barco, y luego levantó la vista y se quedó mirando boquiabierto el enorme muro blanco y negro que pasaba junto a él con un rugido. El templo empezaba a perderse de vista, difuminado por el resplandor del sol, pero Sharpe fijó la mirada en el negro perfil de la torre y otra vez deseó no tener que marcharse. La India le había gustado, le había parecido un lugar de guerreros, príncipes, bribones y aventureros. Allí había encontrado riquezas, lo habían nombrado oficial, había luchado en sus montañas y en sus antiguos almenajes. Allí dejaba a amigos y amantes y a más de un enemigo en su tumba. ¿Y para qué? ¿Para irse a Gran Bretaña? Allí no lo esperaba nadie, no había aventureros que cabalgaran desde las montañas ni tiranos que acecharan tras rojas almenas.
Uno de los pasajeros adinerados bajó del alcázar por los empinados escalones con una mujer cogida del brazo. Al igual que la mayoría de pasajeros del Calliope, era un civil e iba elegantemente ataviado con una larga casaca de color verde oscuro, unos bombachos blancos y un tricornio pasado de moda. La mujer cogida de su brazo era rubia y regordeta, iba vestida de nívea gasa y se reía. Hablaban en un idioma extranjero, uno que Sharpe no conocía. ¿Alemán? ¿Holandés? ¿Sueco? A la pareja extranjera le resultaba divertido todo cuanto veía, desde los cañones amarrados hasta los cajones con gallinas y el primer pasajero mareado que se asomó por la barandilla. El hombre le estaba explicando cosas del barco a su compañera. «¡Bum!», gritó al tiempo que señalaba uno de los cañones, y la mujer se rió; luego, cuando una ráfaga de viento hizo que el gran barco diera una sacudida, se tambaleó, soltó un chillido con fingida alarma y se aferró al hombro del hombre, y ambos siguieron andando con un suave bamboleo en dirección a proa.
—¿Sabe quién es ése? —Era Braithwaite, el secretario de lord William Hale, que se había acercado a Sharpe con sigilo.
—No. —Sharpe contestó con brusquedad, con una instintiva antipatía ante cualquier persona que tuviera relación con lord William.
—Era el barón Von Dornberg —dijo Braithwaite, esperando sin duda que Sharpe quedara impresionado. El secretario observó cómo el barón ayudaba a su dama a subir al alcázar, donde otra ráfaga de viento amenazó con arrebatarle su sombrero de ala ancha.
—Nunca había oído hablar de él —repuso Sharpe en tono maleducado.
—Es un nabab. —Braithwaite pronunció la palabra con reverencia, pues significaba que el barón era un hombre que se había hecho fabulosamente rico en la India y que ahora se llevaba su riqueza de vuelta a Europa. Semejante carrera era una lotería. En la India uno moría o bien se hacía rico. La mayoría moría—. ¿Lleva usted mercaderías? —le preguntó Braithwaite a Sharpe.
—¿Mercaderías? —preguntó Sharpe, que no entendía por qué el secretario se esforzaba tanto en ser amable con él.
—Para vender… —dijo Braithwaite con impaciencia, como si creyera que Sharpe se estaba haciendo el obtuso—. Yo tengo plumas de pavo real —siguió diciendo—, ¡cinco cajas! Las plumas se venden a un precio poco común en Londres. Las compran los sombrereros. Por cierto, soy Malachi Braithwaite. —Le tendió la mano—. El secretario de confianza de lord William.
Sharpe estrechó de mala gana la mano que éste le ofrecía.
—No envié esa carta —dijo Braithwaite, sonriendo de manera significativa—. Le dije que lo había hecho, pero no lo hice. —Braithwaite se le había acercado más para hacerle esas confidencias. Era unos centímetros más alto que Sharpe, aunque mucho más delgado, y tenía un rostro triste pero con unos ojos vivos que nunca miraban a Sharpe mucho tiempo antes de desviar rápidamente la mirada, casi como si Braithwaite esperara que lo atacaran en cualquier momento—. Su señoría supondrá, lógicamente, que su coronel nunca recibió la carta.
—¿Y por qué no la mandó? —inquirió Sharpe.
Braithwaite pareció ofendido por el tono cortante de Sharpe.
—Vamos a ser camaradas de a bordo —le explicó con seriedad— durante… ¿cuánto tiempo? ¿Tres, cuatro meses? Y yo no viajo en la popa como su señoría, sino que debo dormir en el entrepuente, ¡y en la cubierta inferior, además! Ni siquiera en la cubierta principal. —Estaba claramente molesto por aquella humillación. El secretario iba vestido como un caballero, con un alto collarín a la moda y un fular atado con un elaborado nudo, pero la tela de su casaca negra estaba gastada, los puños raídos y el cuello de la camisa zurcido—. ¿Por qué tendría que hacer enemigos innecesariamente, señor Sharpe? —preguntó Braithwaite—. Si yo le rasco un poco la espalda, tal vez usted pueda hacerme un favor.
—¿Como cuál?
Braithwaite se encogió de hombros.
—¿Quién sabe qué imprevistos podrían surgir? —comentó con displicencia, y a continuación se volvió para mirar al barón Von Dornberg, que de nuevo bajaba por las escaleras del alcázar—. Dicen que hizo una fortuna en diamantes —murmuró Braithwaite a Sharpe—, y su criado no ha de viajar en el entrepuente, sino que tiene un lugar en la gran cabina. —Escupió esta última información, luego recobró la compostura y dio un paso adelante para interceptar al barón—. Malachi Braithwaite, secretario de confianza de lord William Hale —se presentó, mientras se levantaba el sombrero—. Es un honor para mí conocer a su señoría.
—El honor y el placer son enteramente míos —contestó el barón Von Dornberg en un inglés excelente, y correspondió a la cortesía de Braithwaite quitándose el tricornio y haciendo una profunda reverencia. Al erguirse vio a Sharpe y éste se encontró mirando un rostro que le era familiar, aunque ahora dicho rostro estaba adornado con un gran bigote encerado. Miró al barón y por un segundo éste puso cara de asombro, luego se recuperó y le guiñó un ojo a Sharpe.
Sharpe quiso decir algo, pero temió estallar en carcajadas, de modo que se limitó a ofrecerle al barón un rígido saludo con la cabeza.
Pero el barón Von Dornberg no iba a conformarse con la formalidad de Sharpe. Extendió sus poderosos brazos y dio a Sharpe un abrazo de oso.
—Éste es uno de los hombres más valientes de todo el ejército británico —le dijo a su mujer, y a continuación le susurró al oído a Sharpe—: Ni una palabra, se lo ruego, no diga ni pío. —Dio un paso atrás—. ¿Puedo presentarle a la baronesa Von Dornberg? Éste es el señor Richard Sharpe, Mathilde, un amigo y un enemigo de hace mucho tiempo. No me diga que viaja usted en el entrepuente, señor Sharpe.
—Así es, milord.
—¡Estoy escandalizado! Los británicos no saben cómo tratar a sus héroes. ¡Pero yo sí! Vendrá usted a cenar con nosotros al comedor del capitán. ¡Insisto en ello! —Sonrió a Sharpe, ofreció el brazo a Mathilde, dirigió una inclinación de cabeza a Braithwaite y siguió caminando.
—¡Creí que había dicho que no lo conocía! —exclamó Braithwaite, ofendido.
—Con el sombrero puesto no lo había reconocido —dijo Sharpe. Se dio la vuelta, incapaz de ahogar una sonrisa. El barón Von Dornberg no era ningún barón, y Sharpe dudaba que hubiera comerciado con diamantes, sin importar cuántos llevara, porque Von Dornberg era un bribón. Su verdadero nombre era Anthony Pohlmann. Había sido sargento en el ejército hannoveriano antes de desertar para entrar al más generoso servicio de un príncipe indio. Su talento para la guerra le había proporcionado un ascenso aún más rápido, hasta que durante un tiempo había dirigido un cuerpo del ejército mahratta que era temido en toda la India central. Entonces, en un bochornoso día, sus fuerzas se enfrentaron a un batallón británico mucho menor entre dos ríos, en un pueblo llamado Assaye. Allí, en una tarde de un calor polvoriento, cañones al rojo vivo y sangrienta carnicería, el cuerpo del ejército de Anthony Pohlmann se había desvanecido en el misterio de la India, pero ahora estaba allí en el Calliope, en calidad de distinguido pasajero.
—¿Cómo lo conoció? —quiso saber Braithwaite.
—Ahora mismo no me acuerdo —respondió Sharpe distraídamente—. En un sitio u otro. La verdad es que no lo recuerdo. —Se volvió para mirar hacia la costa. Ahora la tierra se veía negra y salpicada por chispas de los fuegos de la lumbre, recortada contra un cielo gris manchado con el humo de una ciudad. Lamentó nuevamente no estar allí, pero entonces oyó la fuerte voz de Pohlmann y al girarse vio que el alemán le estaba presentando a su esposa a lady Grace Hale.
Sharpe se quedó mirando a la dama. Se encontraba por encima de él, en el alcázar, aparentemente ajena a la gente que se apiñaba más abajo, en la cubierta principal. Ofreció a Pohlmann una mano laxa, dirigió una inclinación de cabeza a la mujer de cabello rubio y luego, sin mediar palabra, dio media vuelta majestuosamente y se alejó.
—Ésa es lady Grace —le dijo Braithwaite a Sharpe con voz turbada.
—Alguien me comentó que estaba enferma… —insinuó Sharpe.
—Simplemente es muy nerviosa —repuso Braithwaite, a la defensiva—. Las mujeres que están delicadas de los nervios tienen tendencia a la fragilidad, creo, y la señora está delicada de los nervios, muy delicada, ya lo creo. —Habló afectuosamente, incapaz de apartar los ojos de lady Grace, que estaba de pie contemplando la costa que se iba alejando.
Al cabo de una hora era de noche, la India había desaparecido y Sharpe navegaba bajo las estrellas.
—La guerra está perdida —declaró el capitán Peculiar Cromwell—, perdida.
Hizo esa afirmación con voz áspera y monótona y luego frunció el ceño mirando el mantel. Hacía tres días que el Calliope había zarpado de Bombay y avanzaba con un suave viento en popa. Tal como el capitán Chase le había dicho a Sharpe, era una embarcación rápida, y la fragata de la Compañía de las Indias Orientales había ordenado a Cromwell que arriara las velas durante el día porque si no se corría el peligro de que dejara atrás a los barcos más lentos. Cromwell se había quejado de aquella orden y les había quitado tanta lona a las vergas que ahora el Calliope navegaba en la retaguardia del convoy.
Anthony Pohlmann había invitado a Sharpe a cenar en el comedor donde cada noche el capitán Cromwell presidía la comida con los pasajeros más adinerados, que habían pagado para viajar en las lujosas cabinas de popa. El comedor se encontraba en la toldilla, la parte más alta del barco, justo delante de las dos habitaciones del alcázar, que eran las más espaciosas, las más fastuosas y las más caras. Ocupaban dichos camarotes lord William Hale y el barón Von Dornberg; en tanto que debajo de ellos, en la cubierta principal del barco, la gran cabina se había dividido en cuatro compartimentos para los demás pasajeros adinerados de la embarcación. Uno de ellos lo ocupaba un nabab con su esposa, que regresaban a su hogar en Cheshire tras veinte provechosos años en la India; otro, un abogado que había estado viajando tras ejercer en la Corte Suprema en Bengala; el tercero era el de un comandante del 96.º de cabello cano que se iba a retirar del ejército, y el último camarote pertenecía al criado de Pohlmann, que era el único de entre los pasajeros de popa que no había sido invitado a comer en el comedor del capitán.
Fue el comandante escocés, un hombre bajo y fornido llamado Arthur Dalton, quien puso mala cara ante la declaración de Peculiar Cromwell respecto a que la guerra estaba perdida.
—Hemos vencido a los franceses en la India —protestó el comandante—, y hemos doblegado a su armada.
—Si hemos doblegado a su armada —gruñó Cromwell—, entonces ¿por qué estamos navegando en convoy? —Miró a Dalton con agresividad, esperando una respuesta, pero el comandante rehusó romper lanzas por ello y Cromwell recorrió el comedor con una mirada triunfal. Era un hombre alto y de constitución fuerte, con un cabello que le llegaba por debajo de los hombros, negro y con mechones blancos como un tejón. Tenía una mandíbula larga, unos dientes grandes y amarillos y unos ojos beligerantes. Sus manos, grandes y fuertes, estaban permanentemente ennegrecidas por las jarcias alquitranadas. La casaca de su uniforme estaba hecha de una gruesa popelina azul cubierta con una densa capa de botones de latón decorados con el emblema de la Compañía, que supuestamente mostraba un león sosteniendo una corona, pero al que todo el mundo llamaba «el gato y el queso». Cromwell negó con su pesada cabeza—. La guerra está perdida —volvió a declarar—. ¿Quién domina el continente europeo?
—Los franceses —respondió el abogado perezosamente—, pero no durará. Los franceses sólo saben exhibirse y disparar, pero les falta sustancia. No tienen ninguna sustancia.
—Toda la costa europea —dijo Cromwell en tono gélido, haciendo caso omiso del desprecio del abogado— está en manos enemigas. —Hizo una pausa cuando un vibrante chirrido resonó en el camarote. Aquel ruido ya antes había salpicado la conversación de vez en cuando. Sharpe había tardado un poco en advertir que era el sonido de las cuerdas de la caña del timón que estaban dos cubiertas por debajo de él. Cromwell echó un vistazo a la brújula que estaba fijada en el techo y entonces, tras concluir que todo estaba en orden, retomó el hilo del discurso—. Decía que Europa está en manos enemigas. Los americanos, maldita sea su insolencia, son hostiles, de manera que nuestro propio océano, señor, es un mar enemigo. Un mar enemigo. Navegamos por él porque tenemos más barcos, pero los barcos cuestan dinero, ¿y durante cuánto tiempo va a pagar el pueblo británico esos barcos?
—Están los austríacos —sugirió el comandante Dalton—, y los rusos…
—¿Los austríacos, señor? —se burló Cromwell—. ¡En cuanto los austríacos terminan de alinear un ejército, ya se lo han destruido! ¿Los rusos? ¿Confiaría en los rusos para que liberen Europa cuando no pueden liberarse a sí mismos? ¿Ha estado usted en Rusia, señor?
—No —admitió el comandante Dalton.
—Es una tierra de esclavos —dijo Cromwell con sorna.
Podría haberse esperado que lord William Hale interviniera en la conversación, puesto que, como uno de los seis miembros de la junta de Control de la Compañía de las Indias Orientales que era, debía de estar familiarizado con la manera de pensar del gobierno británico, pero se conformó con escuchar con una sonrisa ligeramente divertida, aunque sí alzó una ceja cuando Cromwell afirmó que Rusia era una nación de esclavos.
—Los franceses, señor —siguió diciendo Cromwell con vehemencia—, se enfrentan a una muchedumbre de enemigos en sus fronteras orientales, pero a ninguno en las occidentales. Por consiguiente, pueden concentrar sus ejércitos, pues tienen la certeza de que ningún ejército británico tocará nunca su costa.
—¿Nunca? —preguntó con sarcasmo el mercader, un hombre de complexión robusta llamado Ebenezer Fairley.
Cromwell dirigió su intensa mirada hacia su nuevo oponente. Contempló a Fairley durante unos instantes y a continuación negó con la cabeza.
—A los británicos, Fairley, no le gustan los ejércitos. Mantienen uno pero pequeño. Un ejército pequeño nunca podrá derrotar a Napoleón. Ergo, Napoleón está a salvo. Ergo, la guerra está perdida. ¡Por Dios, hombre, si ya podrían haber invadido Gran Bretaña!
—Dios quiera que no lo hagan —dijo el comandante Dalton con fervor.
—Su ejército estaba listo —replicó Cromwell con voz de trueno y con un extraño deleite al hablar de la derrota británica—, y lo único que necesitaban era que su armada tuviera el control del canal.
—Lo cual no es posible —intervino el abogado en voz baja.
—Incluso si no invaden este año —prosiguió Cromwell sin hacer caso del abogado—, con el tiempo lograrán crear una armada capaz de derrotar a la nuestra, y cuando ese día llegue Gran Bretaña tendrá que buscar la paz. Gran Bretaña volverá a su postura natural, y su postura natural es ser una pequeña e insignificante isla separada de un gran continente.
Lady Grace habló por primera vez. Sharpe había quedado gratamente sorprendido al verla en la cena, puesto que el capitán Chase había insinuado que evitaba la compañía. Ella, sin embargo, parecía satisfecha de estar en el comedor, aunque hasta ese momento había participado tan poco en la conversación, como su marido.
—¿Así pues, estamos condenados a la derrota, capitán? —sugirió ella.
—No, señora —respondió Cromwell, suavizando su belicosidad ahora que trataba con un pasajero con título—. Estamos condenados a un acuerdo de paz realista en cuanto esos políticos presuntuosos reconozcan lo que tienen delante de las narices.
—¿Qué es…? —quiso saber Fairley.
—¡Que los franceses son más poderosos que nosotros, por supuesto! —gruñó Cromwell—. Y hasta que no hagamos las paces, lo más prudente es hacer dinero, porque vamos a necesitar dinero en un mundo gobernado por los franceses. Y por eso la India es importante. Deberíamos exprimirla antes de que nos la quiten los franceses. —Cromwell chasqueó los dedos para ordenar a los camareros que recogieran los platos que habían contenido un estofado de ternera salada. Sharpe había comido con torpeza, los gruesos cubiertos de plata le habían parecido difíciles de manejar y lamentó no haberse atrevido a sacar la navaja plegable que utilizaba en las comidas cuando no estaba en presencia de sus superiores.
Mathilde, la baronesa Von Dornberg, sonrió agradecida cuando el capitán le volvió a llenar el vaso de vino. La baronesa, que casi seguro no era ni baronesa ni nada parecido, estaba sentada a la izquierda del capitán Cromwell y frente a ella tenía a lady Grace Hale. Pohlmann, resplandeciente con una casaca de seda ribeteada con galón, estaba sentado al lado de lady Grace, mientras que lord William estaba a la izquierda de Mathilde. Sharpe, al ser la persona menos importante de las allí presentes, se hallaba en el extremo inferior de la mesa.
El comedor era una habitación elegante con paneles de madera pintados de color verde manzana y oro; una araña de latón, desprovista de velas, pendía de una viga junto a la ancha lumbrera. Si la habitación no se hubiera mecido suavemente, en ocasiones haciendo que un vaso de vino se moviera en la mesa, Sharpe podría haber pensado que estaba en tierra.
No había dicho nada en toda la noche, contentándose con mirar a lady Grace, quien, con un rostro pálido y una actitud distante, lo había ignorado desde el momento en que se lo habían presentado. Le había ofrecido con educación una mano enfundada en un guante, le había dirigido una mirada inexpresiva y luego se había dado la vuelta. Su marido había puesto mala cara ante la presencia de Sharpe, e imitó a su mujer al actuar como si el alférez no existiese.
Se sirvió un postre de naranjas y caramelo. Pohlmann se llevó a la boca con avidez una cucharada de la cremosa salsa y luego miró a Sharpe.
—¿Usted cree que la guerra está perdida, Sharpe?
—¿Yo, señor? —Sharpe se sobresaltó al ver que se dirigían a él.
—Sí, usted, Sharpe, usted —dijo Pohlmann—. ¿Cree que la guerra está perdida?
Sharpe dudó, preguntándose si lo más sensato sería decir algo inofensivo y dejar que la conversación volviera a continuar sin él, pero el derrotismo de Cromwell lo había ofendido.
—No hay duda de que no ha terminado, milord —le dijo a Pohlmann.
Cromwell reconoció el desafío.
—¿Qué quiere decir con eso, señor? Explíquese.
—Un combate no está perdido hasta que no termina, señor —contestó Sharpe—, y éste no ha terminado.
—Habla un alférez —murmuró lord William desdeñosamente.
—¿Cree usted que una rata tiene alguna posibilidad contra un terrier? —preguntó Cromwell, con el mismo desdén.
Pohlmann alzó una mano para impedir que Sharpe respondiera.
—Creo que el alférez Sharpe sabe mucho sobre combates, capitán —dijo el alemán—. Cuando lo conocí era sargento, y ahora es un oficial. —Hizo una pausa para dejar que aquella afirmación causara su revuelo de sorpresa—. ¿Qué se necesita para que un sargento se convierta en oficial en el ejército británico?
—Maldita suerte —dijo lord William lacónicamente.
—Se necesita un acto de extraordinaria valentía —observó el comandante Dalton en tono calmado. Alzó su vaso de vino hacia Sharpe—. Me honra haberlo conocido, Sharpe. No identifiqué su nombre cuando nos presentaron, pero ahora ya lo recuerdo. Es un honor.
Pohlmann, que estaba disfrutando con su travesura, brindó por Sharpe con un sorbo de vino.
—¿Y cuál fue ese acto de extraordinaria valentía, señor Sharpe?
Sharpe se ruborizó. Lady Grace lo estaba mirando. Era la primera vez que se había fijado en él desde que los comensales se habían sentado a la mesa.
—¿Y bien, Sharpe? —insistió el capitán Cromwell.
Sharpe se cohibió pero fue rescatado por Dalton.
—Le salvó la vida a sir Arthur Wellesley —dijo discretamente el comandante.
—¿Cómo? ¿Dónde? —quiso saber Pohlmann.
Sharpe cruzó la mirada con el alemán.
—En un lugar llamado Assaye, señor.
—¿Assaye? —preguntó Pohlmann, con el ceño levemente fruncido. Había sido en Assaye donde Wellesley había destrozado su ejército y sus ambiciones—. Nunca he oído hablar de ese lugar —dijo, quitándole importancia, al mismo tiempo que se reclinaba en su asiento.
—Y fue el primero en cruzar la muralla de Gawilghur, Sharpe —dijo el comandante—. ¿No es así?
—El capitán Campbell y yo fuimos los primeros en cruzar, señor. Pero la defensa no era fuerte.
—¿Esa cicatriz se la llevó de allí, Sharpe? —inquirió el comandante, y toda la mesa se volvió para mirar a Sharpe. Él parecía incómodo, pero era innegable el poder de su rostro, y la insinuación de violencia contenida en la cicatriz—. No fue una bala, ¿verdad? —insistió el comandante—. Ninguna bala deja esta clase de cicatriz.
—Fue una espada, señor —respondió Sharpe—. Un hombre llamado Dodd. —Miró a Pohlmann mientras hablaba, y éste, que una vez había estado al mando del renegado Dodd y le tenía una profunda antipatía, esbozó una sonrisa.
—¿Y el señor Dodd sigue vivo? —preguntó el alemán.
—Está muerto, señor —contestó Sharpe con rotundidad.
—Bien. —Pohlmann alzó el vaso hacia Sharpe.
El comandante se dirigió entonces a Cromwell:
—El señor Sharpe es un soldado muy bien considerado, capitán. Sir Arthur me dijo que si durante un combate te encuentras en un aprieto, no puedes pedir nadie mejor a tu lado.
Saber que el general Wellesley había dicho algo semejante agradó a Sharpe. El capitán Cromwell, sin embargo, no se desviaba de sus razonamientos y en aquellos momentos miraba al alférez con el ceño fruncido:
—¿Usted cree —preguntó— que los franceses pueden ser derrotados?
—Estamos en guerra con ellos, señor —replicó Sharpe—, y uno no va a la guerra a menos que tenga intención de ganar.
—Uno va a la guerra —intervino lord William con voz gélida— porque los hombres de pocas miras no son capaces de ver otra alternativa.
—Y si toda guerra tiene un ganador —dijo Cromwell—, por lógica ha de tener ineludiblemente también un perdedor. Si quiere mi consejo, joven, abandone el ejército antes de que algún político haga que lo maten en un ataque mal calculado sobre Francia. O, lo que es más probable, que los franceses invadan Gran Bretaña y lo maten junto al resto de casacas rojas.
Las señoras se retiraron poco después y los hombres se quedaron bebiendo un vaso de oporto, pero la atmósfera era tensa y Pohlmann, claramente aburrido, se excusó ante los comensales e hizo un gesto a Sharpe para que lo siguiera hasta el camarote de estribor, donde Mathilde se hallaba en ese momento tumbada de forma poco elegante en un sofá con funda de seda. Frente a ella, en otro sofá a juego, había un hombre mayor que hablaba animadamente en alemán cuando Pohlmann entró, pero que se puso en pie de inmediato e inclinó la cabeza respetuosamente. Pohlmann pareció sorprendido al verlo y le señaló la puerta.
—Esta noche no voy a necesitarle —le dijo en inglés.
—Muy bien, milord —el hombre, que sin duda era el criado de Pohlmann, le respondió en el mismo idioma y entonces, tras echar un vistazo a Sharpe, abandonó el camarote. Pohlmann ordenó en tono perentorio a Mathilde que fuera a tomar un poco el aire a la toldilla. Cuando ella se hubo marchado, sirvió dos grandes copas de brandy y dirigió a Sharpe una sonrisa pícara.
—El corazón —dijo mientras se llevaba dramáticamente la mano al pecho— me dio un vuelco y casi me muero al verle.
—¿Hubiera importado que supieran quién es? —preguntó Sharpe.
Pohlmann sonrió.
—¿Qué mérito iban a reconocerle los mercaderes al sargento Pohlmann, eh? En cambio, al barón Von Dornberg… ¡Ah! Hacen cola para rendir honores al barón. Sus gruesos pies tropiezan y caen para arrojar guineas en mi monedero.
Sharpe echó un vistazo al gran camarote, que estaba amueblado con dos sofás, un aparador, una mesa baja, un arpa y una enorme cama de teca con incrustaciones de marfil en el cabezal.
—Pero seguro que le ha ido bien en la India… —dijo Sharpe.
—¿Para ser un antiguo sargento, quiere decir? —Pohlmann se rió—. Tengo algo de dinero de los saqueos, sí, pero no tanto como me hubiera gustado, Sharpe, y ni por asomo tanto como perdí en Assaye, aunque no me puedo quejar. Si voy con cuidado no tendré que trabajar nunca más. —Miró el dobladillo de la casaca roja de Sharpe, donde las piedras preciosas hacían pequeños bultos en la gastada tela—. Veo que a usted también le fue bien en la India, ¿eh? Sharpe era consciente de que la deshilachada y raída tela de su casaca era un lugar cada vez menos seguro para ocultar los diamantes, esmeraldas y rubíes, pero no quería discutirlo con Pohlmann, de modo que, en lugar de contestar a su pregunta, señaló el arpa.
—¿Toca usted?
—¡Mein Gott, no! Es Mathilde la que toca. Lo hace muy mal, pero yo le digo que es maravilloso.
—¿Es su esposa?
—¿Es que soy un zoquete? ¿Un tarugo? ¿Por qué habría yo de casarme? ¡Ja! No, Sharpe, Mathilde era la puta de un rajá y, cuando éste se cansó de ella, yo le tomé el relevo. Es de Bavaria y quiere niños, de modo que es doblemente idiota, pero me mantendrá la cama caliente hasta que yo llegue a casa. Entonces buscaré a otra más joven. ¿Así que usted mató a Dodd?
—Yo no, lo mató un amigo mío.
—Merecía morir. Era un hombre de lo más inaguantable. —Pohlmann se estremeció—. ¿Y usted? ¿Viaja solo?
—Sí.
—En la ratonera, ¿no? —Miró de nuevo el dobladillo de la casaca de Sharpe—. Se guarda las joyas hasta llegar a Inglaterra y viaja en el entrepuente. Pero lo más importante, mi cauto amigo, ¿piensa usted revelar quién soy?
—No —respondió Sharpe con una sonrisa. La última vez que había visto a Pohlmann el Hannoveriano había sido escondido en la choza de un campesino, en el pueblo de Assaye. Sharpe pudo haberlo arrestado y haberse ganado el mérito de capturar al comandante del ejército derrotado, pero Pohlmann siempre le había caído bien, por lo que había mirado hacia otro lado y había dejado escapar al gran hombre—. Aunque considero, no obstante, que mi silencio tiene un valor —añadió Sharpe.
—¿Quiere a Mathilde un viernes sí y otro no? —Al tener la seguridad de que su secreto estaba a salvo con Sharpe, Pohlmann no pudo ocultar su alivio.
—¿Le parece bien unas cuantas invitaciones a cenar?
A Pohlmann le sorprendió lo modesto de aquella petición.
—¿Tanto le gusta la compañía del capitán Cromwell?
—No.
Pohlmann se rió.
—Lady Grace —dijo en voz baja—. Le he visto con la lengua colgando como un perro, Sharpe. Le gustan delgadas, ¿verdad?
—Me gusta ella.
—A su marido no —dijo Pohlmann—. Los oímos a través del batidor. —Señaló con el dedo la pared que dividía la enorme cámara del alcázar. El mamparo estaba hecho de unos delgados paneles de madera que podían desmontarse y bajarse a la bodega en caso de que sólo viajara un pasajero en los espléndidos aposentos—. El mayordomo del capitán me dijo que tienen un camarote el doble de grande que éste y que está dividido en dos. Él tiene una parte y ella la otra. Están como… ¿qué dicen ustedes? ¿Como el gato y el perro?
—Como el perro y el gato —rectificó Sharpe.
—Él ladra y ella bufa. Aun así, que lo disfruten. Sólo los dioses sabrán la opinión que tienen de nosotros. Probablemente piensen que somos como el toro y la vaca. ¿Nos reunimos con Mathilde en cubierta? —Pohlmann cogió dos cigarros del aparador—. El capitán dice que no deberíamos fumar a bordo. Si acaso podemos mascar tabaco. Pues que se vaya la mierda… —Encendió los dos cigarros y le dio uno a Sharpe. Luego lo condujo hasta el alcázar y subieron las escaleras hasta la cubierta de la toldilla. Mathilde estaba de pie en la baranda y miraba al marinero que estaba encendiendo la lantía de la bitácora, la única luz que se permitía en el barco después de anochecer. Lady Grace se encontraba en el coronamiento de popa, de pie bajo el enorme farol que en aquella travesía no iba a encenderse, pues existía el peligro de que el Revenant o cualquier otro barco francés viera el convoy—. Vaya a hablar con ella —le dijo Pohlmann a Sharpe con lascivia, al tiempo que le clavaba el codo en las costillas.
—No tengo nada que decirle.
—Así que, después de todo, no es usted un valiente —repuso Pohlmann—. Me atrevería a decir que no se lo pensaría dos veces si tuviera que cargar contra una línea de cañones como los que tenía yo en Assaye, pero una mujer hermosa le da escalofríos, ¿sí?
Allí estaba lady Grace, de pie, esbelta y solitaria, envuelta en una capa. Una doncella la atendía, pero la chica permanecía a un lado de cubierta, como si la señora la pusiera nerviosa. También Sharpe estaba nervioso. Quería hablar con ella, pero sabía que se atrancaría con las palabras, de modo que permaneció junto a Pohlmann y miró hacia el lado de proa, más allá de la enorme mole de las velas, hacia donde el resto del convoy apenas era visible en la creciente oscuridad. Más allá, en el castillo, alguien tocaba un violín y un grupo de marineros ejecutaba uno de sus bailes.
—¿Es cierto que empezó como soldado raso? —preguntó una fría voz. Sharpe se dio la vuelta y comprobó que lady Grace de repente estaba a su lado.
Instintivamente la saludó con una reverencia. Por un momento sintió que se quedaba mudo; parecía que tuviese la lengua pegada al paladar, pero logró mover la cabeza en señal de afirmación.
—Sí. Sí, señora.
Ella lo miró a los ojos. Era lo bastante alta como para no tener que levantar la vista. Sus grandes ojos parecían oscuros en el crepúsculo, pero en la cena Sharpe había visto que eran verdes.
—Debe de ser una circunstancia difícil —dijo, con una voz que seguía sonando distante, como si se viera obligada de mala gana a mantener aquella conversación.
—Sí, señora —volvió a decir Sharpe, y se dio cuenta de que parecía un idiota. Estaba tenso, un músculo le temblaba en la pierna izquierda, tenía la boca seca y acidez de estómago, las mismas sensaciones que experimentaba un soldado cuando estaba esperando entrar en combate—. Antes de que ocurriera, señora —soltó de sopetón, pues quería responder con algo más que un monosílabo—, lo deseaba con todas mis fuerzas, pero luego… Creo que no tendría que haberlo deseado en absoluto.
El rostro de la mujer era inexpresivo. Hermoso, pero inexpresivo. Hizo caso omiso de Pohlmann y de Mathilde, se limitó a fijar la vista en el alcázar antes de volverla hacia Sharpe.
—¿Quién se lo pone más difícil, los soldados o los oficiales?
—Los dos, señora —respondió Sharpe. Notó que el humo de su cigarro la molestaba y lo tiró por la borda—. Los soldados no creen que seas un oficial como es debido, y los demás oficiales…, bueno, es como un perro de labor que acaba en la alfombra delante de la chimenea. A los perritos falderos no les gusta.
Aquello hizo que la mujer esbozara una muy leve sonrisa.
—Ha de contarme usted —le dijo en un tono de voz que seguía sugiriendo que sólo conversaba para tratar de ser agradable— cómo le salvó la vida a Arthur. —Hizo una pausa. Sharpe se dio cuenta de que tenía un tic nervioso en el ojo izquierdo que hacía que éste le temblara cada pocos segundos—. Es pariente mío —prosiguió—, pero lejano, un primo segundo. En la familia nadie pensaba que fuese a llegar a nada.
Sharpe había tardado uno o dos segundos en darse cuenta de que se refería a sir Arthur Wellesley, el frío hombre que había ascendido a Sharpe.
—Es el mejor general que he conocido nunca, señora —dijo Sharpe.
—Usted, sin duda, lo sabe mejor que nadie… —dijo con escepticismo.
—Sí, señora —replicó Sharpe con firmeza—. Lo sé mejor que nadie.
—Dígame entonces, ¿cómo le salvó la vida? —insistió.
Sharpe vaciló. El aroma de su perfume era embriagador. Estaba a punto de hablar vagamente de batalla, confusión y recuerdos borrosos, pero justo en ese momento apareció lord William en el alcázar y, sin mediar palabra, lady Grace se dirigió a las escaleras de la toldilla. Sharpe la vio alejarse, notando que el corazón le latía con fuerza contra las costillas. Todavía estaba temblando. Ella lo había mareado.
Pohlmann se reía en voz baja.
—Usted le gusta, Sharpe.
—No sea tonto.
—Ella suspira por usted —dijo Pohlmann.
—¡Mi querido Sharpe! ¡Mi querido Sharpe! —Era el escocés, el comandante Dalton, que venía del alcázar—. ¡Pero si está usted aquí! ¡Se había esfumado! Desearía hablar con usted, Sharpe, si es tan amable de dedicarme unos momentos. Al igual que usted, Sharpe, también yo estuve en Assaye, pero todavía estoy sumamente confuso sobre lo que ocurrió allí. Tenemos que hablar, ya lo creo que sí. Mi querido barón, baronesa —se quitó el sombrero e hizo una reverencia—, mis respetos. Espero que perdonarán a dos soldados rememorando los viejos tiempos…
—Por supuesto, comandante —dijo Pohlmann expansivamente—, pero me temo que además de perdonarlos voy a abandonarlos, porque no sé nada sobre temas militares, nada de nada. Su conversación sería un largo misterio para mí. Vamos, Liebchen, vamos.
De manera que Sharpe habló de la batalla, el barco tembló a merced del mar y cayó la noche tropical.
—¡Cañón número cuatro! —gritó el teniente Tufnell, el primer oficial del Calliope—. ¡Fuego!
El dieciocho libras retrocedió de un salto y se detuvo con una sacudida cuando el braguero contuvo la enorme fuerza del retroceso del arma. Del tenso cáñamo saltaron unos pedacitos de pintura, pues el capitán Cromwell insistía en que los aparejos de los cañones, al igual que todos los demás elementos del equipo de cubierta, estuvieran pintados de blanco. Y por ese motivo sólo disparaba un cañón: porque Cromwell no quería tocar los otros treinta y un cañones que tenían los tubos bruñidos y las poleas recién pintadas, de manera que el equipo de servidores de cada cañón, la mitad formado por miembros de la tripulación del barco y la otra mitad por pasajeros, se turnaba para disparar el cañón número cuatro. El ocho libras, con la boca ennegrecida por la pólvora, silbó cuando se aplicó la lanada al tubo. Una gran nube de humo flotaba en el viento e iba acompañando al barco.
—¡El disparo se quedó corto, señor! —exclamó Binns, el joven oficial, desde la toldilla donde, equipado con un catalejo, había observado la caída de la bala. El Chatham Castle, otro barco del convoy, iba soltando periódicamente toneles vacíos en su estela para que el cañón del Calliope los utilizara como blanco.
Le tocaba disparar a la dotación del cañón número cinco. El marinero a cargo era un hombre arrugado con un largo cabello gris que llevaba atado en un enorme moño en el que había clavado un punzón.
—Usted —señaló a Malachi Braithwaite, de quien, muy a su pesar, se esperaba que formara parte de los servidores de un cañón a pesar de ser el secretario privado de un par—, introduzca dos de esas bolsas negras en el cañón cuando yo lo diga. Él —señaló a un marinero lascar— atacará y usted —volvió a mirar a Braithwaite— pone dentro la bala y el negro la ataca también, y que ninguno de ustedes, marineros de agua dulce, se le ponga en medio, y usted —miró a Sharpe— apunta la pieza.
—Creía que eso era cosa suya —dijo Sharpe.
—Estoy medio ciego, señor. —El marinero regaló a Sharpe una sonrisa desdentada y luego se volvió hacia los otros tres pasajeros—. El resto de ustedes —dijo— ayudarán a los otros negros a empujar el cañón hacia delante con esos dos cabos de ahí, y una vez hecho esto saldrán de en medio y se taparán los oídos. Si se produce un combate lo mejor que pueden hacer es arrodillarse y rogar al Todopoderoso que nos rindamos. ¿Va a disparar usted el cañón, señor? —le preguntó a Sharpe—. Y ya sabe que ha de echarse a un lado si no quiere ser enterrado en el mar. Aquí tiene una bolsa de canutillos, señor, y allí la cuerda de disparo, señor. Es mejor disparar cuando el barco se levante en el agua, si no desea hacernos quedar como unos completos idiotas. No va a darle a nada, señor, porque nunca lo hace nadie. Sólo practicamos porque la Compañía dice que debemos hacerlo, pero nunca hemos disparado un cañón con furia, y ruego y espero que nunca tengamos que hacerlo.
El cañón estaba equipado con un pedernal, igual que un mosquete, que inflamaba la pólvora apretada dentro de un tubito hueco que se insertaba en el fogón y así hacía llegar la llama a la carga principal. En cuanto el cañón estuviera cargado, lo único que Sharpe debía hacer era apuntarlo, echarse a un lado y tirar de la cuerda que disparaba la llave. Braithwaite y el lascar pusieron la pólvora y la bala en el tubo, el lascar lo atacó, Sharpe metió un alambre afilado por el oído para agujerear la bolsa de lona que contenía la pólvora y luego deslizó el canutillo en su sitio. Los demás miembros del equipo empujaron el cañón con torpeza hasta que el tubo sobresalió por la regala de la cubierta principal. Había espeques disponibles, unas grandes palancas parecidas a garrotes que podían usarse para girar el cañón a derecha o izquierda, pero ninguno del equipo los utilizó. No intentaban apuntar el cañón en serio: se limitaban a ejecutar los movimientos obligatorios de prueba para que el diario de a bordo pudiera confirmar que se habían cumplido las normas de la compañía.
—¡Ahí está su objetivo! —gritó el capitán Cromwell, y Sharpe, de pie en la cureña del cañón, vio un tonel increíblemente pequeño que cabeceaba en las distantes olas.
No tenía ni idea de cuál era el alcance del arma. Lo único que podía hacer era esperar hasta que el tonel se alineara y luego aguardar a que una ola alzara el barco: Cuando esto sucedió, se apartó rápidamente y tiró de la cuerda de disparo. El pedernal avanzó bruscamente y un pequeño chorro de fuego se alzó por el oído, luego el cañón retrocedió dando un fuerte golpe con sus pequeñas ruedas y el humo se elevó hasta media vela mayor cuando la llama de la pólvora ascendió y se enroscó en la acre nube blanca. El enorme braguero tembló, dispersando más pedacitos de pintura, y el señor Binns soltó un grito entusiasmado desde la toldilla.
—¡Ha dado en el blanco, señor, en el blanco! ¡Ha sido blanco! ¡Le ha dado de lleno, señor! ¡Ha dado en el blanco!
—Ya le hemos oído la primera vez, señor Binns —gruñó Cromwell—. ¡Cállese!
—¡Pero es que ha dado en el blanco, señor! —protestó Binns, pensando que nadie le creía.
—¡Váyase al tamborete del palo mayor! —le espetó Cromwell a Binns—. Le dije que se callara. Si no puede aprender a dominar su lengua, joven, irá a gritarles a las nubes. ¡Arriba he dicho! —Señaló a lo más alto del palo mayor—. Y se quedará ahí hasta que yo pueda volver a soportar su hedionda presencia.
Mathilde aplaudía con entusiasmo desde el alcázar. También lady Grace estaba allí, y Sharpe había sido plenamente consciente de su presencia cuando apuntó el cañón.
—Eso ha sido una jodida suerte —dijo el viejo marinero.
—Pura suerte —coincidió Sharpe.
—Le acaba de costar diez guineas al capitán —dijo el viejo con una risita.
—¿Ah, sí?
—Había apostado con el señor Tufnell que nadie alcanzaría nunca el objetivo.
—Creí que a bordo el juego estaba prohibido.
—Hay montones de cosas que están prohibidas, señor, pero eso no quiere decir que no ocurran.
Cuando se apartó del arma humeante, a Sharpe le zumbaban los oídos por el terrible ruido del cañón. Tufnell, el primer teniente, se empeñó en estrecharle la mano a Sharpe y se negó a aceptar su insistente argumento de que el acierto había sido pura suerte. Luego Tufnell se echó a un lado, porque el capitán Cromwell había bajado del alcázar y avanzaba hacia Sharpe.
—¿Había disparado un cañón alguna vez? —preguntó el capitán con brusquedad.
—No, señor.
Cromwell echó un vistazo a las jarcias y luego buscó con la mirada a su primer oficial.
—¡Señor Tufnell!
—¿Señor?
—¡Hay un marchapié roto! ¡Allí, en la gavia! —Cromwell lo señaló. Sharpe siguió el dedo del capitán y vio que uno de los cabos en los que se apoyarían los juaneteros cuando estuvieran aferrando velas se había roto—. No pienso comandar un barco hecho jirones, señor Tufnell —gruñó Cromwell—. ¡Esto no es una barcaza de heno del Támesis, señor Tufnell, sino un barco de la Compañía de las Indias Orientales! ¡Haga que lo ayusten, hombre, haga que lo ayusten!
Tufnell mandó a dos marineros a la arboladura para que arreglaran el cabo roto. Cromwell hizo una pausa, para fulminar con la mirada al siguiente grupo de servidores que se disponían a disparar el cañón. El arma retrocedió, salió humo y la bala saltó sobre las olas a unos cien metros bien buenos del tonel que se mecía en el agua.
—¡Fallo! —gritó Binns desde lo alto del palo mayor.
—Tengo buen ojo para las irregularidades —dijo Cromwell con su voz áspera y grave—, y no albergo ninguna duda de que usted también, señor Sharpe. Seguro que si pasa revista a un centenar de hombres en formación, los ojos se le van hacia el desaliñado que lleva el mosquete sucio. ¿Tengo razón?
—Espero que sí, señor.
—Un marchapié roto puede matar a un hombre. Puede hacerlo caer a cubierta y causar sufrimiento en el corazón de una madre. Su hijo fue a apoyar un pie y bajo él no había más que el vacío. ¿Quiere usted que a su madre se le rompa el corazón, señor Sharpe?
Sharpe decidió que no era el momento de explicar que había quedado huérfano hacía tiempo.
—No, señor.
Cromwell recorrió con una mirada iracunda la cubierta principal, donde se aglomeraban los hombres que formaban los equipos de servidores de los cañones.
—¿Qué observa usted en estos hombres, señor Sharpe?
—¿Qué observo, señor?
—Van en mangas de camisa, señor Sharpe. Todos los presentes van en mangas de camisa, menos usted y yo. Yo llevo puesta la casaca, Sharpe, porque soy el capitán de este barco y lo apropiado es que un capitán aparezca debidamente vestido ante su tripulación. Pero yo me pregunto: ¿por qué el señor Sharpe lleva puesta su casaca de lana en un día caluroso? ¿Se cree usted el capitán de este cascarón?
—Es que me afecta el frío, señor —mintió Sharpe.
—¿El frío? —Cromwell adoptó un aire despectivo. Puso el pie derecho en una rendija que había entre los tablones de cubierta y, cuando levantó el zapato, un hilo de alquitrán reblandecido se le había adherido a la suela—. Usted no tiene frío, señor Sharpe, está sudando. ¡Sudando! De modo que venga usted conmigo, señor Sharpe. —El capitán se dio la vuelta y condujo a Sharpe hasta el alcázar. Los pasajeros que observaban la artillería dejaron paso a los dos hombres, y de pronto Sharpe percibió el perfume de lady Grace. Luego siguió a Cromwell por la escalera de cámara y descendió a la gran cabina donde el capitán tenía sus dependencias. Cromwell hizo girar la llave en la puerta, la empujó para abrirla y con un gesto le indicó a Sharpe que entrara—. Mi casa —gruñó el capitán.
Sharpe se había imaginado que el capitán tendría uno de aquellos camarotes de popa con grandes y amplias ventanas, pero resultaba más provechoso alquilar dichos alojamientos a los pasajeros, y Cromwell se había conformado con un camarote más pequeño en el lado de babor. Aun así, aquél era un hogar confortable. Había una litera construida en una pared llena de estantes para libros, y una mesa, unida con bisagras al mamparo, que estaba colmada de cartas de navegación desplegadas y sujetas con tres faroles y un par de pistolas de cañón largo. La luz del sol entraba a raudales por una claraboya abierta, por encima de la cual el reflejo del mar se mecía sobre el techo pintado de blanco. Cromwell abrió un pequeño armario que dejó ver un barómetro y, a su lado, lo que parecía ser un grueso reloj de bolsillo que colgaba de un gancho.
—Trescientas veintinueve guineas —le dijo Cromwell a Sharpe al mismo tiempo que daba unos golpecitos al reloj.
—Nunca he tenido reloj —comentó Sharpe.
—No es un reloj, señor Sharpe —dijo Cromwell con indignación—, sino un cronómetro. Una maravilla de la ciencia. Dudo que se atrase más de dos segundos entre aquí y Gran Bretaña. Es esa máquina, señor Sharpe, la que nos dice dónde estamos. —Sopló para quitar una mota de polvo de la esfera del cronómetro, le dio unos golpecitos al barómetro y luego cerró cuidadosamente con llave el armario—. Yo guardo mis tesoros en lugar seguro, señor Sharpe. Usted, en cambio, hace alarde de los suyos.
Sharpe no dijo nada y el capitán señaló con un gesto la única silla que había en el camarote.
—Siéntese, señor Sharpe. Se estará preguntando cuál es mi nombre…
Sharpe se sentó, inquieto.
—¿Su nombre? —Se encogió de hombros—. Es inusual, señor.
—Es peculiar —dijo Peculiar Cromwell, y soltó una áspera risotada que no traslucía diversión alguna—. Mi gente, señor Sharpe, eran cristianos fervientes y sacaron mi nombre de la Biblia. «El señor te ha elegido para que seas un pueblo peculiar entre todos los pueblos»: Deuteronomio, capítulo 14, versículo 2. No es fácil, señor Sharpe, vivir con un nombre como éste. Es una incitación al ridículo. ¡En su momento este nombre hizo que se rieran de mí! —Pronunció estas últimas palabras con una fuerza extraordinaria, como si estuviera molesto por toda la gente que se había burlado de él en alguna ocasión, pero Sharpe, sentado en el borde de la silla, no podía imaginar a nadie burlándose de aquel hombre de voz áspera y rostro severo que era Peculiar Cromwell.
Cromwell tomó asiento en su litera, apoyó los codos sobre las cartas de navegación y fijó la mirada en Sharpe.
—Me dejaron de lado por Dios, señor Sharpe, y eso contribuye a crear una vida solitaria. Se me negó una educación como es debido. Otros hombres van a Oxford o Cambridge, se sumergen en los conocimientos, pero a mí mis padres me mandaron al mar porque creían que si me hallaba lejos de cualquier costa quedaría fuera del alcance de las tentaciones terrenales. Pero yo mismo me formé, señor Sharpe. Aprendí de los libros —señaló las estanterías con un gesto de la mano— y descubrí que tengo un nombre adecuado. Soy peculiar, señor Sharpe, en mis opiniones, percepciones y conclusiones. —Movió la cabeza con tristeza, meciendo su larga cabellera, que descansaba sobre los hombros de su recia casaca azul—. A mi alrededor veo a hombres educados, hombres racionales, hombres convencionales y, sobre todo, hombres sociables, pero he descubierto que ninguna de esas criaturas hizo nunca algo grande. La verdadera grandeza, señor Sharpe, se da entre los solitarios. —Frunció el ceño, como si aquella carga casi fuera demasiado pesada para poder soportarla—. Creo que usted también es un hombre peculiar —siguió diciendo Cromwell—. El destino lo ha arrancado del lugar al que pertenece por naturaleza entre la escoria de la sociedad y lo ha transformado en un oficial. Yeso —se inclinó hacia delante y lo señaló con el dedo— contribuye a la soledad.
—Nunca me han faltado amigos —dijo Sharpe, eludiendo aquella embarazosa conversación.
—Usted confía en sí mismo, señor Sharpe —añadió Cromwell con voz de trueno, haciendo caso omiso de las palabras de Sharpe—, de igual modo que yo he aprendido a confiar en mí mismo al saber que no se puede confiar en nadie más. A usted y a mí nos han dejado de lado, como hombres solitarios condenados a observar el tránsito de los que no son peculiares. Pero hoy, señor Sharpe, voy a rogarle que prescinda de su desconfianza. Voy a exigirle que confíe en mí.
—¿Con respecto a qué, señor?
Cromwell hizo una pausa al mismo tiempo que las cuerdas de la caña del timón crujían bajo él. Luego echó un vistazo a una brújula de techo que había encima de la litera.
—Un barco es un pequeño mundo, señor Sharpe —dijo—, y a mí me han nombrado gobernante de ese mundo. En esta embarcación soy señor de todo y se me ha concedido el poder de la vida y la muerte, pero yo no ansío semejante poder. Lo que yo ansío, señor Sharpe, es orden. ¡Orden! —dio un manotazo sobre las cartas de navegación—. ¡Y no voy a permitir los robos en mi barco!
Sharpe se irguió en su asiento, indignado.
—¡Robos! ¿Está usted…?
—¡No! —lo interrumpió Cromwell—. Por supuesto que no lo estoy acusando. Pero habrá robos, señor Sharpe, si continúa usted haciendo alarde de su riqueza.
Sharpe sonrió.
—Soy un alférez, señor, el grado más bajo que hay. Usted mismo ha dicho que me habían arrancado del lugar al que pertenezco, y usted sabe que allí no hay dinero. No soy rico.
—Entonces, señor Sharpe, ¿qué es eso que lleva cosido en las costuras de su ropa?
Sharpe no dijo nada. Llevaba una fortuna cosida en los dobladillos de su casaca, en la parte superior de las botas y en la cinturilla de los pantalones, y las piedras preciosas de la casaca se veían por lo endeble que era la tela teñida de rojo.
—Los marineros son unos tipos muy observadores, señor Sharpe —gruñó Cromwell. Pareció irritarse cuando se disparó el cañón en la cubierta principal, como si el sonido hubiera interrumpido sus pensamientos—. Los marineros tienen que ser observadores —prosiguió—, y los míos son lo suficientemente listos como para saber que un soldado oculta su botín en su persona, y son lo bastante observadores para advertir que el señor Sharpe no se quita la casaca, y una noche, señor Sharpe, cuando vaya usted a las letrinas, o cuando esté tomando el aire en cubierta, un marinero observador se le acercará por la espalda. ¿Una cabilla? ¿Un golpe en la cabeza? ¿Un chapuzón nocturno? ¿Quién iba a echarle de menos? —Sonrió, dejando al descubierto sus largos dientes amarillos, y tocó la empuñadura de una de las pistolas que había encima de la mesa—. Si ahora le disparara, le quitara la ropa y luego lo arrojara por la escotilla, ¿quién se atrevería a contradecir mi versión de que usted me había atacado?
Sharpe se quedó callado.
La mano de Cromwell seguía en la pistola.
—¿Tiene un arcón en su camarote?
—Sí, señor.
—Pero no se fía de mis marineros. Sabe que abrirían el cerrojo en cuestión de segundos.
—No me cabe duda —dijo Sharpe.
—¡Pero no se atreverán a abrir mi arcón! —declaró Cromwell señalando con un gesto debajo de la mesa, donde había un baúl de madera de teca revestida de hierro—. Quiero que me ceda su tesoro ahora, señor Sharpe; yo le firmaré el recibo y se lo guardaré, y cuando lleguemos a nuestro destino le será devuelto. Es un procedimiento habitual. —Al fin levantó la mano de la pistola, la alargó hacia la estantería y bajó una caja pequeña llena de papeles—. En ese arcón guardo algún dinero perteneciente a lord William Hale, ¿lo ve? —le pasó a Sharpe uno de los papeles, donde se acusaba recibo de ciento setenta guineas en moneda nativa. El papel estaba firmado por Peculiar Cromwell y por Malachi Braithwaite, licenciado en Oxford, en nombre de lord William—. Tengo posesiones del comandante Dalton —dijo Cromwell mientras sacaba otro pedazo de papel— y piedras preciosas pertenecientes al barón Von Dornberg —le mostró a Sharpe dicho recibo—. Y más piedras preciosas que pertenecen al señor Fazackerly. —Fazackerly era el abogado—. Éste —Cromwell dio un golpe con el pie al arcón— es el lugar más seguro del barco, y si uno de mis pasajeros lleva objetos de valor quiero que éstos se mantengan apartados del camino de la tentación. ¿He sido lo bastante claro, señor Sharpe?
—Sí, señor.
—Pero está pensando que no confía en mí…
—No, señor —respondió Sharpe, que estaba pensando precisamente eso.
—Ya se lo he dicho —gruñó Cromwell—, es un procedimiento habitual. Usted me encomienda sus objetos de valor y yo, como capitán al servicio de la Compañía de las Indias Orientales, le doy un recibo. En caso de que yo perdiera estos objetos de valor, señor Sharpe, la Compañía se los reembolsaría. La única manera como puede perderlos es si el barco se hunde o si lo capturan en un ataque enemigo, en cuyo caso deberá recurrir a sus aseguradores. —Cromwell esbozó una sonrisa, pues sabía perfectamente bien que el tesoro de Sharpe no iba a estar asegurado.
Sharpe siguió callado.
—De momento, señor Sharpe —dijo Cromwell en voz baja—, sólo le he pedido que acceda a mis deseos. Puedo insistir, si es necesario.
—No hace falta que insista, señor —repuso Sharpe, porque, en realidad, Cromwell tenía razón al sugerir que todos los observadores marineros del barco se fijarían en sus gemas mal escondidas. Todos los días sin excepción, Sharpe era consciente de que las piedras preciosas suponían una carga para él y que seguirían siéndolo hasta que pudiera venderlas en Londres. Esa carga desaparecería si cedía las piedras para que la Compañía las guardara. Por otro lado, le habían asegurado que Pohlmann también había confiado sus piedras preciosas para que el capitán las guardara. Si Pohlmann, que no tenía un pelo de tonto, confiaba en Cromwell, entonces seguro que Sharpe también podía hacerlo.
Cromwell le entregó unas tijeras y Sharpe cortó el dobladillo de su casaca. No mostró ni tocó las piedras que llevaba en la cinturilla, ni las de las botas, pues no eran tan evidentes, ni siquiera ante una mirada escrutadora, pero sí puso sobre la mesa un gran montón de rubíes, diamantes y esmeraldas que sacó de las costuras de su casaca roja.
Cromwell separó las piedras en tres pilas y a continuación pesó cada montón en una pequeña y delicada balanza. Anotó cuidadosamente los resultados, guardó las gemas bajo llave y luego le entregó a Sharpe un recibo que ambos habían firmado.
—Se lo agradezco, señor Sharpe —dijo Cromwell con gravedad—, pues ahora me quedo más tranquilo. El sobrecargo buscará a un marinero que le cosa la casaca —añadió al tiempo que se ponía de pie.
Sharpe también se levantó, y agachó la cabeza para no darse con los bajos baos.
—Gracias, señor.
—Sin duda lo veré enseguida en la cena. Al barón parece gustarle mucho su compañía. ¿Lo conoce bien?
—Me lo encontré una o dos veces en la India.
—Parece un hombre extraño, y no es que lo conozca en absoluto. Pero, ¿un aristócrata ensuciándose las manos con el comercio? —Cromwell se estremeció—. Supongo que en Hannover hacen las cosas de otro modo.
—Me imagino que sí, señor.
—Gracias, señor Sharpe. —Cromwell se metió las llaves en un bolsillo y con un gesto de la cabeza indicó a Sharpe que podía marcharse.
El comandante Dalton estaba en el alcázar, deleitándose con las prácticas de tiro.
—Nadie ha igualado su marca, Sharpe —dijo el escocés—. ¡Estoy orgulloso de usted! Mantiene el honor del ejército.
Lady Grace dirigió a Sharpe una de sus indiferentes miradas y luego se volvió a mirar al horizonte.
—Dígame, señor —le dijo Sharpe al comandante—, ¿confiaría usted en un capitán de la Compañía de las Indias Orientales?
—Si uno no puede confiar en un hombre así, Sharpe, es que el mundo se está acabando.
—No deseamos que eso ocurra, ¿verdad, señor?
Sharpe miró a lady Grace. Estaba de pie junto a su marido, tocándole ligeramente el brazo para mantener el equilibrio en la cubierta, que se balanceaba. El perro y el gato, pensó.
Y le entraron ganas de que lo arañaran.