Suelen ocurrir dos accidentes que merman las comodidades y beneficios de tu puesto: primero, la execrable costumbre adoptada por las damas de cambiar sus trajes viejos por porcelana, o de utilizarlos para tapizar butacas, o de hacer con ellos retales para pantallas, taburetes, almohadones y demás. El segundo es la invención de pequeños aparadores y baúles con llave y candado, en los que guardan el té y el azúcar, sin los cuales le resulta imposible vivir a una doncella, pues debido a esta costumbre te ves obligada a comprar azúcar moreno, y a echar agua en las hojas cuando ya han perdido todo su efecto y sabor. Soy incapaz de dar con un remedio perfecto para estas dos desgracias. En lo que se refiere a la primera, creo que debería producirse una general confederación de todos los sirvientes en todas las casas, por el bien común, para impedir la entrada a esos mercachifles de la porcelana; en lo que respecta a la segunda, la única forma de remediarlo es con una llave falsa, que es un artículo difícil y peligroso de obtener. En cuanto a lo deshonesto de procurarse una, no me cabe duda de que tu señora te provoca a hacerlo, al negarte una propina antigua y legal. Quizá la dueña de la tienda de té te dé a veces media onza, pero eso sólo será una gota en el océano, y por tanto me temo que te ves obligada, como el resto de tus hermanas, a pedir fiado y a pagarlo con tu salario hasta donde éste alcance, cosa que puedes compensar por otras vías si tu señora es generosa o si sus hijas poseen considerables fortunas.
Si vives con una gran familia y eres la ayuda de la señora es muy posible que gustes al señor, aunque no seas ni la mitad de hermosa que su esposa. En ese caso, cuídate de sacarle todo lo que puedas, y nunca le permitas tomarse la menor libertad, ni un apretón en la mano, a no ser que te ponga una guinea en ella; de manera gradual, hazle pagar de acuerdo a cada nuevo intento, doblándole la cantidad según las concesiones que permites, y siempre pugnando y amenazando con gritar o contárselo a tu señora, aunque aceptes su dinero. Cinco guineas por tocar un seno es un precio irrisorio, aunque parezca que te opones con todas tus fuerzas; pero nunca le concedas el favor último por menos de cien guineas, o un acuerdo de veinte libras al año de por vida.
En una familia así, si eres hermosa, podrás elegir entre tres amantes; el capellán, el administrador y el ayuda de tu señor. Te recomiendo que en primer lugar elijas al administrador, pero si eres joven y esperas un hijo de tu amo, debes unirte al capellán. El que menos me gusta es el ayuda de tu señor, pues suele comportarse de forma vanidosa y grosera en cuanto se quita la librea, y si deja escapar un par de distinciones o la posición de aduanero en el puerto, no le queda más remedio que convertirse en bandolero.
Debo prevenirte especialmente contra el hijo mayor de tu señor. Si eres suficientemente diestra, es muy probable que lo empujes a casarse contigo y a hacer de ti una dama, si es un simple bribón o un necio (y debe ser una cosa o la otra), pero si es lo primero, evítalo como el diablo, pues respeta menos a una madre que tu señor a su esposa, y tras diez mil promesas, lo único que sacarás de él será un vientre abultado o la gonorrea, y seguramente ambas cosas a la vez.
Cuando tu señora esté enferma y después de una pésima noche eche una cabezada por la mañana, si llega un lacayo con un mensaje preguntando por su estado, no permitas que se pierda el cumplido; zarandéala suavemente hasta que se despierte, entrega el mensaje, recoge su respuesta, y déjala dormir.
Si tienes la suerte de servir a una dama con una gran fortuna, mala administradora has de ser si no consigues quinientas o seiscientas libras al separarte de ella. No dejes de recordarle que tiene dinero suficiente para hacer feliz a cualquier hombre; que la única felicidad real se halla en el amor; que ella es libre para elegir a quien le plazca, sin seguir las directrices de los padres; que en la ciudad hay todo un mundo de caballeros apuestos, elegantes, jóvenes y gratos, que serían dichosos muriendo a sus pies; que la conversación de dos amantes es como el cielo en la tierra; que el amor, como la muerte, iguala todas las posiciones; que, si se fija en un joven de menor rango y fortuna, su casamiento con él lo convertirla en caballero; que el día anterior has visto en el Mall al alférez más apuesto y que, si tú tuvieras cuarenta mil libras, las pondrías a su disposición. Cerciórate de que todos sepan con qué dama vives, que eres su gran favorita, y que siempre atiende a tus consejos. Acude con frecuencia al parque de St. James; los hombres elegantes no tardarán en descubrirte, e intentarán introducirte una carta en la manga o en el escote. Sácatela furiosa y tírala al suelo, a no ser que vaya acompañada al menos de dos guineas, pero, en ese caso finge que no la ves, finge creer que sólo se estaba haciendo el guasón contigo. Cuando vuelvas a casa, deja la carta con descuido en el dormitorio de tu señora; ella la encuentra, se enoja; tú afirmas entre protestas que desconocías su existencia, sólo recuerdas que un caballero en el parque intentó arrancarte un beso, y que crees que fue él quien te metió la carta en la manga o en la enagua y que, además, era el hombre más gentil que jamás hubieras visto; que ella puede quemar la carta si así lo desea. Si tu señora es sabia, quemará otro papel delante de ti, y leerá la carta cuando bayas bajado al piso principal. Debes seguir esta práctica con toda la frecuencia posible sin incurrir en riesgos, pero quien mejor te pague con cada carta debe ser el hombre más apuesto. Si un lacayo intenta introducir una carta en la casa para que se la entregues a tu señora, aunque proceda de tu mejor cliente, arrójasela a la cabeza; llámale descarado sinvergüenza y villano, y dale con la puerta en las narices; corre junto a tu señora y, como prueba de tu fidelidad, cuéntale lo que has hecho.
Podría extenderme largamente sobre este tema, pero confío en tu discernimiento.
Si sirves a una señora con cierta propensión a los galanteos, deberás emplear mucha prudencia para ocuparte de ellos. Tres cosas son necesarias: en primer lugar, cómo complacer a tu señora; en segundo lugar, cómo impedir las sospechas del marido o de la familia; y, en último lugar, pero el más importante, cómo sacarles el mayor provecho. Darte instrucciones completas sobre este importante asunto requeriría un grueso volumen. Todo encuentro en la casa es peligroso, tanto para tu señora como para ti: esmérate por tanto en celebrarlos en un tercer lugar, especialmente si tu señora, como sucede habitualmente, tiene más de un amante, cada uno de los cuales es más celoso que mil maridos, y muy infaustos enfrentamientos pueden darse aun con la mejor de las organizaciones. No necesito advertirte de que emplees tus buenas artes principalmente en favor de aquellos que se muestran más pródigos; no obstante, si tu señora se fija en un lacayo apuesto, debes tener la generosidad de permitirle el capricho, pues no es cosa singular, sino un apetito muy natural. No deja de ser la menos arriesgada de todas las intrigas domésticas, y la que menos sospechas despertaba antaño, hasta que recientemente se ha vuelto más habitual. El gran peligro de estas familias de señores, que venden mala mercancía en demasiadas ocasiones, es que pueden no tener una situación desahogada, y en ese caso tu señora y tú os veréis en aprietos, aunque no desesperadas.
No obstante, por decir la verdad, confieso que es una gran osadía por mi parte brindarte instrucciones de conducta para los amoríos de tu señora, cuando tú y todas tus hermanas sois ya tan expertas y profundamente doctas, aunque todo eso sea mucho más difícil de saber que la ayuda que mis hermanos los lacayos prestan a sus amos en situaciones semejantes y, por ello, dejo este asunto para que lo trate una pluma más diestra.
Cuando guardes un vestido de seda o un gorro de encaje en un baúl o un arcón, deja un trozo fuera para que, cuando vuelvas a abrirlo, sepas dónde está.