Tu puesto, al tener una naturaleza poco definida, comprende gran variedad de asuntos, y cuentas con grandes posibilidades de ser el favorito de tu amo y de tu señora, o de los señoritos y señoritas. Tú eres el caballero de la familia, del que se enamoran todas las criadas. A veces eres un modelo en el vestir para tu amo, y a veces él lo es para ti. Atiendes la mesa delante de todos los invitados, y, en consecuencia, tienes la oportunidad de ver y conocer el mundo, y de comprender a los hombres y sus costumbres. Confieso que tu salario es escaso, a no ser que te manden a entregar un regalo, o que sirvas un té en el campo, pero los vecinos te llaman «señor» y a veces obtienes una fortuna, que quizá sea la hija de tu amo, y he conocido a muchos de tu tribu que habían tenido un alto rango en el ejército. En la ciudad, tienes un asiento reservado en el teatro, donde puedes convertirte en un crítico ingenioso. Careces de enemigos declarados, con la excepción de la chusma y de la doncella de tu señora, quienes quizá te llamen a veces «criaducho». Siento auténtica veneración por tu oficio, porque en mis tiempos tuve el honor de pertenecer a tu orden, que abandoné neciamente para rebajarme y aceptar un puesto en la aduana. Para que tú, hermano mío, corras mejor suerte, te dictaré a continuación mis instrucciones, que son el fruto de muchas cavilaciones y observaciones, así como de siete años de experiencia.
Para conocerlos secretos de otras familias, cuenta a tus compañeros aquellos de tu amo; así te convertirás en un favorito tanto dentro como fuera de casa, y serás considerado persona de importancia.
Que nunca te vean en la calle con una cesta o un paquete en la mano, y no lleves nada que no puedas esconder en un bolsillo; de otro modo, mancharás tu vocación. Para impedirlo, contrata siempre a un golfillo callejero para que lleve tus bultos, y, si no dispones de un cuarto de penique, págale con una buena rebanada de pan o con un trozo de carne.
Que el limpiabotas limpie primero tus zapatos, para que no ensucies las habitaciones, y después los de tu amo; empléalo a propósito para ese fin y para que te haga los recados, y págale con las sobras de la comida. Cuando te manden hacer un recado, escabúllete para ocuparte de tus propios asuntos, bien para ver a tu enamorada, bien para beber una jarra de cerveza con tus compañeros, pues es evidente que así se ahorra muchísimo tiempo.
Existe una gran controversia acerca de la forma más práctica y elegante de sostener una fuente en las comidas: los hay que la colocan entre su cuerpo y el respaldo de la silla, que constituye una magnífica solución, si el tamaño de la silla lo permite; otros, para que la fuente no se les caiga, la agarran con tanta firmeza que su pulgar llega hasta el centro, cosa que, no obstante, si tu dedo está seco, no es un método seguro, y por tanto, en ese caso, recomiendo que mojes el centro de la fuente con la lengua. En cuanto a la absurda práctica de sostener la base de la fuente con la palma de la mano, que algunas señoras recomiendan, ha sido universalmente impugnada, al dar pie a muchos accidentes. Por otro lado, los hay tan refinados que se la ponen directamente debajo de la axila, que es la mejor posición para que no se enfríe, pero puede resultar peligroso cuando haya que retirar un plato, pues la fuente puede caer sobre la cabeza de algún invitado. Confieso que, personalmente, he rechazado todos esos métodos, que he probado con frecuencia, y es por ello que recomiendo un cuarto, que es meterte la fuente, incluso hasta el borde, en el costado izquierdo, entre el chaleco y la camisa; eso la mantendrá al menos tan caliente como tu axila —o sobaco, como la llaman los escoceses—, y la esconderá, de tal modo que los desconocidos creerán que eres un sirviente superior, que no puede rebajarse a sostener una fuente; también impedirá que se caiga y, así colocada, la tienes lista para sacarla en un santiamén, ya caliente, para cualquier invitado a tu alcance que la desee. Y, por último, este método presenta otra ventaja, y es que, si en algún momento mientras estás sirviendo ves que vas a toser o estornudar, puedes extraer la fuente y acercarte la parte cóncava a la nariz o a la boca, y así evitarás escupir cosas húmedas en los platos o en el tocado de las señoras. Vemos cómo las damas y los caballeros observan esa práctica en ocasiones semejantes con un sombrero o un pañuelo, pero un plato se ensucia menos y se limpia antes que cualquiera de los dos, porque, cuando has terminado de toser o estornudar, no tienes más que volver a colocar la fuente en la misma posición, y tu camisa la limpiará en el pasillo.
Retira los platos más grandes y sostenlos con una mano, para mostrar a las damas tu vigor y la fuerza de tu espalda, pero hazlo siempre entre dos damas, de modo que, si el azar quiere que tires el plato, la sopa o la salsa caigan en sus vestidos y no manchen el suelo. Gracias a esta práctica, dos de nuestros hermanos, honrados amigos míos, consiguieron considerables fortunas.
Aprende todas las palabras y juramentos y canciones y fragmentos de obras de teatro de moda que puedas recordar. Así te convertirás en el deleite de nueve de cada diez damas, y en la envidia de noventa y nueve de cada cien galanes.
Cuídate en ciertos momentos, especialmente durante la cena, cuando haya personas de categoría, de salir de la estancia junto a tus compañeros: de ese modo os procuraréis un descanso de las fatigas del servir y, al mismo tiempo, dejaréis que los invitados hablen con mayor libertad, sin que vuestra presencia los coarte.
Cuando debas transmitir un mensaje, exprésalo en tus propias palabras, aunque sea para un duque o una duquesa, y no con las palabras de tu amo o señora, pues ¿cómo van a saber cómo debe ser un mensaje mejor que tú, que has sido educado para esa tarea? Pero nunca des la respuesta hasta que la pidan, y, entonces, adórnala con tu propio estilo.
Cuando se termine la cena, lleva un gran montón de fuentes a la cocina: cuando llegues al comienzo de las escaleras, tíralas todas delante de ti para que salgan rodando. No existe imagen o sonido más agradable, sobre todo si son de plata, amén de las molestias que te ahorras, y quedarán a mano, cerca de la puerta de la cocina, para que el pinche las lave.
Si subes un trozo de carne a la planta principal y se te cae, antes de entrar en el comedor con la carne en el suelo y la salsa derramada, coge la carne con cuidado, límpiala con la manga de tu chaqueta, vuelve a ponerla en la fuente y sírvela; si tu señora echa en falta la salsa, dile que la traerás en otra fuente.
Cuando sirvas un plato de carne, mete los dedos en la salsa, o chúpala con la lengua para ver si es buena y adecuada para la mesa de tu amo.
Tú eres el mejor juez de las amistades que convienen a tu señora, y, por eso, si te manda dar un recado de cortesía o de negocios a una familia que te desagrada, transmítelo de forma que dé pie a una disputa entre ellos y que no se puedan reconciliar; o, si un lacayo de esa familia viene a ti con un cometido semejante, reproduce la respuesta que ella te ha ordenado comunicar de tal forma que la otra familia la tome como una ofensa.
Cuando te encuentres en tu residencia y no puedas conseguir un limpiabotas, limpia los zapatos de tu amo con la parte inferior de las cortinas, una servilleta limpia, o el delantal de la posadera.
Lleva siempre puesto el sombrero dentro de casa, menos cuando te llame tu amo: en cuanto te encuentres en su presencia, quítatelo para demostrar tus modales.
No te limpies los zapatos en el limpiabarros, sino en el vestíbulo o al pie de las escaleras, y de ese modo tendrás el mérito de llegar casi un minuto antes a casa, y el limpiabarros durará más.
No pidas permiso para salir a la calle, porque entonces siempre sabrán que estás ausente, y te considerarán un vago y un paseante; pero si sales y nadie lo ve, es posible que vuelvas sin que te hayan echado de menos, y no es necesario que digas a los demás sirvientes dónde has ido, pues sabrán decir que aún estabas en casa hacía dos minutos, que es el deber de todos los sirvientes.
Apaga las velas con los dedos, tira la mecha al suelo y después písala para que no apeste; este método impedirá en gran medida que los apagavelas se gasten. También has de apagarlas cerca del sebo, para que se consuman y la cocinera pueda llevarse más grasa, pues ella es la persona con quien la prudencia aconseja llevarse bien.
Mientras se reza después de la comida, aleja con tus compañeros las sillas de los allí reunidos, para que, cuando vuelvan a sentarse, se caigan de espaldas, cosa que los pondrá muy contentos; pero sed discretos y no riáis hasta que lleguéis a la cocina, y allí divertid a los otros sirvientes.
Cuando sepas que tu amo se encuentra sumamente ocupado con una visita, entra y finge que ordenas la habitación y, si te reprende, di que creíste que había tocado el timbre. Eso lo distraerá, para que no se extenúe con los negocios ni se agote hablando o dándole vueltas a la cabeza, todo lo cual es dañino para su ánimo.
Si te mandan romper la pinza de un cangrejo o una langosta, métela en la jamba de la puerta del comedor, entre las bisagras: así podrás hacerlo poco a poco, sin que la carne se haga papilla, que es lo que suele suceder cuando se utiliza la llave de la puerta de la calle o la mano del mortero.
Cuando retires un plato sucio a un invitado, y veas el cuchillo y el tenedor sucios puestos encima, muestra tu destreza: coge el plato y tira el cuchillo y el tenedor a la mesa sin que se caigan los huesos o la carne cortada que quedan; después, el invitado, que dispone de más tiempo que tú, limpiará el cuchillo y el tenedor ya empleados.
Cuando lleves una copa de aguardiente a una persona que la ha pedido, no le des un golpe en el hombro ni exclames: «Señor, o señora, he aquí su copa»; eso sería de mala educación, como si quisieras obligarle a bebérselo. Colócate, en cambio, tras el hombro derecho de esa persona, y espérala; si la tira con el hombro en un descuido, ha sido culpa suya y no tuya.
Cuando tu señora te mande traer un coche de alquiler en un día de lluvia, vuelve en el carruaje para no estropearte la ropa y ahorrarte la molestia de andar; es mejor que la parte inferior de sus enaguas se embarre con tus zapatos sucios, antes de que se te eche a perder la librea y atrapes un constipado.
No hay mayor indignidad para alguien de tu posición que la de alumbrar a tu amo con un farol por la calle, y, por eso, es una práctica muy justa intentar evitarlo mediante cualquier ardid; además, eso indica que tu amo es pobre o avaro, que son los dos peores atributos que puedes encontrar si eres sirviente. Cuando yo me hallaba en esas circunstancias, empleaba varios sabios recursos, que aquí te recomiendo: a veces cogía una vela tan larga que tocaba la punta del farol y se apagaba; pero mi amo, después de una buena zurra, me mandaba poner papel en la punta. Posteriormente utilizaba una vela mediana, pero quedaba tan suelta en su orificio que se caía a un lado, y quemaba una cuarta parte del cuerno. Después usaba un trocito de vela de media pulgada, que se hundía en su orificio y derretía la soldadura, cosa que obligaba a mi amo a hacer la mitad del camino a oscuras. Más tarde me hizo meter dos pulgadas de vela en el hueco que había quedado practicado, después de lo cual fingí que me caía, apagué la vela, e hice pedazos la parte de estaño. Finalmente se vio obligado a emplear los servicios de un farolero, para dejar de despilfarrar.
Hay que lamentar que los caballeros de nuestro oficio sólo tengamos dos manos para retirar del comedor fuentes, platos, botellas y cosas semejantes durante las comidas; y la desgracia es aún mayor porque es necesaria una de esas manos para abrir la puerta mientras la carga te estorba. Por eso recomiendo que la puerta se deje siempre entreabierta, para abrirla con el pie, y así podrás salir con platos y fuentes del vientre a la barbilla, amén de gran cantidad de cosas bajo los brazos, lo que te evitará más de un cansino paseo; pero cuídate de que la carga no caiga hasta que hayas salido de la habitación y, si es posible, hasta que no se te pueda oír.
Si te envían a la oficina de correos con una carta en una noche fría y lluviosa, entra en la taberna y bebe una jarra de cerveza hasta que se suponga que has terminado el recado; pero no dejes pasar la siguiente oportunidad de franquear la carta con esmero, como debe hacer todo sirviente honrado.
Si te ordenan hacer café para las damas después de la cena, y la cacerola se desborda mientras corres al piso principal a buscar una cuchara para removerlo, o estás pensando en otra cosa, o intentando hurtarle un beso a la doncella, limpia los lados de la cacerola con un trapo para los platos, sirve el café con arrojo, y, cuando tu señora lo juzgue demasiado flojo, y te interrogue para saber si se ha derramado, niégalo en redondo, jura que has puesto más café de lo normal, que no te has alejado de él ni una pulgada, que te has esmerado en hacerlo mejor que de costumbre porque tu señora tenía invitadas, que los sirvientes de la cocina ratificarán lo que dices. Ante esto, verás cómo las otras damas dictaminan que tu café es excelente, y tu señora confesará que tiene el paladar estragado: en lo venidero no se fiará de sí misma, y tendrá más cuidado al encontrar faltas. Te insto a que hagas esto por una cuestión de principios, pues el café es muy poco saludable y, por afecto hacia tu señora, debes dárselo lo menos fuerte posible; y, siguiendo este razonamiento, cuando quieras regalar a alguna de las doncellas un cuenco de café recién hecho, puedes hacerlo. Debes quedarte con un tercio de lo molido para salvaguardar la salud de tu señora, y granjearte la simpatía de sus doncellas.
Si tu amo te manda llevar una chuchería a alguno de sus amigos, cuídala como si se tratase de un anillo de diamantes. Por eso, aunque el regalo sólo sea media docena de camuesas, ordena al sirviente que ha recibido el recado que diga que te han ordenado que las entregues con tus propias manos. Eso demostrará tu precisión y cuidado para evitar accidentes o errores, y el caballero o la dama tendrán que darte por lo menos un chelín. Y, cuando tu amo reciba un regalo semejante, indica al mensajero que lo trae que haga lo mismo, y haz insinuaciones a tu amo que despierten su generosidad, pues los sirvientes y compañeros deben ayudarse, dado que todo es para honrar a tu amo, que es la cuestión principal que todo buen sirviente debe considerar, y de la que él es el mejor juez.
Cuando sólo te alejes unos portales para chismorrear con una criada, o a beber una rápida jarra de cerveza, o a ver cómo ahorcan a otro lacayo, deja abierta la puerta de la calle para que no tengas que llamar y tu amo descubra que has salido, pues un cuarto de hora no supone un perjuicio en el servicio que prestas.
Cuando retires los mendrugos de pan sobrantes después de la comida, ponlos en platos sucios y machácalos con otros platos por encima, para que nadie los toque; serán una buena propina en forma de comida para el golfillo callejero.
Cuando te veas obligado a limpiar los zapatos de tu amo con tus propias manos, utiliza el filo del cuchillo de cocina más afilado, y sécalos colocando la punta a una pulgada del fuego, pues los zapatos mojados resultan peligrosos y, además, gracias a este ardid lo conseguirás antes.
En algunas familias el amo suele mandar a la taberna a buscar una botella de vino, y tú eres el recadero. Te recomiendo, por tanto, que cojas la botella más pequeña que encuentres. No obstante, pide al tabernero que te dé un cuarto de galón, y así tendrás un buen trago y la botella quedará llena. En cuanto al corcho para cerrarla, no debes molestarte, pues el pulgar puede cumplirla misma función, o un trozo de papel sucio y mascado.
En todas las disputas con cocheros y porteadores que piden demasiado, cuando tu amo te mande a la calle a negociar con ellos, compadécete de los pobres hombres, y dile a tu amo que no aceptan ni un cuarto de penique menos de lo acordado; te conviene más conseguir un trago de una jarra de cerveza que ahorrarle un chelín a tu amo, para quien eso supone una nadería.
Cuando estés al servicio de tu señora en una noche oscura, si emplea su coche, no camines al lado, pues así te cansarías y te ensuciarías: sube al lugar que te corresponde en la parte posterior, y sostén el farol inclinándolo hacia el techo del coche; cuando haya que apagarlo, déjalo chocar con las esquinas.
Cuando dejes a tu señora en la iglesia los domingos, dispones de dos horas tranquilas con tus compañeros en la taberna, o con un filete de ternera y una jarra de cerveza en casa, junto a la cocinera y las criadas; y vive Dios que los pobres sirvientes tienen tan pocas ocasiones de ser dichosos que no deben desaprovechar ninguna.
Nunca lleves calzas cuando sirvas en las comidas, tanto por tu propia salud como por la de aquellos que están en la mesa, porque no sólo a casi todas las damas les gusta el olor de los pies de los hombres jóvenes, sino que además es un remedio espléndido para los vapores[3].
Si puedes, elige servir en la casa cuya librea tenga los colores menos estridentes y reconocibles: el verde y el amarillo revelan de inmediato tu ocupación, así como cualquier clase de encaje, excepto el de plata, del que casi nunca dispones, a no ser que vivas con un duque o un hijo pródigo que acaba de heredar. Los colores que debes procurarte son el azul o el ocre combinados con rojo, los cuales, junto a una espada prestada, las camisas de tu amo, y una confianza natural bien empleada, te darán el título que gustes allá donde no seas conocido.
Cuando retires de la mesa platos u otras cosas durante las comidas, llénate las manos todo lo que puedas, porque, aunque a veces derrames y a veces tires cosas, al cabo del año verás que has obrado con gran diligencia y que has ahorrado mucho tiempo.
Si tu amo o señora pasea por la calle, colócate a un lado y, en la medida de lo posible, a su misma altura, lo que hará pensar a la gente que os observa que no estás a su servicio, o que eres una de sus amistades; pero si uno u otra se dan la vuelta y te dirigen la palabra, y te ves obligado a quitarte el sombrero, hazlo sólo con dos dedos, y ráscate la cabeza con los demás.
En invierno, enciende la chimenea del comedor sólo dos minutos antes de que sirvan la cena, para que tu amo advierta qué poca leña gastas.
Cuando te ordenen avivar el fuego, limpia la ceniza de las barras con el cepillo de la chimenea.
Cuando te manden llamar a un carruaje, aunque sea medianoche, quédate en la puerta, para no ausentarte si te necesitan; no te muevas de ahí y aúlla: «Coche, coche», durante media hora.
Aunque vosotros, caballeros con librea, sufrís la desdicha de ser tratados vilmente por toda la humanidad, a veces os las arregláis para no perder el ánimo, y a veces obtenéis una fortuna considerable. Yo me hice amigo íntimo de uno de nuestros hermanos que era lacayo de una dama de la corte. Ésta tenía una ocupación reputada, era hermana de un conde, y viuda de un hombre importante. Ella vislumbró tanta cortesía en mi amigo, esa elegancia con la que él tropezaba delante de su palanquín y se metía el cabello debajo del sombrero, que se le insinuó en repetidas ocasiones, y un día, mientras tomaba el aire en su coche con Tom en la parte de atrás, el cochero se perdió y paró en una capilla privilegiada, donde la pareja contrajo matrimonio, y Tom volvió a casa en el carruaje, al lado de su señora. Pero, desafortunadamente, él la enseñó a beber coñac, de lo que ella murió después de haber empeñado toda su vajilla para adquirirlo, y Tom trabaja ahora como jornalero, fabricando malta.
Boucher, el famoso tahúr, era otro de nuestra hermandad, y cuando tenía cincuenta mil libras apremió al duque de B*** a que le pagase un retraso del salario cuando estaba a su servicio; y podría dar muchos más ejemplos, en especial el de otro, cuyo hijo ocupaba uno de los puestos preeminentes en la corte, pero bastará darte el siguiente consejo: sé descarado e insolente con todo el mundo, sobre todo con el capellán, el ama de llaves y el rango superior de sirvientes en la casa de una persona de importancia, y no des importancia a una patada o un bastonazo de tanto en tanto, pues tu insolencia acabará dando sus frutos, y, por vestir una librea, seguramente acabarás luciendo un par de enseñas.
Cuando estés sirviendo detrás de una silla durante las comidas, menea el respaldo sin cesar, para que la persona que está delante de ti sepa que estás listo para atenderla.
Cuando lleves un paquete de platos de porcelana, si por casualidad se caen, desgracia que no es infrecuente, tu excusa debe ser que te has chocado con un perro en el vestíbulo; que la doncella ha abierto la puerta delante de ti por accidente; que había una escoba en la entrada y que has tropezado con ella; que se te ha enganchado la manga en el pomo o la cerradura de la puerta.
Cuando tu amo y tu señora estén departiendo en su alcoba, y albergues alguna sospecha de que lo que dicen te afecta a ti o a tus compañeros, escucha detrás de la puerta por el bien común de todos los sirvientes, y reúnelos a todos con el fin de acometer las medidas necesarias para impedir cualquier novedad que pueda resultar perniciosa a la comunidad.
No te vanaglories de la prosperidad. Has oído que la fortuna gira en una rueda; si tienes una buena posición, estás en la parte superior de la rueda. No olvides todas las veces en que te has visto despojado de tus ropas y en que te han echado a la calle; tu salario estaba comprometido y gastado de antemano en zapatos importados con tacones rojos, peluquines de segunda mano y volantes de encaje remendados, amén de en una deuda atroz con la tabernera y la bodega. El tabernero de al lado, que antes te invitaba a un sabroso trozo de morro de buey por las mañanas, te lo daba gratis, y sólo te cobraba la bebida, inmediatamente después de que te echaran vergonzosamente pidió a tu amo que le pagara con tu salario, del que no quedaba ni un cuarto de penique, y después te persiguió acompañado de alguaciles por todas esas oscuras bodegas. No olvides lo pronto que te viste envuelto en harapos, con la ropa raída y de mal en peor; que te viste obligado a pedir prestada una vieja librea para estar presentable mientras buscabas una ocupación, y a colarte en las casas de viejos conocidos para que te diesen subrepticiamente un bocado con que mantenerte en pie; no olvides cuando, en todos los aspectos, ocupabas el escalafón más bajo de la vida, que, como dice la vieja balada, es el de un criaducho expulsado. Insisto en que no lo olvides ahora, en tu floreciente estado. Paga religiosamente tus contribuciones a tus antiguos compañeros, los cadetes, solos en el ancho mundo; toma a uno de ellos como ayudante, para entregar los mensajes de tu señora cuando tú quieras ir a la taberna; escúrrele en secreto, de vez en cuando, una rebanada de pan y un trozo de carne fría —tu amo puede permitírselo—; y, si no se aloja ya en la casa, déjale dormir en el establo o en la cochera, o debajo de las escaleras traseras, y recomiéndalo a todos los caballeros que frecuentan tu casa como un excelente sirviente.
Envejecer desempeñando el oficio de lacayo es la mayor de las vergüenzas; por tanto, cuando veas que los años pasan sin posibilidades de un empleo en la corte, un puesto de mando en el ejército, un ascenso como administrador, un trabajo en la Hacienda (y estos dos últimos no puedes conseguirlos sin saber leer y escribir), o de escaparte con la sobrina o la hija de tu amo, te recomiendo directamente que te conviertas en salteador de caminos, que es el único puesto de honor que te queda. Ahí conocerás a muchos de tus antiguos camaradas, y vivirás una vida corta y feliz, de la que saldrás con todos los honores, para lo que te voy a dar ciertas instrucciones.
El último consejo que voy a brindarte se refiere a tu actitud cuando vayan a colgarte, cosa que, bien por robar a tu amo, por allanamiento de morada, por ser bandolero, o, en una pelea de borrachos, por matar al primer hombre con quien te encuentres, será probablemente tu destino, y se debe a uno de estos tres atributos: el amor al jolgorio, un talante generoso, o un ánimo demasiado vivaz. Tu buena actitud en este punto afectará a toda tu comunidad. En tu juicio, niega el hecho con solemnes imprecaciones; cien compañeros tuyos, si logran ser admitidos, asistirán al juicio y estarán dispuestos, cuando se les pregunte, a relatar tu buen carácter ante el tribunal. Que nada te empuje a confesar, excepto una promesa de perdón a cambio de descubrir a tus compinches. No obstante, supongo que todo esto será en vano, porque, si escapas ahora, correrás la misma suerte en algún otro momento. Que el mejor escritor de Newgate[4] te redacte un discurso; algunas de tus amables criadas te llevarán una camisa de holanda y un bonito gorro coronado por un lazo negro o carmesí. Despídete alegremente de todos tus amigos de Newgate, sube con valor al carro, arrodíllate, alza la vista, lleva un libro en la mano aunque no sepas leer ni una palabra, niega el acto en la horca, besa y perdona al verdugo, y adiós. Te enterrarán con toda pompa, y lo pagarán tus compañeros; el cirujano no tocará una sola de tus extremidades, y tu fama perdurará hasta que un sucesor de igual fama ocupe tu lugar.