Aunque no ignoro que las personas distinguidas llevan mucho tiempo observando la costumbre de tener cocineros, generalmente de la nación francesa, dado que mi tratado está pensado esencialmente para uso general de caballeros, terratenientes y señores, tanto del campo como de la ciudad, me dirigiré a ti, señora cocinera, como mujer. No obstante, gran parte de lo que indico puede servir para ambos sexos, y tu empleo se solapa naturalmente con el hombre, porque el mayordomo y tú compartís los mismos intereses. Vuestros salarios son asimismo semejantes, y se os paga cuando otros no reciben nada. Podéis celebrar festines furtivos por las noches con vuestra propia comida, cuando el resto de la casa duerme, y está en vuestro poder haceros amigos de los demás sirvientes. Podéis dar bocaditos o traguitos a los señoritos y señoritas y granjearos su cariño. Una riña entre vosotros resulta muy peligrosa para ambos, y su probable resultado es el despido de uno de los dos, y en ese fatal caso quizá no sea fácil hacer una piña con otro hasta que pase un tiempo. Y ahora, señora cocinera, procedo a darte mis instrucciones, que quiero que otra sirvienta de la familia te lea sin cesar una noche por semana cuando te acuestes, sirvas en el campo o en la ciudad, pues mis lecciones os serán de provecho a ambas.
Si tu señora olvida durante la cena que hay carne fría en la casa, no seas tan solícita como para recordárselo; es evidente que no la quería, y, si se acuerda al día siguiente, aduce que no te había dado órdenes y que ya no queda; por tanto, antes que contar una mentira, da buena cuenta de ella con el mayordomo o cualquier otro compinche antes de irte a la cama.
Nunca envíes a la mesa el muslo de un ave mientras haya un perro o un gato en la casa a los que se pueda acusar de haber huido con él. Si no hay ni uno ni otro, debes culpar a las ratas o a un extraño galgo.
Serías una pésima ama de casa si ensuciaras los estropajos limpiando la parte inferior de los platos que envías al piso principal, pues el mantel sirve igual de bien, y lo cambian cada comida.
No limpies los asadores después de utilizarlos, pues la grasa que la carne deja en ellos es lo mejor para impedir que se oxiden, y, cuando los vuelvas a emplear, esa misma grasa hará que la carne esté jugosa por dentro.
Si vives con una familia rica, asar y hervir es algo indigno de tu puesto, y te corresponde no saber hacerlo; en consecuencia, deja todo ese trabajo para una sirvienta, para no manchar la honra de la familia con la que vives.
Si, por tu empleo, tienes que ir al mercado, compra la carne al menor precio posible, pero, cuando presentes las cuentas, ten en consideración el honor de tu amo y da el precio más alto, cosa que, por otro lado, es completamente justa, pues nadie puede permitirse vender al mismo precio que compra, y no me cabe duda de que podrás jurar sin temor a equivocarte que no diste más de lo que el carnicero y el pollero pedían. Si tu señora te ordena preparar un trozo de carne para la cena, no debes deducir que estás obligada a prepararlo todo, de tal modo que el mayordomo y tú podéis quedaros con la mitad.
Las buenas cocineras no pueden soportar eso que llaman con toda justicia trabajos de chinos, en los que se emplea una gran cantidad de tiempo y se consigue muy poco. Un ejemplo es la preparación de aves pequeñas, que requieren mucha cocina y mucho desbarajuste y un segundo o tercer asador que, dicho sea de paso, resulta absolutamente superfluo, pues sería harto ridículo que un asador capaz de dar vueltas a una pierna de ternera no pueda dar vueltas a una alondra. No obstante, si tu señora es escrupulosa, y teme que un asador grande las desgarre, colócalas bellamente en la sartén, donde la grasa del cordero o ternera asados que cae encima de las aves bastará para darles jugo, y así ahorrarás tiempo y manteca, pues ¿qué clase de cocinera perdería el tiempo limpiando alondras, collalbas y demás aves pequeñas? Por ello, si no consigues que las criadas o las señoritas te ayuden, acorta el trabajo y chamúscalas o despelléjalas; la piel no es una gran pérdida, y la carne queda igual.
Si tienes que ir al mercado, no consientas que el carnicero te regale un filete de ternera y una jarra de cerveza, que, con toda sinceridad, creo que equivale a engañar a tu amo; acepta esa propina en dinero, si no aceptas créditos, o como impuesto cuando pagues las cuentas.
Como normalmente el fuelle de la cocina no funciona, por haber atizado el fuego con su punta para no gastar las pinzas y el atizador, toma prestado el de la alcoba de tu señora, que, al ser el menos utilizado, suele ser el mejor de la casa; y, si por casualidad lo estropeas o lo manchas de grasa, quizá puedas quedártelo para tu uso exclusivo.
Ten siempre cerca de la casa a un golfillo callejero al que mandar a hacer tus recados o para que vaya al mercado en los días de lluvia, pues así no ensuciarás tu ropa y parecerás más respetable a ojos de tu señora.
Si tu señora te cede la manteca obtenida de los asados, en respuesta a su generosidad asegúrate de cocer y asar la carne suficientemente. Si se la guarda para ella, respóndele con la misma moneda, y, antes de dejar que un buen fuego ande escaso, aliméntalo de tanto en tanto con la manteca y la grasa, que sirven de combustible.
Envía la carne al piso principal bien atravesada de pinchos, para que parezca redonda y gruesa; y un pincho de hierro, convenientemente empleado aquí y allá, le dará un aspecto más hermoso.
Cuando ases un trozo largo de carne, preocúpate únicamente de la mitad y deja crudos los dos extremos, que pueden servir para otra ocasión y así también gastarás menos fuego.
Cuando friegues los platos y cacharros, dobla el borde hacia dentro para que no se les salga el contenido.
Asimismo, haz un buen fuego en la cocina cuando se celebre una pequeña comida o cuando la familia coma fuera, de modo que los vecinos, al ver el humo, alaben el gobierno de la casa de tu amo; pero, cuando haya muchos invitados, ahorra todo lo posible en leña, porque gran parte de la carne, al estar medio cruda, se guardará, y servirá para el día siguiente.
Siempre has de cocer la carne en agua del pozo, porque en alguna ocasión no dispondrás de agua del río o de cañería, y en ese caso, tu señora, cuando se dé cuenta de que la carne tiene otro color, te reprenderá sin que hayas cometido falta alguna.
Cuando tengas muchas aves en la despensa, deja la puerta abierta como muestra de compasión hacia la pobre gata, si es buena cazadora de ratones.
Si ves que es necesario ir al mercado en un día húmedo, saca la caperuza y la capa de tu señora para no desgastar tu ropa.
Procúrate tres o cuatro ayudantas para que te asistan de continuo en la cocina, y págales unos honorarios reducidos: sólo la carne echada a perder, un poco de carbón y toda la ceniza.
Para que los sirvientes molestos no entren en la cocina, deja puesta la manivela del asador para que les caiga encima de la cabeza.
Si un puñado de hollín cae en la sopa y no puedes quitarlo cómodamente, espúmalo bien, y dará a la sopa un sabor muy francés.
Si disuelves la mantequilla y se convierte en aceite, no te apures y envíala a la mesa, pues el aceite es una salsa más fina que la mantequilla.
Raspa el fondo de las ollas y cazuelas con una cuchara de plata, porque de otro modo podrían impregnarse de un regusto a cobre.
Cuando la salsa que mandes a la mesa sea mantequilla, no despilfarres y haz la mitad de agua, cosa que también resulta mucho más saludable.
No emplees jamás una cuchara para algo que puedas hacer con las manos, y así no gastarás la plata de tu amo.
Cuando veas que no puedes tener la cena preparada a la hora acordada, retrasa el reloj para que esté lista en el momento exacto.
Deja que un ascua incandescente caiga de vez en cuando en el recipiente para recoger la grasa, de modo que el humo de la grasa suba y confiera a la carne asada un exquisito sabor.
Debes considerar la cocina como tu vestidor; pero no te laves las manos hasta que hayas ido al excusado, hayas ensartado la carne, hayas atado el pollo, cortado la ensalada, y desde luego no hasta que hayas mandado a la mesa el segundo plato, pues tus manos se habrán ensuciado diez veces con las cosas que te ves obligada a tocar; pero, cuando hayas terminado de trabajar, con un lavado bastará.
Sólo hay una parte de tu aseo que permito mientras las vituallas se cuecen, se asan o se guisan: me refiero a peinarte el cabello, cosa con la que no se pierde tiempo, porque puedes estar delante de los fogones y vigilarlos con una mano, mientras utilizas el peine con la otra.
Si por azar algunos cabellos llegan a la mesa junto a las vituallas, puedes inculpar fácilmente a cualquiera de los lacayos que te han distraído, pues dichos caballeros pueden comportarse a veces pérfidamente si no les guardas un bocado de la olla o una tajada del asador, y mucho más cuando disparas un cucharón de gachas calientes en sus piernas o les mandas frente a los señores con un trapo para secar los platos prendido en el trasero.
Para asar y hervir, ordena a la fregona que te traiga sólo leña grande, y que guarde la pequeña para las chimeneas de la planta principal; la primera resulta la más indicada para preparar la carne, y, cuando se apaga, si estropeas algún plato, puedes atribuir la falta con toda justicia a la carencia de leña; por otro lado, los recogedores de ceniza hablarán ciertamente mal del gobierno de la casa de tu amo si no encuentran muchas ascuas grandes mezcladas con trozos de leña grandes y nuevos. De esta forma, preparas la carne sin perder tu prestigio, llevas a cabo un acto de caridad, y, a veces, obtienes una parte de una jarra de cerveza a cambio de tu munificencia con la recogedora de ceniza.
En cuanto hayas mandado el segundo plato, no tienes nada que hacer en una gran familia hasta la cena, así que lávate manos y cara, ponte la caperuza y el pañuelo, y solázate con tus amigas hasta las nueve o diez de la noche; pero cena primero.
Mantén siempre una férrea amistad con el mayordomo, pues os interesa a los dos estar unidos: el mayordomo quiere con frecuencia un bocado agradable, y tú, con mucha mayor frecuencia, una copa fría de buen licor. No obstante, cuídate de él, pues a veces es un amante inconstante, pues cuenta con la gran ventaja de que puede ganarse a las doncellas con un vaso de moscatel o de vino blanco con azúcar.
Cuando ases un pecho de ternera, no olvides que tu enamorado, el mayordomo, se deleita con las mollejas, conque apártalas hasta la noche: puedes decir que el perro o el gato se las han llevado, o que estaban en mal estado, o llenas de moscas; por otro lado, su aspecto en la mesa es el mismo con las mollejas que sin ellas.
Cuando hagas esperar largo tiempo a los invitados, y la carne esté demasiado hecha (cosa que suele suceder), puedes echarle la culpa con toda justicia a tu señora, que te apremió tanto para que acabaras la comida, que te viste obligada a sacarla demasiado cocida y asada.
Cuando no dispongas de tiempo para recoger los platos, inclínalos de modo que caigan doce a la vez en el aparador, para que los cojas directamente.
Para ahorrarte tiempo y molestias, corta las manzanas y cebollas con el mismo cuchillo, pues a los señores de buena cuna les gusta que todo lo que coman sepa a cebolla.
Con las manos, amasa tres o cuatro libras de manteca y lánzalas contra la pared, justo encima del aparador, y así las tendrás disponibles para arrancar a trozos cuando te hagan falta.
Si dispones de una cacerola de plata para utilizarla en la cocina, te recomiendo que la aporrees bien y que esté siempre negra; colócala restregándola contra las brasas, etcétera, para honrar a tu amo, pues eso es signo de que su casa ha estado bien atendida de forma constante; y, del mismo modo, si cuentas con un cucharón de plata para la cocina, desgástalo de tanto raspar y remover, y repite jubilosa: «Esta cuchara lo ha dado todo a mi amo».
Cuando, por la mañana, mandes a tu amo un mejunje de caldo, gachas, o algo por el estilo, no olvides poner sal en el borde del plato con los dedos, pues, si utilizas una cuchara o la punta de un cuchillo, puede haber peligro de que la sal se caiga, y eso sería una señal de mala suerte. Pero acuérdate de chupártelos para limpiarlos antes siquiera de tocar la sal.
Si la mantequilla, cuando se derrite, sabe a latón, la culpa es de tu amo, que te tiene sin cacerola de plata? además, así cundirá más, y estañar tiene un coste muy alto. Si dispones de una cacerola de plata y la mantequilla sabe a humo, atribúyelo a la leña.
Si casi todos los platos de la cena se te estropean, ¿cómo ibas a evitarlo? Los lacayos que entraban en la cocina te gastaban jugarretas; para demostrarlo, no dejes pasar la oportunidad de enojarte y de tirarles una cucharada de caldo en alguna de sus libreas. Además, el viernes y el Día de los Inocentes son dos días nefastos, y es imposible tener buena suerte en cualquiera de ellos; por tanto, en ambos días dispones de una legítima excusa.