Un sonido de trompetas hendió el aire.
El capitán dejó el manuscrito escrito a máquina y pulsó un botón del intercom.
—¿Qué pasa? —dijo con voz seca.
—El senescal de ocho piernas del castillo ha encontrado al fin a su jefe, señor —respondió la voz del sociotécnico—. En la medida en que he podido entenderle, el duque planetario estaba, de safari y ha hecho falta todo este tiempo para localizarle. Sus reservas de caza ocupan todo un continente. Bueno, en todo caso, ya ha llegado. Venga a ver el espectáculo. Cien cohetes antigravedad… ¡Señor! ¡De las naves que han aterrizado están saliendo caballeros y caballos!
—Sin lugar a dudas, será el ceremonial de costumbre. Llego en un minuto. —El capitán miró el manuscrito con ojos furibundos. ¿Cómo hablar inteligentemente con aquel fantástico soberano sin tener idea de lo que había pasado?
Hojeó apresuradamente la continuación. La crónica de la Cruzada Wersgor era larga, y tormentosa. Le bastaba, después de todo, con leer la conclusión: el rey Roger I fue coronado por el arzobispo de Nueva Canterbury y reinó durante muchos y fructíferos años.
Pero ¿qué había pasado realmente? Naturalmente, de un modo u otro, los ingleses habían ganado todas sus batallas. Acabaron por tener la fuerza suficiente que les permitiría no contar tan sólo con la fuerza y la habilidad de su jefe. ¡Pero su sociedad! ¿Cómo era que su idioma, sin hablar de sus instituciones, había podido sobrevivir al contacto con antiguas y refinadas civilizaciones? Lo peor de todo: ¿por qué el sociotec había traducido al parlanchín padre Parvus si no hubiera en ello algunos hechos significativos…? Atención. Sí. Un pasaje, casi al final, captó la vista del capitán. Leyó:
«… He dicho que sir Roger de Tourneville estableció el sistema feudal sobre los mundos recién conquistados en los que sus aliados le habían entregado el gobierno. Como consecuencia, de acuerdo con mi noble amo, dieron a entender que, si había actuado así era porque no conocía otra solución y era lo mejor que podía hacer. Cosa que refuto.
Como he dicho antes, la caída de Wersgorixan no puede dejar de compararse con la caída de Roma y, a problemas semejantes, soluciones semejantes. La ventaja de sir Roger fue que tenía la respuesta a mano y, a sus espaldas, la experiencia de muchos siglos terrestres». Es cierto que cada planeta representaba un caso especial, que requería un tratamiento diferente. Sin embargo, la mayor parte de ellos tenían algunas cosas importantes en común. Las poblaciones indígenas no pedían otra cosa que encontrarse bajo el mando de sus libertadores ingleses. Dejando aparte toda gratitud, aquellas pobres gentes ignorantes, cuya civilización había sido aniquilada mucho antes, necesitaban ser guiadas en todo. Abrazando la Fe, demostraron que tenían alma. Lo que obligó a nuestros clérigos ingleses a conferir ordenamientos entre los conversos. El padre Simón descubrió textos en las Escrituras y entre los escritos de los Padres de la Iglesia que apoyaban aquella necesidad práctica. Y, a decir verdad, aunque él mismo nunca lo confirmó, nos parecía que el verdadero Dios nos había mandado a ello al enviarnos tan lejos in partibus infidelium. Una vez admitido este hecho, el padre Simón no sobrepasó los límites de su autoridad sembrando la semilla de nuestra propia Iglesia Católica. Naturalmente, en su momento, procuramos hablar del Arzobispo de Nueva Canterbury como de «nuestro» Papa, o del “Vice Papa”, para mantener siempre en la mente la idea de que no era más que un simple agente del verdadero Santo Padre, al que no podíamos llegar. Lamento la negligencia de las nuevas generaciones en todas estas cuestiones de titulación». Lo raro es que muchísimos wersgorix aceptaron muy pronto aquel orden nuevo. Su gobierno central siempre había sido para ellos algo lejano, un cobrador de impuestos, un instrumento para hacer respetar leyes arbitrarias. Muchos caras azules se dejaron seducir por nuestras brillantes ceremonias y por un gobierno de nobles señores con quienes podían verse cara a cara. Lo que es más, sirviendo lealmente a aquellos soberanos, podían esperar conseguir tierras, incluso títulos. Entre los wersgorix arrepentidos y convertidos en buenos cristianos ingleses, me basta mencionar a Huruga, nuestro antiguo enemigo, a quien todo el mundo de Yorkshire honra como a su arzobispo William.
«En el comportamiento de sir Roger nada se puede tachar de falsario. Nunca traicionó a sus aliados, como le acusaron algunos. Trató lealmente con ellos y salvo el hecho de que disimuló —totalmente obligado— nuestro verdadero origen (una mascarada que abandonó en cuanto fuimos lo suficientemente fuertes como para no temer que se supiera el secreto), siempre se mostró franco y leal. No es culpa suya que Dios ayude siempre a los ingleses». Los jairs, los ashenkoglhi y los pr?otanos aceptaron de buen grado las proposiciones de sir Roger. No tenían idea real de lo que era un imperio. Si les dejábamos un planeta recién conquistado, no les importaba poner en manos de los humanos la tarea, inmensamente fatigosa, de gobernar el gran número de planetas en que existían poblaciones esclavas. A menudo, apartaban la vista hipócritamente de las necesidades, a menudo sangrantes, de tal gobierno. Estoy seguro de que muchos políticos aliados se regocijaron secretamente al pensar que cada nueva responsabilidad disminuía y dispersaba las fuerzas de sus enigmáticos aliados; sir Roger, con cada nueva conquista, creaba un duque y algunos nobles secundarios para dejarlos en el planeta, con una pequeña guarnición que entrenara y educase a los indígenas. Levantamientos, sangrientas guerras internas, contraataques wersgorix, redujeron aquellas exiguas tropas.
Pero como los jairs, los ashenkoglhi y los pr?otanos tenían pocas tradiciones militares, no comprendieron que aquellos crueles años acabarían por establecer lazos de lealtad entre los campesinos indígenas y los aristócratas ingleses. Como sus razas estaban también un poco agotadas, no pudieron prever el vigor y el ardor con que se multiplicarían los humanos.
»Y, cuando al fin, todos aquellos hechos estuvieron claros como la luz del día, era ya demasiado tarde. Nuestros aliados no eran más que tres naciones distintas con modos e idiomas diferentes. A su alrededor se habían alzado cientos de razas unidas por la cristiandad, el inglés y la Corona Inglesa. Si los humanos lo hubiéramos deseado, no habríamos podido cambiarlo. A decir verdad, fuimos sorprendidos, lo mismo que ellos.
«Para demostrar que sir Roger nunca tramó nada contra sus aliados, considerad hasta qué punto le habría sido sencillo invadirles cuando gobernaba la más poderosa nación que se viera entre las estrellas. Pero siempre se contuvo, por generosidad. No fue culpa suya si las jóvenes generaciones, impresionadas por nuestros logros, empezaron a imitar cada vez más nuestro modo de actuar…».
El capitán dejó el manuscrito y echó a andar hacia el panel de entrada principal. Habían abatido la rampa y un gigante humano de cabellos rojos avanzó para saludarle. Vestido de un modo fantástico, con una flameante espada ornamental, llevaba también un revólver de balas explosivas totalmente impresionante. A sus espaldas se mantenía en guardia una escolta de honor formada por fusileros vestidos con el verde traje de Lincoln.
Por encima de sus cabezas ondeaba una bandera con las armas de una rama menor de la gran familia de los Hameward.
Las manos del capitán desaparecieron en una capa ducal y velluda. El sociotec tradujo un inglés bastardo.
—¡Al fin! ¡Dios sea loado! Al fin han aprendido a construir naves del espacio en la buena vieja Tierra. Sed bienvenido, señor.
—Pero ¿por qué nunca nos hemos encontrado antes… este… monseñor? —balbuceó el capitán. Cuando lo tradujeron, el duque se encogió de hombros y respondió:
—No, estuvimos buscando. Durante generaciones, todos los caballeros jóvenes partían en busca de la Tierra, a menos que no eligiesen la búsqueda del santo Grial. Pero ya sabéis cuántos malditos soles existen. Sobre todo, en el centro de la galaxia, donde encontramos a otros pueblos navegadores del espacio. El comercio, la exploración, la guerra… todo nos ha retenido aquí, lejos de esa espiral con tan pocas estrellas. Os daréis cuenta, supongo, que habéis dado con una provincia apañada. El rey y el papa viven muy lejos, en el Séptimo Cielo… Finalmente, la búsqueda no valió de nada. En los siglos pasados, la Tierra fue sólo una tradición. —Su enorme rostro parecía brillar de alegría—. Pero ahora todo ha cambiado. ¡Nos habéis descubierto! ¡Formidable! ¡Maravilloso! Pero, decidme ahora mismo si se ha liberado la Tierra Santa y vencido a los paganos.
—Bien —dijo el capitán Halevy, ciudadano leal del Imperio Israelí—, bien, sí.
—Lástima. Me habría gustado partir a una nueva cruzada. La vida se ha vuelto un poco aburrida desde que conquistamos a los Dragones hace diez años. Sin embargo, dicen que las expediciones reales a las nubes estelares de Sagitario han descubierto algunos planetas muy prometedores. Venid al castillo. Os recibiré lo mejor que pueda y os equiparé para el viaje hasta el rey. La navegación es delicada, pero os proporcionaré a un astrólogo que conoce el camino.
—¿Qué acaba de decir? —preguntó el capitán cuando la baja voz terminó el discurso.
El sociotec se lo explicó.
El capitán Halevy adquirió un color rojo ladrillo.
—¡Ningún astrólogo tocará nunca mi navío!
El sociotec suspiró. Tendría mucho trabajo en los años venideros.
FIN